2024-08-30

Lo puro y lo impuro

22º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23

En su misión evangelizadora Jesús tuvo numerosos choques con algunos grupos de judíos muy religiosos y devotos: los fariseos. Estos tenían un alto concepto de sí mismos, pues se preciaban de cumplir toda la Ley de Dios, a rajatabla, sin omitir ni un precepto. Miraban por encima del hombro a la inmensa mayoría del pueblo, que no los cumplía todos, y criticaron continuamente a Jesús y a sus discípulos porque no solo no cumplían, sino que el Maestro parecía alentar las infracciones.

Hemos de clarificar algunas ideas para comprender este texto y estas discusiones. En primer lugar, la importancia de la Ley para todo buen judío. La Ley no era lo que hoy entendemos como un código legal: era mucho más. La palabra hebrea Torá significa enseñanza, decreto, palabra, incluso sabiduría de Dios. Cumplir la Ley significaba ni más ni menos que hacer la voluntad de Dios. Y ¿cómo agradar a Dios? Obedeciendo sus preceptos. Los principales eran los Diez Mandamientos, todos ellos de naturaleza teológica y moral: son las diez normas básicas que rigen la relación entre Dios y los hombres, y entre los seres humanos en sociedad.

Pero Israel, además, se concebía como pueblo santo, reservado para Dios. Y esto requería que fuera un pueblo puro, sin mancha. Aquí es donde conviene explicar qué significaba pureza para los judíos, pues no era lo mismo que entiende, quizás, un cristiano de hoy. Puro es lo que puede ser apartado y consagrado a Dios. La pureza era un requisito de personas, lugares y objetos para participar en el culto divino. Y esta pureza debía ser moral y ritual. La pureza moral se refiere siempre a la conducta. La pureza ritual tiene que ver con el contacto con sustancias diversas y es un rasgo distintivo de un pueblo o comunidad, un signo de su identidad que lo diferencia de otros.

Jesús en su enseñanza dio enorme importancia a la pureza moral, aumentando incluso la exigencia básica de los mandamientos. En cambio, la impureza ritual no la consideró importante. ¿Acaso te hace más santo tocar o dejar de tocar sangre o cierto tipo de animales o alimentos? Para los fariseos todo era importante, lo moral y lo ritual. Pero llegaron a dar tantísima importancia a la pureza ritual que acabaron convirtiéndola en su rasgo distintivo: a esto se refiere el evangelio cuando habla de lavar manos, vasos, platos y objetos. No era simple higiene: era un ritual purificador. En los fariseos acabó siendo un motivo de orgullo y discriminación de quienes no podían cumplir con todos estos mandamientos rituales.

Jesús distingue entre la ley de Dios y las tradiciones de los hombres. Una cosa es lo que quiere Dios, otra cosa las costumbres culturales. Lo primero es firme y esencial; lo segundo cambia según los tiempos y los lugares. Jesús ataca a quienes se aferran a las tradiciones dándoles la misma importancia que el querer de Dios. En la misma línea que los profetas, critica el culto vacío, la hipocresía y la vanidad del perfecto cumplidor que, por fuera, es intachable, pero por dentro está lleno de malicias y sombras.

La frase de Jesús es tajante: no es lo de afuera lo que hace impuro al hombre. No te hará impuro tocar, comer o pisar esto o aquello. Tampoco te purificará lavarte las manos. La higiene puede limpiar tu cuerpo, pero no tu corazón. Es lo de adentro lo que impurifica al ser humano, y es dentro de nosotros donde se incuban y crecen las semillas del mal. Un daño o un delito fueron intenciones e ideas torcidas antes de convertirse en acción.

