2025-03-28

Reconciliarnos con Dios

4º Domingo de Cuaresma - C

Josué 5, 9-12
Salmo 32
2 Corintios 5, 17-21
Lucas 15, 1-3. 11-32

Con la parábola del hijo pródigo Jesús traza el retrato más vivo y profundo de quién es Dios Padre. ¡Un Dios cuya justicia es asombrosa!

No basta creer en Dios o creer que existe. ¿Qué imagen tenemos de Dios? ¿Cómo es nuestra relación con él? ¿Nos sentimos juzgados, vigilados, censurados, controlados? Si decimos que Dios es amor, ¿nos sentimos realmente amados por él? ¿Confiamos en su amor? 

¿Cómo experimentamos su perdón? ¿Nos sentimos justos e irreprochables, como el hijo mayor del relato, merecedores de un premio y con el derecho a juzgar a los demás? ¿O nos sentimos tan miserables, como el hijo menor, que no nos atrevemos a ser hijos, sino solo siervos?

Jesús nos presenta a un Padre Dios de bondad insólita y sin límites. En primer lugar, nos da total libertad. Deja que el hijo menor se vaya sin detenerlo, aunque se equivoque. En segundo lugar, es generoso. Le da su parte de la herencia al joven, aunque no sea el momento y aunque sepa que la va a dilapidar. Así es Dios con nosotros: nos da la vida, nos lo da todo y no pide explicaciones ni nos impide seguir nuestro camino. Nos deja libres aunque sea para alejarnos de él y causarnos daño, a nosotros mismos y a los demás. ¡Qué misterio tan grande!

Pero ¿qué hace cuando el hijo regresa? Lo acoge. No solo le abre las puertas de su casa, ¡corre afuera para abrazarlo! Sale, se avanza, “primerea”, como dice el Papa Francisco. Dios siempre se anticipa porque quien ama mucho no puede esperar más, ¡corre! Después, perdona, y más aún: olvida. No le pide cuentas, no le echa nada en cara, no le recuerda sus faltas y su error. Cuando el hijo empieza a hablar lo interrumpe. Nada de excusas ni humillaciones. Lo viste como un príncipe y le ofrece un banquete. El cielo está de fiesta, dice Jesús, cuando un pecador se arrepiente y regresa a los brazos del Padre.

¡Qué Padre tan bueno! ¡Qué Dios tan derrochador de amor, de perdón, de acogida, de ternura! A los ojos racionales del hijo mayor, que se cree perfecto, eso es injusto. Su visión es clara, pero carente de amor y de compasión. Es la postura de quien cree ganar el cielo con sus méritos y esfuerzos. Jesús nos enseña que el cielo no se gana, lo ofrece Dios a todos, gratis, y basta solo ser humilde y tener el corazón abierto para dejarse invitar y acoger, sobre todo cuando hemos caído y nos hemos arrastrado por el barro del desamparo, la soledad y la pobreza más honda, que es el vacío interior, la falta de sentido y de amor en la vida. Dios es así: generoso, respetuoso de nuestra libertad, acogedor y festivo. Como dice San Pablo, nos llama a todos a reconciliarnos con él. No nos pide cuentas de nada. Nos abraza y con su amor nos renueva: lo antiguo ha pasado. Lo nuevo ha comenzado

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2025-03-21

Convertirse es vivir

3r Domingo de Cuaresma - C


Éxodo 3, 1-15
Salmo 102
1 Corintios 10, 1-12
Lucas 13, 1-9


Las lecturas de este tercer domingo nos pueden sorprender un poco, especialmente el evangelio y la carta de Pablo, por su rotundidad. Nos vienen a decir, tanto Jesús como el apóstol, que si no nos convertimos, pereceremos. Pablo recuerda al pueblo de Israel por el desierto. Dios los acompañaba, Moisés los guiaba, no les faltó agua ni alimento, pero las gentes protestaron y desafiaron al cielo. La mayoría perecieron en aquel largo trayecto. En el evangelio, Jesús comenta varias catástrofes que han sucedido. Una torre derrumbada, una sangrienta represión militar, cientos de muertos… ¿Eran culpables todos ellos? No, dice Jesús, no más que cualquiera de vosotros. Pero «si no os convertís, pereceréis de mala manera». ¿Suena amenazador? ¿Por qué estas palabras tan duras?

Hay que leer toda la lectura en su contexto para comprender el significado. Hoy también comentamos las desgracias que aquejan al mundo. Los medios de comunicación nos las hacen más cercanas que nunca: guerras, atentados terroristas, asesinatos o desastres naturales. Es inevitable que haya muchos que saquen conclusiones o moralejas. Antiguamente se hacía mucho. ¿Venía una peste, un seísmo o una inundación? Algo hemos hecho mal: es un castigo del cielo. Hoy también hay quienes piensan que todas estas calamidades son señales del enfado divino. Como pecamos, dicen, Dios nos castiga. Incluso desde fuera de la mentalidad religiosa, en el pensamiento ecologista, existe cierta tendencia a pensar que la tierra responde airada ante las agresiones y la explotación del ser humano y, en cierto modo, se toma su venganza.  

Pero Jesús nos quita esas ideas de la cabeza. Dios no es un cruel justiciero, ni un castigador injusto. Las catástrofes ocurren. Las provocadas por el hombre son culpa de quienes las propician, aunque las víctimas rara vez son culpables, al contrario. El autor de estas tragedias es el hombre, siempre. Las causadas por la naturaleza no tienen ningún tinte moral: el cosmos es así. Si hay víctimas es, quizás, debido a la ignorancia y a la negligencia humana, que podría prevenirlas mejor con los recursos que hay.

Jesús aprovecha esta ocasión para abordar el miedo que toda persona tiene: el miedo a morir, a perecer de mala manera, a sucumbir violentamente. Es el miedo innato de todo ser humano a ser exterminado, aniquilado y disuelto en la nada.

Y Jesús nos habla de otra muerte, más sutil, pero no menos cierta. Es la muerte en vida de quien ha dejado de creer, de vibrar con la vida, de ansiar el bien. La muerte en vida de quien se niega a cambiar, a abrir el corazón, a convertirse. La muerte en vida de quien se encierra en su ego y no quiere amar ni dejarse amar, o limita su mezquino amor a unos pocos, mientras que el resto del mundo no le importa. Es la muerte en vida del egoísmo, del orgullo, de la obstinación y la cerrazón mental. La muerte del que rechaza a Dios.

Jesús termina con la parábola de una higuera que no produce nada. El amo quiere arrancarla, pero el labrador intercede por ese campo estéril. «Déjala este año; yo la cavaré y abonaré, a ver si da fruto…» ¿Quién es este labrador misericordioso?

