2011-06-22

El alimento del amor

Festividad del Corpus Christi - Ciclo A
Jn 6, 51-58
“Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. El que come de este pan vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi carne, para dar vida al mundo”.

Celebramos hoy la fiesta del Corpus, un acontecimiento central para la vida cristiana. La festividad del Corpus Christi nos hace reflexionar sobre el valor intrínseco de la eucaristía, como presencia palpable de Dios entre nosotros.

La eucaristía, esencial en la vida cristiana

La eucaristía es el gesto sublime de entrega de Jesús. Participar en ella nos ayudará a vivir nuestra vida de una manera “eucarística”, es decir, dándonos a los demás. Para los cristianos, la eucaristía es esencial; es el alimento que nos hace crecer espiritualmente.
Hemos de descubrir la importancia de la eucaristía. Es mucho más que un rito o un precepto a cumplir. Es una invitación a vivir la presencia de Cristo en nuestra vida. Cuántas veces venimos a misa porque toca, por costumbre, o porque en un momento dado nos ayuda y nos proporciona consuelo. El auténtico cristiano sabe centrar su vida entorno a la eucaristía.
Muchos dicen que creen en Dios y no necesitan de la misa, o de la Iglesia y los sacerdotes. El cristiano que cree de verdad que Cristo es el pan bajado del cielo y lo toma compartido en la eucaristía es aquel que realmente quiere vivir su fe de manera auténtica y sincera. Qué lejos están, incluso muchos cristianos, de entender la importancia del encuentro con Cristo sacramental. Hasta los que suelen venir a misa caen en la inercia de la rutina, sin llegar a ahondar en el valor religioso que tiene nuestra participación en la eucaristía. Otros le quitan importancia pues creen que no es esencial. Pero el evangelio de hoy nos recuerda que “El que toma mi carne y bebe mi sangre tendrá vida eterna”.

Jesús, el pan de vida

El evangelio de Juan alude continuamente a la eucaristía. Jesús nos dice que se hace pan para que podamos tomarlo y tener vida eterna. También podríamos decirlo al revés: el que no come el pan y no bebe la sangre de Cristo, el que no participa plenamente de la eucaristía, no tendrá vida perdurable, y su vivencia cristiana se irá apagando. Cristo habita en aquel que toma su cuerpo.

Saciar el hambre del mundo

La plenitud del cristiano es llegar a vivir su vida como Jesús, convirtiéndose en pan para los demás, alimentando y dando esperanza a aquel que está vacío y nada espera. Nuestro desprendimiento nos ayudará a identificarnos con el Cristo resucitado, hecho pan, que se da a todos nosotros.
En la festividad del Corpus, adoramos y veneramos la sagrada Hostia y paseamos por nuestras calles y plazas al “Amor de los amores”, aquel que dio la vida para rescatarnos y nos da la fuerza para levantarnos y que podamos caminar con él.
El mundo necesita más que nunca el pan de Cristo. Ojalá los cristianos nos convirtamos en custodias vivientes, es decir, en Cristos en medio del mundo. Sólo así el mundo dejará de tener hambre, pues aquel que lo puede saciar es Cristo.

El sentido de la adoración

La adoración ante el Santísimo Sacramento significa reconocer la grandeza de Dios y nuestra pequeñez. Nos hace darnos cuenta de que sin Dios no somos nada. Con Jesús de Nazaret, Dios también se arrodilla ante su criatura para levantarla, no para esclavizarla ni convertirse en juez, como nos recuerda el evangelio: “No he venido a juzgar al mundo, sino a salvarlo”.
Benedicto XVI, en una de sus homilías de Corpus, nos recordaba que el mejor antídoto contra las idolatrías es la adoración a Jesús. Sólo a él hemos de adorar. Arrodillarnos ante él también implica no adorar a ningún otro poder terrenal. Sólo en Dios está la fuente de nuestra felicidad.

2011-06-18

La Trinidad: Dios comunicación

Ciclo A
Jn 3, 16-18
“Tanto amó Dios al mundo que ha dado a su hijo único para que no se pierda ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”.