Hoy, Jesús nos da un toque moral a los creyentes. ¿Y si nosotros también estamos dando más importancia a los preceptos humanos que a la ley de Dios? ¿Qué quiere Dios de nosotros? ¿Creemos que con cumplir viniendo a misa, recibiendo los sacramentos o siguiendo los preceptos de la Iglesia ya somos puros? Podemos ser perfectos cumplidores y, al mismo tiempo, estar muy alejados de la bondad y la misericordia de Dios. ¿Creemos que la tradición, el modo de hacer de tiempos pasados, era mejor y que los cambios actuales nos llevan a la perdición? Cuidado, porque si viajamos a los tiempos de Jesús, veremos que muchas de nuestras tradiciones son «costumbres humanas» y culturales que la Iglesia ha ido adquiriendo con el paso de los siglos, pero que nunca formaron parte del mundo de Jesús y los apóstoles?

Sepamos discernir lo esencial de lo accidental; lo que viene de Dios de lo cultural; lo moral de lo ritual. ¿Cómo lo sabremos? El termómetro es la caridad: esto que hago, ¿me acerca o me aleja de mis hermanos? Si no me ayuda a amarlos más, también me estará alejando de Dios. La pureza no es una lavandería de almas; lo que nos hace puros es enamorarnos, cada día más, de nuestro Dios, y trasladar este amor al prójimo.

2024-08-23

¿A quién iremos?



21º Domingo Ordinario B

Evangelio: Juan 6, 60-69

Cuando Jesús termina su discurso, presentándose como verdadero pan del cielo que da vida eterna, la multitud, que lo ha seguido entusiasta y que hasta quería hacerlo rey, se dispersa y lo abandona.

El evangelio es claro y duro: muchos de sus discípulos, gente que lo seguía, amigos, personas cercanas al núcleo de los Doce, que deseaban aprender a su lado… se echan atrás.

¿Por qué? Porque «estas palabras son duras, ¿quién puede seguirlas?» Ay, amigos. Cuando Jesús predicaba el reino de Dios, un reino de libertad, de abundancia, de gozo, de vida plena, todos querían escucharle. Cuando sanaba enfermos, expulsaba demonios y multiplicaba panes, todos lo seguían con fervor. Pero cuando habla de dar su vida… cuando habla de tomar su cuerpo, de imitarlo, hasta la misma muerte, ese es otro cantar. La imagen triunfalista de Jesús que se habían fabricado muchos discípulos se convierte en la terrible imagen del hombre que se entrega, del siervo sufriente de Dios que un día será sacrificado por el poder implacable de los hombres que no soportan que nadie los baje de su pedestal, ni siquiera el mismo Dios.

Y es duro, sí. Es duro y muchos se desaniman y se alejan de él. Ya no quieren seguirlo. ¿Qué hace Jesús? No los retiene. No los maldice. No los intenta convencer. No cambia su discurso, no rebaja la exigencia ni “suaviza” o “matiza” sus palabras. Ni un paso atrás. Entonces se dirige a los Doce: ¿También vosotros queréis iros? Esos instantes, entre la pregunta de Jesús y la respuesta de Pedro, debieron ser tremendos y decisivos. Si Jesús los interroga es porque ha visto dudas en ellos; los ve vacilar, y les pide que sean claros y se decidan. O estáis conmigo o no.

Pedro habla por todo el grupo. ¿A quién iremos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído en ti, y sabemos que eres el santo de Dios. Sí, son palabras duras, pero… ¿quién nos ofrecerá más? ¿Quién nos dará la verdad auténtica, aunque dura de tragar? No, no queremos mentiras edulcoradas ni discursos ambivalentes. No queremos medias tintas. Queremos la vida eterna, y tú la ofreces. Aunque sea dando tu cuerpo, entregando tu vida. Y aunque nos pidas que hagamos lo mismo.

Pedro aún no entiende. Habla y no calibra el alcance de sus palabras porque, durante la pasión, negará a su maestro. Pero quiere creer, está en el camino de su conversión. Los demás también necesitan su tiempo. Pero hacen algo importante: estén seguros o no, duden o no, permanecen junto a su maestro. Y esto es crucial. A veces, en la vida, no vemos las cosas claras, andamos entre nieblas. Pero algo en nuestro interior nos dice: esta es la verdad. Intuimos por dónde Dios nos señala un camino. Sigamos por él. Perseveremos.

