2014-02-28

Mirad los lirios del campo...


Nadie puede estar al servicio de dos amos, porque despreciará a uno y querrá al otro, o al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero. Por eso os digo: No estéis agobiados por la vida, pensando qué vais a comer o beber, ni por el cuerpo, pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad a los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos? ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?... Mt 6, 24-34

Dios nunca se olvida


En esta lectura tan conocida, Jesús nos está transmitiendo un mensaje actualísimo, tanto hoy como hace dos mil años. Aún las personas que tenemos fe, en el día a día parecemos olvidarnos de Dios y nos vemos abrumados por mil preocupaciones. La ansiedad por el futuro, nuestro trabajo, los problemas, la familia, las obligaciones… El miedo a la precariedad, agravado en estos tiempos de crisis que vivimos, la obsesión por la seguridad, porque nada nos falte, todo esto ocupa nuestra mente y absorbe todas nuestras fuerzas. 

Es natural que nos preocupemos, pero Jesús nos reitera: “no os agobiéis”. Quiere transmitirnos paz, confianza, serenidad. Y nos habla de las aves y de los lirios del campo, a quienes Dios sostiene, alimenta y viste con esplendor. 

¿Nos está llamando Jesús a ser despreocupados e irresponsables? ¿O tal vez sus palabras pecan de una gran falta de realismo? Para muchos, pueden ser interpretadas como propias de alguien que no toca de pies a tierra. Pero detengámonos en estas palabras: “¿No vale la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?”. “¿Quién de vosotros a fuerza de agobiarse podrá añadir una sola hora al tiempo de su vida?”. Son frases contundentes y sobrecogedoras. La vida, su finitud, nuestros límites y nuestra fragilidad: esto es lo que nos hace palpar definitivamente nuestra realidad. Ante esto, ¿qué es el dinero, qué las seguridades, la ropa, la casa…? Todo son medios para nuestro bienestar, pero no son los bienes absolutos. 

No podéis servir a dos amos


“No podéis servir a dos amos”, nos avisa Jesús. Y aquí está metiendo el dedo en la llaga más profunda de nuestra civilización. Nuestro mundo adora al dinero. Por dinero se sacrifican tiempo, esfuerzo, amistades, ¡hasta la propia familia! Al dinero le dedicamos nuestros pensamientos y, muchas veces, nuestro corazón. Hay quienes llegan a matar por dinero. ¡Cuántas luchas y guerras se dan en nuestro mundo por la riqueza, por el dinero! En cambio, ¿quién estará dispuesto a dar su vida por Dios? ¿Quién lo sacrificará todo por la vida de otra persona? 

Jesús nos llama a relativizar el dinero y los bienes materiales. Son necesarios, pero no debemos adorarlos. Dios es lo primero. Y, con Dios, que es amor, la vida, la gente, las relaciones humanas. Sepamos poner orden en nuestra escala de valores. Jesús también nos llama a confiar en Dios. El que lo ha creado todo, el que nos ha hecho y amado, ¿no va a cuidar de nosotros? Y así nos remite a la lectura de Isaías, que habla de Dios como de una madre que jamás se olvida de su criatura. El profeta nos está desvelando el rostro de un Dios que se conmueve hasta lo más hondo de sus entrañas por sus criaturas, el Dios “padre y madre”, el Dios que, por encima de todo, es amor inagotable. 

Todo cuanto tenemos debe ser un medio para conseguir nuestro fin último en la vida, que no es la mera posesión de bienes ni la satisfacción material de nuestras necesidades. Decían los santos de antaño que la mejor inversión era acumular obras de caridad, no dinero, porque el rendimiento en el cielo era altísimo. Jesús dirá que Dios devuelve el ciento por el uno. Y en otro pasaje, nos exhorta a buscar su Reino, porque todo lo demás se nos dará por añadidura. 

Confiemos. Y trabajemos sin perder de vista que, finalmente, nuestra meta está en el cielo; un cielo que es amor y unión con Dios y con los demás. Ese es el gran tesoro que nos aguarda.

2014-02-19

La plenitud del amor



7º domingo tiempo ordinario  - A

Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo”, y aborrecerás a tu enemigo. En cambio, yo os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. 
 Mt 5, 38-48 

De la ley al amor


En la anterior lectura, Jesús nos hablaba de superar la ley y el cumplimiento riguroso y frío de los fariseos. Apelaba a la amplitud de nuestro corazón y a nuestra capacidad de amar y ser generosos. Hoy, Jesús da un paso más allá. No basta con poner el corazón en aquello que hacemos, sino en rebasar el sentimentalismo y los afectos y aspirar a un amor más grande: un amor a la medida de Dios. Y va repasando una serie de situaciones conflictivas y actitudes muy humanas que casi todos nos encontramos a lo largo de nuestra vida. 