La liturgia de hoy nos invita a profundizar en el núcleo de la fe cristiana: la Trinidad, la revelación de un Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Dios de Jesús es un Dios abierto, cercano, un Dios que se comunica y que vive una relación apasionada con sus criaturas.

Dios Padre, el Creador

Dios Padre es el Creador que nos regala la naturaleza, nuestro hábitat, el espacio donde vivimos y respiramos. También nos regala la misma existencia. Dios es creativo; ha puesto todo su ingenio amoroso al servicio del ser humano para propiciar su desarrollo y su crecimiento. Los cristianos hemos de aprender de la capacidad creadora de Dios abriendo espacios de cielo a nuestro alrededor, ajardinando la Creación. Dios nos ha puesto en medio del mundo para que lo transformemos y hagamos de él un lugar donde podamos vivir llenos de amor y concordia.
La primera persona de la Santísima Trinidad también es generosidad. Podemos verlo expresado en el evangelio: “Tanto amó Dios al mundo que ha dado a su hijo único para que no se pierda ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”.
Podríamos decir que Dios Padre nos regala el don de su Hijo para que alcancemos la felicidad plena. El Padre se desprende del Hijo, incluso asumiendo el sacrificio y el dolor, para rescatar a toda la humanidad. A diferencia de otras religiones antiguas, no son los adoradores quienes rinden culto a Dios ofreciendo sacrificios, sino el mismo Dios quien se ofrece a si mismo por sus criaturas. Como un padre o una madre amorosa, da toda su vida por amor a sus hijos. Este gesto de donación del Padre nos ayuda a darnos cuenta de que hemos de aprender a dar lo mejor que tenemos y somos, siempre para el bien de los demás.

El Hijo

El Hijo, la segunda persona de la Trinidad, es el verbo encarnado, la palabra de Dios viva en Jesús. El Hijo es comunicación. Los cristianos estamos llamados a participar de su gran misión: saber encarnar el amor de Dios hacia todos los hombres. Los cristianos somos también palabras encarnadas y hemos de vivir según la palabra de Dios.
Jesús también es donación; se entrega a sí mismo hasta la muerte por amor. Nos enseña el amor sin límites hasta dar la propia vida por los demás. Es la imagen pura de la oblación, la entrega por amor y fidelidad a Dios.

La fuerza de Dios

El Espíritu Santo es la fuerza que nos hace salir de nosotros mismos. Es libertad, es belleza. Nos ayuda a dar sentido pleno a nuestra vida cristiana. El Espíritu Santo es el que impulsó a los apóstoles a salir más allá de su tierra judía. En el Espíritu hallamos el don de la sabiduría y del discernimiento. Nos empuja a ser Iglesia, comunidad en medio del mundo.

La madurez cristiana

El cristiano culmina su madurez cuando vive plenamente su relación con el Dios trinitario. Ha de ser creador, como el Padre; ha de contribuir a la redención humana, como el Hijo, y debe ayudar a liberar de sus esclavitudes a las gentes que viven al margen de Dios.
No podemos considerarnos adultos como cristianos hasta que no vivimos intensamente las diferentes dimensiones en nuestra relación con Dios. Sentirnos unidos a un grupo o a una comunidad es fundamental. Sin nuestra vertiente eclesial y apostólica no podremos alcanzar esa madurez, esa opción comprometida que nos llevará a anunciar la buena nueva a todo el mundo.
Muchas personas viven bien las primeras fases de su fe: rezan a Dios Padre, van a misa y participan en los actos litúrgicos. Pero se quedan ahí. Les falta el sentido de pertenencia a una comunidad y su compromiso de acrecentarla a través de su vinculación a algún grupo pastoral.
Los cristianos no somos meros consumidores de sacramentos, ni podemos limitarnos a buscar en la fe consuelo y apoyo moral. La nuestra es una fe de alegría y pasión, que conlleva una vocación a ser misioneros incansables, como los mismos apóstoles. La buena noticia que hemos recibido es mucho más que un soporte espiritual: es luz y llama que nos quema por dentro y que hemos de transmitir al mundo. Sólo comunicando esta gran nueva nos sentiremos vivos y podremos palpar que la Iglesia está viva en nosotros.

