2018-04-27

Sarmientos de una vid sagrada

5º Domingo de Pascua - B

Hechos 9, 26-31
Salmo 21
Juan 13, 18-24
Juan 15, 1-8


(Descarga aquí la homilía en versión para imprimir).

La imagen de la viña era muy querida para los autores bíblicos y para quienes escuchaban las lecturas sagradas. Israel era tierra de viñedos y el vino era la bebida de las fiestas. Los profetas hablan de Israel como la viña que cuida el señor. Pero ¿qué frutos da esa viña? ¿Quién los recoge?

Jesús toma esta imagen y la lleva más lejos. El pueblo ya no es la vid del Señor: el mismo Señor es la vid y nos invita a participar de su propia vida, llamándonos a formar parte de él. Quienes creen en él, adhiriéndose a él, son los sarmientos. Bien unidos a él tendrán vida y darán fruto abundante. San Pablo nos habla del cuerpo místico de Cristo, del que todos somos miembros.

¿Cómo leer esto hoy? A veces las personas somos muy voluntaristas. Hacemos planes pastorales, organizamos muchas actividades, nos esforzamos por evangelizar mejor y llegar a más gente, pero luego nos desanima ver los pobres resultados. ¿Por qué la viña parece dar tan poco fruto? Incluso, a veces, parece que sus ramas están muertas, las hojas se secan y no salen buenas uvas. Otras veces parece que salen muchas hojas, ¡hemos tenido éxito! Pero el aparente entusiasmo de hoy decae mañana. Muchas viñas son frondosas, pero pocas dan fruto que llegue a madurar. ¿Qué está ocurriendo?

Jesús nos da la clave. ¿Queremos dar fruto? Nuestro primer trabajo ha de ser cultivar la intimidad con él. No hay otro secreto. Quizás tenemos que rezar más y hacer menos; confiar más y planificar menos; dejarle hacer a él y ser colaboradores suyos, y no al revés. Muchas veces nos comportamos como héroes esforzados, emprendemos grandes misiones y pedimos ayuda a Dios. ¡Debería ser al revés! La gran misión la cumple Cristo, y nosotros somos sus ayudantes. Lo único que nos pide es que estemos a su lado, bregando con él, amando con él.

La carta de san Juan desarrolla esta idea. Juan es clarísimo: de nada sirven las palabras y la fe sin las obras. No améis de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. Las obras son los frutos. Ellas revelan si realmente estamos en comunión con Dios. Las obras dan a conocer que somos de la verdad. Pero ¿cuáles son estas obras? ¿Qué es lo que Dios quiere que hagamos? Aquí es donde nuestra mentalidad occidental, tan orgullosa, nos puede traicionar. La primera acción, la más importante, es que creamos en el nombre de su hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros como él nos amó. Creer y amar. Confiar y amar… pero no amar de cualquier manera, sino como él mismo.

Esta frase de Juan tiene ecos de aquel gran mandamiento judío, la Shemá: «Escucha, Israel, el Señor es tu Dios… Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… y al prójimo como a ti mismo.» Jesús introduce algo más en su único mandato. Ya no sólo se trata de escuchar, sino de creer. Porque podemos escuchar y quedarnos igual. Jesús pide más que oír, pide que sostengamos toda nuestra vida en él, que nos fiemos de él. Uníos a mí y creced conmigo, nos invita Jesús.

Amar al Señor con todas nuestras potencias, físicas y espirituales, es esencial. Pero ¿cómo lo demostramos? Amando al prójimo, no «como a mí mismo», sino como Jesús lo ama. ¡No es igual! Puede parecernos imposible, porque Cristo ama de manera incondicional y con una ternura y pasión increíbles. ¿Es posible amar en todo momento, amar al enemigo, perdonar siempre, aguantar los malos momentos en que no nos apetece amar? Sí, es posible. Pero no contando solo con nuestras fuerzas, sino uniéndonos a él, como sarmientos a la vid. Con la fuerza de su Espíritu, claro que podemos. En esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio, dice san Juan. Cuando alguien ama al modo de Dios, es evidente que está en él y con él.

2018-04-20

Somos hijos de Dios

4º Domingo de Pascua - B

Hechos 4, 8-12
Salmo 117
1 Juan 3, 1-12
Juan 10, 11-18

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En las lecturas de este domingo encontramos tres imágenes poderosas de Jesús: la piedra angular, el buen pastor y el hijo del Padre.

