2018-05-24

Ni huérfanos ni esclavos, sino hijos

Santísima Trinidad - B

Deuteronomio 4, 32-40
Salmo 32
Romanos 8, 14-17
Marcos 28, 16-20

Celebramos hoy una fiesta muy hermosa, que es el fundamento de nuestra fe y de nuestra vida cristiana: la fiesta del Dios Trinidad, el Dios que es familia, comunidad de amor, vida que se despliega y se derrama sobre nosotros. Hoy celebramos que Dios no sólo existe, no sólo ha creado todo, no sólo nos sostiene en la existencia… sino que lo ha hecho por amor, y con ese mismo amor nos llama a compartir su divinidad.

San Pablo lo dice bien claro: «Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abbá! (Padre).» Leamos despacio esta frase, porque contiene una verdad que nos cambia la vida radicalmente.

De la admiración ante el mundo podemos pasar a preguntarnos quién es el autor de todo cuanto existe. El universo, como una obra de arte, nos habla del artista que lo imaginó y lo hizo existir, con sólo el poder de su palabra.

Pero Dios no sólo es admirable como creador. Podría haberse limitado a crear y quedarse allí, en su cielo, observando cómo las criaturas nos desenvolvemos. ¿Por qué un artista crea su obra? ¿Por qué unos padres engendran un hijo? Tras un nacimiento hay una voluntad, un deseo, una inspiración. Lo que ha movido a Dios a crear es el amor. Todos somos fruto de su intención amorosa.  Por tanto, en la raíz de nuestra existencia hay un gran, inmenso amor.

Y ese mismo amor que nos ha llamado a existir da un paso más adelante. Dios no sólo nos crea por amor, sino que nos invita a compartir su vida y a formar parte de su familia. Por eso, dice Pablo, no somos esclavos, sino hijos. ¡Hijos de Dios! ¿Somos conscientes de lo que supone creernos, sentirnos, sabernos hijos de Dios? ¿Nos percatamos de lo que estamos diciendo cuando empezamos a rezar y decimos «Padre»?

Para muchos hombres Dios no existe. Somos huérfanos en la existencia, fruto del azar y sometidos a las leyes de la naturaleza y a los avatares de la historia. Para muchos otros, Dios existe, pero como deidad terrible que observa y castiga, con poca piedad y mucha exigencia hacia los seres humanos. Somos esclavos, siervos temerosos de Dios. La buena noticia cristiana no es sólo que Dios existe, sino que nos ama tiernamente como padre y como madre. Somos hijos.

El mayor regalo que Dios nos ha hecho, después de existir, es darse a sí mismo. ¿Cómo? Mediante el Hijo, Jesucristo. Y Jesús, como afirma san Pablo, ha venido a tender un puente entre la tierra y el cielo. Haciéndose hombre, como nosotros, nos hace hermanos suyos y nos integra su en familia. Una familia que es un Dios, pero tres personas. ¿Cómo podría haber amor sin un tú y un yo, sin amor que los uniera?

La Trinidad es un misterio. Por eso no es fácil de explicar y todas las comparaciones que hagamos se quedarán cortas. Pero nuestra vida ¡está tan llena de misterios! ¿Cómo explicar el amor entre dos esposos? ¿Cómo entender el amor de una madre? ¿Cómo medir y pesar el amor entre amigos que darían la vida unos por otros? Lo más hermoso, lo más bueno, lo más importante… son esas cosas que están ahí, pero que no podemos explicar ni formular científicamente. No por ello son menos reales.

¡Cuántas personas languidecen, enferman y mueren por falta de amor! El amor da sabor e intensidad a la vida. Y el amor siempre busca la unión con el otro, nunca es individualista, nunca se basta a sí mismo. Los enamorados saben bien que no hay deseo más grande que estar siempre juntos.

Hoy celebramos a nuestro Dios, que es comunión, que está enamorado de nosotros y que nos quiere a su lado. En el evangelio, Jesús expresa un deseo suyo y de sus discípulos, que también podemos hacer nuestro: «Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.» ¿Puede haber una promesa mejor?

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2018-05-11

La Iglesia, cuerpo de Dios

La Ascensión del Señor

Hechos 1, 1-11
Salmo 46
Efesios 1, 17-23
Marcos 16, 15-20


Hoy celebramos una fiesta solemne, uno de los tres “jueves que relucen más que el sol”, según la tradición cristiana. Las tres fiestas son como una progresión, una escalada de tres cumbres hacia un misterio muy hondo y bello que tiene la virtud de cambiar nuestra vida.

En el Jueves Santo Jesús deja a sus amigos su único mandamiento, el del amor, y ofrece su cuerpo y su sangre. Se despide y a la vez se queda con ellos para siempre mediante la eucaristía. En Corpus Christi volvemos a celebrar con solemnidad esta realidad: que Jesús realmente está entre nosotros y nos da su vida, su cuerpo y su sangre. ¡Su amor nos salva! En la Ascensión, parece que el mensaje sea diferente, pues Jesús “sube al cielo para sentarse a la derecha de Dios”. ¿Acaso nos deja? No, sino que da un paso más allá. Su presencia sigue entre nosotros y nos envía al Espíritu Santo. Nace la Iglesia como comunidad donde inaugurar su reino en esta tierra.

Podría parecer que la Ascensión es la fiesta del Dios que sube al cielo, que se aleja. Así lo viven los apóstoles en un primer momento. Se quedan arrobados mirando a las alturas y los ángeles tienen que hacerles reaccionar: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?»

En realidad, en ese momento en que Jesús “sube” para estar con el Padre, se produce algo diferente: es el cielo el que baja hasta la tierra, a través de la Iglesia. El Padre, siempre presente; el Hijo, en el pan y el vino eucarístico, y allí donde dos o más se reúnen en su nombre, y el Espíritu Santo que todo lo penetra con su gracia. La ascensión es, en realidad, la fiesta que culmina el descenso de Dios al mundo. Este Dios que es amor, que es amigo y aliado nuestro, construye su hogar definitivo entre nosotros para quedarse y acompañarnos siempre.

San Pablo en su carta a los Efesios reza para que el Espíritu nos ilumine y nos haga comprender cuánto don hemos recibido. Dios todo lo ha puesto bajo los pies de Jesús, y todo lo ha dado a la Iglesia. Es decir, que nos lo ha dado todo: amor sin medida, gracia, fuerza, poder, capacidades y talentos… Más aún, se nos ha dado a sí mismo, el máximo tesoro. Con él tenemos todo el bien imaginable en nuestras manos, ¡basta que lo aceptemos! Si fuéramos conscientes de esto, jamás tendríamos motivo para quejarnos ni ganas de estar tristes y desanimados. Ojalá en esta fiesta de la Ascensión convirtamos nuestras parroquias y comunidades en verdaderas embajadas de su reino, verdaderos cielos en medio de la tierra.

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2018-05-03

Permaneced en mi amor

6º Domingo de Pascua - B

Hechos 10, 25-48
Salmo 97
1 Juan 4, 7-10
Juan 15, 9-17


Las lecturas de hoy son un hermoso resumen de todo el evangelio. A fin de cuentas, ¿para qué vino Jesús? Para mostrarnos al Padre, un Dios que es amor. Y para entregarnos este amor. La llamada de Jesús es a vivir una vida plena, llena de alegría, y esto sólo es posible si vivimos en el amor.

Se habla mucho del amor, del arte de amar, de la sabiduría para aprender a amar… También se habla de la dificultad, los límites y las barreras al amor. Todos ansiamos amar y ser amados, y en ello ciframos nuestra felicidad, pero la realidad que nos rodea nos muestra un mundo muy enfermo, muy herido de desamores y guerras, internas y externas. Nuestro mundo sufre de hambre de amor. ¿Cómo aprender algo tan necesario, tan básico y a la vez tan difícil?

¿Cómo nos enseña Jesús? De la manera más sencilla y eficaz: ¡amándonos! Antes que predicar grandes doctrinas, Jesús formó un grupo de hombres y mujeres y les enseñó a ser amigos. Los llamó para que estuvieran con él y aprendieran qué es una convivencia fraterna, qué significa sentirse amados por un Dios que es Padre y aprender a ver al otro como hermano, y no como rival o enemigo. Jesús nos enseña a amar muriendo por nosotros: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.» ¿De qué mejor manera nos puede demostrar su amor?

«Este es mi mandato: que os améis unos a otros como yo os he amado.» Todos los mandamientos, toda la ley, están muy bien, pero se quedan atrás. Este nuevo mandamiento los engloba y los rebasa a todos. Pero podemos pensar que amar «como Jesús» es algo que está fuera de nuestro alcance. ¿Cómo lograrlo? Jesús de nuevo nos da la clave: «Permaneced en mi amor».

