2018-09-20

La semilla de la guerra

25º Domingo Ordinario  - B

Sabiduría 2, 12. 17-20
Salmo 53
Santiago 3, 16 - 4. 3
Marcos 9, 30-37

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Las tres lecturas de hoy son muy agudas y nos hablan de la parte más oscura de la naturaleza humana. Todas, en el fondo, explican cuál es la raíz más profunda de las guerras y el mal que asola el mundo.
En la primera lectura, del libro de la Sabiduría, se nos presenta la forma de pensar de los magnates ante el profeta que denuncia verdades incómodas. Es una mentalidad de éxito y poder que, por desgracia, muchas personas comparten, no sólo las élites. Dicen: si esa persona es tan justa y buena, Dios la ayudará y tendrá una buena vida y un buen fin. Pero si las cosas le van mal, señal que Dios la ha abandonado, ¡no será tan buena!

Con esta idea se burlaron los judíos de Jesús, ante la cruz. Fueron capaces de gastar ironías e insultar a un hombre indefenso, torturado y agonizante. Podemos pensar que nosotros no somos así. Pero ¿qué pasa cuando vemos a alguien derrotado, injustamente acusado, perseguido, difamado e incluso encarcelado, y decimos: «Algo habrá hecho»? Asociar la bendición de Dios con el éxito puede ser un error. Los antiguos profetas lo tenían claro: cumplir su misión fielmente les traería el rechazo y hasta la muerte. Jesús lo tuvo claro y así lo transmitió a sus discípulos. Seguirle a él, cumplir la voluntad de Dios, no traerá el éxito inmediato, porque el mundo, aunque está sediento de él, es tan ciego que rechaza al mismo Dios; es tan inconsciente que mata al mismo amor.

Pero ¿dónde está la semilla de este mal? ¿De dónde proceden la violencia, la guerra, la injusticia y el rechazo al hombre bueno que dice la verdad?

La semilla del mal nace del orgullo y del querer ser más que los otros. Nace del afán de protagonismo y de poder sobre los demás. Ni siquiera los apóstoles se libraron de esto, y así lo vemos en el evangelio. Jesús está enseñando a sus amigos que el hijo del hombre padecerá y morirá… ¡y ellos pierden el tiempo discutiendo quién será el primero!

De ahí que Jesús los reprenda, tome a un niño y lo ponga como ejemplo. Un niño, hoy, es una personita mimada, con derechos y mucha protección. En aquel tiempo era casi nadie, sin voz ni voto, sin derechos, a merced de sus padres. Sólo tenía valor como futuro adulto y mano de obra casi gratis… Y Jesús elige a un niño como modelo: el pequeño, el último. También el que está abierto a crecer, el humilde que se deja querer y enseñar, el que no pretende pasar por delante de nadie. Un teólogo habló de la virtud de la «ultimidad». Santa Teresa insistía una y otra vez a sus monjas sobre este punto: humildad, humildad… Nada de pretender ser más que tus hermanos.

Sí, ahí está la raíz del mal, de las guerras, de la violencia. Incluso en medios muy laicos, hoy, se habla de esta tendencia humana. Dicen los psicólogos y los expertos en maltrato infantil y en violencia de género que en el origen de todo hay una creencia arraigada en el abusador y maltratador: se considera superior a su víctima y cree que puede utilizarla en su beneficio.

Santiago en su carta (segunda lectura) es clarísimo. Nos habla en un lenguaje muy directo: «¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, que luchan en vuestros miembros? Codiciáis y no tenéis; matáis, ardéis en envidia y no alcanzáis nada; os combatís y os hacéis la guerra. No tenéis, porque no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal, para dar satisfacción a vuestras pasiones». Estas pasiones no son deseos nobles ni aspiraciones de autorrealización, sino ambición de poder y supremacía sobre los demás. Son deseos desordenados, es decir, desbordados, salidos de su cauce, que pueden llegar a extremos peligrosos, olvidando el respeto al prójimo y pisoteando la libertad de los demás. De ahí vienen las guerras en familias, en grupos, en parroquias, en movimientos… y, a gran escala, las guerras entre naciones, etnias y pueblos. La violencia nace de ver al otro como un rival, un enemigo, una amenaza, un extraño. Cuando, en realidad, somos compañeros sobre este planeta, hermanos en la existencia, mucho más parecidos, en el fondo, de lo que creemos, con unos mismos deseos profundos, una misma hambre de amor y reconocimiento, y llamados a ser amigos.

No, lo más humano no es la guerra y la competencia feroz. Esto es natural, instintivo y animal. Y es verdad que las personas somos animales, con instintos y emociones muy potentes. Pero también somos racionales y espirituales, capaces de reconciliar intereses, de cooperar y de tener una visión de la realidad más amplia y más alta que el mero competir a ras de tierra. Podemos atisbar el valor de nuestras almas, podemos vernos formando parte de una gran familia y, por último, podemos vernos como hijos de un mismo Dios, «amigo de la vida», que desea nuestra felicidad y plenitud. Esto es ser plenamente humanos, y a esto estamos llamados. La guerra y la competición son un falso camino hacia el bienestar y la felicidad. La verdadera felicidad la encontramos no cuando «ganamos», sino cuando nos entregamos. Alcanzamos nuestra plenitud no cuando somos «más que» el otro, sino cuando nos sentimos hermanados y aprendemos el valor del servicio.

2018-09-13

La fe sin obras está muerta

24º Domingo Ordinario - B

Isaías 50, 5-9
Salmo 114
Santiago 2, 14-18
Mateo 8, 27-35

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Continuamos leyendo al apóstol Santiago en la segunda lectura. La de hoy es tan rotunda, tan clara y tan importante para los cristianos, que no podemos dejar de comentarla.

«¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar?»

El apóstol pone un ejemplo, algo que podemos vivir también hoy, que vemos tanta pobreza y necesidad a nuestro alrededor. Si tenemos fe en Dios pero no hacemos nada por socorrer al necesitado, ¡qué vacía y hueca es esta fe! Es como decir que amamos al Padre, pero ignoramos a nuestros hermanos. ¿Puede estar contento el padre cuando sus propios hijos son insolidarios entre ellos? ¿Qué mejor manera de amar a Dios que amándonos y cuidándonos unos a otros? Si realmente queremos a Dios como Padre, lo demostraremos queriendo lo que más quiere él, que son sus propios hijos.

Hay otras maneras de demostrar la fe verdadera con obras. En la primera lectura de hoy vemos un fragmento de uno de los llamados Cantos del Siervo del Señor, del profeta Isaías. El siervo, hombre que ha servido a Dios con su palabra y con su vida, se ve afrontando el rechazo, el desprecio y la burla de sus semejantes. Y, sin embargo, continúa firme en su misión. Es fácil tener fe cuando las cosas van bien, pero muchas personas pierden la fe cuando les sucede una desgracia, o cuando ser creyente supone ganarse el rechazo y los prejuicios de la sociedad. También es fácil tener una fe privada y cómoda, discreta, que no se atreve a anunciar a Dios ante el mundo. ¡Cuánto nos cuesta ser portadores de la buena nueva! La fe se revela en el coraje. Quienes perseveran en medio de las dificultades demuestran con su fidelidad que su fe va más allá de una ilusión. La auténtica fe se prueba en las tormentas.

La fe también se prueba en la cruz. En el evangelio encontramos un conocido episodio: Jesús pregunta a sus discípulos quién dice la gente que es… para, después, preguntarles directamente quién es él para ellos. Hoy también podríamos hacernos esta pregunta. ¿Quién es Jesús para nosotros? No valen las respuestas aprendidas del catecismo, de nuestras lecturas, de lo que nos han enseñado… ¿Qué significa, de verdad, Jesús en nuestra vida?

La respuesta de Pedro está inspirada por la fe, un regalo de Dios. Pedro cree que Jesús es el Hijo de Dios, su enviado, su ungido. Pero la fe de Pedro es aún débil. Es una fe marcada por el éxito: Jesús es un maestro reconocido y admirado por sus predicaciones y sus milagros. Todo parece ir sobre ruedas y ellos, los discípulos, son abanderados de un líder triunfante. ¡Qué poco imaginan lo que sucederá en Jerusalén!

Por eso Jesús les quita el velo de los ojos. «El hijo del hombre tiene que padecer mucho… ¡Quita de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!»

Son palabras duras, pero realistas. Sí, es fácil tener fe en Jesús en medio del éxito. Pero ¿y ante el fracaso? ¿Mantendrán su fe ante la persecución, ante la tortura, ante la muerte? Decimos que es humano buscar el éxito y huir del dolor. Pensar como los hombres es lógico. Pero los cristianos estamos llamados a algo más: a pensar como Dios. Y pensar como Dios es mantenerse fiel en medio de la borrasca, cuando parece que no hay motivos para creer; es fiarse cuando no se ven razones para confiar; es esperar contra toda esperanza. Como decía san Juan de la Cruz, la auténtica fe es creer en la noche, sin tener evidencias, a oscuras. Claro que sabemos que al final vendrá la alborada. Jesús también avisó a sus discípulos que, tras la muerte, resucitaría. Pero en aquel momento no pudieron entenderlo. Tampoco lo entendieron en las horas de la Pasión, cuando todos huyeron acobardados y aquel Pedro, que había confesado su divinidad, lo negó tres veces.