Jesús nos llama a estar serenos ante las ofensas, a huir de la venganza y no devolver golpe por golpe: “pon la otra mejilla”. Esta actitud, más allá de la resignación o la pasividad, es la que nos permite romper las espirales de violencia. Devolver mal con bien cuesta, pero es la única forma, a la larga, de atajar la agresión y esas cadenas interminables de acusaciones, agravios y revanchas.

También nos aconseja evitar la mezquindad y la violencia solapada bajo el legalismo, que tantas disputas ocasiona entre las personas: “a quien te quiera quitar la túnica, dale también la capa”. Cuántos pleitos, cuántas discusiones y rupturas familiares se dan por cuestiones de herencia. Cuántas riñas entre vecinos o compañeros de empresa por el dinero, por conseguir un poco más que el otro, por reclamar lo que creemos nos corresponde por justicia. La mera legalidad no puede resolver esto. Los juzgados se ven saturados de casos por estos motivos. Y tal vez un veredicto logre zanjar la situación, pero jamás podrá recomponer las amistades rotas o los lazos familiares heridos. 

Cuánto mejor sería relativizar los bienes materiales y no anteponerlos jamás a las personas. Cuántos conflictos evitaríamos. Jesús nos exhorta a ser generosos, más allá de lo que se considera “justo”: “a quien te obligue a caminar una milla, acompáñale dos”. Cuando estamos en situación de necesidad o precisamos de apoyo, compañía o auxilio, en el fondo de nuestro corazón esperamos que alguien sea solidario con nosotros. ¿Sabremos ponernos en la piel del que sufre o está necesitado? 

Finalmente, llegan sus palabras más fuertes: amad a vuestros enemigos, rezad por los que os persiguen. Amar sólo a los nuestros, a nuestra familia, a nuestro grupo, a la gente de nuestra misma nacionalidad, a los que piensan como nosotros, es una pobre medida del amor. Así se forjan las lealtades de grupo, pero también los elitismos, el orgullo de clase social o de raza y, llegando a un extremo, las xenofobias. Jesús nos llama a amar a quienes nos resultan lejanos, pero aún más: a quienes tal vez están muy cerca de nosotros, pero nos están causando un daño. Amar a quien te está perjudicando, criticando; a quien busca tu ruina… Amar y perdonarle. Rezar por él. Hablar bien de él. Quizás nos parezca excesivo. Demasiado heroico. Al alcance de Jesús, porque es Dios, pero imposible para nuestros pequeños corazones tan reacios a ensancharse. Sin embargo, Jesús no nos pide nada que no podamos asumir. ¿No seremos capaces de más? 

Imitar la bondad de Dios


Los antiguos manuales de espiritualidad hablaban de imitar a Dios como ideal de vida. Y Dios, ¿cómo es? Es amante y magnánimo con todos, sin distinción. “Hace salir su sol sobre justos y pecadores”, dice Jesús, identificando a Dios con esa bella imagen del astro que todo lo ilumina, sin discriminar un rincón de la tierra. Jesús así lo hizo, y dio testimonio, perdonando, clavado en cruz, a sus verdugos y a quienes se burlaban de él en su agonía. Imitar a Cristo no es nada loco ni idealista: debería ser la meta de todo cristiano que quiera vivir coherentemente su fe. 

¿Es imposible? Pensemos en tantos santos, cuyas vidas reproducen la del mismo Cristo, en sus momentos de gozo y de pasión, de gloria y también de cruz. Todos ellos conocieron el amor, la persecución, el éxito en algún momento, quizás, pero también el rechazo y, muchas veces, la prisión y hasta la muerte. 

Dios nos regaló un alma inmensa. Más aún, nos ha hecho hijos suyos. Y todo hijo se asemeja a su padre. Tenemos, además, la fuerza de Cristo, que nos alimenta en la eucaristía. Y la del Espíritu Santo, presente siempre que nos reunimos en su nombre. Con tales ayudas, con tal efusión de amor y fuerza, ¿no vamos a ser capaces? Recemos y pidamos ayuda a Dios. Cuando le pedimos algo bueno, no dudemos ni un instante: nos lo concederá.