La viña en el lenguaje de Jesús es el mundo. Somos nosotros, la humanidad. Dios nos plantó y hemos dado bien poco fruto, o nada. El labrador es Jesús. Él se ha hecho humano, comparte nuestro destino y quiere rescatarnos de la quema. Él se ofrece a cuidar la higuera. Y lo hizo: la cavó con sus palabras, la regó con su sangre… ¡Esperando que diera fruto! Dios, como vemos, no ha arrancado el árbol de su viña. Y a lo largo de los siglos, el labrador sigue cavando y abonando, él y todos sus seguidores, que continúan su misión. La viña quizás no da todo el fruto que el amo quisiera, pero va dando sus cosechas, grandes o pequeñas… y sigue creciendo, pese a todo.

Nosotros somos, a la vez, viña y viñador. Somos planta llamada a dar fruto y ayudantes del viñador, para que otros puedan también abrirse y dar sus frutos. Si damos fruto y ayudamos a que otros lo den, estaremos viviendo una vida auténtica y plena, con sentido, una vida que ni siquiera la muerte podrá derrotar. Moriremos físicamente, sí, pero nuestro ser continuará y nacerá a otra vida que nos espera al otro lado, junto a nuestro Creador. Y, mientras tanto, habremos vivido despiertos, desprendiendo vida y despertando vida a nuestro alrededor. ¡Así claro que vale la pena vivir!  

2025-03-14

Ciudadanos del cielo

2º Domingo de Cuaresma - C


Génesis 15, 5-12. 17-18
Salmo 26
Filipenses 3, 17 - 4,1
Lucas 9, 28-36


La lectura del Antiguo Testamento nos muestra a Abraham ofreciendo un sacrificio a Dios en lo alto de un monte. Dios acepta su sacrificio, pasando como fuego entre los animales, y le hace una promesa: será padre de un gran pueblo. Abraham cree sin dudar y el autor bíblico añade: «se le contó en su haber». Creer en las promesas divinas nos abre a la maravilla de lo inesperado, que sobrepasa todas nuestras expectativas. Abraham quería tener un hijo… ¡y fue padre de una multitud!  

El evangelio de hoy nos lleva a otro monte, el Tabor, donde Jesús se transfigura ante sus discípulos más amados: Pedro, Santiago y Juan. El monte, lugar de oración, es un lugar de transformación. No es Dios quien cambia cuando rezamos, sino nosotros: somos transformados y vemos las cosas de otra manera. Allí, en el Tabor, los discípulos vieron a Jesús como quien realmente era, en su gloria. Hombre y a la vez Dios. La voz que escuchan no es la de ningún profeta ni su propia imaginación: es el mismo Padre quien los exhorta a escuchar a Jesús. Esto cambiará sus vidas radicalmente.

San Pablo escribe a una comunidad muy querida: la de Filipos. Apenado porque muchos cristianos se dejan llevar por el materialismo del mundo y por seguir la voz de su propio egoísmo y complacencia, exhorta a los filipenses a seguir fieles a Jesucristo y a llevar una vida honesta. Utiliza una expresión hermosa: ¡somos ciudadanos del cielo! Vivimos en este mundo pero ya no pertenecemos a él. Somos de Dios, somos del cielo, y llegará un momento en que, al igual que Cristo, todos nosotros seremos transfigurados y pasaremos a vivir una existencia gloriosa, sin muerte y sin corrupción. Pablo alude a una realidad misteriosa que solo podía conocer por su encuentro con Jesús, al igual que la conocieron Pedro, Santiago y Juan: la certeza de que, más allá de la vida terrenal, nos espera una vida resucitada, gloriosa, eterna y plena, como no llegamos a imaginar. Esta certeza nos da valor, esperanza y alegría para vivir, ya aquí, como si viviéramos en el cielo. No hay lugar para el miedo ni la tristeza. Las lecturas de hoy nos hablan de vivir con gozo y confianza, amando y haciendo el bien. ¡Somos de Dios! Somos ciudadanos de su reino. 

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2025-03-07

Tentaciones en el desierto

Primer domingo de Cuaresma - C


«Jesús, lleno del Espíritu Santo, se volvió del Jordán y fue llevado por el Espíritu al desierto, y tentado allí por el diablo durante cuarenta días…». Lc 4, 1-13.

Ante la flaqueza y el cansancio


Después del bautismo en el Jordán, Jesús se retira al desierto. En el Jordán ha quedado manifiesta su filiación con Dios y su misión apostólica. Ahora, busca un tiempo de receso para prepararse. Este relato en el desierto nos permite dar cohesión a la figura de Jesús. 

Las tentaciones responden a una hábil sutileza del diablo. El demonio conoce bien al ser humano, sus lagunas, su ego, sus ambiciones. Y también conoce muy bien a Jesús. 

Después de cuarenta días, Jesús pasa hambre. El diablo aprovecha la fragilidad y el cansancio del momento para intentar manipular su voluntad. Está claro que Jesús está unido profundamente al Padre y el demonio no puede con Él. Pero, cuántas veces por cansancio, por dolor, por flaqueza, caemos en las sutiles manifestaciones del diablo. Con diferentes apariencias, él sabe aprovechar la debilidad, el desencanto y las malas experiencias para mostrarse como un seudo salvador y prometer el cielo que él ha perdido. 

La tentación del poder económico


El diablo le propone a Jesús convertir las piedras en pan. Él puede hacerlo y acabar así con su necesidad. Se trata de una tentación que alude al poder económico. Jesús multiplicó los panes y las multitudes entusiastas querían hacerlo rey. Es una trampa muy hábil del demonio. Bajo una apariencia humanitaria, reduce la salvación y la felicidad del ser humano al bienestar puramente material. La tentación de sucumbir al poder económico para comprar con él falsas seguridades, falsos paraísos, es muy grande, especialmente en los momentos de angustia y dificultades. Hoy día, en que la inestabilidad del mundo es acusada y las personas nos acostumbramos rápidamente a vivir con cierta comodidad, ceder al poder del dinero y rendir culto a la riqueza económica es una tentación muy frecuente, en la que es fácil caer movidos por causas que parecen muy razonables. Es cierto que toda persona debe luchar por su supervivencia y por una vida digna y próspera, también económicamente. Pero nuestra salvación y la plenitud de nuestros deseos no se encuentran solamente en los bienes materiales. 

El afán por dominar el mundo


La segunda tentación es esta: «Si me adoras, te daré todos los reinos que el mundo me ha dado». En esta tentación el diablo se siente por encima de Jesús. Pero en realidad, es un ángel excluido, que ha participado de los poderes celestiales y que en su momento cayó y quedó reducido. Ahora quiere recuperar su estatus y su poder. Esta tentativa del demonio se refiere al poder político y a todas las formas de potestad sobre las personas, desde la dominación militar hasta la represión y la manipulación. 