Reflexionemos ahora si esta situación no se repite hoy en la Iglesia: decimos creer en Jesús, sabemos que es el Hijo de Dios, su predilecto, y seguimos sus enseñanzas. Al menos, lo intentamos. Escuchamos sus palabras a través de la Sagrada Escritura, la formación que recibimos, los sacerdotes, los catequistas. Si nos ponemos a leer los evangelios, escucharemos la voz de Jesús de primerísima mano. Y habrá momentos dulces, pero llegarán las palabras «duras». ¿Qué haremos, entonces? ¿Seguiremos firmes, aunque no lo veamos claro, aunque tengamos resistencias y reticencias, aunque nos cueste entenderlo? ¿O nos echaremos atrás? Porque, claro, esto no hay quien pueda seguirlo. Es para otros. No para mí.

Hagamos examen de conciencia. El cuarto evangelio es una continua llamada a preguntarnos dónde estamos nosotros con respecto a Jesús. ¿Cómo reaccionamos cuando su mensaje nos parece fuerte o demandante? Quizás descubriremos que, aunque venimos cada domingo a misa, en realidad hace mucho tiempo que nos hemos alejado de él.

¿Estamos a todas con Jesús?

En el mundo hay muchos gurús y falsos mesías que ofrecen muchísimas cosas buenas. Pero nadie, nadie, nos ofrecerá la vida plena y gozosa que nos da Jesús. Él no engaña, y la verdad a veces molesta o incomoda. Su camino, a diferencia de los caminos de otros, no es un sendero llano ni de rosas. Aunque hay tramos muy bellos, otros son cuesta arriba. Pero la cumbre es magnífica. 

2024-08-16

El pan que yo daré


20º Domingo Ordinario B

Evangelio: Juan 6, 51-58

Seguimos leyendo el discurso del pan, en el cuarto evangelio. Jesús insiste en afirmar algo que debía sorprender a los judíos de su tiempo. Entendían bien que Dios fuera generoso y alimentara a su pueblo; comprendían que les enviara pan del cielo, el maná. Incluso podían aceptar que Jesús, como nuevo Moisés, fuera el medio por el que Dios multiplicara el pan para ellos.

Pero, ¿que él mismo, en persona, fuera el pan? ¿Bajado del cielo?

Jesús no se queda en el pan material, ni en la vida mortal, ni en el mero aspecto físico. El reino de Dios que venía a anunciar Jesús no era tampoco un reino político, un cambio de sistema o una revolución de los pobres. No. Si fuera así, hubiera dado la razón a sus discípulos más belicosos, que querían tomar las armas; hubiera mandado fuego del cielo contra los que se le oponían; se hubiera negado a pagar impuestos y se hubiera dejado coronar rey por aquella multitud entusiasta que lo seguía, porque había visto sus signos y se había hartado de pan.

Se han intentado hacer muchas lecturas políticas de Jesús para explicar por qué murió crucificado, una pena reservada a los sediciosos y a los enemigos del Imperio. Pero todas estas interpretaciones caen por tierra ante el discurso del pan. ¿Cómo puede encabezar una revuelta alguien que ofrece «su carne por la vida del mundo»? Un hombre capaz de dar su vida por los demás nunca pondrá en peligro ni sacrificará la vida de nadie por ninguna causa. En todo caso, si alguien debe morir, será él, y afrontará la muerte libre, consciente y voluntariamente.

Este es el tremendo significado de estas palabras: «el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo».

Y, claro, no lo entendieron. Ni las gentes ni sus discípulos más cercanos. Jesús hablaba de una realidad que se les antojaba enigmática porque estaban muy lejos de comprender a su Maestro. Los Doce, por mucho que alardearan de fidelidad, aún no estaban preparados para entregarse como Jesús. Querían poder, querían restaurar el reino de Israel y disputaban por los primeros puestos junto a su líder. Por eso no comprendían. Pero Jesús dejó el mensaje: ¡algún día lo entenderían muy bien! Y dijo algo más. La muerte no tiene la última palabra. Porque quien está dispuesto a darlo todo, hasta la vida, como él, encontrará la vida eterna. Comer del pan de Jesús es compartir su misión, su vida y su destino. Y él lo expresó claramente: «el que come de este pan vivirá para siempre». No hay otra vida que la que se da; no hay otra manera de ganar que perderlo todo… por él.

