30º Domingo B
Evangelio: Marcos 10, 46-52
Jesús sale de Jericó: está camino de Jerusalén. Será su última subida a la ciudad santa, antes de morir. Este es su último trayecto. Saliendo de la ciudad de las palmeras, la primera ciudad que conquistó Josué al entrar en la Tierra Prometida, Jesús se encuentra con un ciego que le ruega, insistentemente, que tenga piedad de él.
En el cielo Bartimeo hay más que un enfermo discapacitado.
Es el símbolo de una sociedad ciega, que sufre en medio de las tinieblas y ya
no puede más: la oscuridad, la falta de visión, la ignorancia, engendran miedo
y angustia. Le vida se vuelve aterrorizante para quien no puede ver.
Hoy vivimos en un mundo con grandes recursos y avances
tecnológicos, pero con una enorme confusión y oscuridad espiritual. Ante las
inquietudes humanas hay tantas alternativas y respuestas que, al final, muchos
acaban bloqueados, sin saber hacia donde ir, perdidos y desesperados.
«Ten compasión de mí, hijo de David», grita el cielo. Lo
llama por su título mesiánico. Este hombre espera en el Mesías de Israel, un sucesor
de David que restaurará el reino perdido. Con la restauración política espera,
quizás, una restauración de su salud, de su vista, de su firmeza.
Jesús le pregunta qué puede hacer por él. ¿Por qué pregunta?
¿Acaso no lo sabe? Quiere oírlo de sus propios labios. Quiere que el ciego
formule su deseo, su aspiración más profunda. Y Bartimeo responde: «Maestro,
que pueda ver».
La respuesta de Jesús la conocemos; la hemos oído en otras
ocasiones, en el evangelio. Es como un estribillo de la fe: «Anda, tu fe te ha
curado».
Y ante esta respuesta nos quedamos pensativos. ¿Basta tener fe para curarse? Los racionalistas escépticos dirían que la curación es un efecto placebo, una sugestión, una consecuencia de la fuerza de voluntad. ¿Es la fe una cuestión de poder mental?
Ante esto podemos preguntarnos: ¿Es la fe la que me cura? ¿O
es más bien la confianza en la persona que nos ayuda? ¡Se puede tener fe en
tantas cosas! Hasta la fe en mí mismo podría curarme. Pero el ciego Bartimeo
confió en Jesús. Necesitaba oír su voz, sentir su cercanía.
A veces no sanamos porque no nos atrevemos a pedir lo bueno
y lo mejor. No lo esperamos. No nos atrevemos a pedir a Jesús que tenga
compasión de nosotros. Y sólo cuando estamos desesperados, gritamos como el ciego.
Tenemos que tocar fondo para pedir ayuda.
Entonces quizás Jesús nos pregunte: ¿Qué quieres que haga
por ti?
Pidamos, como Bartimeo, no que arregle nuestros problemas, o que solucione todas nuestras carencias. No pidamos a Jesús que aparte de nosotros los desafíos o las dificultades. Ni siquiera la enfermedad, porque a veces son experiencias que hemos de pasar para aprender algo importante.
Pidámosle lo mismo que el ciego: Haz que vea, Señor. Danos
lucidez, discernimiento, serenidad.
Y, viendo, sabremos lo que hemos de hacer.
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