2025-11-07

Dedicación de la Basílica de Letrán

Evangelio: Juan 2, 13-22.


Basílica de San Juan de Letrán, en Roma

La expulsión de los mercaderes del Templo es uno de los episodios más controvertidos de la vida de Jesús. Nos puede dejar perplejos por su radicalidad agresiva. 

Pero conviene entenderlo en su tiempo y en su lugar. Jesús, con este gesto tan rotundo, está lanzando dos mensajes a sus conciudadanos judíos y a las autoridades religiosas del Templo.

En primer lugar, es un gesto profético, desmesurado, llamativo, para captar la atención y transmitir un mensaje. También profetas como Jeremías y Ezequiel llevaron a cabo acciones sorprendentes y simbólicas para que el pueblo reaccionase.

En segundo lugar, es un gesto mesiánico. Sólo el Mesías, el Ungido enviado por Dios, puede renovar la fe del pueblo, depurándola de su lastre y sus desviaciones, y estableciendo una "nueva Ley" donde la adoración ya no se centrará en el culto, las ofrendas y los sacrificios (un auténtico mercado) sino en adorar a Dios "en espíritu y en verdad", como explicará Jesús a la samaritana (Juan 4, 23).

Las autoridades del Templo no lo arrestan ni lo encarcelan porque saben que el gesto de Jesús es profético y la gente del pueblo, impresionada, lo sigue. Pero sí le preguntan: ¿Qué signos nos das para hacer esto? Le están retando: ¿Quién eres tú? ¿Qué autoridad tienes? Si eres el Mesías, ¡haz algún signo prodigioso del cielo para convencernos. 

Los judíos buscan signos, dirá más adelante san Pablo. Quieren ver señales para creer. Jesús no se las dará, no caerá en la tentación del diablo de arrojarse del Templo para que una legión de ángeles lo recoja y todos caigan de rodillas, apabullados, para adorarlo. Jesús no abusará de su poder divino. 

Pero les deja un enigma: "Destruid este templo y lo levantaré en tres días". El evangelista nos aclara que el "templo" verdadero es el mismo Jesús. Él no destruirá nada, pero será destruido, azotado, torturado y clavado en cruz. El gran signo, que nadie espera ni imagina, es que resucitará. 

La resurrección de Jesús supera todos los signos y prodigios imaginables por los judíos. Y es la prueba certera de que puede obrar con autoridad ante el Templo de piedra, porque es Dios. 

¿Qué nos dice hoy Jesús?

¿Adoramos a Dios o adoramos nuestros templos, iglesias e instituciones? ¿Nos arrodillamos ante el Altísimo o ante la tradición? ¿Mercadeamos con Dios? ¿Queremos comprar el cielo a plazos, con misas, oraciones, sacrificios y ganando méritos? 

Jesús, como los profetas, no rechaza el culto ni las ofrendas, pero sí la hipocresía. En la mejor tradición profética, nos dice que todo esto es valioso si va acompañado de amor sincero a Dios y a los hombres. Si no es con caridad, si no van acompañadas de una vida coherente con la fe, de nada sirven las prácticas religiosas. Quedarán en letra muerta y en culto vacío. 

El verdadero templo es Jesús. Y él, ofreciéndose hecho pan, alimentándonos con su cuerpo, nos convierte a cada uno de nosotros en templo habitado por la presencia divina. ¡Dejémonos transformar por él!

2025-10-31

Los que transitan hacia la luz

En casa de mi padre hay muchas estancias, y me voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que a donde estoy yo, estéis también vosotros.

Jn 14, 1-6




El paso intermedio hacia la luz


Celebramos hoy la festividad de los Fieles Difuntos, una fiesta en la que la Iglesia nos invita a rezar por muchos seres queridos que nos han precedido. Tras la muerte, ellos transitan por el camino de la luz, ese trayecto que los conducirá hasta Dios. Esta celebración es la continuidad de la fiesta de Todos los Santos, es decir, todos aquellos que ya están disfrutando del abrazo eterno de Dios Padre y ya han entrado en la intimidad más genuina, que es su mismo corazón. Estos ya están gozando de la poderosísima gloria de Dios.

Nuestros difuntos se hallan en ese paso intermedio, durante el cual poco a poco se van adaptando a la luz potentísima de Dios, que es fuego ardiente de amor. Por eso nuestras oraciones y las eucaristías que ofrezcamos por ellos son necesarias, pues los acompañan en ese proceso y agilizan su paso.

Una respuesta ante la muerte


En esta liturgia, la Iglesia quiere ayudarnos a reflexionar sobre la muerte, una situación vital que a todos, creyentes y no creyentes, nos interpela profundamente.

Delante de la muerte nos sentimos desconcertados e inseguros. Especialmente nos inquieta que un día dejemos de existir. Nos asalta la cuestión más fundamental: el sentido de la existencia humana, y nos preguntamos qué hay detrás de la muerte, de ese fino velo que separa la vida terrena del más allá. Ante este misterio, nos sentimos sobrecogidos e indefensos.

La muerte marca existencialmente a todas las culturas, desde la más remota hasta la nuestra, llena de soberbia y orgullo, cuya petulancia científica cree tener respuestas para todo.

Pero los cristianos encontramos la respuesta en Jesús: en la resurrección del cuerpo y del alma. Para nosotros la muerte es un paso necesario para un encuentro en el más allá, el abrazo de Dios con su criatura. Porque Dios nos ama tanto que nos ha regalado una vida eterna que nos permita disfrutar de su presencia sin fin.

Nos debe preocupar la vida


A los cristianos no debería preocuparnos la muerte, porque ya sabemos el final generoso que nos regala Dios, sino que ha de preocuparnos cómo vivir la vida. Hemos de temer, antes que la muerte, vivir equivocadamente, al margen de los demás; hemos de temer una vida hinchada de soberbia, una vida vacía, sin sentido, apagada y sin amor; una vida llena de enfrentamientos en la convivencia. Hemos de temer lo que nos engaña y nos hace infelices.

Teniendo presente la perspectiva de la eternidad, nuestra vida puede cambiar y ser mucho más serena y fructífera. Tenemos un tiempo en esta tierra para hacer el bien, sin temor y sin vacilación alguna.

La victoria de Cristo sobre la muerte es la gran respuesta a esta cuestión antropológica tan honda: Cristo es nuestra salvación y quiere que todos se salven y tengan vida eterna, como dice san Juan en su evangelio: “He venido para que tengan vida, y vida en abundancia”. Vivir como él lo hizo, “pasar haciendo el bien” y entregando nuestra vida por amor, es el trayecto más seguro para afrontar la muerte con paz.

Dios nos guarda un lugar


El deseo de Jesús es que no seamos cobardes, que tengamos fe en él y en Dios Padre, porque en casa de su Padre hay muchas moradas y él nos hará un lugar. El deseo más genuino de Dios es conservarnos vivos para permanecer con él. Sólo es necesario nuestro sí para el encuentro definitivo, el abrazo con él en la eternidad.