Es hermoso y duro admitir que nuestra Iglesia se sustenta sobre pilares tan frágiles… Tan vulnerables y movedizos como nosotros mismos, ¡tan humanos!, pero sobre una piedra angular firme, que es Jesús, y que nadie podrá abatir.

¿Qué podemos hacer hoy, para fortalecer nuestra fe? Alimentarla con obras, como nos exhorta el apóstol Santiago. La fe como sentimiento es voluble; como idea sola es fría. Si la llenamos de buenas obras, de compasión, de atención al pobre, de generosidad, entonces le daremos corazón a la fe. Será una fe viva y con cuerpo. Pondremos nuestra vida real, de cada día, en armonía con lo que creemos. ¿Cuesta hacerlo? Tenemos el mejor alimento, el mejor motivador, que cada semana nos espera en la eucaristía para fortalecernos e inspirarnos. ¡No le fallemos!

2018-09-07

No juntéis la fe y el favoritismo

23º Domingo Ordinario - B

Isaías 35, 4-7
Salmo 145
Santiago 2, 1-5
Marcos 7, 31-37

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La primera lectura de hoy, del profeta Isaías, y el evangelio, de la curación de un sordo, nos hablan de la liberación que trae Dios. Los milagros de Jesús son llamados «signos» porque no son meros prodigios, ni favores que Jesús hace a la gente para que lo sigan, sino señales que el reino de Dios ha llegado. Dios ama la salud, la alegría, la fuerza, la vitalidad. Dios quiere que nuestra vida sea completa y digna, y esto es lo que resaltan tanto el profeta como Jesús. Ahora bien, para que Dios obre el milagro es necesario que se dé lo que Jesús grita ante el sordo: ¡Ábrete!


El cielo se abre… pero ¿seremos nosotros capaces de abrir nuestro corazón para que nuestra vida quede transformada? Muchas personas no son ciegas, ni sordas, ni cojas, pero sufren otro tipo de enfermedades, otras cegueras y otras sorderas. Muchos de nosotros, cristianos, somos mudos a la hora de evangelizar, sordos a la hora de cambiar o de escuchar lo que no nos gusta oír, ciegos a la hora de mirar lo que nos molesta. ¡Vivimos atados por tantos miedos! Muchos de ellos imaginarios.
Dios nos libera de todos. Como dice Isaías: «Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona y os salvará». ¿Quién sino él puede convertir en un jardín el yermo árido que a menudo es nuestro corazón?

Quisiera centrarme ahora en la segunda lectura, del apóstol Santiago. Santiago el Menor, pariente de Jesús y cabeza de la comunidad de Jerusalén, escribe teniendo muy en cuenta la convivencia del día a día en la familia cristiana, y sus cartas están llenas de consejos prácticos y muy profundos, arraigados en la enseñanza de Jesús. Son de total actualidad para las comunidades y parroquias de hoy.

Santiago dice: «No juntéis la fe en nuestro Señor Jesucristo con el favoritismo». ¡Cuántas veces caemos en esto! Pensamos que por ser creyentes y practicantes somos algo así como elegidos, privilegiados por Dios. Y nos fiamos demasiado de las apariencias. Nos encantan las personas bien vestidas, con empaque, elegantes y que aparentan una gran dignidad. Es normal que sea así, porque la belleza siempre es atrayente. Cómo nos gusta ver nuestras iglesias llenas de personas bien vestidas e incluso adineradas. En cambio, los pobres, los que piden a la puerta, los que gritan por la calle, los que vienen a nuestros comedores sociales o a recoger bocadillos solidarios… ¡Cómo nos molestan! Como mucho, les damos una moneda, o algo de comer, y nos alejamos en seguida; queremos que desaparezcan pronto de nuestra vista. Tampoco nos gustan las gentes con poca formación, los que piensan diferente, e incluso a veces manifestamos prejuicios y rechazo hacia los que vienen de afuera, los inmigrantes, los extranjeros, los que no «son de los nuestros».

Todas estas actitudes son impropias de un seguidor de Cristo, porque, como señala el apóstol, Jesús vino a mostrar que Dios tiene una especial predilección por los pobres: «Si hacéis eso, ¿no sois inconsecuentes y juzgáis con criterios malos? … ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman?»

Jesús dedicó toda su vida a evangelizar, no a los ricos, ni a los personajes influyentes, a lo que hoy podríamos decir el mundo de la cultura, de la política, de la economía o del pensamiento.  Jesús no se movió entre las élites, las que tenían poder para cambiar el sistema. No se codeó con las altas esferas religiosas ni quiso convertirse en un gurú mediático. Jesús gastó casi toda su vida viviendo en una diminuta aldea, como obrero artesano. Luego pasó unos pocos años, apenas tres, predicando, enseñando y curando a las masas de gentes sencillas de Galilea, y después de Judea y Jerusalén. Jesús no se dirigió a la «gente guapa», a la jet set o a los influencers. Se quedó con el pueblo llano, el que los ricos y poderosos despreciaban y al que consideraban un hatajo de ignorantes y pecadores. Pensemos en los grupos sociales más denigrados hoy: si Jesús viniera ahora, posiblemente iría con ellos. Y los feligreses de misa dominical quizás nos escandalizaríamos, igual que los fariseos de hace dos mil años.

No juntéis vuestra fe y el favoritismo, nos recuerda Santiago. Si queremos ser fieles a Jesús, juntémonos, como lo hizo él, con los que no son favoritos de nadie. Estemos a su lado. Seamos para ellos buena noticia, apoyo, amigos. «Prefiramos» a los que nadie quiere, porque estos son los predilectos de Dios.

2018-08-31

La verdadera religión

22º Domingo Ordinario - B

Deuteronomio, 4, 1-8
Salmo 14
Santiago 1, 17-27
Marcos 7, 1-23 

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Las tres lecturas de este domingo nos hablan de la ley de Dios. En palabras de hoy podríamos decir que nos hablan de la verdadera religión. ¿En qué consiste?

Desde un punto de vista humano, la religión es un sistema de creencias, rituales y costumbres que nos acerca a Dios, y que modela nuestra vida. Las religiones han aportado mucha riqueza a las culturas humanas, pero también han sido utilizadas como instrumento de dominación, poder e incluso como argumento para iniciar guerras y persecuciones. Algunos teólogos afirman que los filósofos ateos tienen razón al criticar el hecho religioso, y que el cristianismo, en realidad, no es una «religión», sino una experiencia de unión con Cristo.

Si contemplamos la religión como un sistema moral esclavizador, realmente Jesús vino a romper las cadenas que atan al ser humano. Su mensaje fue revolucionario. Jesús no vino a fundar ninguna religión, sino a traer el reino de Dios. Este reino es un reino de libertad, de amor, de alegría, y la Iglesia es la familia de los que intentamos vivir ese reino en la tierra. Pero toda experiencia con Dios, al compartirse en comunidad, acaba revistiéndose de normas y costumbres. Esto, de entrada, no es negativo, porque el ser humano necesita ritos, repeticiones y hábitos. Pero puede ser contraproducente si se utiliza como una forma de controlar y manipular a las personas. Cierta forma de vivir la religión puede convertirse en lo contrario que debería ser: en vez de acercarnos a Dios, nos aleja; en vez de liberarnos, nos oprime; en vez de hacernos crecer, nos mutila espiritualmente.

Es fácil para las personas caer en estos extremos, y más cuando algunos grupos influyentes se apoderan de la religión y la instauran a su manera. Jesús,  a lo largo de su vida, se enfrentó continuamente con estos grupos. Fueron ellos, al final, quienes lo mataron. Los líderes religiosos de Israel no pudieron soportar a un Dios liberador, misericordioso y bueno, que echaba por tierra su religiosidad estricta, exigente y juzgadora. Tenían que quitarlo de en medio, y lo hicieron.

Por supuesto, Dios respondió con algo inesperado: una resurrección y una vida nueva, que se abre a todos los que creen en él y se adhieren a él. Ni la muerte pudo detener la fuerza del amor.

La segunda lectura de hoy es del apóstol Santiago, que tanto insistía en vivir una fe coherente que se expresa en las obras. Santiago explica en qué consiste la verdadera religión, la que ama Dios. No es complicada, pero tampoco es fácil, porque pide mucho más que cumplir unas normas y preceptos. La voluntad de Dios es que amemos, y esto se concreta en gestos muy cotidianos y precisos: «visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo», dice Pablo. El Deuteronomio (primera lectura) también habla de la ley de Dios, que se concreta en los mandamientos, una ley justa que prescribe el amor a los padres, la honradez con los semejantes, la compasión y la atención a los necesitados, la eliminación de la codicia y las envidias homicidas.

Muchos profetas en la antigüedad hablaron en este sentido: Dios no quiere sacrificios, ni largas plegarias, ni ritos espectaculares. Dios quiere justicia, Dios quiere amor al prójimo, Dios quiere compasión. Esto pasa incluso por encima de la fe, como explica Jesús en su parábola del juicio final. Una persona que no crea pero que practique la caridad y la justicia es agradable a los ojos de Dios y tendrá un lugar en su reino. Una persona creyente, practicante, pero que no haya ejercido la caridad ni la generosidad con sus semejantes, no hallará sitio junto a Dios, porque el amor no ha anidado en su corazón. No podrá ser feliz en un cielo que acepta a todos, que acoge a todos y que pide la entrega total de uno mismo, sin reservas, con entera libertad. Al igual que el hermano mayor de la parábola del hijo pródigo, los practicantes estrictos de la religión, que juzgan a los demás, no encajarán en un cielo que perdona a todos y olvida las faltas. No estarán a gusto junto a un Dios tan misericordioso.