2014-02-14

La plenitud de la ley


No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra de la Ley. 
Mt 5, 17-37 

Muchas veces, por cuestiones ideológicas que apuntan a un discurso marxista, hemos caído en la trampa de fabricar un Jesús revolucionario que justifica nuestro pensamiento, en función de una concepción del mundo y la historia. No podemos interpretar los evangelios para hacerlos encajar en ciertos prejuicios contra la institución eclesial, contemplando con suspicacia una presunta rigidez en el magisterio de la Iglesia. Hago esta pequeña introducción según mi opinión para desideologizar la figura de Jesús. 

Jesús no destruye lo antiguo 


Jesús dijo a sus discípulos, no creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas. En el grupo de Jesús había discípulos de diferentes movimientos. Algunos de ellos eran simpatizantes de los celotes, un grupo rebelde que quería aprovechar el mesianismo judío de Jesús para enfrentarse al poder romano. Jesús no busca una ruptura con la tradición judía ni un enfrentamiento con los romanos. No vino a destruir nada, ni siquiera la Ley, sino al contrario: quiso llevarla a su plenitud. 

Éste es el estilo de Jesús: renuncia claramente a la violencia y al enfrentamiento, rechaza la sangre y la espada como medios para destruir lo antiguo. Al contrario, hace pedagogía de lo antiguo para mejorarlo y elevarlo, para sacarle más jugo espiritual a la herencia de la tradición judía. Jesús no rompe con lo viejo. Como buen rabino, conocía y amaba la Ley y la Torah, hasta el punto de decir: Antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse la última letra de la Ley. De lo antiguo sacará un nuevo sentido y dará vida a la tradición profética y a la Ley mosaica. Sus palabras, su mensaje, serán una nueva traducción del querer de Dios para los hombres. 

Jesús no viene con un hacha golpeando lo esencial del profetismo y la Ley, sino que a partir de ellos desarrolla su mensaje, su buena nueva, transida de su experiencia de sentir y amar a Dios. San Pablo dirá que Jesús convierte el amor en la nueva ley. 

El amor, más que la ley 


En sintonía con la tradición de su pueblo, Jesús da un vuelco a la concepción judía sobre Dios. Para él, la experiencia divina trasciende la propia Ley. Las normas y los preceptos quedan atrás. Lo importante, lo que ocupa el centro de su mensaje, siempre es el amor. Y él se convierte en anunciador de la buena nueva, la revelación de un Dios cercano que ama y perdona. 

También nos avisa Jesús: si no somos mejores que los fariseos y los escribas no entraremos en el reino de los cielos. Y aquí sí que da un salto cualitativo a causa de su profundo conocimiento de Dios. Refiriéndose a los fariseos, nos dice que el fundamento de nuestra relación con Dios no es la Ley, sino el amor. Cuántas veces los cristianos hemos caído en esta actitud judaizante y hemos reducido nuestra fe al puro cumplimiento de los preceptos de la Iglesia. Todavía hay muchas inercias farisaicas en nuestra relación con Dios. Hacemos muchas cosas para acumular méritos, esperando que Él premie nuestros esfuerzos. Hemos caído por el tobogán de la rutina en nuestras liturgias y a veces pesa más en nosotros el miedo al castigo que la alegría del perdón. Jesús nos enseña a vivir intensamente y con profunda novedad el amor a Dios y a los demás. 

Culminar la ley 


Y, ¿qué es la plenitud de la ley? Jesús lo ilustra con varios ejemplos. Tomando diversos mandamientos y situaciones humanas, va mostrando cómo el amor supera esa ética de mínimos que rige la convivencia. 

Cuando un hombre insulta a otro, la ley judía establece llevar el caso a juicio. Jesús, más allá del castigo a la ofensa, ve en ese insulto un acto gravísimo, no solo de humillación, sino de atentado contra la vida y la dignidad de la persona. Está aludiendo al quinto mandamiento, no matarás, y compara el agravio con la misma muerte. Por eso condena la violencia, incluso la verbal, pues sabe bien que las palabras pueden herir profundamente. Antes de acudir a juicio, Jesús recomienda hacer las paces: apela a la reconciliación antes que a la aplicación implacable de la ley. En el acto de perdonar hay amor y hay una fuerza capaz de sanar esas heridas causadas por la ofensa. En cambio, recurrir a la ley conllevará inevitablemente el castigo y la ruptura. 