Jesús nos dice que Dios nos tiene un sitio preparado: ya ocupamos un lugar en su corazón. San Pablo nos dirá también que la resurrección del cuerpo glorioso de Cristo también es promesa de la resurrección de nuestro cuerpo mortal. Esta es la gran dicha del cristiano: viviremos para siempre y nos encontraremos con el Padre en el cielo.

Todos los Santos

Lecturas

Apocalipsis 7, 2-4. 9, 14.
Salmo 23.
Mateo 5, 1-12.

Puedes descargar la homilía en pdf aquí.



Al ver el gentío, subió Jesús al monte, se sentó y se le acercaron sus discípulos. Él tomó la palabra y se puso a enseñarles así: 
Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos los que sufren, porque ellos serán consolados. Dichosos los que sufren, porque ellos heredarán la tierra.  Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por ser justos, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos seréis cuando os injurien, os persigan y digan contra vosotros toda suerte de calumnias por causa mía. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos…

Mt 5, 1-12

Un camino distinto hacia la felicidad

En esta fiesta de todos los santos leemos el evangelio de las bienaventuranzas. Dichosos son los que… o felices, en otras traducciones. La idea de fondo que subyace en estas sentencias es una promesa de dicha y felicidad plena.

En la cultura del antiguo Israel era tradicional que se pronunciaran bendiciones a los justos que cumplían la voluntad de Dios, así como maldiciones a los impíos y a los enemigos. Jesús toma esta forma literaria para proclamar sus bienaventuranzas. Como todo su mensaje, rompen esquemas antiguos y están impregnadas de novedad.

Cuando oímos la palabra felicidad, solemos asociarla con el bienestar, el placer, la prosperidad y, en general, con un estado emocional positivo. Identificamos la felicidad con sus consecuencias y, por tanto, nos dedicamos a perseguir estos resultados a toda costa, a veces de forma un tanto interesada y egoísta.

Los antiguos judíos creían que una vida próspera y feliz era consecuencia de la buena conducta, una especie de premio que Dios concedía a los justos. Siguiendo este razonamiento, si a una persona no le van bien las cosas es porque no ha sido justo y Dios le ha castigado. Por tanto, la felicidad es un pago, una recompensa a la buena conducta y al cumplimiento de la ley. Esta forma de pensar, por un lado, lleva a enorgullecerse a aquellos a quienes les van bien las cosas. Y, por otro, no explica el misterio del dolor, por qué las personas buenas a veces padecen injustamente o sufren reveses que no se merecen.

Jesús propone un camino totalmente opuesto a esta mentalidad. Es una paradoja, incluso para nosotros, los creyentes de hoy. Jesús dice que serán felices los marginados, los pobres, los sufridos… ¿Por qué?

Jesús mira a sus discípulos

Aunque Jesús habla ante una multitud, estas bienaventuranzas, señala el evangelista, están dirigidas especialmente a sus discípulos. Por tanto, son para todos aquellos que lo han seguido a lo largo de los siglos y también hoy.

Para quienes critican el cristianismo las bienaventuranzas son una apología de la mediocridad, un consuelo para que los pobres se resignen a su suerte. Incluso hay quien hace una lectura masoquista de este evangelio. La consecuencia es que esta forma de pensar es opuesta a la plenitud y a la dignidad del ser humano, ya que ensalza los valores contrarios.

Pero esta lectura, que se ha extendido mucho gracias a algunos pensadores célebres, como Nietzsche, se queda en la superficie y es muy parcial e inexacta. Entender el cristianismo como opuesto al humanismo es no entender nada de su mensaje. Jesús conoce muy bien la naturaleza humana, conoce sus anhelos y sus aspiraciones y sabe que, a menudo, el camino hacia lo que más desea nuestro corazón pasa por una serie de dificultades y de pruebas.

Jesús no está a favor del sufrimiento porque sí. Lo que está diciendo a sus discípulos es que, por el hecho de seguirlo y de predicar el Reino, van a toparse con muchas dificultades. Van a ser pobres, los rechazarán, sufrirán soledad, llorarán por la incomprensión de los suyos, incluso serán perseguidos y algunos encarcelados por orden de la justicia. Jesús está avisando de lo que les espera a sus seguidores. No es un profeta que “vende” su doctrina con falsas promesas de éxito fácil. Es muy realista y sabe que tendrán que afrontar muchas pruebas dolorosas.

Poseerán el Reino

Pero, pese a todo, ¡felices ellos! ¿Por qué? Porque serán saciados, consolados, compadecidos y apoyados. Porque suyo será el Reino de los Cielos. No lo poseerán como se posee una casa o una tierra, porque el Reino es el mismo Dios, amor entregado. Serán poseídos y colmados por ese amor. Y ese amor será su alimento, su paz, su alegría y su consuelo. No podemos leer las bienaventuranzas separadas del resto del evangelio. Jesús siempre nos habla de su Reino. Y el Reino es la perla preciosa que vale más que todos los tesoros del mundo. Por ella vale la pena dejarlo todo, como lo hicieron los discípulos.

Esta perla preciosa, en realidad, es el mismo Jesús. El mismo que se hará pan, alimento y agua de vida para saciar a los que creen en él. Los bienaventurados no serán los cumplidores de la ley ni los afortunados, sino los sencillos de corazón que se han fiado de Dios, que han creído en él, que se dejan llenar por él.

Y esta felicidad, que pertenece al cielo, no pensemos que empezará en el más allá, después de la muerte. El Reino comienza aquí, sobre la tierra. Los santos ―sancti, beati, en latín― son los felices. Porque han decidido, no tomar, sino dar; no centrarse en sí mismos, sino abrirse a los demás. Felices de verdad porque han decidido, no buscar su felicidad egoísta y personal, sino a Jesús. Y, encontrándolo, han encontrado también la verdadera dicha, el gozo que nunca se acaba.

2025-10-25

El fariseo y el publicano - 30º Domingo Ordinario C

Jesús nos presenta la conocida parábola del fariseo y el publicano. Que también podríamos llamar la oración del que se cree puro y la oración del pecador. Su relato da pie a señalar algunos riesgos que corren las personas creyentes y devotas.

Lecturas de la misa: Eclesiástico 35, 12-14.16-18; Salmo 33; 2 Timoteo 4,6-8.16-18; Lucas 18,9-14.

Descarga aquí la homilía en formato imprimible.


La parábola del fariseo y el publicano es un toque de atención a nuestra actitud ante Dios. Las personas que decimos tener fe y practicarla, ¿cómo nos situamos ante él? ¿Cómo son nuestras oraciones? Todos pedimos, a veces agradecemos y alguna otra vez alabamos… Pero ¿cómo nos sentimos ante Dios? ¿Nos sentimos escuchados? ¿Amados y comprendidos? ¿Creemos que él nos atiende siempre? ¿Nos sentimos indignos, quizás? ¿O creemos merecer lo que pedimos, porque somos buenos cumplidores de los preceptos? ¿Sentimos temor, o un respeto cauteloso ante Dios? ¿Confianza?