Pero ¿será posible salvarse?, pueden pensar muchos. Es tan difícil practicar la caridad… Santiago, como el autor deuteronómico, nos dice que el amor y la misericordia no son algo extraño a nuestra naturaleza. En el fondo, todos lo tenemos dentro, como semilla latente. Y cuando se nos ha predicado o enseñado, esa semilla pide crecer: «Aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros», dice el apóstol. Dócilmente: esa es la clave. Dejad crecer en vosotros esa semilla de amor, y actuaréis según lo que sois: hijos de Dios, semejantes a él y capaces de amar como él. Dejemos que el amor, la generosidad, la compasión, que tanto parece que nos cuestan, broten de nuestro interior. Despertemos esa semilla. Recemos y pidamos a Dios que la haga fructificar en nosotros. Y empezaremos a vivir en la tierra como en el cielo. Empezaremos a hacer realidad el reino de Dios. Esta es la verdadera religión que seguimos.

2018-08-24

Es un misterio muy grande...

21º Domingo Ordinario - B

Josué 24, 1-18
Salmo 33
Efesios 5, 21-32
Juan 6, 60-69

La lectura de San Pablo de este domingo no pasa nunca desapercibida. «Las mujeres, que se sometan a sus maridos…» Es uno de los textos más controvertidos que han desatado mucha polémica en el último siglo, sobre todo a raíz de la expansión del feminismo y de la igualdad de género. El texto leído sin profundizar en su contexto puede indignar incluso a muchas mujeres cristianas. Pero no podemos leer ningún escrito de la Biblia de forma superficial, y sin tener en cuenta su trasfondo histórico y religioso.

Además, esta lectura de hoy aparece acompañada de otras dos que, aparentemente, no tienen nada que ver. Y, sin embargo, las tres están muy relacionadas y en el fondo nos están transmitiendo un mismo mensaje. ¿Cómo relacionarlas? Vamos a intentar comprenderlas y ver cómo las tres nos aportan tres enfoques sobre una misma realidad: la primacía de Dios en nuestra vida y una llamada urgente a reconciliarnos con él y a unirnos con él. En su amor nuestra vida se reconstruye y todo cobra sentido.

La primera lectura es del libro de Josué, y es un episodio muy conocido. Tras el éxodo por el desierto, Josué insta a los hebreos a decidir a qué dios quieren adorar. ¿Adorarán a los dioses de los otros pueblos, entre los que han estado viviendo? ¿O adorarán al único Dios, que los sacó de Egipto y los ha acompañado y apoyado siempre? Él y su familia lo tienen claro: sólo a Dios servirán.

El evangelio nos relata el choque de Jesús con los judíos incrédulos. Tras el discurso del pan, en el que Jesús se presenta como alimento, muchos se quedan desconcertados y lo abandonan. No pueden entenderlo. No pueden comprender que la relación con Dios, y con Jesús, sólo puede captarse desde el amor, un amor de unión que se expresa en este «comer de mi cuerpo», en este pan que da vida eterna.

Adorar sólo a Dios. Unirse a Dios con todo nuestro ser, cuerpo y alma, hasta «comerlo» y dejar que él habite en nosotros. Exclusividad y amor. Entre estas dos lecturas, san Pablo nos habla de una relación humana que tiene mucho que ver con ambas: el matrimonio.

El matrimonio entraña exclusividad con una persona y entrega fiel y constante hasta la muerte… y más allá. Este amor poderoso que une a los matrimonios fieles es una bella imagen del amor de Dios a la humanidad, o el amor de Cristo por su Iglesia. «Es un misterio muy grande», dice san Pablo. ¿Cómo entender, cómo definir el amor? El amor, realmente, es un misterio que nos envuelve. Es un misterio inabarcable, pero a la vez íntimo, porque todos lo llevamos dentro y todos tenemos la capacidad para experimentarlo.

Pablo nos habla del matrimonio, pero su verdadero tema es el mismo de Josué, el mismo de Jesús: el tema al que quiere llegar Pablo es el amor de Dios por nosotros. Y para ello utiliza una imagen muy querida por los autores bíblicos, la del matrimonio. Al igual que otros profetas, Pablo compara a Dios con el esposo y a la Iglesia con la esposa. Y para definir una relación ideal se basa en el ideal del matrimonio de aquella época, dentro de lo que era normal en la cultura mediterránea, donde el marido era el padre y jefe de familia.

No obstante, Pablo se sale del patriarcalismo autoritario de su tiempo en un aspecto crucial. Aunque habla de la sumisión de la esposa al esposo, todavía hace más hincapié en la entrega del esposo a la esposa. Una entrega que llega hasta dar la muerte. Leamos despacio sus palabras. «Maridos amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia. Él se entregó a sí mismo por ella para consagrarla…», «Así también deben amar los maridos a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. Amar a su mujer es amarse a sí mismo».

Seguramente muchos esposos de su entorno fruncirían el ceño ante tanta exigencia de amor. ¿Amar a la mujer como a sí mismo? ¿Entregarse por ella?  ¿Hacerla sagrada, gloriosa, santa? Este amor termina por equiparar la esposa al esposo, igualándola en dignidad. Esto es lo que Cristo hace con nosotros: nos «diviniza», dándonos una vida eterna, como la suya. Esto es lo que el buen esposo hace con la esposa: le da todo cuanto tiene para hacerla igual de digna que él. Hoy nos cuesta entenderlo, pero esto, en aquellos tiempos, era auténticamente revolucionario.

Una última palabra sobre la «sumisión». Podríamos enlazar esta sumisión u obediencia con las palabras de María en la anunciación. «He aquí la esclava del Señor…» Sumisión aquí no significa esclavitud, sino apertura, recepción, aceptación del amor de Dios. Hoy podríamos leer esta expresión como la de una persona que se abre al don del amor y se deja transformar por él. En vez de sumisión podemos leer acogida, humildad para dejarnos amar por Dios, porosidad y suavidad de alma para abrirnos a sus dones, docilidad para dejarnos guiar por él. 

Pero es que, además, san Pablo dice «Someteos unos a otros». Es decir, que el esposo, amando, también se somete a la esposa. Y esto es lo que Jesús hizo, lavando los pies a sus discípulos, sometiéndose a nosotros para dar su vida en la cruz. ¡Dios mismo se arrodilla y se somete a su criatura!

Este es el auténtico mensaje de Pablo, de Josué y de Cristo: dejaos amar por Dios. Dejad que él os haga florecer. Dejad que su amor os llene de vida. No os disperséis con otros ídolos falsos, ni os encerréis en el egoísmo. Dios se nos da: Cristo es su pan. Dejémonos alimentar por él, y viviremos como nunca soñamos vivir.

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2018-08-18

Fijaos bien cómo andáis

20º Domingo Ordinario - B

Proverbios 9, 1-6
Salmo 33
Efesios 5, 15-20
Juan 6, 51-58

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Comer el pan de Cristo


El evangelio de hoy continúa el discurso de Jesús sobre el pan. Cuando la gente se extraña y se pregunta cómo va a ser él pan para que lo coman, Jesús no afloja en su afirmación, no transige ni dice que está hablando en plan simbólico. Al revés, afirma con mayor fuerza que su cuerpo es verdadero alimento, y que quien no come su carne y no bebe su sangre no tendrá vida. Todavía va más allá: quien come de su carne habita en él. ¿Cómo podemos entender esto hoy, que somos tan duros de cabeza y de corazón como los judíos de hace dos mil años?

Comer a Jesús es hacer nuestra su vida. Habitar en Jesús, y que Jesús habite en nosotros, es una unión tan completa que ambos nos fusionamos. Como diría san Pablo, ya no soy yo sino Cristo quien vive en mí. Sólo los enamorados y aquellos que se aman profunda, apasionadamente, pueden entender este lenguaje. Jesús está hablando el lenguaje del amor en medio de un mundo frío y desamorado, por eso no lo entienden. Los amantes, ¡claro que entienden lo que significa «comerse» el uno al otro!

Es una unidad tal que lo que es de uno es del otro; lo que hace uno lo hace el otro; ambos hablan el mismo lenguaje… Cuando aprendamos a recibir a Jesús con amor, comprendiendo cómo nos ama él, empezaremos a entender mejor qué significa «comer a Dios», empezaremos a asimilar su alimento y este nos transformará desde adentro, igual que una comida sana nos regenera y nos cura por dentro.

¿Qué consecuencias tiene esto para nosotros, que comulgamos cada domingo? Parece que no tenemos problemas en creer que estamos comiendo el cuerpo de Cristo, pero ¿por qué este alimento supremo nos hace tan poco efecto? ¿Cómo es posible que no nos transforme y nos mejore más? ¿Qué hay en nosotros que no lo asimilamos? Quizás, al igual que ocurre con el intestino dañado, que no absorbe los nutrientes, nuestra alma también está deteriorada o tan obstruida que no podemos absorber a Cristo, que viene a alimentarnos con su gracia y su amor. ¿Cómo podremos curarnos?