2024-08-09

Vivir para siempre

 19º Domingo Ordinario B

Evangelio: Juan 6, 41-51

La semana pasada, leyendo el párrafo del evangelio de Juan anterior a este, veíamos cómo Jesús se presenta a sí mismo como el pan de vida, el que sacia nuestras hambres más profundas.

Pero ya no sólo ansiamos una vida plena, con sentido, llena de propósito y felicidad. Los seres humanos anhelamos vivir para siempre. El ansia de eternidad es consustancial a nuestra naturaleza.

¿Cómo es posible que, siendo terrenales, físicos y mortales, tan caducos como todo lo que nos rodea, ansiemos algo que está más allá de nuestro alcance? ¿Quién inoculó en nuestra mente ese deseo de vida eterna? ¿Quién despertó en nosotros la sed de infinitud?

Un teólogo hacía esta comparación. Nuestro cuerpo es un 70 % agua. Por eso, cuando perdemos líquidos, tenemos sed. Ansiamos tomar algo que ya forma parte de nosotros. Pues bien, con la trascendencia sucede lo mismo. No tendríamos sed de inmortalidad si no fuera porque, en nosotros, ya hay algo que no muere. En nuestro ser hay una semilla de eternidad.

Jesús, que nos conoce, sale al paso de esta otra necesidad que todos tenemos, más o menos oculta o confesada. No queremos morir. Bien, sabemos que todos vamos a fallecer, al menos físicamente. Pero no queremos morir del todo. Tenemos una secreta esperanza, o deseo, de que al otro lado haya algo más. Muchos creemos en esta vida más allá, no sólo por fe, sino porque sabemos o hemos experimentado la cercanía y la protección de nuestros seres queridos, ya difuntos.

Pero ¿basta el deseo para que algo sea realidad? Jesús, tan claro como siempre, habla a los judíos de su tiempo. Yo soy el pan bajado del cielo. El pan material, físico, alimenta, pero desaparece, igual que nuestro cuerpo mortal. Comeremos y moriremos. Pero quien come del pan de Jesús, será resucitado en el último día. Todos seréis discípulos de Dios, y ¿cómo ser discípulos de Dios si no somos eternos? Jesús está diciendo: creed en mí, confiad en mí, seguidme, alimentaos de mí. Es decir: vivid como yo, recread en vosotros mi vida de entrega, de perdón, de sanación, de liberación, de amor. Comed de mi pan y viviréis para siempre. Está anunciando nuestra futura resurrección.

Nos cuesta entenderlo. Nos cuesta porque somos racionales y queremos que alguien nos explique el «cómo». Queremos entender. Pero las cosas más importantes de la vida suceden sin que podamos explicarlas. Ni siquiera la ciencia puede desentrañar todos los misterios del universo y, ante las preguntas más hondas, tiene que callar.

Seremos discípulos de Dios. ¿Vamos a interrogar al Señor y a dispararle todas nuestras preguntas para saber el cómo, el cuándo y el porqué de todo? Dios tiene sus métodos y nos sorprende siempre. De entrada, Jesús nos enseña cómo aprender. No os angustiéis por las preguntas, las dudas y los raciocinios. Si queréis aprender, escuchad al Padre y venid a mí. El buen discípulo aprende mirando y escuchando, viviendo y conviviendo, caminando junto a su maestro. Esto nos pide Jesús, nada más y nada menos.

¿La meta? También nos la revela, y es grandiosa: el que coma de este pan vivirá para siempre.

2024-08-02

Yo soy el pan de vida

18º Domingo Ordinario B

Evangelio: Juan 6, 24-35


Salud, dinero y amor. Nuestra vida parece girar en torno a estas tres grandes necesidades. El mercado, la publicidad, la prensa y hasta la economía giran a su alrededor. Parece que, si tenemos estas tres “bendiciones”, ya lo tenemos todo. ¿Acaso no es lo que todos buscamos?