El fariseo encarna la actitud del hombre hecho a sí mismo, con gran fuerza de voluntad. Su virtud es fruto de su esfuerzo, y se siente satisfecho y realizado. Da gracias a Dios porque las cosas le van bien y él se comporta correctamente. ¿No es eso, acaso, un ideal de vida? Para cualquier persona sensata, parece que ser honrado y disfrutar de prosperidad en la vida es algo muy deseable. ¿Por qué Jesús dice que este fariseo no salió justificado? En cambio, el publicano confiesa que es un pecador. Y lo es, ciertamente. Reconocerse pecador es una gracia de Dios porque no todos lo hacemos. Nos cuesta ver las propias faltas y nuestra ingratitud ante tantos regalos como Dios nos da. Si fuéramos conscientes de todo el amor que recibimos y lo poco que correspondemos, todos lloraríamos arrepentidos como el publicano de la parábola. Pero ¿es que acaso Dios prefiere a los pecadores? La primera lectura del Eclesiástico nos dice que Dios no es parcial con el pobre y escucha las súplicas del oprimido. 

Un pecador que se reconoce como tal es también un pobre, un herido, un oprimido. El Papa Francisco define el pecado como una grave herida en el alma, que necesita ser curada. Dios no es parcial con los pecadores, ¡tiene una debilidad por ellos! Como una madre hacia su hijo más vulnerable, Dios quiere rescatar al pecador y quiere restaurar su vida. Pero quien peca debe dejarse ayudar, y sólo podrá recibir el amor sanador de Dios cuando reconoce su falta. Dios no quiere abrumarnos con complejos de culpa ni quiere que caigamos en la desesperación. Sólo necesita que contemos con él, porque su amor es mucho mayor que nuestros pecados y borra hasta la culpa más negra. Dios no viene, como afirman los psicoanalistas ateos, para cargarnos de culpa, sino para liberarnos de ella. 

El problema del fariseo es su orgullo y su desprecio. El orgullo lo ciega y le impide ver sus propias faltas (todos, sin excepción, las tenemos). El desprecio le hace mirar por encima del hombro al publicano. Se siente mejor que los demás, y esta actitud es lo contrario del reino de Dios, donde todos son últimos, iguales y servidores de todos. Una actitud de orgullo y autosuficiencia es la base de la división, el elitismo y la injusticia. 

 Aprendamos la manera de ser de Dios, que escucha siempre, atiende siempre y está cerca cuando nos sentimos derrotados y pecadores. Él nos levantará, como afirma San Pablo. Nos dará fuerzas y nos librará de todo mal. Cuando todos te abandonan, Dios se queda contigo.

2025-10-18

29º Domingo Ordinario C - La viuda y el juez

Con la parábola del juez inicuo y la viuda insistente Jesús nos anima a orar sin desfallecer. Pero también apela al clamor de justicia de tantos pobres de la tierra, que piden ser escuchados y atendidos. Lecturas de la misa: Éxodo 17, 8-12; Salmo 120; 2 Timoteo 3, 14 -4, 2; Lucas 18, 1-8

Descargar la homilía para imprimir aquí.


Las lecturas de hoy nos hablan de la fe. La fe mueve montañas, propicia la victoria, nos impulsa a seguir contra viento y marea y, al final, corona nuestros esfuerzos. La fe no es exclusiva de nuestra religión cristiana. Muchos gurús de la autoayuda y líderes de diferentes religiones hablan del poder del deseo, de la fuerza de la voluntad y de la intención, afirmando que cada cual atrae aquello que desea fervientemente. Sin fe en el resultado no habría motivación posible ni perseverancia en el esfuerzo. Sin fe tampoco serían posibles las relaciones humanas, ni la cooperación, ni empresa alguna, ya que todo cuanto hacemos se fundamenta en la confianza. Pero ¿de qué fe estamos hablando?

¿En quién confiamos los cristianos? ¿Dónde se asienta nuestra fe? ¿Es fe en nosotros mismos? ¿Es fe en las fuerzas del universo? ¿Es fe en nuestro esfuerzo y en nuestro trabajo? ¿Fe en otras personas? ¿Fe en un ideal?

Bueno es confiar en los demás, sobre todo cuando tenemos pruebas de que nos quieren y desean nuestro bien. Y es bueno confiar en nuestras capacidades, que a menudo son mucho más grandes de lo que pensamos. Pero la fe de los cristianos no es creer una idea ni en uno mismo: nuestra fe descansa en Dios.

La doctrina del “cree en ti mismo” es muy atractiva, pero puede encerrar una trampa. La fe ha de apoyarse en algo muy sólido, que nunca falle, y las personas siempre acabamos fallando porque no somos dioses y nos equivocamos una y otra vez. La fe robusta se apoya en Alguien: el único que jamás falla, el que siempre es fiel y no nos abandona. El que nos ama hasta el punto de entregarse por nosotros y morir. Jesús es el rostro de este Dios en quien confiamos. Un Dios personal, con cara y nombre, con quien podemos dialogar y compartir afecto. Un Dios que no es lejano ni indiferente, que se preocupa por nuestra vida cotidiana, por nuestras pequeñas y grandes batallas. Un Dios que sostiene, cuida y responde.

La viuda del evangelio es una mujer tenaz. No se cansa de pedir justicia al juez, aun sabiendo que es un hombre que no respeta a nadie. Perseverando consigue lo que busca. Si un juez inicuo puede otorgar justicia, ¡cuánto más Dios nos dará lo que necesitamos, si se lo pedimos! Pero Jesús entonces se hace una pregunta terrible: Cuando el hijo del hombre venga, ¿encontrará fe en esta tierra?

¿Cómo rezamos? ¿Con qué actitud le pedimos ayuda a Dios? ¿Qué le pedimos? ¿Esperamos que él va a responder y que nos dará todo lo bueno, o cosas todavía mejores de lo que nos atrevemos a pedirle?

Santa Teresa rezaba y pedía a San José que le ayudara a enderezar sus peticiones, si no iban bien encaminadas. San Pablo afirma que el Espíritu Santo ora por nosotros, y él nos enseña a rezar bien. ¿Por qué lo dice? Porque no siempre pedimos lo que nos conviene. A veces tampoco estamos preparados para recibir lo que pedimos. Porque recibir un don supone una responsabilidad y un compromiso. Y quizás es más cómodo seguir arrastrando nuestras carencias y lamentarnos, antes que levantarnos y emprender un nuevo rumbo en nuestra vida. Pidamos con fe en Dios, sin dudar de él. Perseverar en la fe abre las puertas del cielo. Demos gracias, de corazón, y lloverán bendiciones.

