32º Domingo Ordinario B
Evangelio: Marcos 12, 38-44
Situémonos en Jerusalén, en los porches del Templo donde
enseñaban los rabinos, días antes de la Pascua. Jesús está enseñando allí, rodeado
de multitudes curiosas y ávidas de escuchar, y también de saduceos, fariseos y letrados
recelosos, que le acechan con el ánimo de ponerlo a prueba.
Tras superar las preguntas insidiosas de unos y otros, Jesús
contraataca y habla a las gentes: ¡Cuidado con estos escribas y letrados! Y
pasa a describir, no sin ironía, su actitud de superioridad moral y de vanidad
religiosa.
Hoy Jesús quizás diría: ¡Cuidado con ciertos sabios y
teólogos! Cuidado con algunos maestros, que hacen alarde de sus estudios
bíblicos y doctrinales y les gusta ser reconocidos, respetados e invitados a
lugares de honor. También podría decir: ¡Cuidado con los devotos que llaman la
atención! A estos les gusta exhibir su cumplimiento riguroso de los preceptos
de la Iglesia, aparentan gran fervor y recaudan mucho dinero, a veces de gentes
muy sencillas, para causas supuestamente piadosas.
Son dos riesgos de la religión: la soberbia espiritual y la
avaricia disfrazada de limosna. Jesús alerta a la gente de algo que todos
debían intuir, en el fondo. Muchos ricos y devotos en realidad eran sepulcros blanqueados
que ostentaban su superioridad frente a la multitud. Presumían de entregar
generosos donativos, pero en realidad daban de lo que les sobraba porque tenían
inmensas fortunas.
En contraste con ellos, Jesús elogia a una pobre viuda: una
mujer que se acerca al cofre de las ofrendas y echa dos moneditas. Muchas
viudas, si estaban solas, vivían de la mendicidad; aquellas monedas quizás eran
la mitad o más de la limosna que había recaudado aquel día. Quizás lo eran todo.
¡Qué importaba pasar un día sin comer! Al día siguiente, alguien le daría algo
más, pero aquella mujer no quería faltar a su deber con el Templo, el lugar
santo, la morada de su Señor.
«Ella ha dado más que todos», dice Jesús, «porque los otros
dan lo que les sobra mientras que ella da lo que tiene para vivir.»
Esta es la verdadera generosidad, nos enseña Jesús. No es dar
calderilla o lo que te quieres quitar de encima, sino dar algo que, sin dejarte
necesitado, te cuesta dar, algo podrías gastar en otras cosas. Algo que te
suponga un esfuerzo.
Las iglesias viven de las aportaciones de los fieles. No hay
un impuesto religioso, como lo había en tiempos de Jesús, que requería destinar
una cantidad fija por familia al Templo. Nuestras parroquias se mantienen por
la generosidad de quienes aportan su donativo, de manera voluntaria. Quien
quiere da; quien no, puede venir igualmente y beneficiarse de todo lo que
ofrece la Iglesia, sin pagar nada. Nada se exige, sólo se pide la buena
voluntad. ¿Tendremos la suficiente generosidad, como la viuda, como para dar
algo que nos cuesta un poco y permitir que nuestra parroquia pueda sostenerse
con dignidad? El gesto de desprendimiento de la viuda pobre debería hacernos
meditar. Ojalá Jesús pueda elogiarnos, a cada uno de nosotros, como lo hizo con
la viuda. No echemos en la cesta lo que nos sobra; demos una parte de nuestra
vida, fruto de nuestros esfuerzos. Dios, que lo ve todo, sabrá cómo
recompensarnos.