2024-11-08

Escribas, ricos y viudas


32º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 12, 38-44

Situémonos en Jerusalén, en los porches del Templo donde enseñaban los rabinos, días antes de la Pascua. Jesús está enseñando allí, rodeado de multitudes curiosas y ávidas de escuchar, y también de saduceos, fariseos y letrados recelosos, que le acechan con el ánimo de ponerlo a prueba.

Tras superar las preguntas insidiosas de unos y otros, Jesús contraataca y habla a las gentes: ¡Cuidado con estos escribas y letrados! Y pasa a describir, no sin ironía, su actitud de superioridad moral y de vanidad religiosa.

Hoy Jesús quizás diría: ¡Cuidado con ciertos sabios y teólogos! Cuidado con algunos maestros, que hacen alarde de sus estudios bíblicos y doctrinales y les gusta ser reconocidos, respetados e invitados a lugares de honor. También podría decir: ¡Cuidado con los devotos que llaman la atención! A estos les gusta exhibir su cumplimiento riguroso de los preceptos de la Iglesia, aparentan gran fervor y recaudan mucho dinero, a veces de gentes muy sencillas, para causas supuestamente piadosas.

Son dos riesgos de la religión: la soberbia espiritual y la avaricia disfrazada de limosna. Jesús alerta a la gente de algo que todos debían intuir, en el fondo. Muchos ricos y devotos en realidad eran sepulcros blanqueados que ostentaban su superioridad frente a la multitud. Presumían de entregar generosos donativos, pero en realidad daban de lo que les sobraba porque tenían inmensas fortunas.

En contraste con ellos, Jesús elogia a una pobre viuda: una mujer que se acerca al cofre de las ofrendas y echa dos moneditas. Muchas viudas, si estaban solas, vivían de la mendicidad; aquellas monedas quizás eran la mitad o más de la limosna que había recaudado aquel día. Quizás lo eran todo. ¡Qué importaba pasar un día sin comer! Al día siguiente, alguien le daría algo más, pero aquella mujer no quería faltar a su deber con el Templo, el lugar santo, la morada de su Señor.

«Ella ha dado más que todos», dice Jesús, «porque los otros dan lo que les sobra mientras que ella da lo que tiene para vivir.»

Esta es la verdadera generosidad, nos enseña Jesús. No es dar calderilla o lo que te quieres quitar de encima, sino dar algo que, sin dejarte necesitado, te cuesta dar, algo podrías gastar en otras cosas. Algo que te suponga un esfuerzo.

Las iglesias viven de las aportaciones de los fieles. No hay un impuesto religioso, como lo había en tiempos de Jesús, que requería destinar una cantidad fija por familia al Templo. Nuestras parroquias se mantienen por la generosidad de quienes aportan su donativo, de manera voluntaria. Quien quiere da; quien no, puede venir igualmente y beneficiarse de todo lo que ofrece la Iglesia, sin pagar nada. Nada se exige, sólo se pide la buena voluntad. ¿Tendremos la suficiente generosidad, como la viuda, como para dar algo que nos cuesta un poco y permitir que nuestra parroquia pueda sostenerse con dignidad? El gesto de desprendimiento de la viuda pobre debería hacernos meditar. Ojalá Jesús pueda elogiarnos, a cada uno de nosotros, como lo hizo con la viuda. No echemos en la cesta lo que nos sobra; demos una parte de nuestra vida, fruto de nuestros esfuerzos. Dios, que lo ve todo, sabrá cómo recompensarnos.

2024-11-01

El primer mandamiento

31º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 12, 28-34

Esta lectura del evangelio nos sitúa en Jerusalén. Jesús está enseñando en los atrios del Templo, rodeado de multitudes, y las autoridades, los fariseos y los escribas quieren ponerlo a prueba. Le preguntan sobre temas polémicos, lo retan, lo quieren hacer caer en algo de qué acusarlo. Pero Jesús sale airoso de las pruebas.

Esta vez quien lo aborda es un escriba o letrado, un experto en las sagradas escrituras. Hoy, diríamos un teólogo, un biblista o un experto en doctrina. ¿Qué le pregunta a Jesús? Algo básico, para ver si responde conforme a la ortodoxia judía. ¿Cuál es el primer mandamiento?

En la pregunta del escriba podemos atisbar que quizás la respuesta no era tan fácil; debía de haber algún debate entre los maestros de la Ley y los escribas, o quizás este hombre esperaba que Jesús añadiera algo nuevo a la doctrina. ¿Quién sabe?

La respuesta de Jesús es impecable: recita el gran mandato del Deuteronomio, el Shemá Israel, «Escucha, Israel, el Señor tu Dios es el único Señor; amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas…» Y a continuación añade el segundo gran mandamiento, del Levítico: «Amarás al prójimo como a ti mismo.»

Amar a Dios, el Dios de la alianza con su pueblo, y amar al prójimo como a uno mismo, la regla de oro presente en tantas culturas del mundo. Estos dos mandamientos son el broche de oro y resumen de toda la Ley. En otras palabras: esto es lo que Dios quiere, y cumplir su voluntad es justamente esto, ni más ni menos.

Quizás el matiz que añade Jesús es esta frase que casi se nos desliza sin darnos cuenta: «El segundo es este». Jesús añade un segundo mandamiento, equiparándolo al primero. «No hay mandamiento mayor que estos [dos]». Es decir, no pueden separarse el uno del otro, son como las dos caras de una moneda. Jesús nos viene a decir que amar a Dios es igual a amar al prójimo. Consecuencia: tal como amas a tu hermano, así es como amas a Dios. Y al revés: si no amas al otro, tampoco amas a Dios, por mucho que digas que sí. El amor al prójimo es la medida de tu amor a Dios.

Toda religión tiene riesgos, y uno de los mayores es creer y cumplir de palabra, pero no de corazón ni de obra. Podemos sabernos de memoria la Ley de Dios, la doctrina, el catecismo, pero si no lo vivimos, de nada sirve. Es como aprender un código legal y luego infringir las normas. O conocer las reglas del juego y saltárselas. O saber las normas del tráfico y pasar un semáforo en rojo. ¿De qué nos sirve saber, si no hacemos? ¿De qué sirve decir y predicar, si no cumplimos en nuestra vida?

El escriba que interroga a Jesús lo comprende muy bien. Por eso añade que amar a Dios y al prójimo es más importante aún que todos los sacrificios y holocaustos. Está en la más pura línea profética: Dios detesta los sacrificios y ofrendas si no van acompañados de una conducta íntegra, de atención a los pobres y misericordia con los demás. El culto es puro ritual hipócrita si no va acompañado de bondad en la práctica cotidiana. Jesús asiente: «No estás lejos del reino de Dios».

Y nosotros, hoy, ¿cómo estamos? ¿Somos como los sacerdotes y los escribas, buenos conocedores y malos practicantes? ¿Somos como los fariseos, devotos y cumplidores, pero duros y negligentes con los demás en nuestra vida diaria? ¿Somos todo imagen, apariencia benéfica, y por dentro estamos corrompidos? Nadie es perfecto, pero ¿nos esforzamos por vivir lo que creemos?