Dejémonos amar por él. Dejemos que su amor, que es el que fluye entre él, el Padre y el Espíritu Santo, nos bañe y nos envuelva. Dejemos que este amor nos alimente y nos dé la fuerza necesaria. Es lo único que puede transformarnos desde adentro. Porque, como dice san Juan, en esto consiste el amor: «no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo». Quizás hemos leído esta frase muchas veces sin detenernos a pensarla, pero tiene unas consecuencias enormes. Nosotros somos imperfectos y nuestro amor también es muy limitado, a veces condicionado, pobre, tímido o interesado. Pero lo que importa no es esto, sino que Dios nos ha amado primero, y su amor es infinito e incondicional. Por eso podemos amar nosotros, si nos llenamos de él. El amor de Dios es agua viva: si nos sumergimos en su mar, podremos amar como Jesús ama. Y para ello simplemente necesitamos abrir el corazón y encontrar espacios diarios para rezar, para recibirlo en comunión y saberlo ver presente, escondido en el alma de nuestro prójimo. No hay otro secreto para alcanzar una vida en plenitud. Jesús nos lo mostró con palabras y sobre todo con su vida. Que hoy, escuchando el evangelio y las lecturas, se nos quede bien grabado en el corazón. Que no se nos olvide nunca: ¡Amaos como yo os he amado!

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2018-04-27

Sarmientos de una vid sagrada

5º Domingo de Pascua - B

Hechos 9, 26-31
Salmo 21
Juan 13, 18-24
Juan 15, 1-8


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La imagen de la viña era muy querida para los autores bíblicos y para quienes escuchaban las lecturas sagradas. Israel era tierra de viñedos y el vino era la bebida de las fiestas. Los profetas hablan de Israel como la viña que cuida el señor. Pero ¿qué frutos da esa viña? ¿Quién los recoge?

Jesús toma esta imagen y la lleva más lejos. El pueblo ya no es la vid del Señor: el mismo Señor es la vid y nos invita a participar de su propia vida, llamándonos a formar parte de él. Quienes creen en él, adhiriéndose a él, son los sarmientos. Bien unidos a él tendrán vida y darán fruto abundante. San Pablo nos habla del cuerpo místico de Cristo, del que todos somos miembros.

¿Cómo leer esto hoy? A veces las personas somos muy voluntaristas. Hacemos planes pastorales, organizamos muchas actividades, nos esforzamos por evangelizar mejor y llegar a más gente, pero luego nos desanima ver los pobres resultados. ¿Por qué la viña parece dar tan poco fruto? Incluso, a veces, parece que sus ramas están muertas, las hojas se secan y no salen buenas uvas. Otras veces parece que salen muchas hojas, ¡hemos tenido éxito! Pero el aparente entusiasmo de hoy decae mañana. Muchas viñas son frondosas, pero pocas dan fruto que llegue a madurar. ¿Qué está ocurriendo?

Jesús nos da la clave. ¿Queremos dar fruto? Nuestro primer trabajo ha de ser cultivar la intimidad con él. No hay otro secreto. Quizás tenemos que rezar más y hacer menos; confiar más y planificar menos; dejarle hacer a él y ser colaboradores suyos, y no al revés. Muchas veces nos comportamos como héroes esforzados, emprendemos grandes misiones y pedimos ayuda a Dios. ¡Debería ser al revés! La gran misión la cumple Cristo, y nosotros somos sus ayudantes. Lo único que nos pide es que estemos a su lado, bregando con él, amando con él.

La carta de san Juan desarrolla esta idea. Juan es clarísimo: de nada sirven las palabras y la fe sin las obras. No améis de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. Las obras son los frutos. Ellas revelan si realmente estamos en comunión con Dios. Las obras dan a conocer que somos de la verdad. Pero ¿cuáles son estas obras? ¿Qué es lo que Dios quiere que hagamos? Aquí es donde nuestra mentalidad occidental, tan orgullosa, nos puede traicionar. La primera acción, la más importante, es que creamos en el nombre de su hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros como él nos amó. Creer y amar. Confiar y amar… pero no amar de cualquier manera, sino como él mismo.

Esta frase de Juan tiene ecos de aquel gran mandamiento judío, la Shemá: «Escucha, Israel, el Señor es tu Dios… Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… y al prójimo como a ti mismo.» Jesús introduce algo más en su único mandato. Ya no sólo se trata de escuchar, sino de creer. Porque podemos escuchar y quedarnos igual. Jesús pide más que oír, pide que sostengamos toda nuestra vida en él, que nos fiemos de él. Uníos a mí y creced conmigo, nos invita Jesús.

Amar al Señor con todas nuestras potencias, físicas y espirituales, es esencial. Pero ¿cómo lo demostramos? Amando al prójimo, no «como a mí mismo», sino como Jesús lo ama. ¡No es igual! Puede parecernos imposible, porque Cristo ama de manera incondicional y con una ternura y pasión increíbles. ¿Es posible amar en todo momento, amar al enemigo, perdonar siempre, aguantar los malos momentos en que no nos apetece amar? Sí, es posible. Pero no contando solo con nuestras fuerzas, sino uniéndonos a él, como sarmientos a la vid. Con la fuerza de su Espíritu, claro que podemos. En esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio, dice san Juan. Cuando alguien ama al modo de Dios, es evidente que está en él y con él.

2018-04-20

Somos hijos de Dios

4º Domingo de Pascua - B

Hechos 4, 8-12
Salmo 117
1 Juan 3, 1-12
Juan 10, 11-18

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En las lecturas de este domingo encontramos tres imágenes poderosas de Jesús: la piedra angular, el buen pastor y el hijo del Padre.

En la primera, san Pedro recoge una metáfora del antiguo testamento, muy conocida por los judíos: la piedra desechada por los arquitectos que pasa a convertirse en piedra angular del edificio. Se refiere al profeta rechazado, despreciado por los jefes del pueblo y condenado a la tortura y a la muerte. Con el paso del tiempo, su mensaje perdura y da vida a las gentes. Así le sucedió a Jesús: condenado por las autoridades, muerto en cruz, parecía que su vida había terminado en un fracaso. Pero Dios lo resucitó y ahora, vivo, infunde a todos los que creen en él una vida nueva. 

Pedro termina con una frase rotunda que puede producirnos cierta cautela: «ningún otro puede salvar; bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos». ¿Es posible que Jesús sea el único que puede salvar? ¿Y qué ocurre con las personas que no creen, o que practican otras religiones o formas de espiritualidad? ¿No resulta un poco cerrada esta afirmación? Hay que entender el momento y el lugar en que Pedro la pronuncia. Pedro no habla movido por un fundamentalismo religioso, sino por el entusiasmo de saberse amado y salvado por Jesús. Ha experimentado su amistad, lo ha visto resucitado y sabe que esta vida eterna, que sólo puede venir de Dios, nos es ofrecida por medio de Jesús a todos los seres humanos. ¿Quién sino el autor de la vida puede ofrecernos la vida en plenitud?

En el evangelio Jesús retoma otra imagen muy querida por los judíos: la del buen pastor que guía y protege a las ovejas. Y se llama a sí mismo «el buen pastor», porque hay otros que no lo son. Su trabajo es un medio de vida y de ganar dinero, no se preocupan de lo que les ocurra a las ovejas y, ante el peligro, las abandonan. ¿Quiénes son estos malos pastores? El mundo está lleno de ellos. Pueden ser líderes espirituales, figuras mediáticas o de autoridad intelectual, incluso personas religiosas, cuyo fin son ellos mismos, y no los demás. Ofrecen mensajes muy halagadores que gustan y atraen, pero no les importa el crecimiento de las personas, sino su ganancia personal, ya sea en fama, economía o prestigio. Cuando los sacerdotes caemos en el “funcionarismo” y nos limitamos a gestionar liturgias y parroquias, sin convertirnos en verdaderos pastores con “olor a oveja”, como dice el papa Francisco, también estamos fallando en nuestra misión.

¿Cómo reconocer a los buenos pastores, al modo de Jesús? Hay dos aspectos clave. Primero, Jesús no actúa solo ni por sí mismo, sino en comunión con el Padre. Segundo, Jesús se entrega, da su vida por las ovejas. Conocemos a muchos “pastores” que parecen excelentes… ¿Cuántos son humildes y cuántos darían su vida por los demás? ¿Cuántos están en comunión, se dejan aconsejar y renuncian al individualismo y al protagonismo? ¿Cuántos buscan el bien de los demás por encima del suyo propio?