Cuando una persona vive centrada en sí misma y desea que el mundo gire a su alrededor, no resiste la tentación de dominar y someter a los demás a su antojo. El poder es una droga sutil que atrapa a muchas personas, ávidas de protagonismo y henchidas de orgullo. Pero tiene un precio muy alto, como el diablo indica: «Todo esto te daré si te postras ante mí». Jesús replica: «Adorarás a tu Señor y solo a Él darás culto». Cuando somos egoístas, cuando nuestra única meta en el mundo es el dinero, el sexo, el poder, la ambición, todo lo que nos complace sin tener en cuenta a los demás, ¿no nos estaremos arrodillando ante el diablo? Jesús responde que solo tenemos que adorar a aquel que es la bondad, aquel que desea nuestra felicidad sin engaño, aquel que es Amor. Aún va más allá: a Dios no solo hay que adorarlo, sino abrazarlo y acogerlo dentro de nosotros. 

La tentación del poder religioso 


Con la tercera tentación, el demonio insta a Jesús a arrojarse de lo alto del templo: «Los ángeles del Señor te recogerán». Jesús responde: «No tentarás al Señor tu Dios». El diablo aprovecha toda ocasión para engrandecer nuestro ego. Cuando una persona alcanza cierto prestigio y reconocimiento puede llegar a pensar que tiene licencia para hacer cualquier cosa. Está por encima del bien y el mal y acaba endiosándose.

El diablo sabe que Jesús tiene poder. Es un hombre carismático, el pueblo lo escucha y lo sigue; podría manipular y dominar fácilmente a sus adeptos. Pero renuncia a ello. No quiere alardear de su capacidad para hacer milagros. Su poder es el amor, el servicio, la misericordia. Por el bautismo, todo cristiano participa del poder de Cristo. Cuanto más unidos estamos a él, más se alejará el diablo de nosotros. Pero es preciso mantenerse fieles y alerta. Porque el mal siempre está acechando, intentando debilitarnos y apartarnos de Dios.

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2025-02-28

El árbol se conoce por su fruto



8º Domingo Ordinario - C

Lecturas:

Eclesiástico 24, 4-7
Salmo 91
1 Corintios 15, 54-58
Lucas 6, 39-45

Homilía:


En todas las épocas el ser humano ha tenido una inquietud por mejorar su vida y trascender más allá de la pura supervivencia. Los animales y las plantas simplemente viven y crecen, y no se preguntan por qué ni para qué están aquí. Nosotros no nos contentamos con vivir: queremos una vida plena, hermosa, con sentido. Una vida vibrante e intensa, que nos lleve a la cima de nuestro potencial.

Pero en esta búsqueda de la plenitud, podemos perdernos por caminos engañosos. En todas las épocas ha habido personas de palabra fácil y seductora que nos brindan la felicidad por medios poco acertados y, a veces, peligrosos. Su retórica convence, y si son personas que se rodean de éxito, fama y riqueza, aún más. En el campo espiritual tampoco han faltado los falsos profetas. Juegan con todo tipo de medios, desde el misticismo hasta el miedo, la manipulación psicológica y las emociones. Son los que Jesús llama ciegos guiando a otros ciegos. Están ciegos por su propio ego, crecido e hinchado. Tapan con su carisma sus agujeros interiores y pretenden guiar a otros hacia el mismo pozo donde se encuentran ellos.

Nadie es perfecto. Ni siquiera los místicos, los sacerdotes o los grandes líderes espirituales se libran de sus miserias y defectos. Todos conocemos los nuestros… Ahora bien, ¿cómo reconocer a un buen maestro de un falso guía?

La sabiduría de la Biblia nos da pistas. En el libro del Eclesiástico (primera lectura de hoy) leemos que la persona se descubre por sus palabras. No se la puede juzgar por su aspecto o por su posición social, sino por lo que dice, porque las palabras revelan el corazón. Y añade que el árbol se conoce por sus frutos. Es una imagen que recogerá Jesús en el evangelio: Por sus frutos los conoceréis. Una persona puede deslumbrar por su aspecto, por su carisma e incluso por su retórica. También puede destacar por sus obras, aparentemente nobles e incluso grandiosas. Pero ¿cuáles son los frutos?

Esa es la prueba de fuego: los frutos. Los frutos son una vida fecunda, que se concreta en un bien real hacia uno mismo y hacia los demás. Los frutos son más amor, más paz, comprensión, perdón, buena convivencia, generosidad. Los frutos son una vida plena, tal como la sueña Dios y como, en el fondo, nosotros la soñamos. Los frutos siempre son de vida, y no de muerte.

Hoy, las personas tienden a buscar grandes experiencias. Todo el mundo busca vivir, experimentar, sentir algo grande dentro de sí. Hay muchos cazadores de misticismo en nuestros días. Se confunde la experiencia psicológica con una experiencia divina y esto es peligroso, pues puede poner en riesgo la salud física y mental de la persona. Santa Teresa avisaba a las monjas muy sensibles e impresionables y les aconsejaba no perseguir el éxtasis ni los arrobos místicos, pues les podía costar la salud, el crecimiento espiritual y hasta la vida. En cambio, les recomendaba descansar, distraerse, trabajar en algo físico y no aislarse. ¿Sorprenden estos consejos, en una mística como ella? Teresa era una mujer sabia, una gran madre y una buena discípula de Jesús. No caigamos en la trampa de los sentimientos y las experiencias sobrenaturales. San Juan de la Cruz, otro gran místico, decía que mucho más preciosa que cualquier éxtasis era la obediencia, humilde y libre, a la voluntad de Dios, reflejada en la docilidad a los superiores. Un acto de obediencia, de negación de uno mismo, es más valioso que todas las experiencias místicas, afirmaba san Juan. Porque de esos actos es de donde salen los frutos: mucho más allá del bienestar (o la evasión) personal, son frutos dulces de los que todos pueden alimentarse y crecer. 

2025-02-21

Hombres y mujeres de cielo

7º Domingo Ordinario - C

Lecturas:

Samuel 26, 2-23
Salmo 102
1 Corintios 15, 45-49
Lucas 6, 27-38

Homilía:

Las lecturas de hoy son impactantes, pues nos muestran hasta qué cimas puede llegar la nobleza humana. En la primera encontramos a David, que está proscrito en los montes. Una noche llega hasta el campamento del rey Saúl, que lo está persiguiendo. Todos duermen, el rey está a su alcance, dormido e indefenso, podría matarlo. Pero no lo hace y respeta su vida. ¿Qué hombre perseguido perdería la oportunidad de deshacerse de su enemigo?

En el evangelio, Jesús nos habla de un amor que parece imposible: amor al enemigo, piedad con los que nos quieren mal, generosidad con los que abusan de nosotros, perdón a los que nos maltratan… Porque si amamos a los que nos aman, si somos amables con los que nos caen bien, ¿qué hay de especial en nosotros? ¡Cualquiera lo haría!

Es curioso. Solemos decir que fallar, equivocarse, pecar y ser mezquinos, a fin de cuentas, ¡es humano! Incluso parece que se elogia y se valora la mediocridad y la pequeñez de alma. ¡Es tan común! En cambio, un amor incondicional, generoso, que perdona todo; un gesto como el de David o la magnanimidad de Jesús perdonando a sus verdugos, nos parecen sobrehumanos. O más bien “inhumanos”. Pensamos que son actitudes heroicas, pero que no van con nuestra naturaleza. Algunos, más cínicos, lo consideran una locura o una especie de desequilibrio mental.