Nuestro mundo está hambriento. Hay pobreza, hay crisis económica y deuda; hay mucha enfermedad y miedo al dolor y a la muerte. Y en cuanto al amor… este es el hambre más silencioso y terrible, que se traduce en infinidad de patologías mentales y emocionales, en la pandemia de soledad, depresión y angustia que azota nuestras sociedades. Sí, nuestro mundo está hambriento de salud, de riqueza y de amor. ¿No es absurdo, cuando tenemos más recursos, más ciencia y más conocimientos que nunca? ¿Acaso la historia humana y milenios de civilización no nos han enseñado nada?

Hay un hambre todavía más profunda que estas tres. Hay una necesidad más honda. Si no la saciamos, de nada sirve tener salud, dinero y amor. Es el hambre de propósito, el hambre de sentido. El ser humano está hecho para vivir por algo y para alguien. Si nuestra vida no tiene propósito, navegamos a la deriva y estamos perdidos.

Jesús viene a saciar esta hambre. En el evangelio de Juan leímos, la semana pasada, la multiplicación de los panes. Jesús enseñó cómo se puede paliar el hambre de pan, la pobreza y la carencia mediante la generosidad y el compartir. Bastan la inteligencia humana y la bondad de corazón para resolver esta hambre. Y parece que a muchas personas les es suficiente con esto. Como dice Jesús: «Me buscáis porque comisteis pan hasta saciaros». A veces buscamos a Dios, a Jesús, a cualquier líder político o religioso, porque nos da pan o consuelo. Resuelve nuestros problemas materiales y emocionales. Pero Jesús nos ofrece algo más.

Para vivir en plenitud no basta tener salud, dinero y afectos. Jesús habla de un alimento que perdura para la vida eterna, y esto es lo que él ha venido a traer. Jesús no vino al mundo para repartir panes y peces, aunque lo hizo. Su misión era, y es, otra.

Las gentes, desconcertadas, le van preguntando. ¿Qué tienen que hacer? Si ese pan viene de Dios, ¿qué nos pide que hagamos? La respuesta de Jesús es simple y rotunda: «Que creáis en el que ha enviado.» Es decir: confiad en mí.

De la curiosidad, las gentes pasan a la desconfianza. Bueno, ¿y tú quién eres para que creamos en ti? ¿Qué signos nos das? ¡Han comido panes hasta saciarse, y aún le piden señales! Cuando le hablan del maná del cielo, Jesús les aclara que no es Moisés quien les dio pan, sino su Padre celestial. Un buen aviso contra la idolatría de pastores, líderes o santos que pueden ser muy buenos, pero no son dioses. Todo bien, finalmente, nos llega de Dios, aunque sea a través de manos humanas.  

Las gentes comprenden. Quieren el pan de Dios. Y Jesús vuelve a sorprenderlas: «Yo soy el pan de vida». Yo soy el maná. Yo soy el que Dios os envía. Yo mismo. Por eso os digo: Creed en mí. Y más adelante dirá: comed de mí. Es decir, haceos parte de mi vida y convertid vuestra vida en un espejo de la mía. Seguid mis pasos. Haceos, como yo, hijos del Padre y obreros de su mies. ¿Puede haber propósito vital más hermoso y elevado? Aquí, nos dice Jesús, está la plenitud de la vida, el trabajo que perdura, el alimento de vida eterna.

Jesús es nuestro pan. No sólo para aliviar nuestras hambres humanas, sino para que nos convirtamos en verdaderos discípulos suyos y, después, apóstoles. Enviados por él como él fue enviado del Padre.

¿Lo comprendieron los judíos de su tiempo? Si seguimos leyendo el evangelio veremos que no. Los discípulos apenas atisbaron lo que quería decir Jesús. Tan solo un pequeño grupo continuó siéndole fiel. Pero bastaba esa pequeña semilla. En su momento fructificó, y hoy podemos tomar el pan del cielo cada domingo gracias a que unos pocos hombres y mujeres creyeron y cumplieron la obra de Dios.