San Juan en su brevísimo texto nos da una tercera imagen poderosa de Dios, Padre e Hijo, unidos. Repasemos las frases:

«Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» Juan se admira y comprende la grandeza de lo que significa ser hijos de Dios. No es una frase simbólica, es una realidad con unas consecuencias enormes. Sabernos y sentirnos hijos de Dios, y no fruto del azar, arrojados a este mundo, cambia toda la vida. Si somos hijos suyos… ¡tenemos mucho de él!

«El mundo no nos conoce porque no le conoció a él.» Juan constata que, del mismo modo que el mundo no conoce a Dios, tampoco nos conoce a nosotros. El mundo antiguo rechazó a Jesús, negando su divinidad. El mundo moderno rechaza a Dios, negando su existencia. De la misma manera, muchos no van a entender nuestra fe cristiana ni van a creer que sea posible una vida resucitada, plena y eterna. ¡Demasiado bueno para ser real! A veces nos cuesta mucho más creer en el bien que en el mal. ¿Nos da miedo aceptar que Dios sea tan, tan inmensamente bueno y generoso con nosotros? ¿Nos da miedo aceptar que nuestra vida es eterna? ¿Nos da miedo acoger el bien y la bondad?

«Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.»

¡Seremos semejantes a Dios! Juan vuelve a una de las primeras afirmaciones del Génesis: Dios nos ha hecho a su imagen. ¿Lo creemos de verdad? ¿Qué significa ser hijos, semejantes a Dios? ¿De qué manera compartiremos su divinidad? No podemos imaginarlo y con nuestra razón tampoco podemos alcanzar a comprenderlo. Pero ¿acaso el enamoramiento tiene una explicación científica? Un acto de heroísmo, ¿es razonable? Nuestros medios son insuficientes para explicar a un Dios tan perdidamente enamorado de nosotros… pero él se manifiesta. Se comunicará con nosotros, no puede dejar de hacerlo. La revelación es justamente esto: nosotros no podemos alcanzar a comprender la grandeza de Dios, pero él nos va comunicando, poco a poco, sus planes, para que podamos acogerlos y sumarnos a ellos. No como siervos o esclavos, sino como co-protagonistas, amigos suyos.

2018-04-13

Guardar su palabra, estar en su amor

3r Domingo de Pascua - B

Hechos 3, 13-19
Salmo 4
Juan 2, 1-5
Lucas 24, 35-48


Las lecturas de hoy siguen explicándonos esos momentos sorprendentes e inolvidables que cambiaron para siempre la vida de los apóstoles: los encuentros con Jesús resucitado.

Sólo después de la resurrección los amigos de Jesús empezaron a comprender muchas cosas. Lo primero que tuvieron claro es que Jesús no sólo era el enviado de Dios, sino el mismo hijo de Dios, de naturaleza divina. Pedro lo llama “el autor de la vida”. ¿Quién puede dar la vida, sino Dios? Y, siendo la fuente de la vida misma, por amor a nosotros, Dios fue capaz de dejarse matar. ¡Cuánta crueldad e ignorancia en los hombres!

Pero todo el mal del mundo no es capaz de ahogar el amor de Dios. La resurrección es la prueba. No sólo vence la muerte y el mal, sino que nos rescata de él. Es lo que san Juan explica en su carta, que seguimos leyendo hoy. Intentemos saborear y penetrar en su sentido, frase por frase.

«Si alguno peca, tenemos a uno que aboga ante el Padre: Jesucristo, el Justo.» En el tribunal de Dios, él mismo será nuestro abogado. ¿Podemos tener mejor defensa? El Padre se rinde ante el amor del Hijo y no puede hacer otra cosa que perdonar y amar. ¿Somos conscientes de cuánto nos ama Dios? Humanamente hablando, sólo podemos comparar su amor con el de una madre, incapaz de condenar a ninguno de sus hijos, por muchos males que cometa. Una madre siempre perdona y acoge… Dios también.

«Él es víctima por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero.» Esta frase hay que entenderla bien. ¿Qué quiere decir víctima? Que Jesús acepta pasar por todo el sufrimiento del mundo, padecer todo lo que soportan las víctimas del mal, de la guerra, de la injusticia, del odio… Pasó por ello, y lo ofreció al Padre. Y Dios siempre transforma las ofrendas. Como fuego purificador, convierte lo malo en camino de salvación, y transforma la muerte en vida. Sólo él puede hacerlo, y lo hace, para que todos podamos iniciar una vida renovada. No hay pecado que no pueda ser perdonado.

Es importante señalar que Jesús lo hace por todos, sin excepción. No hay un grupo selecto ni un pueblo escogido: su deseo es llegar a todos. De ahí que la misión de la Iglesia sea tan importante. Tenemos una tarea que emprender: comunicar el amor de Dios y que el mensaje liberador de Jesús llegue a todos los rincones del mundo. Los doce apóstoles así lo entendieron, y dieron su vida por ella.

«En esto sabemos que lo conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: Yo lo conozco, y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso…» Este aviso de Juan sirve para evitar posturas muy piadosas y místicas, pero poco efectivas. No basta con creer y rezar, ¡hay que demostrar ese amor con obras! La palabra de Dios no es viento, está encarnada y se llena de sentido cuando se convierte en experiencia y vida. Juan apela a nuestra coherencia: lo que creemos se ha de traducir en nuestra vida diaria, en cada gesto, en nuestra forma de hacer. Entonces será cuando «el amor de Dios ha llegado a su plenitud» en nosotros.

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2018-04-06

Quien cree vence al mundo

2º Domingo de Pascua - B

Hechos 4, 32-35
Salmo 117
1 Juan 5, 1-6
Juan 20, 19-31

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En las lecturas de hoy vemos dos virtudes entrelazadas: la fe y la caridad. El libro de los Hechos de los apóstoles nos narra cómo vivían las primeras comunidades: compartiéndolo todo, ayudándose, no poseyendo bienes propios sino poniéndolo todo en común. Esta forma de vivir era una consecuencia directa de su fe en Cristo y su vivencia de la resurrección.

El evangelio nos relata la aparición de Jesús a los once discípulos, presentándose entre ellos a puertas cerradas. A su sorpresa y su miedo inicial, sigue una inmensa alegría. Pero todavía no saben cómo explicarse lo que ha ocurrido: sólo saben que Jesús está vivo, aunque de otra manera.

La incredulidad de Tomás, que está ausente ese día, refleja la actitud de los mismos discípulos ante las mujeres que regresaron del sepulcro vacío, y es la actitud que cualquier persona tendría ante un hecho insólito. Si Jesús murió, y fue sepultado, ¿cómo va a estar vivo? Ni la razón ni la ciencia podrían avalar un hecho así.

Pero sí la vivencia real: ¡sus amigos lo han visto! Y pocos días después, será el mismo Tomás quien tendrá que rendirse a la evidencia. Toca mis manos y mis pies, pon tus dedos en mi llaga, dice Jesús, y no seas incrédulo sino creyente.

La resurrección de Jesús no es un símbolo, ni una leyenda, ni una parábola teológica. Estos episodios evangélicos, narrados con tanta sobriedad, son experiencias auténticas, vividas con el asombro y el desconcierto naturales de quienes han visto morir a su maestro… ¡y vuelven a verlo vivo entre ellos! Jesús los irá enseñando, poco a poco, para que puedan asimilar lo ocurrido. Tiempo después, todos se lanzarán por el mundo a comunicarlo y muchos creerán.

Hemos de aprender a aceptar el misterio, que nos envuelve y que forma el núcleo de las cosas más importantes de esta vida. Es necesario aprender a aceptar a Dios, y aprender que para él nada es imposible. Quien lo ha creado todo, ¿cómo no va a poder resucitar la carne?

Juan evangelista nos dice que ha escrito todos estos signos y señales de Jesús para que creamos en él y en él tengamos vida. Después, en su carta, detallará más en qué consiste esta vida. Es la segunda lectura de este domingo, muy densa teológicamente, que vale la pena leer y meditar despacio.

Todo el que cree en Jesús ha nacido de Dios. ¿Qué significa esto? Que la fe es una apertura del alma que nos permite acoger la presencia de Dios. Nacer de Dios es darle un lugar en nuestra vida, pertenecer a él, ser suyos. Y quien nace de Dios tiene una vida con una profundidad y plenitud insospechada. Todo cuanto haga estará empapado de divinidad.

Pero ¿cómo conocer al que dice que ama a Dios y al que realmente lo ama? Puede haber mucha fe de palabra, pero poco consistente… Juan nos da la prueba: quien ama a Dios, cumple sus mandamientos. Quien ama, hace. Obras son amores y no buenas razones. Amar es actuar de una cierta manera, al modo de Dios. Los mandamientos, como nos enseña Jesús, se resumen en el amor. Amar es el oficio de Dios… ¡y el nuestro!