Pero ¿es realmente así? ¿Acaso no es el amor heroico lo que justamente nos hace más humanos? ¿No es la superación de nuestras tendencias e instintos lo que nos distingue de los animales y nos hace más personas? ¿No está inscrito en nuestra naturaleza un deseo innato de crecer y superar nuestros límites? ¿Acaso no es humano aspirar a la verdad, a la belleza, a un bien mayor?

Claro que lo es. Jesús no nos pide nada inhumano ni imposible, porque conoce nuestra naturaleza. San Pablo lo explica con palabras muy bellas. Somos seres físicos, animales, por supuesto. Pero en nosotros también hay una parte espiritual que aspira a trascender. Somos seres espirituales, “hombres de cielo”. Somos terrenales y celestiales a la vez.

Por nacimiento hemos recibido toda nuestra herencia genética, familiar, histórica… Nuestra parte terrenal incluye nuestra biología y nuestra psicología, lo que nos configura como quienes somos. Pero Jesús nos invita a un renacimiento: entrar en la vida celestial, en el reino de su Padre. Y en este renacimiento podemos dar un paso más allá y empezar de nuevo, sin lastres ni ataduras. Podemos llegar a esa meta a la que todos aspiramos. Es una meta alta, porque Dios ha insuflado el deseo de cielo en nosotros. Jesús nos enseña el camino. Es un sendero cuesta arriba, pero abierto a paisajes bellísimos. Sólo quien lo recorre lo sabe: es difícil amar al enemigo, perdonar a quien te ha traicionado, ser generoso con el que te pide y delicado con quien te ofende cada día… Tampoco se trata de exponernos inútilmente, por supuesto, sino de no abrigar odio ni resentimiento en el corazón. ¡La venganza también es una esclavitud! En cambio ¡cuán libre y cuán dichosa se siente el alma, cuando elegimos amar como Jesús nos propone! Ser semejantes a Dios, en esto, no nos quitará humanidad, sino al contrario: nos hará vivir una vida totalmente humana, profunda e intensa, como nunca hayamos podido imaginar. Nos hará vivir una vida que ya es un poco divina: la vida que Jesús posee, la vida que nos ofrece a todos.

2025-02-14

Como un árbol plantado junto al agua

6º Domingo Ordinario - C

Lecturas:

Jeremías 17, 5-8
Salmo 1
1 Corintios 15, 12-20
Lucas 6, 17-26

Homilía:

Las lecturas de hoy culminan con el evangelio, que nos presenta las bienaventuranzas. Jesús se dirige a sus discípulos, no a toda la multitud. Es de ellos de quien está hablando ahora, de quienes quieren seguir su camino. Por un lado, los avisa: sufrirán pobreza, exclusión, hambre de justicia… Llorarán y experimentarán qué es sufrir soledad y rechazo. El seguidor no será menos que el maestro. Como él, se toparán con la incomprensión del mundo y hasta con la persecución. Pero después Jesús los anima. Todo esto no debe desalentarlos, porque tendrán una recompensa más grande. Y no será solo en la otra vida, sino ya en esta, como dirá en otro momento. El reino de Dios ya se está forjando aquí en la tierra, y es aquí donde los discípulos comenzarán a vivir esa alegría enorme de saber que forman parte del proyecto de Dios. Aquí recibirán ayuda, consuelo, fortaleza. Aquí tendrán madre, padre y hermanos, mucho más allá de la familia de sangre. Aquí serán saciados de un pan que no se agota, y de una justicia que rebasa toda ley humana. Dios no abandona a sus fieles.

En el fondo, las bienaventuranzas están hablando de las mismas personas que habla el profeta Jeremías, en la primera lectura, y el salmo 1, que escuchamos hoy. Son esas personas que dejan a un lado su ego, su orgullo y sus certezas, y se apoyan sólo en Dios. Dejan a un lado sus construcciones humanas, sus ideas y prejuicios, y deciden arraigar no en sí mismos, sino en la fuente de todo ser, que es Dios. Son humildes, reconocen su pequeñez y sus contradicciones, sus límites. Pero no hacen de eso un problema, porque se saben amados y sostenidos por un amor más grande que todo esto. Son como ese árbol que echa raíces junto al río, y crece frondoso, y da frutos. Así somos nosotros si, en vez de empeñarnos en crecer por nuestros propios medios, arraigamos en Dios. Él nos hará crecer y, sin que tengamos que forzar las cosas, hará que nuestra vida sea fecunda.

En los últimos años se ha esparcido mucho la idea de autorrealización, de autoafirmación de uno mismo, de empoderamiento personal. Es verdad que el ser humano tiene capacidades maravillosas y todos estamos llamados a hacerlas florecer: son los talentos que Dios nos ha dado. Pero esta mentalidad tiene un riesgo, que es olvidar que nosotros no somos los autores y dadores de la vida. No somos los dueños de nada, ni siquiera de nuestro propio cuerpo. Somos cuidadores, administradores, artesanos en cuyas manos se confía nuestra vida, la de otras personas y la del planeta. Si actuamos como dueños, es fácil que acabemos siendo tiranos y explotadores, de nosotros mismos, de los demás y de la naturaleza. Pero si actuamos con la humildad de un jardinero amoroso, sin creernos amos de nada, todo cuanto hagamos florecerá.

 Esta es la pobreza de espíritu de la que hablan las escrituras. El pobre de Dios es el que no se deifica a sí mismo ni la obra de sus manos. Es dócil, es pacífico porque no tiene enemigos con quien luchar ni posesiones que defender; tiene el corazón tierno porque se sabe amado y sabe que todos necesitamos compasión y comprensión. Es libre, porque no se ata a los afanes de poder, fama y dinero que mueven el mundo. Tampoco se ata a sus propios ideales y juicios. Y esa libertad le abre a otra dimensión de la vida: la que explica san Pablo en su carta, la resurrección. Resucitar es nacer a una vida nueva que ya no muere. Jesús es la prueba viviente de esta promesa que nos espera a todos.  Pero la resurrección se puede empezar a vivir ya en esta vida cuando uno ama, cuando está trascendido y abierto a Dios.

2025-02-07

5º Domingo Ordinario - C

«Rema mar adentro y echad vuestras redes.»

Lucas 5, 1-11



Hoy leemos, en las tres lecturas, tres historias de tres llamadas. Y vemos que la llamada de Dios no sólo es un encargo y una misión. Previamente hay un don. Ser llamado es una experiencia mística y transformadora, que nos cambia para siempre.

En la primera lectura, Isaías está rezando en el templo. Tiene una visión y contempla a Dios en su gloria. Ante tanta grandeza, es agudamente consciente de su pequeñez y su pecado. Se siente indigno, manchado, y teme morir. Pero Dios no destruye a sus criaturas ni las aplasta con su poder. Al contrario: el profeta recibe una brasa ardiente que, al tocarlo, lo purifica. Entonces Dios pide a alguien que sea su voz en el mundo. ¿A quién enviará? Isaías responde: Aquí estoy, ¡envíame! Esa brasa que lo ha tocado es el amor infinito de Dios. Quien se siente realmente amado, queda marcado para siempre y está dispuesto a todo. Comunicar a Dios se convertirá en el centro de su vida.