Cómo vivirlo


San Pablo en la lectura de hoy nos da unos valiosos consejos muy prácticos. «Fijaos bien cómo andáis», empieza diciendo. Ahora está de moda el llamado «mindfulness» o consciencia plena. Muchas personas hacen talleres, seminarios y retiros para aprender esta disciplina milenaria que no es más que ser consciente, aquí y ahora, del momento presente, saboreándolo al máximo, sin prisas, con los seis sentidos bien despiertos. Pues bien, San Pablo hace dos mil años ya predicaba algo así. «Fijaos bien», dice. Es decir, sed conscientes de cómo estáis viviendo y de qué tiempos estamos viviendo. Miraos a vosotros mismos y mirad a vuestro alrededor. ¿Cómo elegimos vivir? Sabiendo lo que sabemos, teniendo a Cristo como alimento, ¿vamos a vivir como todo el mundo, arrastrados por crisis, problemas y avatares políticos y económicos? ¡Los cristianos no podemos caer en esto!

«No estéis aturdidos», dice Pablo. Muchos de nosotros vivimos aturdidos, abrumados y atolondrados por la prisa, el exceso de cosas que hacer, que comprar, que atender… Las nuevas tecnologías no han hecho más que aumentar esta bruma mental. Nos llueven mensajes e impactos informativos de todas partes, nos enganchamos a las pantallas y no paramos de pensar, decir, contestar… Al final, ya no sabemos ni lo que hacemos ni por qué. Pablo habla de no embriagarse con vino. Podríamos hablar de vino, o de cualquier otra adicción que nos enganche, ¡y hay tantas! Toda sustancia, comida, distracción o actividad que nos ata, nos está arrastrando y llevando al libertinaje, es decir, hacernos creer que somos libres cuando somos más esclavos que nunca de nuestra dependencia y adicción. ¡Necesitamos ayuda!

Y, claro, una persona tan aturdida y llena de adicciones no tiene espacio en su alma para el Espíritu Santo. No tiene espacio para el amor, para la escucha, para la gratitud… Siempre quiere más y siempre le falta algo. Pierde la lucidez y la perspectiva. Se encierra en sí misma y en sus problemas, y deja de ver a los demás. También pierde u olvida la presencia de Dios en su vida.

«Dejaos llenar del Espíritu», dice Pablo. Para dejarse llenar antes hay que vaciarse. Parar, detenerse en medio del frenesí diario y hacer silencio, externo e interno, es una buena medicina para el alma, y un buen medio para cambiar nuestra forma de vivir. Primero, silencio y vacío…

Pero, después, cuando poco a poco el agua viva de Dios nos va llenando, dejemos también que surja el cántico. Del silencio surgen la alabanza, la gratitud, el gozo exultante, porque nos sabemos y nos sentimos amados infinitamente. «Dad siempre gracias a Dios Padre por todo», continúa Pablo. Una oración de sincero agradecimiento es milagrosa, porque implica reconocer lo que Dios hace por nosotros y, además, aceptar su amor. Y esto sí que puede cambiar nuestra vida, más que cualquier otra técnica mental o práctica voluntarista. 

Vivir atentos, liberarnos de adicciones, hacer silencio, orar con gratitud y alabanza: he aquí un camino de cinco pasos que San Pablo nos propone para transformarnos y llegar a vivir con plenitud nuestro ser hijos amados de Dios.


2018-08-10

No entristezcáis al Espíritu Santo

19º Domingo Ordinario - B

1 Reyes 19, 4-8
Salmo 33
Efesios 4, 30 - 5, 2
Juan 6, 41-51

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La primera lectura de hoy y el evangelio de hoy continúan centradas en torno al pan. Pan como alimento, pan como vida. En la primera leemos cómo el profeta Elías, cansado y desanimado, obligado a huir por la persecución de los reyes, llega al desierto y quiere morir. El deseo de morir es natural cuando la persona ya no tiene fuerzas y puede ser muy comprensible desde el punto de vista psicológico. Pero a veces basta un poco de alimento y saberse apoyado para que la tristeza se supere. Dios lo sabe, conoce nuestras debilidades y flaquezas y envía su ayuda a Elías. Levántate y come, le dice. No se trata de un alimento simbólico, sino muy real. Y levantarse es más que ponerse de pie: es ponerse en camino. Dios nos llama a caminar con él, pero nunca nos pide más de lo que podemos y él mismo nos da el alimento y las fuerzas necesarias. ¡No lo dudemos!

En el evangelio, Jesús afronta las críticas de los judíos que no creen en él y no entienden su discurso sobre el pan del cielo. ¿Por qué dice tales cosas?, se preguntan. ¿Quién se ha creído que es? Jesús les responde sin echarse para atrás y con rotundidad. Sabe que, para quien no quiere creer, ni siquiera todos los milagros del mundo podrán convencerlo. No verá, no entenderá nada. En cambio, quien esté abierto al Espíritu de Dios, lo comprenderá todo sin demasiadas explicaciones. Jesús añade que él es el pan del cielo. Al igual que su alimento es hacer la voluntad del Padre, el nuestro es imitar al Hijo, hacer nuestra su vida. Comer pan nos da energía física para vivir; seguir a Jesús nos da la energía espiritual para que nuestra vida tenga sentido y nunca sintamos, como Elías, que queremos morirnos, o que ya estamos medio muertos en vida. Lo que nos hará vivir es el amor, y en esto, Jesús es el mejor maestro.

Pablo nos habla del Espíritu Santo en un texto breve pero muy hermoso. «No pongáis triste al Espíritu Santo», dice. Dios os ha marcado con él, con su fuego, para liberaros. ¡Ya sois libres! Pero ¿libres para qué? Para amar, para perdonar, para servir. Imitar a Cristo, que nos parece tan heroico e inalcanzable, no es algo ajeno a nuestra naturaleza. Imitar a Cristo es lo más humano que hay, porque todo nuestro ser, desde nuestro cuerpo hasta nuestra alma, está hecho para el amor. Amando nos realizamos, nos completamos, crecemos y alcanzamos la dicha. «Vivid en el amor como Cristo os amó», dice san Pablo. Si no amamos, estaremos apagando ese soplo de Dios que late en nosotros. Sin amor, dejándonos llevar por las críticas, el resentimiento y las divisiones, apagaremos el fuego del Espíritu Santo, lo entristeceremos. No permitamos que esto ocurra. Que en el hogar de nuestra morada interior siempre arda su fuego. Así viviremos de verdad.

2018-08-02

Renovaos por dentro

18º Domingo Ordinario - B

Éxodo 16, 2-15
Salmo 77
Efesios 4, 17-24
Juan 6, 24-35

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Tras leer la multiplicación de los panes, la lectura de hoy es como una contrarréplica del milagro. La gente ha quedado entusiasmada y busca a Jesús. Esta vez Jesús no les dará de comer pan, pero les va a dar otro alimento: una lección profunda sobre lo que necesitan de verdad si quieren vivir de manera nueva.

Jesús da un toque de atención a la gente. Es muy realista y conoce bien la naturaleza humana: Vosotros no venís por mi palabra, sino porque habéis comido hasta hartaros, les dice. Con esto, Jesús recuerda la primera tentación del desierto: convertir las piedras en pan. Es una tentación de la Iglesia reducir su acción a dar comida a los pobres y a llenar barrigas. Sí, el pan es necesario, y vemos que Dios es el primero que se apresura a darnos comida. Pero eso no lo es todo. No sólo de pan vive el hombre. Si queréis una vida plena, que valga la pena, hace falta algo más. La Iglesia no puede limitarse a dar de comer, y eso el papa Francisco lo recalca a menudo. No somos una ONG más.

Las gentes, que escuchan a Jesús, preguntan. Entonces, ¿qué pan necesitamos para vivir? Jesús les va enseñando paso a paso, respondiendo a sus preguntas. Hacer la voluntad de Dios es su alimento, y también es el alimento para todos nosotros. ¿Por qué? Porque la voluntad de Dios, en el fondo, es que todos vivamos en plenitud, floreciendo y dando lo máximo de nosotros mismos, como lo hizo Jesús.

Pero a las gentes no se les puede andar con filosofías. Cuando le preguntan a Jesús que deben hacer, él es muy claro: Creed en mí. Creed en aquel que envía el Padre. Y creer no sólo es creer, sino confiar, prestar atención, imitar y seguir. Creer en Jesús es querer vivir como él, haciendo lo que él hacía. Esto es tomar a Jesús como pan: hacer nuestra su vida. Quien sigue los pasos de Jesús camina hacia la vida plena.

San Pablo en su carta a los Efesios lo explica con otras palabras, que quizás nos resulten más modernas. Renovaos por dentro. Jesús está con nosotros. Lo conocemos, lo tomamos cada domingo, ¿cómo es posible que esto no nos cambie? ¿Cómo podemos vivir igual que la gente no creyente, preocupados por las mismas cosas, estresados y afanándonos por lo mismo? ¿Cómo es posible que nuestra vida siga girando en torno al dinero, el trabajo, el éxito, el consumismo, el miedo, la angustia por el futuro? ¿Es que no creemos en Jesús? ¿No nos hemos tomado en serio el vivir como él, amando, dándolo todo, confiando totalmente en la bondad del Padre? ¿Dónde está el centro de nuestra vida?