Los mandamientos de Dios no son pesados, porque todo lo que viene de Dios ha vencido al mundo. ¿Por qué a veces cuesta amar, ser honesto, sincero, no envidiar y ser generoso? ¿Por qué el bien se nos hace cuesta arriba? Todos tenemos limitaciones y obstáculos, pero quizás el problema es que no nos hemos entregado del todo a Dios. No hemos abierto del todo nuestra alma. La luz de su amor entra por resquicios, pero hay muchas zonas oscuras, muchas reticencias, mucha obstinación: esto es lo que nos hace difícil amar. El mundo, es decir, la tendencia al egoísmo, nos pesa y nos dificulta ese amor alegre y valiente, propio de los santos. Jesús dijo que su yugo era suave y ligero, y Juan nos dice que quien es de Dios vence al mundo. ¡No hay mal que se le resista! Esta convicción nos ha de llenar de coraje y ánimo. Nosotros seguimos siendo débiles y fallamos, pero con Dios todo lo podemos.

Creer es más que creer en la existencia de Dios. Creer es confiar. Creer es contar con él. Creer es dejarlo todo en sus manos, incluida nuestra vida. Y, con él, caminar, correr, volar a donde nos guíe el soplo del Espíritu. Creer es dejarse llevar, sin miedo. ¿Cómo temer al que nos ama más que a su propia vida?

Quien cree en el Hijo del Hombre es el que vence al mundo. Creamos, confiemos, depositemos nuestra vida, deseos, esperanzas y preocupaciones en manos de Jesús. Con él venceremos. Con él viviremos resucitados. Y podremos transmitir esa luz a muchas personas que tienen hambre de esta vida nueva que se nos ofrece gratuitamente, como el agua y la sangre que fluyen del costado de Cristo: agua de vida.

2018-03-28

Resucitar

Domingo de Pascua de Resurrección - B

Hechos 10, 34-43
Salmo 117
Colosenses 3, 1-4
Juan 20, 1-9


¿Qué significa resucitar? Los cristianos basamos nuestra fe en la resurrección de Cristo. En el Credo repetimos, cada vez que asistimos a Misa: «Creo en Jesucristo… que fue crucificado, muerto y sepultado; resucitó al tercer día…» Sabemos que Jesús pasó de la muerte a otra vida, inmortal e infinita, como no podemos imaginar.

Sí, lo creemos, y celebramos este domingo de Pascua con solemnidad y con ánimo festivo. Que Jesús, tras una muerte tan atroz, resucitara, ¡es una gran noticia! Que Jesús sea Dios, vivo y entre nosotros, es un misterio que nos remite a un amor infinito.  

Pero hoy, veinte siglos después… ¿De qué manera nos afecta la resurrección de Jesús? ¿Cambia nuestra vida, como cambió la de los apóstoles y la de tantos seguidores de Jesús a lo largo de la historia? ¿O es simplemente una verdad que creemos y confesamos, para luego volver a casa, a nuestras faenas, y seguir como siempre?

Como preguntaba un niño en catequesis: «Está muy bien que Jesús resucitara… pero ¿y nosotros?»

San Pablo en la carta a los colosenses, que leemos hoy, nos dice: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba…»

Es decir, san Pablo supone que los cristianos ya estamos resucitados con Cristo. ¿Cómo entenderlo? Todos vamos a morir, ¿cómo podemos estar resucitados?

La resurrección es una promesa que Jesús nos hace a todos: nos llama a vivir como él para unirnos a él de tal manera que, cuando muramos, también podamos resucitar. Dios nos resucitará como lo hizo con él. Y cuando estemos resucitados estaremos más allá del tiempo y del espacio, viviremos en el eterno presente de Dios, con él. Por eso, como algún día viviremos esta vida resucitada, ahora ya podemos empezar a saborearla de alguna manera. Es como si un niño aún no nacido, en el vientre de su madre, comenzara a soñar la vida que tendrá una vez salga a la luz. Vivir resucitados es vivir en la tierra como si ya estuviéramos en el cielo: con la misma alegría, gratitud y confianza. Nada nos puede tumbar ni abatir, porque sabemos Dios nos tiene preparada una vida eterna y plena.

Sigue san Pablo: «Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios.» ¿Qué significa que hemos muerto? Pues que hemos cambiado de vida. Hemos dejado atrás lo que nos separaba de Dios: orgullos, desconfianzas, miedos, cerrazón. Hemos muerto al mal, al egoísmo, a vivir centrados en nosotros mismos. Este proceso es como una muerte, un parto. Y después iniciamos una vida que, durante nuestros años en la tierra es una semilla plantada, una vida «escondida en Dios», como dice Pablo. Qué bonita imagen: nuestra vida está escondida, arropada, mecida en el seno de Dios. Él nos sostiene y él nos hará brotar, un día, como planta resucitada en su Reino.

¿Somos conscientes de todo esto? La fiesta de Pascua, con el ciclo litúrgico de la Iglesia, nos lo recuerda, año tras año. Vivamos en Cristo. Crezcamos en él. Que año tras año nuestra semilla vaya brotando un poco más. Vivamos en la tierra como en el cielo. Aceptando los contratiempos que nos vienen, sin perder la paz ni la alegría profunda que da saberse resucitados.

Nuestra fe tiene que ser más que creencia: tiene que ser vida. Se notará cuando realmente vivamos resucitados y, como dice Pablo, dejemos de interesarnos por las cosas de este mundo y aspiremos a «los bienes de arriba». Las cosas de este mundo son brillantes y tentadoras, todos lo sabemos: dinero, confort, prestigio, reconocimiento, éxito, fama y proyección social… Pero todas, al final, son caducas y nunca sacian nuestro corazón. Perseguirlas nos estresa, nos agota y nos entristece. Las cosas de «arriba» son las que realmente nos alimentan y nos dan plenitud. Más que cosas, son personas. Es Jesús. Es Dios. Y, en ellos, todos aquellos a quienes amamos. Como decía Jesús en la santa Cena: «donde yo voy quiero que también vengáis vosotros». Dios no romperá nunca nuestros vínculos de amor. Al contrario: con él los viviremos en una inagotable plenitud.

2018-03-22

Obediente hasta la muerte

Domingo de Ramos - B

Isaías 50, 4-7
Salmo 21
Filipenses 2, 6-11
Marcos 15, 1-39

La lectura de San Pablo, hoy Domingo de Ramos, resume con pocas frases, pero muy hondas, todo el sentido de la vida de Cristo.

Nos habla de su pasión, de su muerte, pero también del último capítulo de su vida, que no está teñido de oscuridad, sino que es luminoso y nos abre una puerta al infinito.

«Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios». Cuántas personas quieren ensalzarse, ser grandes, divinizarse. Hoy, incluso, muchas tendencias filosóficas o espirituales insisten en hacernos creer que somos divinos, quizás para subir nuestra autoestima. Resulta que Dios actúa de manera muy distinta. El Altísimo se abaja, se humaniza por completo, no se vale de su poder. Antes de poderoso, como decía el papa Francisco, Dios es todo-amoroso, y si asume su humanidad, lo hace a todas, sin concesiones. Hasta la muerte. Jesús no fue un superhombre ni un espíritu disfrazado: fue plenamente humano.

«…tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.» Aquí hemos de entender la palabra esclavo como servidor, no como alguien privado de libertad. Jesús fue profundamente libre, ¿qué valor tendría la entrega o la obediencia forzada de un esclavo? Pero desde su libertad obedeció, porque su voluntad era una con el Padre, y esta voluntad era servir hasta el fin, hasta el extremo de morir.

«Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”». Si la vida de Jesús hubiera terminado con la muerte en cruz, sería una historia trágica, una más, de un hombre bueno injustamente condenado, de un profeta víctima de los poderes de su tiempo, de un visionario cuyo proyecto fracasó pisoteado por los intereses de los gobernantes. Sería una historia hermosa, pero triste y desesperada. ¿Por qué murió Jesús? ¿Para qué?

Si Jesús hubiera sido simplemente un hombre justo, un gran profeta o un sanador humanitario, hoy muy pocos lo recordarían, y no tendría millones de seguidores. Pero después de su muerte ocurrió algo que ha cambiado toda la historia humana, y que nos prueba que Jesús, además de hombre, es Dios.