San Pablo explica su conversión y el enorme regalo de ser el último de los apóstoles. Se siente lleno de la gracia de Dios, un amor inmerecido que lo empuja a llevar su mensaje, incansable, por todo el mundo. La pasión evangelizadora de Pablo no se puede explicar sin comprender el amor que arde dentro de él, encendido por Cristo.

Finalmente, el evangelio explica la conversión de Simón Pedro, el pescador. Tras una noche de faenar en el mar, sin fruto, Jesús le pide que vuelva a remar mar adentro. Pedro, desanimado, obedece. Y la obediencia obra el milagro. Cuando regresa con las barcas, cargadas de peces, Pedro sabe leer en el acontecimiento algo más que una pesca milagrosa. Entiende que Jesús lo llama, y se siente indigno. Es la consciencia de ser pecador, que tantos santos consideran el primer paso para la conversión. Comprender la propia pequeñez y miseria es el inicio de una nueva vida. Los límites y defectos, incluso los pecados, no son obstáculo para la llamada. Dios elige a quien quiere, y no por sus méritos, sino por su capacidad de recibir amor.  Quien más amor recibe, más podrá transmitirlo, sin orgullo, pues se conoce, y con inmensa gratitud. Esa humildad de no creerse grande y brillante, de no pensar que todo lo que hacemos es obra nuestra, sino de Dios, es la que nos hace libres y ligeros para volar esparciendo la buena noticia, sin miedo y sin preocuparnos por el qué dirán. Cuando trabajamos por Dios y haciendo su voluntad, dejando a un lado nuestras ideas y prejuicios, nuestros afanes de vanidad y de reconocimiento, los frutos pueden ser asombrosos.

Dios nos ama y nos llama a ser sus colaboradores. ¡Qué alegría inmensa! En el momento en que escuchamos su llamada, todo pecado, toda herida, toda debilidad, queda sanado. Seguimos siendo nosotros, con todos nuestros defectos y limitaciones… pero ahora volamos en alas de alguien que es más grande. Él nos sostiene y nos lleva. Nos da todo lo que necesitamos —la gracia, como recuerda san Pablo—. Deberíamos entender la gracia de Dios como el regalo de su amor, ofrecido incondicionalmente, que nos da fuerzas para afrontar lo que sea. Basta que queramos recibirla.

2025-01-31

Presentación del Señor



Fiesta de la Candelaria - Presentación del Señor en el templo

Malaquías 3, 1-4
Salmo 23
Hebreos 2, 14-18
Lucas 2, 22-40


En el evangelio de hoy vemos cómo los padres de Jesús lo llevan al templo para cumplir el ritual de toda familia judía: al hijo primogénito había que consagrarlo a Dios y, para rescatarlo, se ofrecían unos animales en sacrificio. Esta antigua costumbre, en el caso de Jesús, revista un significado especial. Por un lado, Jesús no necesitaba consagrarse a Dios, ¡él mismo era Dios! Pero, como ser humano, se somete a todos los rituales, costumbres y leyes de su pueblo. Pero, en ese momento, dos personajes aparecen y ven en aquel niño algo que nadie más ve. El anciano Simeón y Ana, la profetisa, dos amigos de Dios, reconocen que ese niño va a cambiar la historia.

La profecía es como un arma de doble filo para María: por un lado, su hijo traerá la salvación al pueblo y la «luz a las naciones». Por otro, esta luz descubrirá lo que hay en los corazones, y despertará una violenta oposición. Será esa «bandera disputada» y provocará guerra y división, porque no todos lo aceptarán. De ahí vendrá la muerte en cruz y esa espada que atravesará el corazón de la madre.

Pablo, en su carta a los hebreos, explica este misterio de la doble naturaleza de Jesús. Como Dios, viene a salvarnos y a liberarnos de la muerte y del mal. Como hombre, debe pasar por todo lo que pasamos nosotros, incluida la muerte. Muriendo, nos da la vida. Sometiéndose, nos libera. Sufriendo, nos sana. «Como él ha pasado la prueba del dolor, ahora puede auxiliar a los que pasan por ella». Recordemos estas palabras cuando pasemos tiempos difíciles, situaciones conflictivas, grandes sufrimientos, físicos y morales, tristezas y soledad. Todo eso lo pasó también Jesús. Él conoce nuestro dolor, y está a nuestro lado. No desesperemos, porque con él, saldremos a flote y veremos la luz.

2025-01-25

Hoy llega la liberación


III Domingo Tiempo Ordinario -C-

«Le entregaron un libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, dio con el pasaje donde está escrito: El Espíritu del Señor reposa sobre mí, porque me ungió para llevar la buena nueva a los pobres; me envió a predicar la libertad a los cautivos, a los ciegos la recuperación de la vista, para libertar a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor».

Sentirnos hijos de Dios, raíz de nuestra fuerza


Jesús, abierto al Espíritu, se lanza a su misión. Su fuerza radica en sus convicciones y en su adhesión total al Padre. Sus palabras y sus gestos van calando profundamente en el corazón de mucha gente. Todos admiran su hondura y el contenido de cuanto predica.

Como buen judío, Jesús participa en el estudio y el conocimiento de la Torá en la sinagoga, como es costumbre, los sábados. Allí, ante la asamblea de fieles reunidos, y con voz recia, proclama el pasaje del profeta Isaías. Es un momento crucial en su ministerio público.

«El Espíritu del Señor reposa sobre mí», dice el texto. Jesús tiene una conciencia clara de su filiación con Dios y siente que el Espíritu Santo reposa suavemente sobre su corazón. De aquí fluye toda su energía espiritual: manifiesta el deseo de aquel que le ha enviado. Su vida y sus palabras no se entienden sin esta opción. La voluntad de Dios y la libertad de Jesús convergen en un momento decisivo.

Un mensaje liberador


Recogiendo las palabras del profeta, Jesús las aplica a su persona. Él ha venido a anunciar a los pobres el evangelio. Lo reciben los «pobres de espíritu», aquellos cuya única y gran riqueza es Dios. Ha venido a anunciar a los cautivos su libertad. Aquellos que comprenden su palabra saben que la libertad humana florece en el amor. Viene a proclamar el año de gracia: todos aquellos que se abren a Dios sinceramente recibirán gracia sobre gracia.

«He venido a dar libertad a los oprimidos», dice también Jesús. ¿Quiénes son los oprimidos? Todos aquellos que sufren, que padecen el yugo de la tristeza, el dolor o un poder que los anula como personas. Esta es precisamente una de las grandes misiones de la Iglesia: contribuir a la liberación del sufrimiento humano causado por la opresión.

