18º Domingo Ordinario B
Evangelio: Juan 6, 24-35
Salud, dinero y amor. Nuestra vida parece girar en torno a estas tres grandes necesidades. El mercado, la publicidad, la prensa y hasta la economía giran a su alrededor. Parece que, si tenemos estas tres “bendiciones”, ya lo tenemos todo. ¿Acaso no es lo que todos buscamos?
Nuestro mundo está hambriento. Hay pobreza, hay crisis
económica y deuda; hay mucha enfermedad y miedo al dolor y a la muerte. Y en
cuanto al amor… este es el hambre más silencioso y terrible, que se traduce en
infinidad de patologías mentales y emocionales, en la pandemia de soledad,
depresión y angustia que azota nuestras sociedades. Sí, nuestro mundo está
hambriento de salud, de riqueza y de amor. ¿No es absurdo, cuando tenemos más
recursos, más ciencia y más conocimientos que nunca? ¿Acaso la historia humana
y milenios de civilización no nos han enseñado nada?
Hay un hambre todavía más profunda que estas tres. Hay una
necesidad más honda. Si no la saciamos, de nada sirve tener salud, dinero y
amor. Es el hambre de propósito, el hambre de sentido. El ser humano está hecho
para vivir por algo y para alguien. Si nuestra vida no tiene propósito,
navegamos a la deriva y estamos perdidos.
Jesús viene a saciar esta hambre. En el evangelio de Juan
leímos, la semana pasada, la multiplicación de los panes. Jesús enseñó cómo se
puede paliar el hambre de pan, la pobreza y la carencia mediante la generosidad
y el compartir. Bastan la inteligencia humana y la bondad de corazón para
resolver esta hambre. Y parece que a muchas personas les es suficiente con esto.
Como dice Jesús: «Me buscáis porque comisteis pan hasta saciaros». A veces
buscamos a Dios, a Jesús, a cualquier líder político o religioso, porque nos da
pan o consuelo. Resuelve nuestros problemas materiales y emocionales. Pero
Jesús nos ofrece algo más.
Para vivir en plenitud no basta tener salud, dinero y
afectos. Jesús habla de un alimento que perdura para la vida eterna, y esto es
lo que él ha venido a traer. Jesús no vino al mundo para repartir panes y
peces, aunque lo hizo. Su misión era, y es, otra.
Las gentes, desconcertadas, le van preguntando. ¿Qué tienen
que hacer? Si ese pan viene de Dios, ¿qué nos pide que hagamos? La respuesta de
Jesús es simple y rotunda: «Que creáis en el que ha enviado.» Es decir: confiad
en mí.
De la curiosidad, las gentes pasan a la desconfianza. Bueno,
¿y tú quién eres para que creamos en ti? ¿Qué signos nos das? ¡Han comido panes
hasta saciarse, y aún le piden señales! Cuando le hablan del maná del cielo,
Jesús les aclara que no es Moisés quien les dio pan, sino su Padre celestial.
Un buen aviso contra la idolatría de pastores, líderes o santos que pueden ser
muy buenos, pero no son dioses. Todo bien, finalmente, nos llega de Dios,
aunque sea a través de manos humanas.
Las gentes comprenden. Quieren el pan de Dios. Y Jesús
vuelve a sorprenderlas: «Yo soy el pan de vida». Yo soy el maná. Yo soy el que
Dios os envía. Yo mismo. Por eso os digo: Creed en mí. Y más adelante dirá: comed
de mí. Es decir, haceos parte de mi vida y convertid vuestra vida en un
espejo de la mía. Seguid mis pasos. Haceos, como yo, hijos del Padre y obreros
de su mies. ¿Puede haber propósito vital más hermoso y elevado? Aquí, nos dice
Jesús, está la plenitud de la vida, el trabajo que perdura, el alimento de vida
eterna.
Jesús es nuestro pan. No sólo para aliviar nuestras hambres
humanas, sino para que nos convirtamos en verdaderos discípulos suyos y,
después, apóstoles. Enviados por él como él fue enviado del Padre.
¿Lo comprendieron los judíos de su tiempo? Si seguimos leyendo el evangelio veremos que no. Los discípulos apenas atisbaron lo que quería decir Jesús. Tan solo un pequeño grupo continuó siéndole fiel. Pero bastaba esa pequeña semilla. En su momento fructificó, y hoy podemos tomar el pan del cielo cada domingo gracias a que unos pocos hombres y mujeres creyeron y cumplieron la obra de Dios.
1 comentario:
Pienso que algunos intentamos ser buena semilla para que fructifiqyue en los que nos sigan.
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