«…al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.» Jesús es Señor y todo el universo se postra ante él. ¿Cuál fue el camino hacia la gloria? La cruz. ¿Cómo se elevó? Humillándose. ¿Cómo ascendió al cielo? Abajándose. Muriendo en cruz, Jesús nos muestra un camino hacia el Padre: su camino, el camino del servicio, de la entrega, del amor hasta el fin, de la coherencia vital.

Ante la amenaza de muerte Jesús sufrió una terrible angustia y horas de pasión, en Getsemaní. Después sufrió la tortura de un condenado como cualquier criminal. ¿Qué podía haber hecho? Ante una muerte tan atroz cualquiera de nosotros tendería a una de dos: huir o rebelarse. O luchas contra tus enemigos, combatiéndolos con fuerza, o bien escapas para salvar tu vida. Otra opción ante el peligro es paralizarse: quedarse inmóvil, como muerto, no hacer nada. Si Jesús hubiera dejado de predicar y de curar, y hubiera vuelto a su casa, a la tranquilidad de Nazaret, probablemente hubiera evitado la cruz.

Pero Jesús no optó por ninguna de estas tres reacciones. No se rebeló, no huyó ni se quedó paralizado. Vivió intensamente hasta el último suspiro y murió gritando, con fuerza, exhalando toda su energía vital. Jesús vivió ardiendo hasta el final.

Y Dios Padre lo resucitó. También este será nuestro destino. Por eso todos somos invitados a vivir como Jesús, consumiéndonos como una vela que arde por amor, entregándonos hasta el fin, aceptando rechazos y humillaciones. Todo por amor. Ese mismo amor que nos da vida ahora y que, un día, nos resucitará.

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2018-03-15

En su angustia fue escuchado, aprendió a obedecer

5º Domingo de Cuaresma - B

Jeremías 31, 31-34
Salmo 50
Hebreos 5, 7-9
Juan 12, 20-33

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La breve lectura de san Pablo, hoy, enlaza con el evangelio. San Pablo tuvo un encuentro personal y místico con Cristo, y le fueron revelados momentos íntimos y profundos de la vida de Jesús y de su relación con el Padre. Por eso Pablo dice que Jesús rezó, con angustia y con llanto, suplicando a Dios que lo librara de una mala muerte, de la tortura y la crueldad. Esta es una de las caras más humanas, más cercanas de Jesús. Su corazón no es de piedra. En el evangelio que leemos, Jesús mismo confiesa su turbación: «mi alma está agitada», dice. Como humano, teme el dolor y la muerte, y tiembla ante los sufrimientos que le esperan. Sabe que los sacerdotes y los jefes del pueblo quieren acabar con él. Pero esta agitación interior no le echa para atrás. El valor está en asumir el miedo y el dolor y seguir adelante. Reza, sigue confiando en su Padre, y este le responde. «He glorificado mi nombre y volveré a glorificarlo».

¿Qué significa que Dios glorificará su propio nombre? Pues que Dios no fallará: actuará como lo que es, como Dios, coherente con su ser. Y Dios es amor, un amor que todo lo puede y todo lo supera. Que Dios glorifique su nombre significa que ni el mal ni la muerte podrán vencerlo. Jesús morirá, sí, pero ese no será el final. Su resurrección superará toda expectativa y toda previsión, y abrirá una nueva era a la humanidad. Porque la resurrección de Jesús es preludio de la que todos vamos a experimentar, un día. Cuando Pablo dice que Jesús nos da la salvación eterna se refiere a esto: no sólo nuestra alma será inmortal. Nuestro cuerpo también disfrutará de esta vida sin fin que nos ofrece Dios.

Es un misterio, pero los evangelios se han escrito para que sepamos que esto será así. El mejor testimonio es el mismo Jesús y su mensaje, que Pablo y los apóstoles intentaron transmitir con la máxima fidelidad y entusiasmo. La muerte es un destino que nos aguarda a todos. Pero hemos de saber que el último capítulo de nuestra vida no es este, sino la vida eterna.

Un rasgo de Jesús destaca Pablo: Jesús, siendo Hijo, y siendo Dios, fue obediente. ¡Cuántas reticencias despierta esta palabra! Cómo nos cuesta. Nos parece que obedecer es renunciar a ser uno mismo, someterse, aniquilarse. Hoy vivimos en una cultura de afirmación del yo: nadie quiere renunciar a ser él mismo, nadie quiere morir, nadie quiere dejar de ser lo que es… ¿Cómo entender la negación de sí mismo? ¿Y cómo entender la segunda parte de la afirmación de Jesús? Quien se aborrezca a sí mismo, se guarda para la vida eterna. ¿Es posible entender esto?

Jesús habla del grano de trigo de muere y da fruto. Él supo someterse a todas las limitaciones humanas, incluidos el dolor y la muerte. Se entregó hasta el final: fue un grano de trigo, que, enterrado, dio fruto fecundo.

Nosotros, si queremos formar parte de él, hemos de imitarle. ¿Cómo? Entregándonos hasta el fin. Sirviendo a los demás. Abriéndonos a Dios, al prójimo, al mundo. Fuera egoísmos: el grano que germina se abre en la tierra. También nosotros, si abrimos el corazón y gastamos nuestra vida para el bien de los demás, seremos fecundos, aún sin proponérnoslo.

Apertura de corazón. Y obediencia, como Jesús. No se trata de caer en activismos, por muy humanitarios y bien intencionados que sean. El activismo corre el riesgo de convertirse en nuestra gran obra, nuestro pedestal, motivo de vanidad inconfesada. A veces lo mejor que podemos hacer es escuchar al otro y responder a su llamada, a su petición, a su necesidad. Aprender a amar al otro como necesita ser amado, y no como yo quiero; integrarse en un apostolado adaptándose al pastor, al sacerdote, a los demás, y no como yo querría; aceptar los afanes de cada día y la realidad como es, y no como yo la desearía. Vivir con humildad y coraje, amando siempre, incluso cuando no es posible hacer otra cosa que estar, estar ahí, al lado del que sufre, acompañando. El mayor heroísmo, decía santa Teresita, no es una gran proeza, ni un gran sacrificio, sino un acto de sincera y callada obediencia.

Decía el papa Benedicto que quienes quieren cambiar el mundo y hacen muchas cosas no lograrán demasiado; pero quienes se entregan hasta el final, esos construirán el futuro. Ese es el secreto. Entregarse hasta la última gota de sangre. Y Dios, como hizo con su Hijo, nos resucitará.

2018-03-08

Por pura gracia, todo por amor

4º Domingo de Cuaresma - B

Crónicas 36, 14-23
Salmo 136
Efesios 2, 4-10
Juan 3, 14-21

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Existe en las filosofías tradicionales una tendencia a pensar que los males del mundo son consecuencia de nuestros actos, y en buena medida esto es cierto. Lo que siembres, eso recogerás, y desde el punto de vista humano, es así. Somos responsables de lo que decidimos y todo lo que hacemos da un fruto, bueno o malo, fecundo o destructivo.

Desde un punto de vista religioso, podemos llevar este razonamiento más lejos: Dios castiga las malas obras y premia, en cambio, las buenas. Así se nos enseñó a muchos de nosotros cuando éramos niños. Quizás se nos habló mucho del castigo y se nos explicó poco qué era la gracia.

En la segunda lectura de hoy san Pablo nos da una lección maravillosa sobre cómo es Dios y cómo se porta con nosotros. Contrasta con la primera lectura del Antiguo Testamento, donde se dice que Dios primero se compadeció de los pecados del pueblo y les envió profetas para avisarlo. Al no hacer caso, su ira se encendió y les envió un terrible castigo: la invasión de los caldeos, que arrasaron el país, incendiaron Jerusalén, destruyeron el templo y se llevaron al exilio a una parte de la población. La catástrofe fue consecuencia de la infidelidad de Israel a Dios. Los años del exilio fueron una especie de purgatorio, de correctivo, para enseñar al pueblo cómo volver al buen camino. Pasados 40 años, Dios permite al pueblo regresar, reconstruir su templo y rehacerse.

Con Jesús, el panorama cambia. Dios ya no envía mensajeros, ¡viene él mismo en persona! Y no viene a juzgar ni a condenar, sino a salvar. Quiere rescatar a toda la humanidad. ¿Cómo? Vive haciendo el bien y muere en la cruz, entregándose por todos. Nos abre las puertas del cielo y nos regala una vida eterna y plena, a todos sin excepción. No mira si somos buenos o malos, si lo merecemos o no: su ofrenda es por todos. Es un regalo de Dios, dice Pablo, no fruto de nuestras buenas obras, para que nunca podamos presumir de ellas.