Cada cristiano está llamado a ser liberador


Los bautizados tenemos la capacidad y los dones necesarios para reproducir la vida de Cristo. En el bautismo, el Espíritu de Dios también se posó sobre nosotros. Entonces éramos niños pero, ya adultos, está en nuestras manos alimentar y acrecentar la vida del Espíritu en nuestro interior. Cada vez que leemos un texto bíblico, cada vez que rezamos y nos abrimos a Dios, se cumplen en nosotros las Sagradas Escrituras.

Unidos a Cristo, estamos llamados a una misión redentora. La Iglesia que formamos todos es heredera de esta gran vocación de Cristo.

El mensaje de Jesús es un anuncio, una buena noticia: Dios nos ama y nos quiere libres. El evangelio no es un conjunto de normas morales ni una doctrina rigurosa, sino el gozoso anuncio de nuestra liberación. La liberación más profunda es soltar las amarras del yo, que es la mayor esclavitud. Muchas personas, en nombre de la libertad, se lanzan a una vida centrada en uno mismo; una vida cerrada, endogámica y que acaba asfixiando el alma. El egoísmo es el gran cautiverio que aflige a la humanidad. En cambio, abrirse a los demás comporta un gran alivio y liberación. Romper las cadenas del egoísmo y el narcisismo es otra gran misión de la Iglesia en el mundo.

Aquí tenéis una presentación en power point. Para descargar, clicad sobre en enlace: 

2025-01-17

Una boda en Caná

II Domingo Tiempo Ordinario -C-


«Y, faltando el vino, dijo a Jesús su madre: “Hijo, no tienen vino”. Le respondió Jesús: “Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Aún no ha llegado mi hora”. Dijo su madre a los sirvientes: “Haced lo que Él os diga».

María confía en su hijo


En la primera etapa de su vida pública, Jesús es invitado a una boda en Caná de Galilea con sus discípulos. También va con ellos María, su madre.

En plena boda se quedan sin vino. María, solícita y atenta a cuanto sucede a su alrededor, interviene. En una ocasión tan señalada no puede faltar el vino y pide a su hijo que actúe. Jesús le contesta que no ha llegado su hora. Son palabras que quizás María no entiende. Pero ella confía totalmente en Él. 

Siempre se ha fiado de su hijo. Entonces va y dice a los criados: «Haced lo que Él os diga». Es una de las pocas frases que los evangelistas ponen en boca de María, pero es suficiente para expresar la unión profunda con su Hijo. En esos momentos, Jesús convierte el agua en vino. Se trata de su primer milagro público. Con esta manifestación, Jesús hace patente su íntima relación con Dios.

Haced lo que Él os diga


Todos nos hemos sentido alguna vez como tinajas vacías. A veces las personas vivimos vacías de sentido, de esperanza, de valores. María intercede por nosotros ante Jesús para que llene nuestra tinaja de amor, de fe y de esperanza.

También el mundo está vacío, sediento de Dios. Para llenarlo, solo nos falta escuchar. «Haced lo que Él os diga» son las palabras que María dirige a todas las gentes. Haced lo que Él os diga. Habla con firmeza porque ella ha pasado por la experiencia de confiar en Dios. Sabe de quién se fía. No dice «decid lo que Él dice», o «decid lo que Él hace», sino «haced». Trasladada a hoy, su exhortación nos invita a actuar, a trabajar, a construir espacios de amor. Nos llama a vivir desde Dios, abriendo parcelas de su Reino en este mundo.

La liturgia de hoy nos invita a escuchar y a seguir la voz de Dios. Escuchar a Jesús puede hacer nuestra vida fructífera y abundante en toda clase de bienes.

La ley del amor


La ley judía, escrita en el Antiguo Testamento, comprendía innumerables ritos de purificaciones. Jesús, en el Nuevo Testamento, convierte el rito en una fiesta. Las normas del código de Moisés se reducen a una: amar como Él nos ama. De las leyes y la exigencia de la tradición hebrea pasamos a la entrega generosa del amor, que convierte nuestra vida en una celebración. Del Antiguo Testamento pasamos al Nuevo: de la ley pasamos al amor. Jesús también convierte nuestra pobre e insípida existencia en una vida intensa y sabrosa, un banquete donde nunca pueden faltar el pan y el vino eucarístico.

El milagro de la confianza


El agua se convierte en vino. Igualmente, toda nuestra existencia queda transformada por la presencia de Dios. Y Él nos invita a vivir plenamente la alegría, convirtiendo nuestra vida en una fiesta.

Pero el milagro solo puede darse cuando hay confianza. El espacio del milagro es el amor. Cuando hay amor, los corazones pueden tocarse, porque el mismo amor es tierra abonada para que se produzca una transformación. Claro que Jesús podía obrar prodigios. Pero el gran milagro es que cada uno de nosotros, pobre tinaja vacía, llegue a desear su presencia y abra el corazón a su amor.

Esta es la presentación. Para descargarla, pulsad sobre el enlace.

2025-01-10

Ungidos por Dios

El Bautismo de Cristo  - ciclo C

Lecturas:
Isaías 42, 1-7
Salmo 28
Hechos 10, 34-38
Lucas 3, 15-22

Homilía

Las lecturas de hoy se centran en el bautismo, el primer sacramento de la fe cristiana. Todos hemos asistido a algún bautizo. No recordamos el nuestro, pues casi siempre éramos muy pequeños, pero hemos visto fotografías y recuerdos. Sabemos que el bautismo es la ceremonia que nos hace, oficialmente, cristianos, y en la que se nos da un nombre. También se nos enseña que por el bautismo somos lavados del pecado original. En el caso de los bautismos adultos, además borra todos los otros pecados. Pero más allá de las catequesis básicas, ¿ahondamos en el significado que tiene este evento? ¿Qué nos dice el bautismo?

Por otra parte, hoy celebramos el bautismo de Cristo. Puede parecer algo contradictorio. ¿Necesitaba bautizarse Jesús, si ya era Dios y no tenía pecado? ¿Por qué Jesús quiso bautizarse? ¿Qué significa esa voz salida del cielo, ese Espíritu que desciende sobre él como una paloma? ¿Qué ocurrió realmente en el Jordán?

La escena, que nos narra Lucas, explica que mientras era bautizado, Jesús oraba. Recibió el agua en un estado de oración, de unión íntima con el Padre. Y en ese momento es cuando desciende el Espíritu y la voz clama: «Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco».

Las pocas veces que el evangelio reproduce la voz de Dios Padre, el mensaje es casi siempre el mismo. Es una exclamación de amor y reconocimiento hacia su hijo. En el Bautismo, Jesús recibe un mensaje que lo llena de fuerza para iniciar su misión. Es la palmada en la espalda, el abrazo de despedida de su padre, el ¡ánimo, adelante!, que necesita.