Renovaos en mente y en espíritu, dice Pablo, y vuestra vida será nueva. Todos nosotros llegamos a una edad en que nos sentimos cansados, gastados, desanimados. Envejecemos, por fuera y por dentro. El cuerpo puede deteriorarse… pero nuestra alma, si está llena de Cristo, ¡no puede arrugarse! No puede secarse ni encogerse. No puede dejar de crecer. Revestíos de vuestra nueva naturaleza, dice Pablo. ¡Sois cristianos, ungidos, amados, alimentados de Dios! Si comemos a Cristo, él forma parte de nosotros. ¿Cómo podemos seguir con las mismas obsesiones y atascos de siempre? Somos nuevos. Deberíamos serlo. Dejémonos renovar. Cada domingo Dios nos envía su maná, su mejor pan, su propio Hijo. Comemos a Dios. Hagamos porosa nuestra alma para que podamos asimilar su vida. Y no tenemos que hacer más: creer, confiar, abrirnos a su amor. Él nos renovará.

2018-07-27

El secreto es la unidad

17º Domingo Ordinario  - B

2 Reyes 4, 42-44
Salmo 144
Efesios 4, 1-6
Mateo 5, 1-15

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Las lecturas de este domingo nos remiten a un viejo problema que azota la humanidad: el hambre. El profeta Eliseo multiplica unos panes de cebada que le regalan y con ellos alimenta a la gente. Jesús, en el campo, pide a sus discípulos que den de comer a la multitud que le sigue. De cinco panes, comen cinco mil personas, tras una multiplicación milagrosa.

¿Qué enseñanza podemos extraer de estas lecturas, más allá del milagro o el prodigio?

El hambre y la pobreza son realidades molestas que nos recuerdan continuamente que el ser humano tiene necesidades, y que no siempre quedan cubiertas. En muchos, el miedo a la escasez es un poderoso motivador a la hora de trabajar, ahorrar y tomar decisiones. Cuántos de nosotros, aunque no hayamos pasado hambre acuciante, actuamos con este criterio. Nos asusta no tener, no poder comer, no disponer de lo suficiente… porque la carencia significa pena, dolor y, en último extremo, muerte.

Los milagros de la multiplicación de los panes muestran una cosa muy clara: la voluntad de Dios no es que el hombre pase hambre, jamás. Dios quiere que tengamos todo cuanto necesitamos, y que incluso nos sobre un poco. La providencia nunca es tacaña ni corta de miras, sino espléndida.

Ahora bien, en el mundo real, ¿es esto posible? ¿Es posible que nuestro planeta pueda alimentar a los siete millones de habitantes que vivimos sobre la tierra? ¿Hay suficiente para todos?

No faltan expertos que dicen que en el mundo somos demasiados y que el crecimiento demográfico hace mucho tiempo que se hizo insostenible. La conclusión es tremenda. Si en el mundo sobramos personas… ¿qué hacer? ¿De qué manera se eliminan a los sobrantes? ¿Cómo obtener recursos para alimentar a los que ya estamos? Por otra parte, tampoco faltan expertos que nos dicen: Sí, nuestro planeta tiene una enorme capacidad y, hoy, está produciendo comida para alimentar no a siete, sino a diez mil millones de personas. Hay suficiente para todos. Pero entonces, ¿qué pasa? ¿Por qué cada año mueren setecientos millones de personas de hambre, mientras que mil millones mueren enfermas de sobrealimentación?

El problema también está claro desde hace mucho tiempo: no se reparten bien los recursos. La riqueza está mal distribuida, hay enormes desequilibrios entre unas zonas y otras, entre unos grupos humanos y otros. No es aceptable que el ochenta por cien de la riqueza mundial esté en manos del diez por cien de los habitantes. ¿Cómo se pueden corregir estas desigualdades? Los organismos internacionales y las leyes han demostrado ser ineficientes. Son buenos para diagnosticar, pero muy poco eficaces a la hora de curar esta lacra. ¿Qué nos falta?

San Pablo, en su breve fragmento de hoy, nos da una clave. El mundo está mal organizado porque falta unidad. No nos sentimos hermanos unos de otros y acabamos peleando por lo que consideramos que «es nuestro». No sentimos que el hambre de un africano es mi hambre; que la necesidad que mueve a un emigrante es mi necesidad; que la pobreza de mi vecino es mi pobreza, aunque yo no tenga la culpa; que el dolor del refugiado es mi dolor. El otro, por diferente, extraño u hostil que me parezca, es otro hijo de Dios. Es mi hermano. El corazón de Jesús se conmovía al ver a las gentes perdidas, hambrientas y desorientadas. ¿No se conmueve nuestro corazón al ver las masas de pobres, desplazados o migrantes? A veces parece que es al revés: nos molesta ver tanta miseria, despotricamos de los gobiernos porque no controlan la situación y rechazamos al pobre que viene, mostrando nuestro corazón más duro e inflexible.

Necesitamos, como dice san Pablo, sentir esa unidad. Necesitamos abrirnos al Espíritu de Dios, que es espíritu tierno, de amor, de paz. Necesitamos latir como un solo corazón. Especialmente si nos llamamos cristianos, hemos de sentirnos hermanos de todo hombre y mujer, sea o no creyente, comparta o no nuestras ideas o cultura. Porque cristiano, finalmente, quiere decir amado de Dios. ¿No lo somos todos? Y católico quiere decir universal, ¿nos lo creemos de verdad?

Dios Padre, dice Pablo, «lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo». Todo el mundo está acogido en el seno inmenso y amoroso de Dios. Por eso, cualquier injusticia, cualquier discriminación o carencia que alguien sufra en el mundo, es una herida en el corazón de Dios. Él nos ha hecho libres y se deja herir… ¡no lo hagamos sufrir! El secreto para que los panes se multipliquen y haya suficiente para todos es este: el secreto es la unidad.

2018-07-20

Él es nuestra paz

16º Domingo Ordinario - B

Jeremías 23, 1-6
Salmo 22
Efesios 2, 13-18
Marcos 6, 30-34

En este domingo las lecturas nos hablan del importante papel del buen pastor. Jeremías clama contra los malos pastores, que en vez de guiar el pueblo lo desorientan y lo llevan a la perdición. Y avisa que Dios acabará enviando a un buen guía que «reinará como rey prudente, hará justicia y derecho en la tierra».

El evangelio nos habla de Jesús y sus discípulos. Vienen de predicar, expulsar demonios y sanar a muchos enfermos. ¡Están agotados! Y Jesús se los lleva a descansar. Pero las gentes, como grandes rebaños sin pastor, los siguen, y Jesús, olvidando el cansancio, «se puso a enseñarles con calma».

San Pablo recoge estas dos dimensiones del buen pastor, que también encontramos en el conocido salmo 22 ―«El Señor es mi pastor, nada me falta…»―. Por un lado, el pastor cuida a las ovejas. Se preocupa por su bienestar, por sus necesidades, tanto físicas como emocionales. Quiere que coman, descansen, reparen sus fuerzas. Les da apoyo, compañía, amistad. Por otro lado, las guía en su caminar diario. Las enseña y las entrena para que puedan ejercer su misión y lleguen a vivir en plenitud.

De la lectura de san Pablo señalaría varios aspectos que nos atañen mucho a los cristianos de hoy.

Dice Pablo que gracias a la sangre de Cristo, los que estaban lejos ahora están cerca. Jesús acerca a los alejados de Dios. Si la Iglesia no sabe acercar, acoger y escuchar a los alejados, algo está fallando en su misión. ¿Sabemos tener las puertas de nuestras iglesias abiertas a los que se alejaron? ¿Sabemos invitarles sin forzarles, sin reabrir viejas heridas, sin caer en el proselitismo o en la manipulación?

«Él es nuestra paz», dice Pablo. Todos buscamos la paz, quizás es una de las cosas que más persiguen los hombres de todos los tiempos. Pero ¿dónde la buscamos? ¿Creemos de verdad que la paz está en Jesús? Muchos buscan la paz en terapias, técnicas espirituales, lecturas, viajes o sabidurías varias. Pero todas esas paces son efímeras y condicionadas. La verdadera paz, la que dura incluso cuando llegan las tormentas de la vida, viene del saberse infinitamente amado, sin condiciones. Y sólo Jesús nos puede dar esa paz, muriendo por amor a nosotros, resucitando para que también nosotros podamos disfrutar de la vida eterna. ¡En él está la paz! No en cosas ni en saberes, sino en una persona, en Jesús.

Cuando uno vive esta paz profunda, se abre a los demás y ya no los ve como “otros”, “diferentes”, “enemigos” o “alejados”. Pablo sigue diciendo que Jesús ha abolido el odio. ¡Qué importante es entender esto! Pero ¿cómo logra Jesús abolir el odio y las divisiones? Aboliendo todo aquello que nos separa y enfrenta. Y aquí Pablo se la juega: es la ley, las reglas, los mandamientos, que segregaban al pueblo judío haciéndolo único y especial, lo que Jesús ha abolido. Ya no hay más segregaciones, ya no hay más favoritismo. Ni para los judíos ni para los cristianos, que podemos caer en la misma arrogancia de pensar que, por ser cumplidores y creyentes, somos los preferidos de Dios.


Paz a todos, también a los de lejos, insiste Pablo. Dios ama a todos y quiere salvar a todos. Dios no distingue, todos los seres humanos somos hijos suyos. Lo más importante de la Iglesia no es enseñar mandamientos ni normas, ni siquiera doctrinas. Lo más importante que podemos ofrecer al mundo es el mismo Jesús, y el amor que viene del Padre y del Espíritu: unión y reconciliación con todos los hombres. Lo mejor que podemos dar es ese mismo amor que «gratis hemos recibido». Recordemos aquella bienaventuranza: «Dichosos los que trabajan por la paz, ellos serán llamados hijos de Dios».