Así es Dios: bueno, amante, enamorado de sus hijos y derrochador de gracia y amor. Nos viene a traer su vida, a manos llenas. Y gratis. Lo único que tenemos que hacer es recibirla, abrirnos a la luz. Lo único que necesitamos es creer, confiar, aceptar su regalo, esa mano tendida que nos salva de la vida penosa, del sinsentido, de la muerte. Basta acoger a Jesús, en nuestro corazón, y dejarnos llenar por él.

Muchas espiritualidades modernas se basan en la fuerza de la voluntad y en el esfuerzo personal para poder transformar nuestra vida. Se habla de resetear nuestra conciencia, de reprogramarnos, de cambiar de ideas o de esquemas mentales… La verdad es que todos, por mucho que lo intentemos, podemos cambiar algo, pero siempre acabamos topando con los mismos obstáculos, ¡nos cuesta mucho dejar de ser nosotros mismos!

Pablo sabía mucho de este voluntarismo estéril: él era un buen ejemplo.  Se esforzaba por ser perfecto y al final confesaba que hacía el mal que no quería, y no podía hacer el bien que deseaba. Su vida era una continua lucha interna hasta que se topó con la gracia de Dios… y cayó del caballo. Después de su encuentro con Jesús, Pablo nos propone otro camino. Sólo Dios puede transformarnos y cambiar nuestra vida en aquello que sea necesario, pues él nos ama y nos acepta tal como somos. Nos ha hecho vivir con Cristo, dice Pablo. Nos ha resucitado y nos ha sentado en el cielo con él. Transidos de su amor, podemos actuar de otra manera: son esas buenas obras que brotarán de nosotros cuando nos hayamos dejado moldear por él. No es que tengamos que ser diferentes, sino, como decía Martín Descalzo, lo que necesitamos es cambiar de dirección, de camino.

Pablo nos habla de la gratuidad de Dios y de la salvación. No creamos, como los fariseos, que “nos ganaremos” el cielo a pulso, por nuestros méritos. El cielo ya lo tenemos, regalado y gratis. Sólo basta acogerlo y aceptarlo. Y para ello se necesita una enorme humildad.

Una vez aceptamos el regalo… ¡qué paz y qué gozo tan inmensos! Entonces empezamos a vivir, en verdad, una vida resucitada, ya en esta tierra.

2018-03-02

No tendrás otros dioses frente a mí

3r Domingo de Cuaresma - B

Éxodo 20, 1-17
Salmo 18
1 Corintios 1, 22-25
Juan 2, 13-25



Las tres lecturas de hoy tienen mucho jugo y enseñanzas, pero en el fondo, todas apuntan a un mismo mensaje: el primer mandamiento, el amarás a Dios sobre todas las cosas. Esta es la gran pasión de Jesús: amar, permanecer unido y cumplir la voluntad del Padre.

La primera lectura, del Éxodo, nos presenta una versión del Decálogo. La ley era uno de los pilares de la cultura judía. Para los israelitas, la ley los convierte en un pueblo, una comunidad compacta y unida. Hay algo en sus leyes que los distingue de otros pueblos de la antigüedad: la primacía de Dios en todo. El primer mandamiento, que implica todos los demás, es poner a Dios en el centro de nuestra vida. Amar a Dios, nuestro creador, nuestro padre, el que nos hace existir, cambia toda nuestra vida y de ese amor se desprende una moral y unos principios éticos en nuestra convivencia familiar y social.

Pero ¿qué sucede? Que, igual que en otras culturas, la ley acaba convirtiéndose en una norma rígida, en un corpus cada vez mayor y más complejo de reglas, preceptos y prohibiciones. De la imitación de Dios se pasa a una obediencia servil y vacía de experiencia. Al final, queda poco de aquel espíritu original. Uno se pierde en detalles y da importancia a lo accesorio, olvidando lo esencial. Se canonizan costumbres y tradiciones humanas y se olvida lo básico, que es el amor y el culto a Dios.

El otro gran pilar del judaísmo era el templo. La morada de Dios, su presencia en medio del pueblo, era un lugar sagrado. Pero sucede igual que con la ley. De ser un lugar de oración y adoración, pasa a convertirse en un mercado, donde la gente compra y vende, donde se regatea con Dios y se quiere pagar el cielo a plazos, donde los sacerdotes cobran impuestos y diezmos, lo que hoy llamaríamos una “máquina de hacer dinero”.

Jesús se rebela contra todo esto. Él respeta la ley, como buen judío, y respeta el templo, pero se indigna ante la degradación de ambos. En muchas ocasiones se enfrenta a los fariseos porque cumplen la ley a rajatabla, pero les falta caridad, misericordia y amor, ¿de qué les sirven tantos preceptos, si no es para ser mejores personas? Y esta vez se enfrenta a los mercaderes del templo en un gesto profético que asusta a unos y entusiasma a otros. En realidad, Jesús se está enfrentando, más que a los vendedores de animales y a los cambistas, a los responsables del templo, que permiten todo ese trasiego. Hacía mucho tiempo que ningún profeta mostraba la vaciedad y la falsedad del culto del templo, reducido a un puro mercadeo. Jesús se enoja, y mucho. ¡No convirtáis la casa de mi Padre en una cueva de ladrones!

La actualidad de estos episodios sigue vigente hoy. Los cristianos tenemos una “doctrina”, unos preceptos y unas enseñanzas que hemos acabado convirtiendo en leyes rígidas, a menudo desconectadas del amor y la caridad. Corremos el riesgo de ser perfectos practicantes y penosos humanos; cristianos ejemplares, pero con el corazón duro hacia nuestros semejantes. ¿Y dónde está el mercadeo del templo? En nuestra actitud hacia Dios: te doy para que tú me des. Te ofrezco oraciones, misas, limosnas, donativos, incluso buenas obras, ¡para que respondas a mis peticiones! Nos hemos olvidado de la frase del Padrenuestro: hágase tu voluntad… y pretendemos comprar a Dios para que sea él quien haga nuestra voluntad.

El primer mandamiento, de tan sabido, lo tenemos arrinconado. Damos por supuesto que sí, que adoramos a Dios, pero ¿lo amamos sobre todas las cosas? ¡Qué pocos podríamos afirmarlo! Quizás nadie. Cuántas cosas y personas ponemos por delante de Dios. Y pueden ser muy buenas: nuestros seres queridos, nuestra familia, nuestro trabajo, una vocación… No se trata de dejar de amar todas estas personas y cosas, sino ponerlas en su lugar. Sólo Dios puede llenar nuestro corazón, de verdad. ¿Por qué, entonces, no entregárselo a él?

En cuanto al templo, en la Iglesia también podemos dar excesiva importancia a lo aparente: ritos, ornamentos, oraciones, incluso obras humanitarias y muchas, muchas actividades pastorales. Pero dejamos apartado a Dios. ¿Cuándo tenemos tiempo para él, sólo para él? Nos falta mucho silencio, mucha intimidad con Dios.

Lo que importa es Dios. Y el amor a Dios se refleja en el amor al prójimo. Lo demás es secundario. Este es el único testimonio, el mejor y el más creíble que podemos dar los cristianos al mundo: mirad cómo se aman. En el mundo la gente pide otras cosas. San Pablo lo resume magníficamente: los judíos piden signos, los griegos sabiduría. Hoy la gente pide milagros (si creen) o pruebas científicas (si son muy racionales). Nuestra sociedad se mueve entre la superstición y el racionalismo ateo. Pues bien, en la Iglesia no ofrecemos ni prodigios ni ciencia, tan sólo a Cristo, que es el amor de Dios hecho carne y presente entre nosotros. Un Dios crucificado, pobre y doliente… ¡tan escandaloso hoy como hace dos mil años! Nos piden magia, que es manipulación espiritual, y no podemos dar esto. Nos piden certezas científicas, sólidas como una ley, y tampoco podemos darlas. Pero siempre, en todo lugar, y con toda persona, podemos imitar a Cristo y dar amor.

Aquí puedes descargar la homilía en pdf.

2018-02-22

Si Dios está con nosotros...

2º Domingo de Cuaresma - B

Génesis 22, 1-18
Salmo 115
Romanos 8, 31-34
Marcos 9, 2-10

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Las lecturas de este domingo son impresionantes y nos sitúan ante momentos álgidos y misteriosos de esta larga historia de amor entre Dios y la humanidad. La primera lectura es el relato del no-sacrificio de Isaac. Muchos hacen hincapié en el aspecto más sobrecogedor de la historia. ¿Cómo Dios puede pedir a un padre que sacrifique a su único hijo, el que ha esperado durante tantos años, el que Dios mismo le prometió? Pero, en realidad, Dios no quiere esa oblación y él mismo detiene la mano de Abraham. Las explicaciones a este episodio son múltiples: Dios quiere acabar con los sacrificios humanos, que eran algo común en los pueblos cananeos de la antigüedad. Dios pone a prueba la fidelidad de Abraham. Dios no quiere sacrificios, sino lealtad y amor sincero. Lo único que pide es que le pongamos a él por encima de todo. Es la fe y la adhesión al Dios único que permea todo el Antiguo Testamento.