En la primera, san Pedro recoge una metáfora del antiguo testamento, muy conocida por los judíos: la piedra desechada por los arquitectos que pasa a convertirse en piedra angular del edificio. Se refiere al profeta rechazado, despreciado por los jefes del pueblo y condenado a la tortura y a la muerte. Con el paso del tiempo, su mensaje perdura y da vida a las gentes. Así le sucedió a Jesús: condenado por las autoridades, muerto en cruz, parecía que su vida había terminado en un fracaso. Pero Dios lo resucitó y ahora, vivo, infunde a todos los que creen en él una vida nueva. 

Pedro termina con una frase rotunda que puede producirnos cierta cautela: «ningún otro puede salvar; bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos». ¿Es posible que Jesús sea el único que puede salvar? ¿Y qué ocurre con las personas que no creen, o que practican otras religiones o formas de espiritualidad? ¿No resulta un poco cerrada esta afirmación? Hay que entender el momento y el lugar en que Pedro la pronuncia. Pedro no habla movido por un fundamentalismo religioso, sino por el entusiasmo de saberse amado y salvado por Jesús. Ha experimentado su amistad, lo ha visto resucitado y sabe que esta vida eterna, que sólo puede venir de Dios, nos es ofrecida por medio de Jesús a todos los seres humanos. ¿Quién sino el autor de la vida puede ofrecernos la vida en plenitud?

En el evangelio Jesús retoma otra imagen muy querida por los judíos: la del buen pastor que guía y protege a las ovejas. Y se llama a sí mismo «el buen pastor», porque hay otros que no lo son. Su trabajo es un medio de vida y de ganar dinero, no se preocupan de lo que les ocurra a las ovejas y, ante el peligro, las abandonan. ¿Quiénes son estos malos pastores? El mundo está lleno de ellos. Pueden ser líderes espirituales, figuras mediáticas o de autoridad intelectual, incluso personas religiosas, cuyo fin son ellos mismos, y no los demás. Ofrecen mensajes muy halagadores que gustan y atraen, pero no les importa el crecimiento de las personas, sino su ganancia personal, ya sea en fama, economía o prestigio. Cuando los sacerdotes caemos en el “funcionarismo” y nos limitamos a gestionar liturgias y parroquias, sin convertirnos en verdaderos pastores con “olor a oveja”, como dice el papa Francisco, también estamos fallando en nuestra misión.

¿Cómo reconocer a los buenos pastores, al modo de Jesús? Hay dos aspectos clave. Primero, Jesús no actúa solo ni por sí mismo, sino en comunión con el Padre. Segundo, Jesús se entrega, da su vida por las ovejas. Conocemos a muchos “pastores” que parecen excelentes… ¿Cuántos son humildes y cuántos darían su vida por los demás? ¿Cuántos están en comunión, se dejan aconsejar y renuncian al individualismo y al protagonismo? ¿Cuántos buscan el bien de los demás por encima del suyo propio?

San Juan en su brevísimo texto nos da una tercera imagen poderosa de Dios, Padre e Hijo, unidos. Repasemos las frases:

«Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» Juan se admira y comprende la grandeza de lo que significa ser hijos de Dios. No es una frase simbólica, es una realidad con unas consecuencias enormes. Sabernos y sentirnos hijos de Dios, y no fruto del azar, arrojados a este mundo, cambia toda la vida. Si somos hijos suyos… ¡tenemos mucho de él!

«El mundo no nos conoce porque no le conoció a él.» Juan constata que, del mismo modo que el mundo no conoce a Dios, tampoco nos conoce a nosotros. El mundo antiguo rechazó a Jesús, negando su divinidad. El mundo moderno rechaza a Dios, negando su existencia. De la misma manera, muchos no van a entender nuestra fe cristiana ni van a creer que sea posible una vida resucitada, plena y eterna. ¡Demasiado bueno para ser real! A veces nos cuesta mucho más creer en el bien que en el mal. ¿Nos da miedo aceptar que Dios sea tan, tan inmensamente bueno y generoso con nosotros? ¿Nos da miedo aceptar que nuestra vida es eterna? ¿Nos da miedo acoger el bien y la bondad?

«Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.»

¡Seremos semejantes a Dios! Juan vuelve a una de las primeras afirmaciones del Génesis: Dios nos ha hecho a su imagen. ¿Lo creemos de verdad? ¿Qué significa ser hijos, semejantes a Dios? ¿De qué manera compartiremos su divinidad? No podemos imaginarlo y con nuestra razón tampoco podemos alcanzar a comprenderlo. Pero ¿acaso el enamoramiento tiene una explicación científica? Un acto de heroísmo, ¿es razonable? Nuestros medios son insuficientes para explicar a un Dios tan perdidamente enamorado de nosotros… pero él se manifiesta. Se comunicará con nosotros, no puede dejar de hacerlo. La revelación es justamente esto: nosotros no podemos alcanzar a comprender la grandeza de Dios, pero él nos va comunicando, poco a poco, sus planes, para que podamos acogerlos y sumarnos a ellos. No como siervos o esclavos, sino como co-protagonistas, amigos suyos.