2011-06-09

Pentecostés

Ciclo A
Jn 20, 19-23
“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo”.

El estallido del Espíritu

Hoy estamos aquí reunidos, celebrando la fiesta de Pentecostés, porque un día ocurrió un acontecimiento que daría lugar al nacimiento de la Iglesia: la irrupción del Espíritu Santo sobre los apóstoles.
La onda expansiva de esta vivencia espiritual llega hasta nosotros gracias al testimonio y al coraje de los primeros apóstoles. Sin su fe ardiente y su celo apostólico, no estaríamos celebrando hoy el sacramento de la presencia viva de Cristo.

Somos parte de una comunidad

Si para la formación del cristiano es bueno fortalecer la relación íntima con Dios a través de la oración, como Iglesia necesitamos fortalecer el vínculo con el Espíritu Santo, que es el que, en definitiva, nos hace sentirnos vivos dentro de ella. Conviene que los cristianos pensemos en qué medida nos sentimos Iglesia, miembros activos de la gran corporación de Cristo.
Los cristianos hemos de aprender a fortalecer los lazos entre nosotros, como comunidad. No somos pequeñas islas hambrientas de trascendencia; somos cuerpo de Cristo, somos hermanos. Estamos llamados a vivir la plenitud de la comunión dentro de la Iglesia.
La Iglesia es el espacio privilegiado donde podemos enriquecernos como familia de Dios. Del individualismo hemos de pasar a formar parte de una familia comprometida al servicio del anuncio gozoso de la buena nueva.

Nos une la misión

Con la Iglesia nace el sentido de la misión y la apostolicidad. El proceso de madurez espiritual del cristiano culmina en un profundo sentido de pertenencia y en el compromiso que se deriva de ésta.
A veces los cristianos somos buenos cumplidores del precepto, pero damos la impresión de querer ganar méritos personales para alcanzar la gracia, despreocupándonos de los demás. Podemos caer en el riesgo de mercantilizar nuestra relación con Dios: yo te doy, tú me das, y de centrarla en nuestras necesidades personales. La plenitud del cristiano pasa por la conciencia plena de ser no sólo receptor, sino transmisor de la experiencia viva de Dios.

Espíritu de unidad

¿Por qué vemos tantas iglesias vacías, o comunidades tan reducidas? Quizás por una pérdida de confianza y de valor. La Iglesia, ahora más que nunca, necesita de cristianos convencidos, auténticos, que descubran que vivir su fe implica abrir toda su vida a Dios, y no sólo en los momentos litúrgicos. Somos cristianos dentro y fuera del templo; en misa y en el trabajo; en la calle y en nuestros hogares. Si ya en el ámbito familiar vemos la necesidad de fortalecer los vínculos de sangre y notamos cuándo éstos se debilitan o se fracturan, provocándonos una gran soledad, lo mismo sucede con la Iglesia. Lo que nos une es más que la sangre: es el Espíritu de Dios. Él sella nuestro amor con Dios. Sin el Espíritu Santo, ni siquiera podríamos sentirnos cristianos.
Todos hemos de trabajar por la unidad de los cristianos. Benedicto XVI trabaja con tenacidad para unir iglesias y confesiones religiosas diversas. La unidad es un don del Espíritu Santo. Somos del único Cristo. Tenemos una sola fe. Siendo plenamente conscientes de esto podremos superar las barreras que dificultan la comunión.

Fiesta de la comunicación

Pentecostés es también la antítesis de Babel. El mito bíblico nos muestra al hombre que, en su orgullo, quiere sobrepasar a Dios o incluso colocarse en su lugar. Pero la falta de entendimiento con los demás le impide realizar sus planes. En cambio, Pentecostés es la fiesta de la comunicación, del lenguaje que todos entienden y que nos ayuda a alcanzar a Dios. Es cierto que en la Iglesia hemos de hacer un gran esfuerzo por adaptar nuestro lenguaje y hacer comprensible la palabra de Dios. Pero no olvidemos que tenemos un lenguaje común y universal, que siempre es comprendido: el lenguaje de la caridad.