Pero vayamos al evangelio. El relato también nos sitúa en la cima de un monte. Los montes son los templos de la naturaleza, lugares sagrados de encuentro con Dios. En este monte no sucede un sacrificio, sino una revelación: Jesús aparece en toda su gloria ante sus tres discípulos más íntimos, más amados. Pedro, Santiago y Juan lo ven transfigurado entre dos personajes, Moisés y Elías. El Hijo de Dios aparece resplandeciendo con luz propia entre los dos puntales de la fe de Israel: la ley y los profetas. Jesús culmina la ley, Jesús es la promesa cumplida que anuncia el profetismo.

En la primera lectura veíamos al Dios que pide total adhesión. Es el hombre quien asciende hacia él, con esfuerzo y sacrificio. En la segunda, vemos al mismo Dios que se comunica: ya no es el hombre quien sube, es él quien baja, se revela y se ofrece a sí mismo. Se terminaron los sacrificios, pues Jesús mismo es la ofrenda.

¿Cómo entender estas lecturas y aplicarlas a nuestra vida, hoy?

Dios está con nosotros. Y no sólo en espíritu, sino en presencia física, con Jesús, primero en la tierra, y ahora en la eucaristía, en el pan. La gran novedad cristiana es que nuestro Dios, siendo todopoderoso y fuente de nuestra existencia, no nos exige ni nos pide nada: al contrario, nos lo ofrece todo.

San Pablo lo expresa en su carta a los romanos: Dios no quiere someternos a su poder, sino elevarnos a su altura. Nos lo da todo y, al final, entrega a su propio hijo. No somos nosotros quienes le ofrecemos sacrificios: Dios se ofrece él. ¿Cómo no nos lo dará todo, con él?, dice san Pablo. Si creemos esto y lo vivimos, nada tiene que asustarnos, nada puede angustiarnos, nada debería quitarnos la alegría y el gozo de existir. Incluso con una vida cargada de problemas, ¿qué son todas las dificultades al lado de saberse tan amado por Dios?

Ya ni siquiera tenemos que pedirle nada. ¡Él sabe lo que necesitamos y él mismo intercede por nosotros! Hay una gran tarea que hemos de aprender, superando nuestros orgullos y afanes de ser más… aunque sea más buenos, más virtuoso y más incansables. Nuestra gran tarea es dejarnos amar por él. Dejarnos salvar por él. Dejarnos santificar y transformar por él. Dejarnos convertir en otros Cristos, ungidos, amados y revestidos de la luz de Dios.

Quizás este sea el sentido más genuino del sacrificio y el ayuno, una de las prácticas recomendadas en Cuaresma. Frente al activismo y el voluntarismo, que pueden esconder un sutil orgullo o autosuficiencia espiritual, está la actitud de abandono y receptividad. Frente al sacrificio, que puede convertirse en un acto de vanidad y soberbia espiritual, el sacrificio que realmente agrada a Dios es que nos dejemos amar por él. Que seamos dóciles a su Espíritu, el único que puede cambiarnos y renovarnos por dentro. 

¿Por qué nos cuesta tanto?

Confiemos. Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?

2018-02-16

El inocente por los culpables

1r Domingo de Cuaresma - B

Génesis 9, 8-15
Salmo 24
Pedro 3, 18-22
Marcos 1, 12-15

Estamos ya en tiempo de Cuaresma, que nos prepara para la gran fiesta cristiana, la Pascua. En este primer domingo las lecturas nos hablan del pacto de Dios, de la salvación de Dios, y del reino de Dios. ¿Qué significan estas palabras, que estamos tan acostumbrados a oír? Quizás no comprendemos del todo su hondura y hasta qué punto pueden cambiar nuestras vidas.

La primera lectura nos habla del pacto de Dios con la humanidad, tras el diluvio. Es un relato simbólico que viene a expresar una alianza muy desigual: Dios se compromete a no volver a destruir la humanidad, amándola y protegiéndola siempre. No hay otra condición, ni compromiso requerido por parte del hombre. Es un pacto unilateral en el que Dios lo compromete todo. Esta era la experiencia de los judíos en el Antiguo Testamento: Dios, que tiene el poder para crear y destruir, decide renunciar a este poder y permite que la humanidad crezca y se expanda libremente, aunque esta, algún día, pueda volverle la espalda de nuevo.

En el evangelio, se nos habla de las tentaciones de Jesús, muy brevemente, sin detallar cuáles fueron. Marcos explica, simplemente, que Jesús fue tentado, superó las propuestas del Maligno, y empezó a anunciar el reino de Dios. ¿Cuáles fueron las tentaciones? Quizás todas ellas puedan resumirse en una: ya que eres hijo de Dios, ¿por qué no utilizas tu poder para implantar tu reino? ¿Por qué no valerte de tu omnipotencia y ahorrarte trabajo y sufrimiento?

Pero este no es el estilo de Dios. Jesús también renuncia a su poder y se lanza a predicar el amor de Dios a pie, entre sus gentes, pueblo a pueblo, casa por casa y persona a persona, con sencillez y sin grandes alardes. Dios no ha elegido salvarnos desde una posición de superioridad, espectacular o abrumadora, sino desde la humildad de Jesús, hecho hombre como nosotros. Nos salva abajándose, poniéndose a nuestra altura en todo: en la necesidad, en la fragilidad, en el conflicto ante la incomprensión de muchos, incluso en la tentación, porque fue tentado como lo somos nosotros. Pasó por todo lo que pasamos nosotros, porque sólo así podía salvarnos.

San Pedro, años después, explica a fondo el gesto de Jesús en su carta, la que leemos hoy: «Con este Espíritu (el de Dios) fue a proclamar su mensaje a los espíritus encarcelados que en un tiempo habían sido rebeldes, cuando la paciencia de Dios aguardaba…». La misión de Jesús es liberadora. Lejos de él esa imagen del Dios temible y tirano, que nos oprime con su poder, nos controla y nos juzga. A quienes critican la religión cristiana por ser opresora, bastaría explicarles bien el evangelio para que vieran que el mensaje de Jesús es lo contrario de la esclavitud. Dios no esclaviza. Al contrario, cuando queremos librarnos de Dios es cuando caemos esclavos de muchos otros poderes que no tienen nada de humanitarios y amables.

¿De qué nos libera Jesús? No nos libera de nuestras circunstancias, ni de nuestros problemas cotidianos, ni de otras personas, sino de algo mucho más profundo y destructivo que está en la raíz de todos los males. Pedro habla de espíritus prisioneros, almas encadenadas por la rebeldía. ¿Cuántas personas se han sentido así, alguna vez? Esclavas, atadas no sólo por las obligaciones, la pobreza o la opresión de los poderosos, sino por el sutil y engañoso poder del mal. En el fondo, lo que nos encarcela el alma son esas tendencias que nos encierran en nosotros mismos: la autosuficiencia, la vanidad, el miedo y la desconfianza. Nos atan la pereza, la impaciencia, la rabia y la tristeza. Todas nos dividen y crean barreras con los demás, provocan conflictos y malentendidos, y en último extremo hasta violencia. El problema es que muchas veces no reconocemos esos males que, como cánceres ocultos, crecen dentro de nosotros.

Jesús asume todo este mal que nos corroe y lo carga sobre sí mismo. Su bautismo, dice san Pedro, nos limpia, no físicamente, sino espiritualmente. Un baño del Espíritu Santo nos purifica hasta el fondo. Y nos hace vivir de forma nueva, con la alegría y la libertad propias de los hijos de Dios, de quienes se saben infinitamente amados por él.

El inocente muere por los culpables para que todos se salven por él. Explicaba un sacerdote en su homilía que Jesús hace por nosotros lo que haría el hijo de un juez ante un condenado por sus delitos. «Padre, este condenado es culpable, pero deja que sea yo quien cumpla la pena por él». Y el juez, que es tan compasivo como su hijo, se lo permite… ¡por amor y compasión hacia el condenado! Sólo un Dios lleno de misericordia puede hacer algo así. El Padre lo hace, Jesús asume nuestras culpas y nosotros revivimos su gesto de entrega en cada eucaristía. Muere por nosotros. Resucita por nosotros: nos resucita y nos hace renacer. ¡Basta ser consciente de esto como para vivir con una alegría exultante!