San Pablo lo explica con estas palabras: «Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.» ¿Qué quiere decir ungido? Ungidos eran los reyes y los sacerdotes, con óleo santo, para ser consagrados. Ungido significa pertenecer a Dios. Pero ungir también es un acto de cuidado personal, con aceite fragante, nutritivo y protector. Ungido es ser acariciado, cuidado por Dios. Este amor es el que da toda la fuerza, todo el poder sanador y liberador de Jesús. Es el mismo amor que Jesús dio también a sus apóstoles, y el mismo que recibimos todos los cristianos al ser bautizados.

Sí, en el bautismo, Dios nos mira con amor y nos dice: Tú eres mi hijo amado, mi hija amada. Tú me llenas de alegría, ¡eres mi gozo! No nos da órdenes, ni nos dice «quiero que seas así», o «haz esto», o «pórtate de esta manera». Dios nos ama tal como somos, de forma incondicional. Su primer y más fundamental mensaje no es otro que este: «¡Te quiero!» Con la fuerza que nos da el ser tan amados, podemos crecer, podemos salir al mundo y atrevernos a dar lo mejor de nosotros mismos, sin miedo. Hay un amor más grande que todo el universo, un amor que ha sido derramado sobre nosotros con el agua bautismal, y este amor nos alimenta y nos sostiene, siempre.

2025-01-03

La luz y la palabra



En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba en Dios, y la Palabra era Dios... Por ella fueron hechas todas las cosas (…) En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Jn 1, 1-18

La palabra encarnada

La Navidad nos llama a reflexionar sobre la humanidad de Dios. San Juan comienza así su evangelio porque la palabra de Jesús ha calado hondo en su corazón, como una luz intensa. Esa fuerza lo impulsa a predicar.

Juan nos revela que Dios es comunicación. No es un ser extraño, alejado, centrado en sí mismo. Es un Dios que se comunica, que se relaciona, que sale de si mismo. Jesús es la palabra de Dios, una palabra que cala con fuerza, que es luz para nosotros. Cristo es la palabra de Dios que ilumina nuestro corazón, nuestra existencia, todo nuestro ser.

A través de él Dios nos comunica su amor. Las palabras que no comuniquen amor, que no iluminen nuestra vida, son palabras vacías, huecas, sin sentido. ¡Qué importante es recuperar el sentido de la palabra! Este mensaje nos interpela. Nos pide que todo aquello que seamos capaces de comunicar exprese justamente la voluntad de Dios.

Dios se hace pequeño

Sin lugar para hospedarse, José y María tienen que buscar refugio en una cueva. Es allí donde nace el Hijo de Dios. Este es el gran mensaje de la Navidad: la humildad de Dios. Nosotros, mortales y limitados, que creemos saber muchas cosas cuando en realidad no sabemos nada, a veces nos consideramos más que Dios.

Es evidente que las religiones muchas veces han generado conflictos por querer imponer sus criterios morales. En cambio, Jesús llega al mundo sin la intención de avasallar a nadie. En todo caso, viene a conquistarnos, a seducirnos con el inmenso amor de Dios. No viene a obligarnos a hacer nada que no nos guste, sino a que descubramos la dimensión trascendente de la vida.

Dios cuenta con la humanidad

Los teólogos afirman que, en Navidad, Dios se humaniza. Viene a ser uno como nosotros en Jesús de Nazaret. Al mismo tiempo, el hombre se diviniza, es decir, descubre la trascendencia que le depara el mismo Dios. Para venir al mundo Dios necesita de la humanidad. A través del ángel Gabriel, solicita su adhesión a María. Ella podía haber dicho no y, en cambio, responde: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”. Dios cuenta con la humanidad, con el hombre y con la mujer, para su misión redentora. Cuenta con nosotros para llevar a cabo su plan en nuestras vidas y para que muchas otras personas lleguen a conocerlo y a acercarse a Él.

La sencillez de María

En María vemos tres aspectos muy importantes. El primero es la sencillez. Estamos en un mundo donde predomina la cultura de los primeros. Vamos pegándonos codazos unos a otros, pugnando por adelantarnos.  En cambio, cuando Dios se hace niño, se sitúa detrás de todos. ¿Qué es un bebé? Es el último, pequeño y frágil, incapaz de sobrevivir solo; si lo abandonamos, se muere. Dios es ese gran indefenso, que renuncia a todo su poder para hacerse niño. Se hace último, como también lo será en la cruz donde, más allá de los golpes y las burlas, no tiene nada ni a nadie. ¿Qué consecuencias tiene esto? Podemos extraer implicaciones de tipo sociológico, político y cultural. ¿Cómo vivimos la virtud de la humildad? ¿Sabemos ser últimos?

Docilidad de espíritu

El segundo aspecto que quiero remarcar de María es su docilidad. En nuestra sociedad nos enseñan a competir por ser los primeros, queremos hacer siempre lo que nos da la gana sin preguntarnos qué quiere Dios de nosotros. Nuestro ego prevalece en todo momento, convirtiéndose en la brújula que nos orienta. Por el contrario, Jesús se manifiesta siempre dócil a la voluntad de Dios. María, su madre, también ha acatado esa voluntad: “Hágase en mi según tu palabra”. ¿Somos dóciles a lo que Dios quiere de nosotros? ¿Dejamos que se cumpla en nosotros lo que Él quiere?

El silencio

La tercera cualidad de María es el silencio. Nuestro mundo está lleno de  ruido. La gente huye del silencio, porque en el silencio uno se encuentra consigo mismo y topa con sus propias limitaciones. Cuántas imperfecciones, lagunas y lacras personales tememos descubrir. El silencio tiene un alto componente educativo y espiritual. A la gente le da miedo sentarse un rato y pararse a pensar y a rezar. Necesitamos estar siempre corriendo porque huimos. ¿De quién? En el fondo, intentamos escapar de nosotros mismos. Hay muchas cosas que no nos gustan de nosotros y preferimos pasar al activismo.

Es muy importante saber estar quieto. ¿Por qué se produce en María el milagro de la recepción del mensaje por el ángel Gabriel? Porque la ha encontrado quieta, callada, en su lugar. Las personas a menudo no estamos en nuestro lugar. ¿Cómo vamos a descubrir lo que Dios quiere, si el ruido nos envuelve y nos aturde? El silencio nos causa pánico y lo desplazamos, llenando nuestras horas de bullicio y televisión, para no sentirnos solos. En cambio, María acoge al niño en el silencio de su corazón.

El sentido del regalo

Hoy se da mucha importancia a la cultura de los regalos. Tiene su función mercantil, es una dinámica en la que todos entramos y nos parece lo más normal del mundo.

En la noche de Navidad, Jesús se nos regala él mismo. Esto tiene una enorme consecuencia. Demos un sentido trascendente al regalo. El mejor obsequio es la ofrenda de nosotros mismos. Cristo, en la eucaristía, se nos ofrece a través del pan y vino. En la noche de Navidad se nos ofrece como niño. Por encima de los regalos que podamos brindar, Jesús nos invita a dar algo más: nuestro tiempo, un diezmo de nuestra vida y de nuestra libertad para ofrecer nuestra presencia y hacer algo solidario en favor de los que nos necesitan. Si no lo hacemos así, entraremos en el juego voraz del consumismo sin sentido.