2018-04-13

Guardar su palabra, estar en su amor

3r Domingo de Pascua - B

Hechos 3, 13-19
Salmo 4
Juan 2, 1-5
Lucas 24, 35-48


Las lecturas de hoy siguen explicándonos esos momentos sorprendentes e inolvidables que cambiaron para siempre la vida de los apóstoles: los encuentros con Jesús resucitado.

Sólo después de la resurrección los amigos de Jesús empezaron a comprender muchas cosas. Lo primero que tuvieron claro es que Jesús no sólo era el enviado de Dios, sino el mismo hijo de Dios, de naturaleza divina. Pedro lo llama “el autor de la vida”. ¿Quién puede dar la vida, sino Dios? Y, siendo la fuente de la vida misma, por amor a nosotros, Dios fue capaz de dejarse matar. ¡Cuánta crueldad e ignorancia en los hombres!

Pero todo el mal del mundo no es capaz de ahogar el amor de Dios. La resurrección es la prueba. No sólo vence la muerte y el mal, sino que nos rescata de él. Es lo que san Juan explica en su carta, que seguimos leyendo hoy. Intentemos saborear y penetrar en su sentido, frase por frase.

«Si alguno peca, tenemos a uno que aboga ante el Padre: Jesucristo, el Justo.» En el tribunal de Dios, él mismo será nuestro abogado. ¿Podemos tener mejor defensa? El Padre se rinde ante el amor del Hijo y no puede hacer otra cosa que perdonar y amar. ¿Somos conscientes de cuánto nos ama Dios? Humanamente hablando, sólo podemos comparar su amor con el de una madre, incapaz de condenar a ninguno de sus hijos, por muchos males que cometa. Una madre siempre perdona y acoge… Dios también.

«Él es víctima por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero.» Esta frase hay que entenderla bien. ¿Qué quiere decir víctima? Que Jesús acepta pasar por todo el sufrimiento del mundo, padecer todo lo que soportan las víctimas del mal, de la guerra, de la injusticia, del odio… Pasó por ello, y lo ofreció al Padre. Y Dios siempre transforma las ofrendas. Como fuego purificador, convierte lo malo en camino de salvación, y transforma la muerte en vida. Sólo él puede hacerlo, y lo hace, para que todos podamos iniciar una vida renovada. No hay pecado que no pueda ser perdonado.

Es importante señalar que Jesús lo hace por todos, sin excepción. No hay un grupo selecto ni un pueblo escogido: su deseo es llegar a todos. De ahí que la misión de la Iglesia sea tan importante. Tenemos una tarea que emprender: comunicar el amor de Dios y que el mensaje liberador de Jesús llegue a todos los rincones del mundo. Los doce apóstoles así lo entendieron, y dieron su vida por ella.

«En esto sabemos que lo conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: Yo lo conozco, y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso…» Este aviso de Juan sirve para evitar posturas muy piadosas y místicas, pero poco efectivas. No basta con creer y rezar, ¡hay que demostrar ese amor con obras! La palabra de Dios no es viento, está encarnada y se llena de sentido cuando se convierte en experiencia y vida. Juan apela a nuestra coherencia: lo que creemos se ha de traducir en nuestra vida diaria, en cada gesto, en nuestra forma de hacer. Entonces será cuando «el amor de Dios ha llegado a su plenitud» en nosotros.

Aquí puedes descargar la homilía en versión para imprimir.

2018-04-06

Quien cree vence al mundo

2º Domingo de Pascua - B

Hechos 4, 32-35
Salmo 117
1 Juan 5, 1-6
Juan 20, 19-31

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En las lecturas de hoy vemos dos virtudes entrelazadas: la fe y la caridad. El libro de los Hechos de los apóstoles nos narra cómo vivían las primeras comunidades: compartiéndolo todo, ayudándose, no poseyendo bienes propios sino poniéndolo todo en común. Esta forma de vivir era una consecuencia directa de su fe en Cristo y su vivencia de la resurrección.