Aquí encontrarás la homilía en versión pdf.

2018-07-11

El plan inimaginable de Dios

15º Domingo Ordinario - B

Amós 7, 12-15
Salmo 84
Efesios 1, 3-14
Marcos 6, 7-13

Si la semana pasada las lecturas nos hablaban de la vocación del profeta, sus desafíos y pruebas, esta semana nos vuelven a hablar de la misión del enviado de Dios. En la primera lectura encontramos al profeta Amós. Por sus profecías molesta al sacerdote Amasías, que lo expulsa de su ciudad. Cuando los profetas dicen verdades incómodas son rechazados por el pensamiento “buenista” imperante. Pero Amós no renuncia a su misión. No presume de ser profeta ni sabio, sino un hombre del pueblo, un labrador. Pero Dios le ha confiado una misión y no renuncia a ella.

En el evangelio vemos cómo Jesús envía a sus discípulos y les da instrucciones para el camino. También los avisa de que no siempre serán bien recibidos. Ellos, sin embargo, han de llevar la paz y el bien del Reino de Dios allí a donde vayan, con humildad y sencillez.

¿Y nosotros? ¿Dónde entramos, en estas lecturas? ¿Somos profetas? ¿Somos misioneros? ¿Somos enviados de Dios? Quizás muchos de nosotros pensamos: ¡no! No somos nadie extraordinario, no somos santos, no estamos llamados a esto. Pero, en cambio, nos llamamos cristianos. ¿Qué significa serlo de verdad?

Pablo, en su carta a los Efesios, empieza con palabras impactantes y llenas de una alegría profunda. Resulta que todos los cristianos, sin excepción, todos somos llamados por Dios. Todos tenemos vocación de santos, de profetas, de elegidos. Lo dice claramente: él nos eligió para que fuésemos santos… él nos llamó a ser hijos suyos, él nos llama a compartir la gloria de Jesucristo.

Resulta que Dios tiene un plan, un plan para todo ser humano. ¡Y ese plan es glorioso! Si Jesucristo es la plenitud de la humanidad, el hombre nuevo, resucitado, libre y lleno de bondad y de vida, esa es también nuestra vocación. Los cristianos estamos llamados a ser cristos. Es decir, que todos somos, a nuestra manera, profetas, enviados, hijos amados, elegidos. Ya no es que Dios quiera que hagamos algo: quiere darnos algo muy grande. Quiere que seamos como él, que seamos parte de él.

Lo más importante es que Dios ha derramado su amor sobre nosotros: «El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche para con nosotros, dándonos a conocer el misterio de su voluntad». 

Muchas personas buscan el propósito de su vida y se preguntan para qué están en este mundo. Jesús nos da una respuesta: estamos para vivir en plenitud y saltar a una vida eterna, como la suya. Pero no es una respuesta cerrada y uniforme para todos, pues cada uno de nosotros está llamado a florecer a su manera, según su carácter y talentos. «Seremos alabanza de su gloria», dice Pablo. Es decir, que nuestra vida será tan hermosa que, por nosotros, la gente podrá dar gloria a Dios. 

Nuestra vida será el mensaje. Como decía san Ireneo: «La gloria de Dios es el hombre vivo», y añadía que «la vida del hombre es contemplar a Dios». Contemplar el plan que Dios tiene para nosotros es un regalo, un don que nos es concedido. Y ese plan nos hará vivir de tal manera que siempre tendremos motivos para estar agradecidos y llenos de gozo.

2018-07-07

Cuando soy débil, soy fuerte

14º Domingo Ordinario - B

Ezequiel 2, 2-5
Salmo 112
2 Cor 12, 7b-10
Marcos 6, 1-6

Las lecturas de hoy nos hablan del profeta y sus desafíos. Ezequiel es enviado a un pueblo que no le hará caso, y Dios mismo lo avisa en el momento en que lo llama: «Yo te envío a un pueblo rebelde…». Jesús predica en la sinagoga de Nazaret y su gente, perpleja ante lo que dice, acaba desconfiando. «¿De dónde saca todo eso? ¿No es este el carpintero, el hijo de María…?» Como diciendo: si ya le conocemos, es uno de nosotros. ¿A qué viene ese don de profecía? ¿Quién se ha creído que es?
Es la eterna lucha de la mediocridad ante la excelencia. Cuando alguien sobresale, ya sea por sus talentos, por su audacia, o porque tiene una misión clara y no renuncia a ella, siempre hay una multitud que quiere anular o frenar a esa persona. Quizás porque la libertad de quien se atreve a seguir su camino es un recordatorio molesto para quienes no se deciden a emprender el suyo propio.
San Pablo también sufre el destino del profeta. ¡Está llamado a una misión tan alta! Y, sin embargo, se siente pequeño, débil y pecador. Sus fallos se le presentan continuamente ante sí. Entonces se da cuenta de que esos defectos, esos errores en los que cae una y otra vez, esas flaquezas, están ahí por algún motivo.
Pablo siente sus fallos como aguijones que lo atormentan: «me han metido una espina en la carne», dice. Y más aún: «un ángel de Satanás me apalea». Pero añade: «para que no sea soberbio». Pablo ha ido más allá que muchas personas que, ante sus defectos, se impacientan y se desesperan. O los niegan, o los ocultan o bien se autoflagelan porque nunca consiguen vencerlos. Pablo hace una lectura más profunda: los defectos nos recuerdan que no somos perfectos, y son una cura de humildad para nuestro orgullo. No somos ángeles, no somos dioses, no somos infalibles. Ningún ser humano lo es.
Pero nos pesan nuestros errores y pecados. Nos pesan nuestras debilidades y quisiéramos librarnos de ellas. Pablo reza y lo expone ante Dios. Le pide ayuda a Cristo. «Tres veces he pedido al Señor…» ¿Qué le responde? La respuesta de Cristo es sorprendente. «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad».
Dios no siempre nos da exactamente lo que le pedimos.  Nos da algo mayor. Quizás le pedimos una solución rápida a nuestros problemas; él nos da la fortaleza para aprender a gestionarlos. Quizás le pedimos que cese la tormenta. Él nos da sabiduría y coraje para afrontarla. Quizás le pedimos que cese un conflicto; él nos da sabiduría para extraer una enseñanza importante.
Pero nos da algo más: nos da su gracia: es decir, su amor, su apoyo, su amistad y su comprensión. ¿Necesitamos algo más, para poder reconciliarnos con nosotros mismos? «Mi gracia te basta», nos dice Jesús a todos. Estoy contigo, no temas. Conmigo lo tienes todo.
Pablo comprende la enseñanza. No tiene que apoyarse tanto en sí mismo, sino en Cristo. No tiene que preocuparle tanto que los demás vean sus defectos: «Así residirá en mí la fuerza de Cristo». Tampoco tendrá por qué vanagloriarse de sus obras. Todo el mérito es de Dios. ¡Humildad! Por eso, los insultos, las persecuciones, las dificultades… todo eso podrá soportarlo y digerirlo. ¿Qué es todo esto al lado del amor de Dios? Cristo está a su lado.
El orgullo y la buena imagen son las grandes debilidades del profeta, del misionero, del agente pastoral y de cualquier cristiano comprometido. Cuando nos fiamos de nuestros talentos y habilidades, ¡qué frágiles somos! En cualquier momento podemos caer, los otros verán nuestros fallos y nos sentiremos derrotados, avergonzados y heridos en nuestro amor propio. En cambio, cuando nos apoyamos en Cristo, trabajaremos con entusiasmo, pero sin que nos importe el qué dirán, sin que nos hieran las críticas, sin que nos deprima el rechazo y los comentarios malévolos de los demás. Aceptar nuestras flaquezas con paz, sintiéndonos amados y apoyados por Dios, nos hará fuertes. Y podremos decir, con san Pablo: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte».

2018-06-29

La generosidad de Dios no tiene límites

13º Domingo Ordinario - B

Sabiduría 1, 13-15; 2, 23-24
Salmo 29
2 Corintios 8, 7-15
Marcos 5, 21-43

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Hoy nos encontramos con tres lecturas preciosas, y todas aparentemente tocan temas muy diferentes. La primera, del Libro de la Sabiduría, nos dice que Dios lo ha creado todo bueno, y al hombre para que sea inmortal. El evangelio nos relata la resurrección de la hija de Jairo y la curación de la mujer que padecía flujo de sangre. Y en medio, san Pablo nos habla de la importancia de la generosidad.

Centrándonos en la carta de Pablo, podemos encontrar una clave que une las lecturas de este domingo: la generosidad de Dios.

