2006-12-10

Una voz que grita en el desierto

La voz que despierta

20 siglos después, la Palabra de Dios sigue irrumpiendo en nuestro tiempo llena de significado. El autor sagrado nos sitúa en el contexto histórico de la llamada de Dios a Juan, hijo de Zacarías. Esta lectura es de una enorme vigencia hoy. Dios sigue penetrando con su palabra en nuestra sociedad, apelando a los cristianos y a las personas que creen.

Juan Bautista recorría toda la región predicando un bautismo de conversión para los pecados. Su misión es ir calentando el corazón de las personas para el momento decisivo. La Palabra de Dios ya es penetrante por sí misma, pero su venida a nuestro corazón requiere que esté totalmente preparado, convertido, limpio para que Dios pueda albergarse en él. Por eso Juan es la voz que grita, potente, para sacudirnos de nuestro letargo.

Una voz grita en el desierto.
Muchas veces necesitamos que alguien grite en el yermo de nuestra existencia y nos haga despertar. Vivimos ensimismados en nuestras cosas y sólo una voz apremiante nos puede interpelar. Preparad el camino al Señor. Allanemos sus senderos, dejemos vía libre, quitemos del alma todo aquello que impide que Dios entre en nuestra vida. Hemos de allanar los senderos de nuestro corazón.

Elévense los valles, desciendan los montes y colinas. El autor sagrado nos está llamando a mirar alto, desde la trascendencia, superando nuestra pequeñez limitada. Nos llama a mirar con anchura de corazón el horizonte inmenso. Contemplemos la vida, los acontecimientos, la naturaleza, a Dios mismo, con toda la amplitud de nuestra mira espiritual.

Lo que está torcido se enderezará. ¿Cuántas veces vamos por caminos errados y retorcidos? Necesitamos abandonar los recónditos parajes de nuestro egoísmo interior que impiden la entrada a Dios. Enderecemos nuestra vida hacia Él. Miremos más allá de nosotros mismos: Dios sigue actuando en nuestra propia vida. ¡De cuántas cosas buenas somos testigos! Podemos admirar la bondad, la justicia, la belleza de tantas personas que, antes que nosotros, han decidido enderezar su vida para dejar de mirarse a si mismas y mirar hacia afuera, personas que han apostado por algo hermoso, como lo es la misión de evangelizar. En ellas, hasta lo más escabroso se nivela.

¿Con qué fin hacía todo esto Juan Bautista, el más grande entre los judíos pero el más pequeño de los cristianos, porque todavía no lo era del todo? Con el único fin de que todos vieran la salvación de Dios. Este es el gran cometido de la Iglesia: que todo el mundo pueda descubrir a Dios. La misión de la Iglesia es que las gentes puedan descubrir el sentido trascendente de su vida y saborear el amor de Dios. En definitiva, que todos puedan ser salvados por la infinita misericordia de Dios Padre.

Una misión para hoy

Aquellos que nos nutrimos de la Eucaristía, alimentándonos del pan de Cristo y de su sangre, también tenemos la misión de allanar los corazones de la gente. Pero, para poder hablar, primero hemos de creer nosotros, disponiendo nuestro corazón y toda nuestra vida ante Dios. Es así como nos convertiremos en voces que gritan en medio de la sociedad estéril y fría, invitando a las gentes a abrir su corazón. Los cristianos hemos de ser esas voces que denuncian lo que es injusto y que predican el inmenso amor de Dios. Voces entusiastas, creativas, con ilusión. Si nos faltan las ganas de trabajar y el entusiasmo, no saldrá la voz potente que habla del amor de un Dios que nos ama.

La palabra de Dios, que es preciosa, nos entra como una miel deliciosa y exquisita, pero, una vez la tenemos dentro, se vuelve exigente. Seamos precursores de nuestro tiempo, como Juan Bautista, aunque el mundo aparezca como un desierto árido, seco y escabroso. La sociedad necesita rejuvenecerse espiritualmente. Y depende de nosotros que la Iglesia aporte esa semilla de renovación y de vida plena a todas las gentes.

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