El evangelio nos relata la aparición de Jesús a los once discípulos, presentándose entre ellos a puertas cerradas. A su sorpresa y su miedo inicial, sigue una inmensa alegría. Pero todavía no saben cómo explicarse lo que ha ocurrido: sólo saben que Jesús está vivo, aunque de otra manera.

La incredulidad de Tomás, que está ausente ese día, refleja la actitud de los mismos discípulos ante las mujeres que regresaron del sepulcro vacío, y es la actitud que cualquier persona tendría ante un hecho insólito. Si Jesús murió, y fue sepultado, ¿cómo va a estar vivo? Ni la razón ni la ciencia podrían avalar un hecho así.

Pero sí la vivencia real: ¡sus amigos lo han visto! Y pocos días después, será el mismo Tomás quien tendrá que rendirse a la evidencia. Toca mis manos y mis pies, pon tus dedos en mi llaga, dice Jesús, y no seas incrédulo sino creyente.

La resurrección de Jesús no es un símbolo, ni una leyenda, ni una parábola teológica. Estos episodios evangélicos, narrados con tanta sobriedad, son experiencias auténticas, vividas con el asombro y el desconcierto naturales de quienes han visto morir a su maestro… ¡y vuelven a verlo vivo entre ellos! Jesús los irá enseñando, poco a poco, para que puedan asimilar lo ocurrido. Tiempo después, todos se lanzarán por el mundo a comunicarlo y muchos creerán.

Hemos de aprender a aceptar el misterio, que nos envuelve y que forma el núcleo de las cosas más importantes de esta vida. Es necesario aprender a aceptar a Dios, y aprender que para él nada es imposible. Quien lo ha creado todo, ¿cómo no va a poder resucitar la carne?

Juan evangelista nos dice que ha escrito todos estos signos y señales de Jesús para que creamos en él y en él tengamos vida. Después, en su carta, detallará más en qué consiste esta vida. Es la segunda lectura de este domingo, muy densa teológicamente, que vale la pena leer y meditar despacio.

Todo el que cree en Jesús ha nacido de Dios. ¿Qué significa esto? Que la fe es una apertura del alma que nos permite acoger la presencia de Dios. Nacer de Dios es darle un lugar en nuestra vida, pertenecer a él, ser suyos. Y quien nace de Dios tiene una vida con una profundidad y plenitud insospechada. Todo cuanto haga estará empapado de divinidad.

Pero ¿cómo conocer al que dice que ama a Dios y al que realmente lo ama? Puede haber mucha fe de palabra, pero poco consistente… Juan nos da la prueba: quien ama a Dios, cumple sus mandamientos. Quien ama, hace. Obras son amores y no buenas razones. Amar es actuar de una cierta manera, al modo de Dios. Los mandamientos, como nos enseña Jesús, se resumen en el amor. Amar es el oficio de Dios… ¡y el nuestro!

Los mandamientos de Dios no son pesados, porque todo lo que viene de Dios ha vencido al mundo. ¿Por qué a veces cuesta amar, ser honesto, sincero, no envidiar y ser generoso? ¿Por qué el bien se nos hace cuesta arriba? Todos tenemos limitaciones y obstáculos, pero quizás el problema es que no nos hemos entregado del todo a Dios. No hemos abierto del todo nuestra alma. La luz de su amor entra por resquicios, pero hay muchas zonas oscuras, muchas reticencias, mucha obstinación: esto es lo que nos hace difícil amar. El mundo, es decir, la tendencia al egoísmo, nos pesa y nos dificulta ese amor alegre y valiente, propio de los santos. Jesús dijo que su yugo era suave y ligero, y Juan nos dice que quien es de Dios vence al mundo. ¡No hay mal que se le resista! Esta convicción nos ha de llenar de coraje y ánimo. Nosotros seguimos siendo débiles y fallamos, pero con Dios todo lo podemos.

Creer es más que creer en la existencia de Dios. Creer es confiar. Creer es contar con él. Creer es dejarlo todo en sus manos, incluida nuestra vida. Y, con él, caminar, correr, volar a donde nos guíe el soplo del Espíritu. Creer es dejarse llevar, sin miedo. ¿Cómo temer al que nos ama más que a su propia vida?

Quien cree en el Hijo del Hombre es el que vence al mundo. Creamos, confiemos, depositemos nuestra vida, deseos, esperanzas y preocupaciones en manos de Jesús. Con él venceremos. Con él viviremos resucitados. Y podremos transmitir esa luz a muchas personas que tienen hambre de esta vida nueva que se nos ofrece gratuitamente, como el agua y la sangre que fluyen del costado de Cristo: agua de vida.