Dios es espléndido en sus dones, y su magnanimidad no tiene límites. Nos da la vida, pero no una vida estrecha y mísera, sino abundante, llena de gozos y gracias. Es más, su intención es darnos una vida inmortal, que no perezca. No podemos imaginar lo que será nuestra vida cuando resucitemos…

Jesús, fiel al Padre, derrochó esa generosidad en su vida mortal. Ve a los enfermos, a los padres desesperados porque pierden a su niña, y corre a ayudarles. Reparte vida y salud a manos llenas, porque Dios es así: amigo de la vida, de la salud, de la alegría. Jesús se conmueve ante el dolor y el llanto y siempre responde. Cuando la mujer enferma le toca el manto, como queriendo arrebatarle un poco de su poder, él se deja “quitar” esa porción de gracia, de vida, de salud. Sólo quiere saber quién es, para poder mirar a los ojos a quien se ha atrevido a tocarle. No, no le va a negar su don. Le dará la salud, y le dará algo más que la mujer ni siquiera ha pedido: la paz, la salvación, la reconciliación consigo misma y con el mundo. No sólo restaura su cuerpo, sino su alma.

Dios es generoso, sí. Y nosotros, a imitación de él… ¿no deberíamos serlo? Pablo se dirige a la comunidad de Corintio, que destaca por su fe, por sus buenas obras, por su don de palabra, por su entusiasmo evangelizador… Los elogia, los anima, pero añade: todavía os falta un poco más. ¿Qué tal andáis de generosidad? ¿Por qué no destacaros también por vuestra solidaridad con los que no tienen?

Si Pablo, o Jesús, vinieran hoy a nuestras parroquias, quizás podrían decirnos lo mismo. A lo mejor podrían elogiarnos por nuestra fe, por nuestra constancia, por nuestro compromiso y por nuestra creatividad… ¿Y qué hay de nuestra generosidad? ¿Somos sensibles hacia los pobres? ¿Y con la propia parroquia? ¿Contribuimos a su mantenimiento, o dejamos que pase estrecheces y apuros económicos?

San Pablo, con palabras muy sencillas, nos da todo un programa de justicia social y economía solidaria: «no se trata de aliviar a otros pasando vosotros estrecheces; se trata de igualar. En el momento actual, vuestra abundancia remedia la falta que ellos tienen; y un día, la abundancia de ellos remediará vuestra falta; así habrá igualdad». No se podría expresar mejor. Los seres humanos estamos aquí para ayudarnos, y cuando a unos les sobra o tienen mucho, mientras que a otros les falta, estamos permitiendo una injusticia. Siempre podemos hacer algo para remediar o aliviar estas desigualdades, aunque sea a pequeña escala, a nuestra medida. Así podremos hacer realidad, al menos en lo que esté en nuestras manos, esta situación de equidad: «Al que recogía mucho no le sobraba; y al que recogía poco no le faltaba.» 

Dicen los expertos que, cuando uno tiene las necesidades básicas cubiertas, y un poco más, una mayor cantidad de dinero ya no nos hace más felices, ni añade mucho a nuestra calidad de vida. En realidad, si lo miramos bien, tampoco necesitamos tanto, y lo que hace nuestra vida más plena y gozosa no son los bienes materiales que cuestan dinero, precisamente.

Por eso, sepamos mirar con los ojos de la Providencia, con los ojos generosos de Dios, y sepamos ayudar con alegría. Seamos un poco más parecidos a nuestro Padre del cielo, que no regatea, que todo nos lo da.

2018-06-21

Lo antiguo pasó, lo nuevo ha comenzado

12º Domingo Tiempo Ordinario - B

Job 38, 1. 8-11
Salmo 106
2 Corintios 5, 14-17
Marcos 4, 35-40

Las lecturas de hoy, con la poderosa imagen del agua, nos transmiten una idea de renovación, de nacimiento de algo nuevo.

En el libro de Job, leemos un fragmento del discurso de Dios. Aparece aquí la imagen del Dios terrible e inabarcable, tan inmenso que jamás podremos comprenderlo del todo ni encajarlo en nuestros esquemas. Ni siquiera la teología ni la religión pueden encerrar a Dios. Si la creación es inmensa y poderosa, ¿cuánto más lo será su creador?

El salmo y el evangelio nos vuelven a mostrar la naturaleza en toda su potencia, cuando se desatan los elementos y ruge la tempestad. En el mar de Galilea, Jesús increpa a las olas y calma la tormenta. ¿Quién es este?, se preguntan los discípulos, asombrados. ¡Hasta el mar y los vientos le obedecen!

En el lenguaje bíblico, el mar y la tempestad son muchas veces una metáfora de las tribulaciones humanas. Las olas son imagen de los problemas y angustias que nos ahogan, que nos hacen vivir “con el agua al cuello”, perdidos y sin ver solución. El miedo de los discípulos a zozobrar, en la barca zarandeada por las olas, es el pánico que todos hemos sufrido alguna vez, cuando parece que los desastres llueven sobre nosotros. ¿Qué será de nosotros? ¿Vamos a hundirnos y a perecer?

Jesús, con su gesto, nos recuerda a ese Dios poderoso de Job. Por un lado, es más poderoso que la naturaleza, pues puede dominarla. Este gesto es el que demuestra a los discípulos que Jesús es algo más que un hombre. ¿Quién si no Dios puede alterar el curso natural de las cosas? Pero, además, Jesús también nos enseña que él puede más que todas nuestras dificultades humanas. Jesús es más grande que nuestros problemas. ¡No tengáis miedo! Estoy con vosotros, aunque parezca dormir. Tened fe. Confiad y no dejéis que el miedo os venza. En otro pasaje Jesús dirá: En este mundo tendréis muchas luchas y batallas. Pero no temáis, porque yo he vencido al mundo.

San Pablo, que recoge la tradición bíblica y la experiencia renovadora de sentirse amado por Jesús, escribe a los corintios: Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. En la antigüedad, Dios podía ser visto como un Dios temible al que adorar y obedecer. Pero, con Cristo, todo ha cambiado. El Dios temible de las alturas baja a la tierra y se hace humano y cálido. Convive con nosotros, ríe y goza, sufre y pasa hambre, llora con nosotros. Y finalmente muere por todos. Nos acompaña en todos nuestros pasos por la vida, incluso los más dolorosos. Pasa por todos ellos. Y resucita. Del mismo modo que él murió por todos, solidarizándose con los hombres en la muerte, ahora los hombres podemos compartir también su destino, que es la resurrección y la vida eterna. 

Esta es la novedad, que supera toda promesa y expectativa antigua. Que Dios no nos exige, sino que nos lo da todo, hasta su vida.

Cuando el apóstol dice que no valoramos a nadie según la carne, ni tampoco a Cristo, ¿a qué se refiere? Valorar según la carne es juzgar con los criterios antiguos, viejos y caducos. Es valorar las cosas según baremos humanos —tener, hacer, triunfar… Pablo nos invita a ver a las personas con ojos nuevos,  a ver en ellas el alma, la semilla de Dios que poseen. Y nos invita a ver a Jesús también con ojos limpios y nuevos. No como a un hombre bueno y justo, que murió, sino como el Hijo de Dios encarnado. No como a un simple profeta, sino como la misma palabra de Dios. No como a un mártir fracasado, sino como al que triunfa sobre la muerte porque es el autor de la vida.

El que es de Cristo es una criatura nueva. Seguir a Jesús resucitado nos hace vivir de otro modo, rompe nuestros esquemas y nos da luz y esperanza incluso en medio de la peor tormenta. Nuestra vida, desde ahora, ya está empezando a resucitar. No podemos vivir ansiosos y abrumados como antes. Ya tenemos un pie en el cielo. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado.

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2018-06-14

El Señor hace brotar los árboles

11º Domingo Ordinario - B

Ezequiel, 17, 22-24
Salmo 91
2 Corintios 5, 6-10
Marcos 4, 26-34

Las lecturas de este domingo nos traen imágenes preciosas de la naturaleza. En la primera lectura, una rama de cedro trasplantada, que se convierte en árbol frondoso en la cima de un monte. En el salmo, una palmera, un frutal que da sombra y fruto abundante. En el evangelio, una semilla enterrada que, sin que nadie sepa cómo, germina y crece. En medio de estas imágenes, San Pablo nos habla de otra vida en Dios, más allá de nuestro cuerpo mortal.

Los seres humanos somos como semillas plantadas. Nuestra vida no nos viene de nosotros mismos: nos es dada, y tampoco está en nuestras manos controlar el ritmo de crecimiento. No sabemos cómo, ni por qué, pero nuestro cuerpo se desarrolla y funciona, realizando mil y una tareas sin que intervenga nuestra voluntad. Respiramos, digerimos, nuestras células se multiplican, se regeneran y otras mueren. Nuestro corazón late sin cesar, nuestro cerebro procesa miles de señales y lanza miles de órdenes que no pasan por nuestra conciencia. ¡Qué asombrosa es la vida! La nuestra, y la de cualquier ser vivo. El clima, el entorno y lo que nos nutre afectan a nuestro crecimiento y a nuestra salud, pero hay una fuerza vital que nos sostiene, que siempre está ahí. El aliento de Dios sopla en nosotros. Nuestra tarea es ser buena tierra y procurar que el entorno sea lo más favorable posible.

Si esto es así en la vida natural, biológica, ¿cómo será la vida espiritual? Jesús dice que el reino de Dios es como esa semilla que el sembrador planta. Él prepara la tierra, siembra y cuida el campo. Pero el crecimiento interior de la semilla no es cosa suya, sino de Dios. Con el alma sucede lo mismo. Nosotros podemos cuidarla, alimentarla, entrenarla con virtud y dirigirla hacia buenos fines. También podemos maltratarla y ensuciarla, o ignorarla y dejarla morir de hambre. Pero siempre está ahí, con un potencial inmenso, esperando que la habitemos y que dejemos habitar en ella al autor de la vida, nuestro creador.