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2018-02-09

Para gloria de Dios

6º Domingo Ordinario - B

Levítico 13, 1-46
Salmo 31
1 Corintios 10, 31-11, 1
Marcos 1, 40-45

Este domingo es la Jornada Mundial del Enfermo. Las lecturas de hoy nos sitúan en tres posiciones diferentes respecto a la enfermedad. Por un lado, tenemos el libro del Levítico, que prescribe ciertas normas para alejar a los leprosos y evitar el contagio. Son leyes que piensan en el bienestar general de la comunidad, pero no en el bien concreto del enfermo, que se convierte en un marginado, sin derecho alguno. Al dolor de la enfermedad física se suma el de su aislamiento social y familiar. Estas leyes, por razonables que parezcan, se alejan de la misericordia de Dios.

En el evangelio, por contraste, encontramos a Jesús curando a un leproso e ignorando las leyes de Moisés: se acerca a él y lo toca. Para Dios no hay marginados, él quiere la salud y la vida de todos. Eso sí, Jesús tampoco quiere romper con la tradición de su pueblo y manda al leproso que vaya a hacer la ofrenda prescrita por la ley, por haber sido curado. La ley margina, Dios sana e integra. La normativa separa, señala y divide. Dios reúne y restaura. Y esto nos debería hacer pensar en nuestra actitud ante la enfermedad y los enfermos.

La enfermedad es una realidad que nos sitúa ante nuestros límites y pone a prueba nuestros valores y principios. A veces tiene una causa clara, pero otras veces no. Es entonces cuando las personas buscamos todo tipo de explicaciones. Para algunos es una fatalidad, fruto de la mala suerte. Otras veces, la enfermedad es una consecuencia lógica de unos malos hábitos o de una vida poco sana. Hay quienes piensan que tiene un origen emocional y psicológico, que se somatiza de una forma u otra. Para muchos médicos todo se reduce a fallos genéticos del organismo, infecciones, carencias o un proceso degenerativo, a veces inevitable por la edad. En las antiguas culturas era una maldición divina; en Israel se consideraba un castigo por los pecados, propios o heredados de los padres.

Pero todas las explicaciones, físicas o morales, se quedan cortas ante la realidad. El enfermo nos pone contra las cuerdas y nos rompe muchos esquemas. Nos obliga a tocar de pies a tierra y a plantearnos qué significa la vida y la dignidad de la persona. La enfermedad nos pone cara a cara ante el misterio de nuestra fragilidad, el misterio del dolor y de la muerte… ¿Cómo lo vivimos?

Desde la Iglesia hay una respuesta ante el dolor y la enfermedad. No es una respuesta teórica, no es una explicación. Es una acción concreta, que se inspira en los gestos de Jesús. Las antiguas religiones prescribían prohibiciones, tabúes y rituales ante las enfermedades infecciosas. Jesús no las sigue. No se aleja de los leprosos, como vemos hoy. ¿Qué hace? Se acerca, mira con amor. Escucha, atiende, comparte su sufrimiento. Y cura. Utiliza su poder para sanarles y devolverles la dignidad y una vida sana y plena. Las curaciones son de las pocas ocasiones en las que Jesús muestra su poder divino. También lo hará para dar de comer (en la multiplicación de los panes), para alejar el pánico de sus discípulos (calmando la tempestad) y para aliviar el duelo de los familiares, resucitando a dos niños y a Lázaro.

¿Qué hacer ante la enfermedad? San Pablo en su breve exhortación de la segunda lectura nos da una pauta sencilla y profunda. En todo lo que hagamos, demos gloria a Dios. Comiendo, bebiendo, trabajando… o descansando. Sanos o enfermos, en la calle o en cama, activos o en reposo obligado, demos gloria a Dios. También enfermos podemos vivir intensamente. La enfermedad nos enseña algo importantísimo, que es ser humildes y dejarnos amar. Y esto, señalan algunos teólogos, es tan importante o más que amar. Porque quien ama, finalmente, tiene algo que dar, puede sentirse superior, más que el otro. Quien sólo se puede dejar cuidar toca su máxima pequeñez e impotencia, y sólo le queda agradecer.

El papa Francisco señala en su mensaje para esta Jornada del Enfermo un rasgo del cuidado de los enfermos: la alegría. Sí, ¡la enfermedad también puede ser una fiesta! Una fiesta de ternura, de solicitud, de detalles. Una fiesta donde redescubrir el valor de las cosas pequeñas, de una mirada, una caricia, unos minutos, unas horas de silencio o de conversación sosegada junto a un ser querido. Una fiesta donde redescubrir la alegría de dar y recibir. De dar si cuidamos; de recibir si somos cuidados. Una fiesta donde reencontrarnos con el valor de la vida, de toda vida, por el solo hecho de existir, y no por lo que uno hace, tiene o puede. Una fiesta donde descubrir el valor del tiempo “perdido” en estar, solo estar, acompañando a alguien que nos necesita.

“Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo”, dice San Pablo. Jesús fue un hombre sano que curó a muchos. Pero también se dejó cuidar. Se dejó lavar y ungir los pies, y alabó a la mujer que lo hacía. Lavó los pies a sus discípulos. ¿Cómo tratar a los enfermos? Miremos a Jesús. ¿Cómo dar gloria a Dios, estando enfermo? Mirémosle también a él, sentado junto a la mujer, o yaciendo, muerto y descendido de la cruz, en brazos de su madre María. Dócil, paciente, abandonado. Dejándose abrazar y ungir con cariño.  Enfermo también se puede amar, dando, como Jesús, hasta el último aliento.

Sí, Jesús nos abre el camino para vivir la enfermedad de otra manera, nueva y digna, de modo que el dolor y la limitación nunca puedan recortar nuestra libertad y nuestra dignidad de hijos de Dios.

Enlace a la homilía en pdf: aquí.

2018-02-02

Vencer el dolor, apostar por la vida

5º Domingo Ordinario - B

Job 7, 1-7
Salmo 146
1 Corintios 9, 16-23
Marcos 1, 29-39

«¡Ay de mí si no anuncio el evangelio! Si lo hiciera por gusto, esa sería mi paga. Pero si lo hago a pesar mío, es que me lo han encargado. ¿Cuál es la paga? Precisamente, anunciar el evangelio de balde…»

Estas frases de san Pablo son muy conocidas. Pero pueden malinterpretarse, como si se viera forzado, obligado a evangelizar. ¿Es posible anunciar una buena noticia por simple y mera obligación? ¡No! Pablo, más tarde, dice que «siendo libre como soy, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más posibles…» ¿Cómo entender esto?

No podemos imaginar a un Pablo severo, ceñudo y combatiente, anunciando a Cristo con la sola fuerza de voluntad, casi a regañadientes. ¡No hubiera convencido a nadie! ¿Por qué Pablo entusiasmó a tantos? ¿Por qué siguió evangelizando, contra viento y marea, feliz y sereno incluso cuando lo apaleaban o cuando lo metieron en la cárcel? Porque ardía, estaba lleno de amor y de alegría, lleno de Jesús, y toda su vida era anunciar aquella noticia que le había transformado por dentro.

Sólo desde un amor intenso y arrebatador se pueden entender estas expresiones. Pablo era libre, ¡no se puede amar si no hay libertad! Pero esa misma libertad lo empujó a darlo todo por el amado, por Jesús, por anunciarlo. Cuando dice que se hace «esclavo» quiere decir que se adaptó a todo tipo de ambientes, renunciando a sus costumbres, a sus hábitos e incluso a su cultura para poder empatizar y conectar con las gentes. Se liberó de sus propios esquemas para configurarse con Cristo. Pablo hizo lo que hace todo buen misionero: integrarse en el lugar a donde va, aprender su cultura, su historia, sus hábitos; hacerse uno con los habitantes de ese lugar y aprender a hablar su lenguaje. Así, siendo uno con ellos, pudo hablarles de Jesús y su buena nueva.

¿Cuál es esa buena noticia, ese evangelio? La buena noticia es que Dios nos ama, Dios nos da vida, Dios viene hoy a aliviar nuestro dolor y a darnos esperanza. Nuestra vida tiene sentido, y un sentido muy bello. La primera lectura de hoy nos muestra la desesperación de Job, tan humana, en medio su dolor inicuo. El salmo nos muestra el gozo de quien siente que Dios ha venido a sanar los corazones destrozados. El evangelio nos relata cómo Jesús cura a la suegra de Pedro y a cientos de enfermos. Dios viene a darnos vida, salud, fuerza, alegría. Dios es un Dios de vida y no de muerte. ¿Cómo callar un mensaje así?

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