En cuanto al adulterio, también la ley judía lo sanciona y admite el divorcio si se da el caso. Jesús va más allá del puro hecho y apela a la conciencia. El solo deseo mal conducido ya contamina el corazón de las personas. Para Jesús no existe una doble moral, concibe a la persona como una unidad en la que no se puede separar el cuerpo del alma; el pensar del hacer. Esto es llevar el sexto mandamiento hasta las últimas consecuencias. En su declaración sobre el divorcio resulta aún más rompedor, pues defiende la posición de la mujer, que en aquella época era mucho más débil. El esposo podía repudiarla con facilidad, la culpa del adulterio siempre recaía en ella. Para Jesús, tan responsable es el marido como la mujer. 

Finalmente, Jesús hace alusión al octavo mandamiento cuando habla del juramento. No es necesario jurar ni poner a Dios, a nada ni a nadie como aval de nuestras afirmaciones. Nuestro discurso ha de responder exactamente a nuestras intenciones, ha de ser veraz y transparente, sin dobles sentidos ni engaño. Cuando hay sinceridad en nuestras palabras basta decir sí o no.

2014-02-07

Sal y luz



5º domingo tiempo ordinario 


Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? 
Mt 5, 13-16 

 Jesús se dirige a sus discípulos con el deseo de despertar en ellos el sentido de su vocación. Los va preparando para que, poco a poco, vayan asumiendo que la palabra y el mensaje que van a anunciar implicará ir más allá de la adhesión a su maestro. No sólo van a proclamar la buena nueva, sino que la harán suya, convirtiéndose en auténticos testigos del amor en medio del mundo. 

Dar sabor y sentido 


Los llama la sal de la tierra y los envía a un mundo apático, tedioso y frío que necesita algo que le dé vida y esperanza. Ser sal es dar gusto y sentido a la vida, es hacer apetecible la palabra de Dios a esas almas insípidas que necesitan recuperar la vitalidad. 

Ser sal significa también preservar. Antiguamente, cuando no existían las neveras, se utilizaba la sal para proteger y mantener los alimentos, evitando que se estropearan. La capa de sal sobre el alimento lo hacía más duradero. El testimonio cristiano, así, se convierte en un revulsivo que da sentido a quienes han caído en la desesperanza y el hastío. La Iglesia necesita testimonios vigorosos para alimentar la fe de otros muchos que viven sus vidas sumidos en una profunda amargura. 

Dios quiere que todos los cristianos seamos sal y que sepamos condimentar las diferentes experiencias que tenemos que ir tragando y asimilando en nuestra ajetreada existencia. Porque si no nos convertimos en auténticos y tenaces testigos, Jesús nos dirá que de nada sirve rezar, venir a misa o incluso dar el diezmo de cuanto tenemos. Si no convertimos nuestra fe en obras de amor, si nos quedamos en el puro cumplimiento de unos preceptos, no es suficiente. Dios nos pide que nos transformemos en platos sabrosos para que otros se alimenten de la bondad de Dios. 

Si no nos entregamos como misioneros a la causa de Cristo, ni siquiera nuestra formación doctrinal y teológica nos servirá. Dios necesita testigos vivos, no sólo grandes cumplidores o extraordinarios eruditos de su palabra. Dios quiere que entreguemos nuestras vidas para que otros lo puedan conocer y amar, tal como lo hizo Jesús. 

Alumbrar el mundo 


«Vosotros sois la luz del mundo». Cada cristiano es una antorcha viva que alumbra a los demás. Por el regalo de la fe que se le ha dado, participa de la misma luz de Cristo. En el sacramento del bautismo decimos: «recibe la luz de Cristo». Desde que entramos a formar parte de la Iglesia, hemos recibido el don divino de la luz de Dios. Cada cristiano recibe el mandato de iluminar, de convertirse en llamarada de fuego del Espíritu Santo para arrojar luz a los corazones que viven en las tinieblas del egoísmo. 

El don sobrenatural que hemos recibido nos convierte en potenciales faros de luz, que indican hacia qué rumbo hemos de dirigir la nave de nuestras vidas. Pidamos a Dios, con insistencia, que el fuego luminoso de su Espíritu nos convierta en masa incandescente de amor para ofrecerse a todos aquellos que viven en la penumbra. Mirando al rostro iluminado de Cristo, nuestros ojos y nuestra alma se llenarán de su destello. Ahora, más que nunca, en estos momentos en que parece que la llama de la fe vacila y se apaga en medio de la sociedad, hemos de hacer revivir en nosotros la potencia de la luz de Cristo resucitado.