2025-10-10

28º Domingo Ordinario C - Sanación y salvación

Diez leprosos suplican a Jesús que se apiade de ellos. Mientras se alejan para presentarse ante los sacerdotes, quedan curados. Sólo uno regresa para dar gracias a Jesús... Las lecturas de hoy nos hablan de un cambio vital que va mucho más allá de la curación física.


Lecturas de la misa: 2 Reyes 5, 14-17; Salmo 97; 2 Timoteo 2, 8-13; Lucas 17, 11-19.

Descarga la homilía para imprimir aquí.

En muchos episodios del evangelio vemos a Jesús curar a enfermos y al mismo tiempo perdonar sus pecados. ¿Por qué van unidas las dos acciones? La curación suele ser del cuerpo, pero el perdón es una sanación del alma. La persona necesita ambas: no podemos vivir en plenitud si estamos enfermos, pero la salud del cuerpo sola no basta para tener una vida plena. Muchas veces un alma enferma, herida o torturada por el pecado puede provocar una enfermedad física.

Las lecturas de hoy distinguen entre ambas cosas. Van unidas, pero son distintas. El profeta Eliseo cura a un noble extranjero, Naamán. Él queda tan agradecido que opta por creer y adorar a Dios. Su curación va seguida de un acto de fe y compromiso: no sólo recobra la salud. A partir de ahora su vida dará un cambio. Podríamos preguntarnos qué es más difícil: curarnos o cambiar de vida. ¿Dónde está el mayor milagro: en una sanación o en una conversión?

En el evangelio vemos a Jesús curar a diez leprosos. Increíblemente, sólo uno de ellos vuelve para dar las gracias. ¿Cómo es posible? Los otros nueve están sanados, pero en realidad nada ha cambiado en su corazón. En cambio, el que agradece ha experimentado una convulsión interior. Por eso, de los diez, es el único que está salvado. Es a él a quien Jesús le dice: «Levántate, tu fe te ha salvado». Aunque todos se hayan curado, el único que se levantará y dará un vuelco a su vida será el que supo dejarse tocar por Dios.

Cuántas veces pedimos favores a Dios, como si él se hiciera de rogar y nos quisiera negar lo que necesitamos. El salmo 97 nos habla de un Dios generoso y pródigo, que no deja de derramar amor… ¿Es este el mismo Dios al que suplicamos, porque parece que no nos escucha o tarda en responder? Quizás no hemos aprendido a conocer a Dios. Quizás lo que nos falta es abrirnos a su don y creer, de verdad, que lo que pedimos, si es bueno, nos será concedido en su momento y lugar. Y si no, nos dará algo mejor para nuestra vida y nuestro crecimiento. ¡No dudemos! La desconfianza y la duda son puertas cerradas a la gracia de Dios. ¿No será este el motivo por el que nuestra fe parece tan muerta? Creemos, pero vivimos como si Dios no existiera, como si no tuviéramos fe… ¿Cómo podemos resistir esta incoherencia? Es como la de los diez leprosos, que ante un milagro tan patente ni siquiera se dignan a dar las gracias.

San Pablo ahonda más en la salvación. Su conversión fue un milagro. Pablo ha entendido bien a qué vida nos llama Jesús: una vida eterna, con él. Una vida resucitada. Con él morimos, con él viviremos. Con esta certeza Pablo se ve capaz de afrontarlo todo: desde la enfermedad hasta la cárcel, con alegría y coraje. «Por él sufro hasta llevar cadenas», dice, pero «la palabra de Dios no está encadenada». ¡Qué fe tan firme! ¡Qué belleza! A Dios nadie lo aprisiona ni lo encorseta. Dios nos ama porque quiere, nos ha hecho porque nos quiere y nos da la vida eterna porque así lo desea. Con esta certeza, ¿qué puede asustarnos o desanimarnos? Aprendamos a vivir alimentados de esta fe, porque esta, afirma san Pablo, «es doctrina segura». Dios no falla. Nosotros podemos ser infieles, pero él no puede serlo porque amar es su misma naturaleza. 

2025-07-25

17º Domingo Ordinario C

«Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino...».

Lucas 11, 1-13


En la lápida funeraria de una gran mujer puede leerse esta inscripción: «Dios es Padre». Como si toda su vida se resumiera en esta frase, tan simple, tan corta en palabras pero tan inmensa en significado. Descubrir que Dios es Padre puede realmente marcar un hito y transformar por completo la historia de cada ser humano.

Muchos creen en Dios. Pero ¿en qué Dios? ¿El todopoderoso juez, que puede condenar una ciudad o una cultura? ¿El Dios terrible ante el que hay que arrodillarse y someterse? ¿Un Dios inaccesible cuyos designios jamás llegaremos a comprender? ¿Un poder que mueve el universo? ¿Es Dios una «fuerza»? ¿Una energía bondadosa, pero impersonal y difusa?

La Biblia, con Abraham, ya nos muestra algo distinto de estas ideas: Dios es una persona. Con él podemos dialogar, ¡incluso regatear! Dios es un tú con quien hablar, en quien confiar y a quien pedir. Dios escucha.

Jesús da un paso más allá que el resto de su pueblo judío. Cuando sus discípulos le piden que les enseñe a rezar, él les muestra que Dios no sólo es «el-que-es», ser supremo, amor y sabiduría sin límites. Dios es «Padre» en el sentido más entrañable del término. Es nuestro origen, pero también es alguien que nos ama con entrañas de madre y padre. Alguien que comprende nuestra humanidad, nuestras necesidades vitales, desde el hambre de pan hasta el hambre de sentido. Es padre providente, que da lo mejor a sus hijos. Si nosotros, que somos malos, sabemos ser buenos y generosos… ¿cuánto más lo será Dios?

Los creyentes tenemos un problema: no acabamos de creer que Dios sea tan bueno, tan amoroso, y que nos ame tan incondicionalmente. Como nosotros juzgamos, premiamos, nos vengamos, castigamos y dosificamos nuestro amor, creemos que Dios también lo hace. ¡Qué equivocados estamos! Cuando Dios perdona, borra toda culpa y nos deja limpios. Cuando Dios ama, no es por nuestro mérito sino porque él quiere. Cuando nos regala algo, no pide nada a cambio ni nos ata con hipotecas ni deudas. Dios nos da todo cuanto necesitamos para vivir en plenitud pero, sobre todo, se nos da a sí mismo. Nos entrega a su Hijo, derrama sobre nosotros el Espíritu Santo. Podemos hablarle, podemos tocarlo, podemos acogerlo como un niño, podemos comerlo en la eucaristía. ¡Qué Dios tan asombroso el que se hace diminuto para poder entrar dentro de nosotros! Dios es Padre. Llamémosle así, como Jesús hacía: Abba. Papá. Papá querido. Esta es la oración más hermosa, más profunda y sanadora. Cuando ya no nos queden fuerzas para otra cosa, sepamos alzar los ojos al cielo y pronunciar esta sencilla palabra con la confianza de que somos escuchados: Abbá. Papá

2025-07-18

16º Domingo Ordinario - C

«Marta, Marta, te afanas y te angustias por muchas cosas, sólo una es necesaria».

