En aquel tiempo, el ángel Gabriel
fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen
desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David. La virgen se
llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: “Alégrate, llena de
gracia, el Señor está contigo…"
Lc 1, 26-38
Vivir con el corazón abierto
Celebramos hoy una gran
fiesta arraigada en la comunidad cristiana: la Inmaculada Concepción
de María. ¿Cómo podía ser de otra manera? María fue elegida por Dios como madre
de su Hijo, por ello fue concebida sin mancha de pecado alguno.
El evangelio de hoy
sienta las bases de la espiritualidad mariana. María es la mujer que supo
disponer un hogar para Dios, un corazón cálido y abierto a su voluntad.
El ángel la saluda con
estas palabras: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. María ya está llena de la presencia de Dios. Es
algo cotidiano vivir atenta a su Espíritu. Porque conecta con él, recibe gracia
sobre gracia. Su receptividad es tan grande que el Señor la inunda.
No temáis
No temas, María, continúa el ángel. María es llamada a una vocación muy alta: ser la madre
del mismo Dios. Nosotros, los cristianos, también somos llamados. Dios entra a
nuestra presencia si tenemos espacios diarios de silencio para él. La madurez
espiritual permitirá que Dios cale en nuestra existencia y podremos escuchar su
llamada. Dios también piensa en nosotros y confía en nuestra capacidad de
respuesta. A María le anuncia que concebirá y dará a luz a un hijo que será la
salvación del mundo. Cada cristiano abierto concebirá en su corazón un proyecto
de Dios para colaborar en la redención que Jesús inició.
No temáis, hombres y mujeres del siglo XXI. Aunque el mundo parece girar al revés,
sabiendo que Dios está con nosotros nunca hemos de temer a nada ni a nadie.
María no teme. Está preparada para su misión: ser receptora del mismo Dios.
Jesús, su hijo, será el redentor del mundo y dará su vida para salvar a toda la
humanidad. La Iglesia ,
hoy, sigue siendo receptora de ese mensaje y continúa esta misión.
Para Dios nada es imposible
María se aturde, al
principio, cuando oye al ángel. Nosotros también podemos turbarnos. ¡Dios mío!
Es tan grande tu amor… ¡y yo soy tan pequeño! No soy nada, ¡y tú me das tanto!
Pero el Espíritu Santo que aletea en el universo transforma esta nada
convirtiendo nuestro corazón y nuestra vida en una realidad hermosa capaz de
emprender obras extraordinarias.
¿Cómo será eso, pues no conozco varón?, se pregunta María. También
nosotros podemos preguntarnos: ¿Cómo podremos hacer lo que Dios nos pide, si
somos tan limitados?
Dios puede. El Espíritu
Santo vendrá sobre nosotros y la fuerza del Altísimo nos cubrirá con su sombra.
Recibiremos su aliento y nuestra vida será renovada. Es el mismo Espíritu Santo que se alberga en
el corazón de María. Para Dios nada es imposible.
María estaba dispuesta y
era inmaculada en su interior. Nosotros también estamos limpios por la
misericordia del Padre y por el sacramento de la penitencia. Para él no es
imposible lavar nuestras culpas, pese a nuestras dificultades, nuestros
pecados, egoísmos e historias pasadas. Dios puede convertir un corazón de
piedra en otro de sangre, que palpite de vida, derramando amor.
Somos hijos de Dios. Como
los hijos se parecen a los padres, ¿en qué nos parecemos a Dios? Justamente en
esa inmensa capacidad de amor. Aunque nuestra cultura hace hincapié en los
aspectos más negativos de la naturaleza humana, no dudemos que el hombre guarda
tesoros hermosos en su corazón y es capaz de entregarse hasta el límite. Dios
puede penetrar en nuestros vericuetos emocionales, iluminar nuestras sombras,
llenar nuestras lagunas, nuestros vacíos… Los condicionantes biológicos y
psicológicos quedan superados por lo espiritual.
Hágase en mí según tu palabra
María dice sí a Dios, sí
a su plan, a su designio. Sin ese sí valiente, generoso, libre, el misterio de
la encarnación no habría sido posible. El sí de María hace posible la
revolución del cristianismo.
Dice María: Aquí
está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Hay que leer la palabra
esclava en su contexto. No se puede obrar el bien sin libertad. El concepto de esclavitud aquí significa
disposición, entrega, un decir: mi vida
es para ti, soy tuya; me entrego libremente, porque quiero. No se trata de
someterse a Dios, él jamás quiere siervos, y aún menos quiere que María sea una
esclava sojuzgada. Dios ama al hombre libre y pide una respuesta desde la
libertad. En lenguaje de hoy, podríamos traducir esta frase como: Aquí
está la amiga del Señor. O también: He aquí la hija del Señor.
Decir sí a Dios comporta
un compromiso que se reafirma cada día, como el de los esposos. Ese sí debe
fortalecerse, perfumarse y alimentarse con la oración diaria. Decir sí a Dios
es aceptar que su palabra sea nuestra vida, que penetre en lo más hondo de
nuestro ser, que se haga en nosotros todo cuanto él sueña. Y ese sí debe darse
libremente, porque sólo libremente podemos ser invadidos por el amor de Dios.
Del paraíso al reino de Dios
El evangelio de la
anunciación del ángel a María contrasta con la primera lectura de hoy, del
Génesis, que nos relata cómo el hombre cae tentado por el demonio y es
expulsado del Edén. En este pasaje, vemos cómo Adán y Eva no se fían de Dios y
se sienten desnudos ante él. La desconfianza trae consigo la ruptura entre el
hombre y Dios.
María, en cambio, se
convierte en el paraíso de Dios. Sus entrañas serán el lugar donde se lleve a
cabo la redención.
Adán huye corriendo del
paraíso. María, que se fía, no escapa. Espera. Dios se alberga en su corazón, y
ella se convierte en casa de Dios.
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