Volvernos como niños

En los años 80 se hablaba de la revolución de los niños y se estudiaba la importancia de esta etapa de la vida. Jesús nos exhorta a descubrir las dimensiones de la infancia en cada uno de nosotros. “Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los cielos”. No olvidemos que, aunque somos adultos, tenemos un niño dentro y, potencialmente,  también un anciano. Es importante apearnos del orgullo y recuperar aquella bonita y fragante inocencia. Los adultos nos volvemos recelosos, raros, criticones. Tenemos que volver a nacer, volver a ser niños, desde la cueva de Belén. Los niños juegan sobre los cascotes después de las guerras, no tienen en cuenta las miserias, son capaces de romper barreras culturales y psicológicas. Para el niño lo más importante es  la ternura y la amistad, el amigo del colegio, el juego, poder levantarse cada día. Los niños no buscan cargar culpas ni rencores. Nos enseñan a mirar las cosas con ojos limpios. Nos enseñan a descubrir al prójimo con capacidad de perdón y reconciliación, nos enseñan a empezar de nuevo.

Esta es una de las grandes lecciones de la Navidad. Que todo ese envoltorio de luces y regalos no nos distraiga, y que esta fiesta nos ayude a penetrar en el misterio de la auténtica alegría.

2024-12-27

La familia, espacio sagrado


Fiesta de la Sagrada Familia – ciclo C

Eclesiástico 3, 2-6. 12-14.
Salmo 127
Colosenses 3, 12-21
Lucas 2, 41-52

Las tres lecturas de hoy son densas y hermosas: hablan de la realidad humana más entrañable y esencial, la familia. Todos hemos nacido en una familia. Más o menos estable, con traumas y con amor, con unión y rupturas, la familia es la tierra donde nuestra vida arraigó, y es la raíz de la que procedemos.

La Biblia nos exhorta a amar y honrar nuestras raíces, especialmente a los padres. Los psicólogos dicen que la persona no madura bien si su relación con los progenitores no es sanada y reconciliada. Hoy nuestras sociedades envejecen y vemos a muchísimos hijos que deben afrontar el deterioro físico y mental de sus mayores. En muchos casos esto supone un problema, una molestia, y los abuelos son aparcados, en casa o en asilos donde esperan la muerte en soledad y no siempre son tratados con dignidad. El Papa Francisco ha advertido muchas veces sobre la cultura del descarte, para la cual los ancianos, los impedidos, los que ya no son productivos, se convierten en una carga de la que nadie quiere ocuparse. Las instituciones asistenciales suplen de manera insuficiente la falta de humanidad, tiempo y cariño de unas familias desintegradas, donde cada cual persigue sus metas individuales sin ganas de sacrificarse y dedicar tiempo a los más frágiles.

Todos envejeceremos, todos seremos dependientes y falibles algún día. ¿Cómo aceptar esta vulnerabilidad? San Pablo en su carta a los Colosenses nos da pistas valiosas. Revestíos de misericordia, de bondad, de humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos. Bañad vuestras relaciones de afecto y ternura. Tened paciencia. Perdonad y dad todo el amor que desearíais. ¿Puede haber mejor consejo? Si las familias adoptaran este vestido que indica Pablo, cuántos problemas dejarían de serlo y se convertirían en situaciones desafiantes, sí, pero también en oportunidades para mostrar nuestro amor y reforzar los vínculos que nos unen.

Jesús mismo, siendo Dios, se sujetó a la vida familiar, aceptando la autoridad de sus padres y dejándose educar por ellos. Su escapada en el templo de Jerusalén es un atisbo de lo que sería su misión futura, marcada por la audacia, la libertad y el desapego de los lazos familiares. Pero, hasta que llegó su hora, Jesús demostró que podía cultivar su fidelidad al Padre del cielo sin dejar de amar y honrar a sus padres de la tierra.

Descarga la homilía en pdf aquí.

2024-12-20

Aquí estoy para hacer tu voluntad

4º Domingo de Adviento - C

Lecturas
Miqueas 5, 1-4
Salmo 79
Hebreos 10, 5-10
Lucas 1, 39-45

Homilía (descargar pdf)

La primera lectura de hoy es una profecía de Miqueas, que señala a Belén como el lugar donde nacerá un rey, que será pastor del pueblo y lo regirá con bondad y justicia. Pero ¿qué experiencia tenían los pueblos antiguos de sus reyes? Pocos eran realmente justos y benevolentes. Las monarquías antiguas podían ir desde la crueldad hasta la gloria, pero siempre exigían muchos sacrificios al pueblo sencillo. ¿Quién será el rey que se comporte con su pueblo como un buen pastor? El salmo es una oración al verdadero buen pastor, el que cuida de su gente, la defiende, no la explota ni permite que la depreden. El verdadero rey, el buen pastor, en realidad es Dios.

Estas lecturas presagian al “rey” que vendrá: Jesús. Es el mismo Dios, pero hecho hombre, y no será un rey tirano ni un conquistador. No se servirá de las armas ni de la fuerza, ni siquiera del oro ni del poder. Tampoco exigirá grandes sacrificios a su pueblo. No le pedirá nada, al contrario: se entregará a sí mismo por todos.

La venida de Jesús cambia todo el concepto antiguo de religión. Si Dios era concebido como un rey y los fieles como vasallos, ahora Dios es el que se convierte en servidor del hombre. ¿Y qué pide? Ya no pide holocaustos ni sacrificios. Se acabaron las religiones del ritual y la ofrenda. Lo único que podemos ofrecerle de valor es… ¡a nosotros mismos! Ya los profetas atisbaron esta nueva religión, que es una relación de amor y no de sumisión, y que se basa en la libre gratuidad, y no en el intercambio de favores.

San Pablo en la segunda lectura así lo recoge. Habla de Jesús y dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad».

Jesús se ofrece a sí mismo y nos marca el camino a seguir. ¿Queremos una relación armoniosa y auténtica con Dios? No se trata de acumular méritos, ni oraciones ni preceptos, sino de iniciar con él una gran amistad. Una amistad marcada por la entrega mutua, por la confianza, por el amor.

El evangelio nos relata el encuentro gozoso de dos mujeres que así lo entendieron y que también son modelo para nosotros. María e Isabel son dos amigas de Dios, que han ofrecido su vida y sus cuerpos para hacer la voluntad divina. En ellas se gestan dos niños llamados a hacer cosas grandes… En María se gesta el mismo Dios, hecho bebé. Cuando confiamos en Dios y ponemos nuestra voluntad en sintonía con la suya, todos quedamos «preñados» de cosas grandes y hermosas.

Igual que Jesús, igual que María, podemos decir: «Dios mío, no quieres de mí grandes cosas… pero tú me lo has dado todo: mi cuerpo, mi alma, la vida. Aquí estoy, ¡soy tuyo! Que sea en mí como tú deseas.» Nadie deseará algo más grande, más bello y mejor para nosotros que el mismo Dios.