Lucas 10, 38-42


La primera lectura de hoy es hermosa: nos cuenta cómo Dios visita a Abraham, en forma de tres viajeros misteriosos, y le hace una promesa: dentro de un año, tu esposa dará a luz a un niño. Abraham es hospitalario y espléndido con sus huéspedes. Los recibe en su tienda y les ofrece un banquete. Dios le responde con la mayor bendición que podían esperar un padre y una madre, en aquel tiempo: tener un hijo.

El evangelio nos muestra otra escena de acogida en casa de Lázaro, Marta y María, los amigos de Betania tan queridos por Jesús. Pero aquí vemos que hay dos tipos de hospitalidad: la de Marta, que se afana por las cosas materiales, la comida, el servicio, la casa…, y la de María, que sólo tiene ojos y oídos para el huésped, Jesús. Las dos acogidas son buenas y se complementan. Ofrecer un entorno agradable y buena comida al invitado siempre se agradece. Somos corporales y necesitamos techo y pan. Pero María hace más que preparar una mesa: ella prepara su corazón. Toda ella se entrega para escucharle, albergarlo y recibir lo que él trae. María no da, recibe, y para Jesús esto es todavía más importante, porque le está recibiendo a él mismo.

En el amor, quizás es más difícil recibir que dar. Y con Dios, ¿cómo podremos nunca darle suficiente? En cambio, él se contenta con que nos abramos a recibirle. Como dice san Juan: en esto consiste el amor, en que él nos amó primero. Dejarse amar, dejarse visitar y habitar por Dios es el mayor regalo que podemos hacerle.

Una sola cosa es importante, le dice Jesús a Marta, tan afanosa, tan estresada, queriendo llegar a todo. Cuántas veces los cristianos nos parecemos a ella. Queremos hacer muchas cosas, queremos abarcarlo todo, somos perfeccionistas y activistas, quizás un poco para que nos reconozcan, quizás para sentirnos bien, aunque no lo admitamos. Tenemos buena voluntad, pero nos olvidamos de lo más importante. Cuando estemos cansados y agobiados, Jesús nos recuerda este episodio. No os afanéis tanto. No os multipliquéis. Haced lo que tengáis que hacer, pero con calma. Una sola cosa es importante. ¿Cuál? Recibirle a él. Acogerle. Hacernos uno con él. Crecer con él. ¡Dejarnos amar! Desde esa unión íntima y profunda seguramente saldrán frutos: tareas y apostolados fructíferos y llenos de sentido. O quizás una vocación diferente a lo que imaginábamos. Pero trabajaremos de otra manera, no ya para realizarnos nosotros, sino para ayudar en la obra de Dios. Su obra, y no nuestra hazaña. Desde el amor, sabiéndonos tan amados, y desde la gratitud, podremos vivir de otra manera, más pacífica y humilde. Más gozosa. Sin tener que reclamar la atención de nadie ni reprochar a nadie que sea diferente, que no nos siga o no nos ayude… Cada cual tiene su propia llamada, única. A quien sabe escucharla, no le falta nada más. Ha elegido la mejor parte, y no le será quitada.

2025-07-11

15º Domingo Ordinario - C

El letrado plantea a Jesús dos cuestiones fundamentales: ¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna? Y la siguiente: ¿Quién es mi prójimo? Estas dos preguntas nos interpelan a los cristianos de hoy, que también ansiamos alcanzar la plenitud de la vida y muchas veces no sabemos cómo responder ante el prójimo que nos golpea a la puerta.
«¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos? Respondió: El que practicó la misericordia con él. Jesús le dijo: Anda y haz tú lo mismo».
Lucas 10, 25-37


Quisiera empezar hoy con unas líneas de la segunda lectura, de san Pablo a los colosenses, porque son impresionantes si nos paramos a meditar su sentido: «en él (en Jesús) quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz».

¿Nos hemos detenido a pensarlo? Toda la plenitud de la vida, todo cuanto podamos anhelar, y mucho más, está en Cristo. En él la humanidad llega a su cumbre. Y su venida a la tierra tuvo como fin reconciliarlo todo, el cielo y la tierra. Ya no hay más divorcio ni alejamiento entre las cosas de Dios y las de los hombres. En Cristo cielo y tierra se abrazan. Nuestro universo, nuestra realidad, no es algo aparte de la realidad divina, sino que está penetrada de divinidad. Podemos vivir de otra manera, compartiendo la hondura de vida que nos ofrece Jesús. En él todo está unido y entrelazado. Y esto es importante: nuestra vida es una, y no podemos separar, en ella, lo divino de lo humano. Ambas dimensiones han de ir de la mano y estar armonizadas. No podemos ser religiosos de una manera y comportarnos en el mundo de otra, como si no tuviéramos fe.

La primera lectura nos habla de un mandamiento que Moisés propone al pueblo. El evangelio, con el diálogo de Jesús y el escriba, nos recuerda este mismo mandamiento. Es la regla de oro, el núcleo de la Torá: el amar a Dios por encima de todas las cosas… y al prójimo como a uno mismo. La primera parte es muy clara. Los judíos la tenían clara, y parece que los cristianos también. Hemos de amar a Dios. Pero una cosa es entenderlo y otra practicarlo. Y aquí es donde llega la segunda parte del mandamiento, la piedra de toque y de tropiezo. Porque ¿cómo demostrar nuestro amor a Dios? ¿Bastan las plegarias, las alabanzas, los sacrificios y el culto? ¿Bastan los sentimientos y las efusiones íntimas? ¿Bastan las buenas intenciones? Aquí Jesús pone el dedo en la llaga.

En la parábola del buen samaritano nos muestra a un hombre herido y tirado en el camino y a dos buenos cumplidores de la ley que, por no quedar impuros y por llegar a tiempo a sus deberes religiosos, pasan de largo ante él. Ese sacerdote y ese levita que no ayudan al pobre herido son buenos creyentes, quizás, y creen amar a Dios. Pero han divorciado la realidad divina de la humana. Se han olvidado de la segunda parte del mandamiento: amar al prójimo como a ti mismo. Y no se dan cuenta de que esa es la mejor manera de amar a Dios.

Jesús es rotundo: equipara el amor a Dios al amor hacia el prójimo. No hay mejor manera de demostrarlo. Es más, ignorar al prójimo, abandonarlo a su suerte, desatenderlo, es ignorar, abandonar y descuidar a Dios. Lo que a uno de estos hicisteis, a mí me lo hicisteis, dirá en otra parábola. ¿Quieres amar a Dios? Ama a tu prójimo, sea amigo o desconocido, vecino o extranjero. Cuida de él. Preocúpate y ocúpate de su bienestar. Hazte cargo de él cuando esté desvalido. Cúralo, llévalo allí donde puedan ayudarle. Esto es, verdaderamente, amar a Dios.

