
—Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed.
Jn 6, 24-35
Del pan de harina Jesús pasa a otro pan que sacia un hambre mucho más profunda del ser humano: es el hambre de una vida plena, intensa, bella y con sentido. Esta hambre no puede ser saciada con pan amasado por manos humanas, sino por el mismo Dios.
Jesús les explica esto a las gentes que lo siguen, mostrándose, él mismo, como pan bajado del cielo. Sus interlocutores se muestran ansiosos y escépticos. “¿Qué signos vemos, para creer en ti?”. Parece asombroso que, después de contemplar la multiplicación de los panes y los peces, y después de verlo curar a tantos enfermos, estos hombres aún duden de Jesús. La desconfianza ciega sus ojos ante la evidencia.
Hoy suceden cosas similares. Tenemos muchas evidencias del amor de Dios y de su obra en el mundo, en la creación y en las personas. Pero no tenemos la mirada lo bastante limpia para verlo y, en cambio, nos centramos en las realidades del mal y pensamos que Dios está ausente, que nos abandona. San Agustín lo dijo hace muchos siglos, con palabras muy claras y actuales: “mejorad vuestras vidas y los tiempos serán mejores”. Dios no nos abandona, pero nos hace libres y responsables. La clave para que el mundo se transforme está en nosotros. Los prejuicios, la ignorancia o la pereza mental nos mantienen aletargados y nos impiden distinguir lo que salta a la vista.
Jesús habla con mucha firmeza: quien nos alimenta, quien nos sostiene, quien da un significado a nuestra vida, es Dios. Y él es su enviado, el que hace su voluntad. En su diálogo también nos deja entrever su fuerte unión con Padre y su vocación. Él es el pan que Dios envía a los hombres. Él se da a sí mismo, da su vida, para que otros puedan alimentarse. Este es el sentido genuino de la eucaristía. Y esta es, en el fondo, la vocación de todo cristiano.
Las palabras de Jesús son tremendas e invitan a meditarlas en nuestro interior: “El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed”.
De la misma manera, la persona que decide hacer de su vida una entrega a los demás, a imitación de Jesús, jamás pasará hambre y sed. Pero, antes, es preciso confiar y creer para poder ver el rostro de Dios y recibir su amor.
Quien se abre al amor de Dios para darlo a los demás es como el canal de una fuente, siempre lleno, siempre fluyendo. Nunca padecerá hambre, y a la vez estará alimentando a otros. Pero la fuente, no lo olvidemos, no está en nosotros mismos, limitados y frágiles, sino en Dios: “es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo”.