2011-06-04

La Ascensión del Señor

Ciclo A
Mt 18, 16-20
“Id y haced discípulos míos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. 

Jesús encomienda una misión a los suyos

Con la ascensión a los cielos se culmina la misión terrenal de Jesús.  Hoy celebramos que Jesús trasciende de la temporalidad para albergarse, por siempre, en nuestro corazón.
La ascensión de Jesús ante sus discípulos ocurre en Galilea, su lugar ordinario de trabajo y de predicación. Será un momento clave que dará comienzo a la misión de la Iglesia, que eclosionará más tarde, en Pentecostés.
Jesús los reúne a todos como en la cena pascual para volver a darles una consigna: Id y haced discípulos míos a todas las gentes, por todo el mundo, en el nombre de la Trinidad. Después de las experiencias de encuentro con el resucitado, los discípulos ya están preparados. Han alcanzado la madurez para convertirse en auténticos transmisores de la buena noticia. Han dejado de ser hombres y mujeres inseguros y temerosos para pasar a ser audaces predicadores.
Jesús los envía a anunciar su mensaje,  a bautizar y a guardar sus mandatos, pero no sin antes enviarles el Espíritu Santo, la fuerza de Dios. Sólo la recepción del Espíritu permite entender la enorme repercusión de su mensaje, que ha llegado hasta nuestros días. Aquellos hombres vacilantes, aventados por el Espíritu, se convierten en llamas vivas.

Los cristianos, misioneros

Hoy, la Iglesia también nos envía a ser transmisores del Reino de Dios. El cristianismo no se culminaría sin esta dimensión misionera. Muchos cristianos participamos de la liturgia, incluso tenemos buena formación doctrinal y moral, pero nos falta la dimensión apostólica. No somos del todo Iglesia hasta que no nos abrimos de verdad y de todo corazón al soplo del Espíritu. Él es quien nos empuja a la misión y quien nos mantiene unidos, conscientes de ser comunidad, Iglesia. Sin esta vocación evangelizadora difícilmente podremos llevar a cabo el cometido al que todos estamos llamados: comunicar la buena nueva de Cristo a todos los hombres de nuestro tiempo.
Nos lamentamos de que las parroquias se vacían, y los que vienen son personas mayores. Sin la fuerza del compromiso y sin una apertura real al Espíritu Santo será muy difícil que la Iglesia avance. Más que nunca, ahora nos falta tenacidad. En una sociedad a menudo contraria a las ideas evangélicas, hemos de ser consecuentes con nuestro compromiso de fe ante el mundo. La Iglesia estará siempre viva en la medida en que cada uno de nosotros se sienta vivo dentro de la Iglesia. Ha llegado la hora de despertar.

Formamos parte de la empresa de Dios

Cuántos recursos publicitarios invierten las empresas por colocar un producto en el mercado. Cuántas sumas se emplean por hacerlo llegar a todo el mundo, incluso hay una ciencia para ello. Si para vender cualquier objeto se hacen enormes esfuerzos, ¿cómo no vamos a luchar los cristianos por hacer llegar nuestro gran “producto” al mundo? Este producto es el evangelio: palabra de Dios que libera, da paz, alegría y profundidad a nuestra existencia.
Todos los bautizados  que nos sentimos familia de Cristo formamos parte de la gran empresa de Dios en el mundo. Ojalá nos creamos la gran noticia del amor de Dios y seamos capaces de anunciarla con todas nuestras fuerzas. Los cristianos de hoy también hemos recibido el don del Espíritu Santo, ¿qué más necesitamos? Tenemos la suficiente energía, formación, creatividad y libertad para esparcir el Reino de Dios en el mundo y hacer crecer en las personas lo mejor que llevan dentro.