Quizás, cuando lleguemos al cielo, nos sorprenderemos al ver allí a muchas personas que no fueron muy religiosas, o incluso fueron increyentes, pero supieron amar a los demás mucho mejor que nosotros.  Quizás nos llevaremos más de una sorpresa… Ojalá no nos quedemos atrás, y ojalá Dios nos pueda acoger con los brazos abiertos, porque hemos aprobado el examen del amor.

2025-07-04

14º Domingo Ordinario C

«Estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo».

Lucas 10, 1-20



Los envió por delante, de dos en dos. Jesús envía a sus discípulos en misión. ¿A qué? Les da instrucciones muy claras y concretas, y dos cometidos: curar a los enfermos y anunciar que el reino de Dios está aquí. Esta, y no otra, es la misión de todos los cristianos, de todos.

Quizás no nos paramos mucho a pensar qué significa enviarnos de dos en dos. Jesús no pide nada imposible a sus amigos. Ni siquiera los envía solos. La misión de Jesús no es una hazaña para héroes solitarios. Sabe que las personas necesitamos compañía, ayuda y sostén en los momentos de debilidad. Sabe que necesitamos afecto y comprensión. La misión de Jesús se sostiene en la amistad. Por eso no envía a nadie solo, sino en equipo. ¡Qué diferente es trabajar codo a codo con alguien cercano, amigo, con quien compartir el propósito de tu vida y los avatares de cada día, alegrías y penas, salud y enfermedad! Los matrimonios que duran largos años saben bien de esto, así como esas pocas y valiosas amistades que casi todos cultivamos y conservamos como auténticos tesoros en nuestra vida.

No estamos solos. Dios es una comunión de tres y nos ha hecho a su imagen: creados para compartir, convivir, dar y recibir amor. El mismo Jesús no fue un solitario: contó con un grupo para iniciar su gran familia humana, la Iglesia. Y un grupo que, como todos, estaba lleno de defectos y fragilidades. Los discípulos no eran mucho mejores que nosotros, humanamente hablando… Aún y así, Dios contó con ellos. Y cuenta con nosotros hoy. Pero podemos protestar: tal como está el mundo, ¿cómo predicar el reino de Dios? En medio de tanta guerra, terrorismo, corrupción política, hambre y refugiados… ¿Dónde está el reino de Dios? Quizás ni siquiera nosotros terminamos de creer en él.

¿Cómo anunciar algo en lo que no creemos? El evangelio, ¿no suena a fábula buenista o a opio para adormecer las conciencias? ¿No será un «consuelo para tontos»? Pues no. No lo era hace dos mil años y no lo es hoy. El reino de Dios es real y está por todas partes, ¡qué ciegos y torpes somos al no verlo! ¿Dónde? Allí donde lo dejamos crecer. Allí donde haya dos o más en mi nombre, allí estoy yo. Allí donde dos o más se aman allí está el reino. Allí donde un matrimonio, dos amigos, dos hermanos o dos desconocidos se quieren y se ayudan, allí hay cielo. ¡Hay tantos cielos escondidos en el mundo! Como pequeñas hogueras, es nuestro deber alentarlas, comunicarlas y prender otras nuevas. Esa es nuestra misión. Acompañados de Jesús, el amigo que siempre está presente en la eucaristía. Nunca estamos solos. Y siempre hay lugares donde anunciar el reino. Como dice el salmo: ¡Alegrémonos con Dios! Tenemos muchos motivos para ello. Cuando trabajamos por el reino, sin cesar y sin desfallecer, aunque podamos equivocarnos, Dios tiene en cuenta nuestra voluntad y nuestro esfuerzo: nuestros nombres están inscritos en el cielo.

2025-06-27

Santos Pedro y Pablo

 


Lecturas

Hechos 12, 1-11.

2 Timoteo 4, 6-8. 17-18.

Mateo 16, 13-19.

La festividad de hoy une a dos pilares de la Iglesia, dos apóstoles, amigos de Jesús, que llevaron su mensaje muy lejos. Ambos murieron mártires, en Roma. Ambos dieron su vida por Cristo. Y aunque durante su vida tuvieron diferencias, ambos supieron madurar y ser fieles a su misión hasta el final.

El evangelio de Mateo nos presenta un estadio inicial de la vocación de Pedro. Aun es un discípulo de Jesús. Aún está aprendiendo junto a su maestro. Pero cuando este pregunta a todo el grupo de los Doce: ¿Quién decís que soy yo? Pedro es el primero que responde, en nombre de todos: Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo.

Jesús lo bendice porque esta inspiración no le viene por sí mismo, sino por el mismo Padre. Simón ha tenido lucidez porque se ha abierto a la palabra de Dios. Cuando el hombre se abre a la divinidad, el Espíritu Santo lo inspira y le da sabiduría.

Acto seguido, Jesús da a Pedro una misión. Es el líder del grupo, el que tendrá que afianzar la comunidad cuando el Maestro falte. Simón todavía es una piedra frágil y tiene mucho que aprender, pero el amor lo irá puliendo. Jesús asegura a Pedro que el poder de la muerte no podrá derrotar la nueva comunidad que va a fundar. La Iglesia es una familia de Dios, del Dios que es de vivos, y no de muertos. Por eso, afirma Jesús, nada podrá derrotarla. La Iglesia podrá sufrir persecución y acoso, como estamos viendo hoy. Podrá sufrir grandes crisis y dificultades, privaciones y ataques de todo tipo. Pero si está sostenida en Cristo, nada podrá erradicarla. Su raíz está en los cielos.

La segunda lectura nos presenta a Pablo al final de su misión. En su carta a Timoteo, Pablo reconoce que está acabando su carrera, le queda poco para morir. Prevé su martirio, pero mira hacia atrás y está contento, porque sabe que lo ha dado todo. Pero no se enorgullece de sí mismo, sino que agradece al Señor, que le ha dado fuerzas y lo ha librado de mil peligros.

Cuando Dios llama, da fuerzas, da recursos, da todo cuanto necesitamos para emprender este camino. Pablo así lo declara. Y cuando ya no nos salve de la muerte, porque ha llegado nuestra hora, como dice Pablo: “me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial”.

Mientras bregamos en este mundo, sostenidos por la fe, en medio de adversidades, recordemos estas palabras. Pidamos a Dios, no tanto que nos libre de problemas, que todos tendremos, sino que nos libre de hacer el mal, de responder mal, de enfadarnos, hundirnos o abandonar cuando vienen las cosas torcidas. Que no se nos muera el alma, que no nos cansemos de amar y obrar el bien.

Pedro y Pablo, tan distintos, tan iguales en su amor y en su entrega, a Dios y a los demás, que dieron su vida por sus comunidades, son dos ejemplos para todos los cristianos de hoy. Imitemos su heroísmo, cada cual a su manera y en su lugar. Lo que Jesús nos pide no es más que lo que les pidió a ellos: fidelidad y adhesión. Después, cada uno sabrá, allí donde esté, qué debe hacer.