San Pablo no sólo habla de la vida espiritual, sino de la vida eterna, resucitada, esa vida que no vemos, pero en la que creemos. Somos como labradores que hemos sembrado el trigo. Cuando aún no han brotado los tallos, ya imaginamos el campo lleno de espigas, y confiamos que de esa tierra saldrá buen pan. Así es la fe: creemos lo que no vemos, pero confiamos que será. Podemos alegrarnos de la cosecha mientras la semilla todavía está enterrada, porque en ella hay una vida latente. Así, podemos alegrarnos por nuestra resurrección porque contemplamos nuestra vida actual, que es la semilla plantada en la tierra.

En la parábola del grano de mostaza, de Jesús, y en la primera lectura de Ezequiel, sobre la rama del cedro, aún hay otro mensaje.

El reino de Dios, como la vida, no llega con gran estruendo ni propaganda. No viene a bombo y platillo, sino que brota con humildad, casi a escondidas. El reino de Dios nace como una semilla minúscula que pasa desapercibida. Pero cuando eclosiona y crece, se convierte en un árbol frondoso que acoge a las aves y da buena sombra, y mucho fruto.

Esta es una imagen preciosa de lo que debe ser la Iglesia: humilde y silenciosa en sus orígenes, pero llena de una vida inmensa, que le viene de Dios, y capaz de convertirse en madre y hogar para millones de personas.

Y es también una imagen de lo que puede ser nuestra vida cristiana: una vida sencilla y sin pretensiones, llena de Dios, nos convertirá en cedros del Líbano bien plantados a cuya vera muchos querrán acogerse. No tenemos que esforzarnos por ser importantes, por ser muchos, por ser notorios y célebres. No tenemos que hacer nada: sólo dejar que la semilla de Dios crezca en nosotros. Cuidarla, con amor, y dejarla crecer. ¡El fruto nos sorprenderá!

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2018-06-07

Lo que no se ve es eterno

10º Domingo Tiempo Ordinario - B

Génesis 3, 9-15
Salmo 129
2 Corintios 4, 13 - 5, 1
Marcos 3, 20-25

Las lecturas de este domingo tocan temas aparentemente muy diferentes: la caída de Adán y Eva en el paraíso, un salmo de redención, las disputas de Jesús con los fariseos y la incomprensión de su familia, que no entiende su vocación sorprendente y su carisma sanador… En medio de todas estas lecturas encontramos un párrafo de la segunda carta de san Pablo a los corintios, que nos habla con palabras muy profundas y sugerentes. Su mensaje, podríamos decir que liga el de todas las otras lecturas.

Pablo nos habla de un espíritu de fe. Fe es confianza, fiarse de Dios. Adán y Eva no se fiaron de Dios en el Edén, y en cambio cayeron engañados por la astuta serpiente. ¿Qué les ocurrió? Su pérdida de confianza en el Creador acarreó consecuencias que no podían imaginar. De igual manera, cuando las personas dejamos de confiar en Dios, el que nos crea y nos ama por encima de todo, perdemos terreno bajo los pies, y nuestra vida se tambalea. Corremos el peligro de olvidar el sentido de nuestra existencia y quedamos a merced de las tempestades. Otra consecuencia de perder la fe puede ser adoptar una actitud vital desconfiada y recelosa. Esto nos lleva a ver siempre el lado malo o negativo de las personas y las cosas, e incluso a ver lo que no hay. Así les ocurrió a los fariseos, que veían la obra del demonio en las curaciones de Jesús. Hay que ser prudentes, por supuesto, y no caer en la ingenuidad. Pero también es necesario liberarse de prejuicios. La desconfianza por sistema genera miedo, y el miedo nos aleja de los demás, nos encierra en nuestros esquemas mentales y nos hace ver la realidad distorsionada. 

«Creí, por eso hablé», dice Pablo. La fe no es un fruto de nuestro esfuerzo, sino un regalo de Dios cuando nos abrimos a recibirla. Y esa fe nos abre a comprender las realidades invisibles, esas que no se ven, pero que son las más importantes. Confiar en Dios nos abre a su sabiduría, a sus misterios. Nunca lo llegaremos a entender todo ni a poder explicarlo todo, pero tendremos una intuición que dará sentido y alegría a nuestra vida. ¿Qué nos revela Dios, con Jesús? San Pablo lo dice bien claro: Jesús ha venido a regalarnos la resurrección. Una vida que empieza de forma limitada y frágil, en la tierra, pero que se abre a otra existencia plena y eterna, en el cielo: «quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante él».

Cuando uno recibe una gran noticia, no puede menos que comunicarla. Esto hicieron Pablo y todos los apóstoles. ¡Fueron imparables! Y encendieron la llama de la fe en muchos.

El mensaje está cargado de esperanza. Todos sufrimos, y todos tenemos problemas en esta vida. Pero a la luz de la otra vida que nos espera, ¿qué son? Pequeñeces, obstáculos efímeros, nubes pasajeras. Pablo nos recuerda que «no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno».

Por eso los cristianos tenemos tantos motivos para vivir alegres, esperanzados, activos y con ganas de hacer el bien. Tenemos en nosotros la semilla de una morada eterna. Hay algo en nosotros, el alma, que es chispa del amor divino y no tiene fin. Santa Teresa habla de la morada interior, ese palacio bellísimo como de claro cristal, que alberga al Dios infinito y cuya belleza apenas acertamos a conocer. ¡Si supiéramos lo que tenemos dentro! No podríamos expresarlo en palabras más bellas: «tenemos un sólido edificio que viene de Dios, una morada que no ha sido construida por manos humanas, es eterna y está en los cielos».

Alegrémonos y vivamos con intensidad la eucaristía de hoy. Recibamos a Jesús, Dios mismo, en nuestro interior. Una parte de nosotros ya está tocando el cielo.

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2018-06-01

Corpus Christi - El sacrificio de Dios

El Cuerpo y la Sangre de Cristo - ciclo B

Éxodo 24, 3-8
Salmo 116
Hebreos 9, 11-15
Marcos 14, 12-26

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En todas las religiones antiguas hay ritos y sacrificios para aplacar a los dioses y obtener su favor. Incluso en el antiguo Israel, el pueblo sacrificaba animales ofreciéndoselos a Dios. De alguna manera, el ser humano, indefenso y necesitado, quiere obtener algo de la divinidad y, para ello, ofrece algo a cambio. En este intercambio hay una imagen de Dios poderoso y temible, que nos juzga y nos puede castigar fácilmente. También hay una cierta idea, de que todas las cosas malas que nos suceden son a causa de la ira divina. Y también existe la creencia, quizás inconsciente, de que podemos “comprar” a Dios y ganárnoslo para nuestra causa si ponemos los suficientes esfuerzos y recursos.

Alrededor de estas ideas, las religiones desarrollan un culto, un sistema de recaudación y unas normas, reforzadas por una clase sacerdotal con poder social y por un templo o templos, que se convierten en edificios sagrados y referentes para el pueblo.

Jesús vino a echar por tierra esta antigua religiosidad. Para el israelita devoto había dos cosas intocables: el templo y la Ley. Jesús las cuestiona ambas. Es más, las supera y las hace innecesarias. La revolución religiosa de Jesús se sustenta en un cambio de nuestra imagen de Dios. Ya no es el Dios terrible, poderoso y distante, al que hay que temer: Dios se convierte en papá. Un Dios cercano y amante, que quiere la plenitud de su criatura. Su imagen más certera es la del padre del hijo pródigo: cercano, tierno, olvidadizo de las culpas, siempre dispuesto a perdonar, a abrazar, a acoger y a echar “la casa por la ventana” para festejar el retorno de su hijo.

En el camino de Jesús ya no hay ley estricta ni templo. La ley es el amor y la misericordia. ¿Y el templo? El templo es su cuerpo. ¿Y los sacrificios? Ya no hay necesidad de que el hombre sacrifique animales, porque es Dios mismo quien se sacrifica: Jesús es la ofrenda. Ya no es el hombre quien ofrece algo a Dios, sino Dios quien se ofrece a su criatura.

¿Nos damos cuenta de lo grande que es este cambio? ¡Dios se nos da! ¿Qué otra cosa podemos ofrecerle? Aceptarlo. Acogerlo. Comer ese pan y beber ese vino, que son el cuerpo y la sangre sacrificados de Jesús. Y convertirnos también en pan y en vino para otros.

¿Cuáles son los sacrificios que Dios mira con agrado? Que amemos al que tenemos a nuestro lado. Que perdonemos. Que seamos compasivos y comprensivos, que escuchemos, que ayudemos, que socorramos al pobre, al triste, al enfermo… Pero todo esto, con amor. No por quedar bien o por cumplir, o por miedo a perder la vida eterna. Como dice San Pablo, sin amor de nada sirve todo esto. 

La mejor ofrenda que podemos brindar a Dios es hacer lo que hizo su hijo y convertirnos en comida y bebida para los demás. En esta fiesta del Corpus Christi, acojamos a Cristo en nuestro cuerpo, en nuestra alma, en nuestra vida. Y dejemos que él nos vaya transformando por dentro. Dicen los dietistas que “somos lo que comemos…” Cada domingo tomamos el cuerpo de Cristo. ¿Somos también pequeños cristos que pasan por el mundo amando y haciendo el bien?