Que Pedro y Pablo nos inspiren y nos animen a no desfallecer nunca, a terminar la carrera y conservar la fe, con una profunda gratitud.

2025-06-20

Corpus Christi - C

«Dadles vosotros de comer.»

Lucas 9, 11b-17


Desde pequeños hemos aprendido que comulgar el pan y el vino significa tomar el cuerpo y la sangre de Cristo. ¡Comer al mismo Dios! Hacer de Dios parte de nuestra carne y nuestra sangre… ¿somos conscientes de lo que estamos haciendo? Quizás tantos años de misas y liturgias repetidas, domingo tras domingo, nos han apagado el asombro y la pasión que deberíamos sentir ante un misterio tan grande y la generosidad desbordante de nuestro Dios.

En las religiones antiguas se sacrificaban animales para ofrecerlos a Dios. En la nuestra se da un giro sorprendente: es Dios mismo quien se ofrece a los hombres… ¡y se da como alimento! Los papeles se cambian. Si Melquisedec, el sacerdote del Antiguo Testamento, aceptaba las ofrendas de Abraham para darlas a Dios, Jesús, el nuevo sacerdote, se ofrece a sí mismo a los hombres. Melquisedec ofrece lo que tiene: los frutos de la tierra y del trabajo humano. Jesús ofrece lo que es: toda su humanidad, su cuerpo, su sangre, pero también su divinidad. Una divinidad que no pide sacrificios, sino solamente apertura a su amor. ¡La gran y única necesidad de Dios es que le dejemos amar!

En el evangelio de la multiplicación de los panes vemos unidas las dos ofrendas. Dadles vosotros de comer, dice Jesús a sus discípulos, ante la multitud hambrienta. El esfuerzo del muchacho que da lo poco que tiene, unos pocos panes y peces, es el valor del sacrificio humano. Su gesto generoso provoca la respuesta de Dios: el milagro del pan abundante para todos. La generosidad humana dispara la Providencia de Dios. Y todos comen, y se sacian.

El misterio del pan de Dios va ligado a una necesidad básica: el alimento. Las personas tenemos hambre, necesitamos comida para vivir. Pero tenemos otra hambre más honda, y aunque no lo parezca, la necesitamos para vivir con mayúscula, para no morir en vida, para que nuestra existencia sea Vida de verdad, buena, bella, con sentido. El pan material nos nutre, y Jesús en la oración del Padrenuestro incluye una plegaria para que nunca nos falte. Pero el pan que alimenta nuestra alma es él mismo.

Si Cristo es pan de vida, ser cristiano significa que cada uno de nosotros también ha de convertirse en pan. Pan para los demás: para el cónyuge y los hijos, para el vecino necesitado, para el pobre, para el triste, para el hambriento de justicia y misericordia, de escucha y de amistad. Hoy es la fiesta del cuerpo y la sangre de Cristo. Nosotros somos parte de ese cuerpo. Seamos generosos, seamos entregados, seamos buen pan.

2025-06-13

Santísima Trinidad

«Cuando venga el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena».

Juan 16, 12-15.


Dios es familia

La fiesta de hoy nos revela las entrañas del mismo Dios: un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Dios no es un ser solitario ni aislado. La soledad es el primer mal, como señala el Génesis, cuando dice: «No es bueno que el hombre esté solo». Dios tampoco permanece en la soledad, sino que es una familia de tres personas estrechamente unidas: es relación y comunicación.

El Padre Creador

La primera persona de Dios es el Creador. Nos regala la vida, el universo, se complace en la belleza de todo lo creado y vuelca todo su amor en su criatura predilecta, hecha a su imagen y semejanza: el ser humano.

Dios Padre, esta figura de la paternidad de Dios, nos es revelado por Jesús. Su relación con Él es de hijo a padre, una relación de comunicación, de amistad, de confianza. Evoca donación, generosidad y amor. En definitiva, Jesús nos descubre a un Dios cercano y personal, que ama a su criatura.

El Hijo, Palabra encarnada

Dios Hijo es el Verbo encarnado, Jesucristo. En Jesús el amor de Dios Padre se personifica, se hace humano y se manifiesta en medio de nosotros. Cristo ama como Dios ama. Esta es la gran novedad del Cristianismo: Dios no está alejado de la humanidad. Viene a habitar entre nosotros, hasta el punto de hacerse hombre con todas las consecuencias.

Del Hijo hemos de aprender su vida, su opción por los pobres, su delicadeza con los enfermos, su capacidad de entrega, de dar hasta la vida por amor.

El aliento sagrado de Dios

El Espíritu Santo es el aliento, la fuerza, el beso de Dios. Es el amor de Dios que se extiende entre los seres humanos. Así como a Dios Padre podemos adivinarlo reflejado en la Creación, y a Cristo lo vemos a nuestro lado como hermano, el Espíritu Santo lo llevamos dentro. Es un regalo que Dios nos da: somos templos de su Espíritu.

El Espíritu Santo despierta nuestra conciencia de unidad. Él es quien nos infunde la fuerza para salir fuera de nosotros mismos, ir hacia los demás y construir comunidad, Iglesia, pueblo de Dios. Es el Espíritu de amor, de unidad, de amistad. Para el cristiano de hoy, el espacio de comunicación por excelencia es la Iglesia. 

Cultivar nuestra dimensión trinitaria

El cristiano está llamado a ser trinitario en todos los aspectos de su vida, cultivando la devoción a la Trinidad, que es la esencia más sublime de Dios.

¿Cómo ser trinitarios?

Aprendamos a ser creadores, como Dios Padre. Podemos crear belleza a nuestro alrededor, podemos levantar pequeños universos de buenas relaciones. Aprendamos a ser constructores de bien. Los cristianos hemos de ser muy creativos. La persona que tiene a Dios dentro es bella porque ama, crea, se entrega, está llena de su Espíritu e inspirada por Él.

Seamos también como Cristo. Imitemos su vida. Nuestra mejor enseñanza son las bienaventuranzas, maneras directas de encarnar el amor de Dios en el mundo. Recorramos nuestras Galileas y anunciemos la buena noticia de Dios. Seamos buenos predicadores, curemos a los enfermos, aliviemos el dolor de los que sufren, hasta dar nuestra vida por aquello que creemos. Imitar a Cristo significa abrirse a la voluntad de Dios y configurar en ella nuestra vida.

¿Cómo imitar al Espíritu Santo? Siendo dulzura y bálsamo, y a la vez soplo potente, fuerza, empuje. Estamos llamados a ser fuego en medio del mundo, propagadores de la Verdad. Somos inspirados por el Espíritu Santo cuando trabajamos por la unión y por la paz.

2025-06-06

Domingo de Pentecostés

Antes de subir al cielo, Jesús envía su Espíritu Santo sobre los discípulos reunidos con él y les da una misión. Lecturas: Hechos 2, 1-11; Salmo 103; 1Cor 12, 3b-13; Juan 20, 19-23.

Descarga aquí la homilía para imprimir.


Dios es Señor de vivos, y no de muertos. Nuestra fe se sustenta en la resurrección: el paso de una vida terrenal, finita, a otra vida eterna y gloriosa. Dios es autor de la vida y amigo de la belleza, la alegría, la fiesta. No le ha bastado crear el universo y crearnos a nosotros, sus hijos: ha querido estar entre nosotros para que nuestra vida y nuestro gozo sean completos.

Primero envió a Jesús, su hijo. Jesús es nuestro pan y nuestra agua viva, el alimento que nos sostiene, el camino hacia la Vida con mayúsculas. La vida de Jesús es la que todos estamos llamados a vivir: una vida de servicio, de humildad, de amor a los amigos y ayuda a los que sufren. Una vida que trae luz y alegría allí donde hay oscuridad, miedo y muerte.

Jesús regresa junto al Padre… pero no nos deja solos. Ahora es el Espíritu Santo quien viene. Si Jesús era pan y agua viva, el Espíritu Santo es fuego y viento. Jesús nos sostiene, el Espíritu nos transforma y nos impulsa. Jesús enseñó a sus discípulos y los amó hasta el fin; el Espíritu los cambió por completo, convirtiendo a un grupo de hombres acobardados e indecisos en un equipo de valientes apóstoles. El Espíritu les infundió coraje y fortaleza para anunciar la vida de Dios incansablemente, afrontando toda clase de peligros y hasta la muerte. Y les dio capacidad de comunicación: todos los oían hablar en sus lenguas. Y es porque hay un lenguaje universal, el del amor, que todos pueden entender.

La Iglesia nace en Pentecostés. Hoy estamos aquí, reunidos, porque un día el Espíritu sopló sobre los apóstoles, reunidos con María. ¿Qué significa para nosotros esta fiesta? No es un mero recuerdo: Pentecostés sucede hoy, y el Espíritu Santo está soplando siempre. ¿Sabemos oír su voz? ¿Nos dejamos llevar por su soplo? ¿Dejamos que su fuego descongele nuestro corazón? Nuestras plegarias, ¿se abren a su acción?

Jesús sigue alimentándonos en la eucaristía y el Espíritu está presente en todos los sacramentos. ¡Es el mismo Espíritu que descendió sobre los apóstoles! No somos tan diferentes de ellos. ¿Sabemos recibirlo y acoger a este dulce huésped del alma? Quizás tenemos miedo de tanto viento, de tanto fuego, y nos pertrechamos tras mil excusas porque, en el fondo, no queremos cambiar. No queremos anunciar, no queremos vivir con tanta plenitud. ¿Nos da miedo el gozo? ¿Nos da miedo la vida eterna? ¿Nos asusta el cielo? ¿Nos atrevemos a vivir de verdad o nos contentamos con sobrevivir?

Nuestro Dios nos llama a una vida grande. Somos antorchas llamadas a sembrar luz. No tengamos miedo. Con el Espíritu Santo llegan muchos dones: el primero, la paz. Otro gran don: la unidad y la fraternidad. Y otros: un coraje y una alegría desbordante, sin límites.

2025-05-30

Ascensión del Señor

«Ahora voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. De momento, permaneced en la ciudad, hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto.»
Lucas 24, 44-50


Jesús se aparece a sus discípulos, resucitado. Les recuerda cómo en él se cumplen todas las escrituras sagradas y les promete el Espíritu Santo. Después, asciende a los cielos. Regresa al Padre, mientras los discípulos permanecen en la ciudad, esperando el don de lo alto.

La misión de los discípulos, ahora apóstoles, pasa de generación en generación hasta llegar a los cristianos de hoy. ¿Cómo vivimos nuestra fe en Jesús resucitado? ¿Nos transforma y nos cambia, como a los apóstoles? ¿Tenemos clara nuestra misión evangelizadora? Jesús no nos deja solos, sino que nos regala su presencia, con la fuerza del Espíritu Santo. Este Espíritu que recibimos con los sacramentos es el mismo que descendió sobre los apóstoles.

Con su fuerza lo podemos todo. No dejemos que nuestra fe se apague y que nuestra Iglesia languidezca. Dejémonos penetrar por su fuerza, dejémonos encontrar por Jesús resucitado. Él nos conoce, a cada uno por nuestro nombre. Nos mira con amor, y nos llama.

2025-05-23

6º Domingo de Pascua - C

«El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.»

Juan 14, 23-29


En las tres lecturas de este domingo hay un protagonista silencioso, que a menudo olvidamos: es el Espíritu Santo, este dulce huésped del alma que está siempre presente y que es el fuego que anima la Iglesia y nuestra vida cristiana.

El Espíritu Santo es la presencia de Dios que brilla en esta Jerusalén celestial de la visión de San Juan, en el Apocalipsis. En esta ciudad no hay santuario, porque Dios mismo y el Cordero, Jesucristo, son su santuario. Tampoco hay sol, ni luna, ni estrellas, porque la misma luz de Dios la alumbra.

El Espíritu Santo es el que ilumina el entendimiento de los apóstoles cuando surgen disputas en las primeras comunidades. ¿Cómo resuelven los dilemas? Rezando, en grupo y contando con el buen consejo del mejor aliado: el propio Espíritu de Dios. Por eso en la carta enviada a los cristianos de Antioquía, Siria y Cilicia, los de Jerusalén dicen: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros…» Una decisión reflexionada con calma, tomando a Dios como consejero, seguro que será acertada, la mejor para todos. ¿Actuamos así en nuestras vidas? Cuando tenemos problemas, ¿nos detenemos a rezar, a poner el problema ante Dios y a deliberar con la ayuda de su Espíritu Santo? ¡Lo primeros cristianos nos dan ejemplo!

En el evangelio leemos una parte de las palabras que Jesús dirige a sus discípulos, en la última cena. Les habla de lo que sucederá tras su muerte y resurrección. Ellos ahora quizás no entienden, él les da ánimos y los avisa para que, llegado el momento, crean en él. El Espíritu Santo les dará el don de comprensión y les enseñará todo lo que necesiten. Les dará fuerza, lucidez, coraje, inteligencia y una inmensa capacidad para amar y entregarse. Con él, jamás se sentirán solos. Será el lazo que los mantenga unidos con Jesús y con el Padre. El Espíritu es el fuego que los animará y les infundirá una paz que nadie les podrá quitar.

Hoy los cristianos tenemos mucha necesidad de recordar a este Espíritu de amor y de unidad. Lo necesitamos como agua de mayo para regenerar nuestra vida espiritual y comprometernos de verdad con nuestra comunidad y con el mundo. Todos estamos llamados a ser apóstoles, cada uno en su lugar y de una manera distinta. Invocar al Espíritu y escuchar su voz, con docilidad y apertura de corazón, puede cambiar nuestras vidas y las de muchos que viven a nuestro alrededor.