2013-04-26

Amaos como yo os amo

«Un nuevo mandamiento os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. En esto conocerán que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros». 


El mandamiento del amor 

Jesús se encuentra en las últimas horas antes de su muerte. Durante la cena pascual, en un momento de intimidad con los suyos, les manifiesta su profunda y estrecha relación con el Padre. Con su gesto supremo de donación, Padre e Hijo serán glorificados. La unión de Jesús y el Padre alcanza la máxima plenitud. En un tono emotivo y cálido, y con un fuerte sentido de paternidad hacia sus discípulos, Jesús les comunica que el tiempo de estar con ellos se acaba. Durante tres largos años conviviendo, acompañándole en sus viajes de misión, ellos han visto en Jesús el rostro amoroso de Dios. Han sido testigos de la bondad de su maestro, de sus milagros, de sus curaciones. Han palpado su identidad como hijo de Dios. En este contexto de despedida Jesús les hace herederos del núcleo de su mensaje: amaos como yo os he amado. Este mandamiento es también nuestra mayor herencia como cristianos: en el amor los demás han de ver que somos sus discípulos, que seguimos su estilo. Será la señal de autenticidad, de que realmente formamos parte de él. Y será en el «como yo os he amado» donde se halla la clave para saber cómo ama Dios. 

El amor de Jesús no tiene límites, es incondicional, da la vida por los suyos. Es un amor generoso, dulce, libre y sin prejuicios. Un amor lleno de misericordia, que implica aceptación del otro y de sus límites; un amor que nunca falla. 

Tal como yo os he amado

Podemos descubrir ese modo de amar de Jesús a lo largo de su ministerio público, especialmente en momentos álgidos, como en aquella ocasión, cuando dice: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os persiguen; bendecid a los que os calumnien, rezad por ellos». Podemos descubrirlo en el sollozo ante la muerte de su amigo Lázaro; en la parábola del buen pastor y la oveja perdida: el buen pastor da la vida por sus ovejas. También podemos verlo cuando dice: «El que quiera ser primero, sea el servidor de todos». Estas palabras se ven ilustradas en la última cena, con el gesto del lavatorio de los pies. El amor de Jesús es un amor consagrado, vocacional. En el mundo, es normal que la gente se quiera, pero Jesús no dice simplemente «amaos», sino, amaos «como yo lo hago». Ese amor, absolutamente generoso, exige compromiso. 

San Pablo lo expresa maravillosamente en su carta a los Corintios: el amor es servicial, no se enorgullece, no se enoja; perdona sin límites, aguanta sin límites, todo lo espera, nunca se cansa. Quizás hoy día se rompen tantas relaciones y mueren tantos amores porque carecen de esta fuerza y no están basados en un compromiso serio y mantenido. El amor que ejerce Jesús viene de Dios. Por eso nunca se cansa, siempre espera y es capaz de darlo todo por el que ama, hasta la vida. Nosotros también podemos ofrecer este amor si antes lo hemos bebido de la fuente de la oración, nuestro espacio de intimidad con Dios.


2013-04-20

Yo soy el buen pastor


«Yo soy el buen pastor; el buen pastor da su vida por las ovejas; el asalariado, el que no es pastor dueño de las ovejas, ve venir al lobo y las deja, y huye, y el lobo arrebata y dispersa las ovejas. […] Yo soy el buen pastor y conozco a las mías, y las mías me conocen a mí, como el Padre me conoce y yo conozco a mi Padre».

La importancia de saber escuchar

Con imágenes alegóricas, Jesús instruye a las gentes. Las parábolas son un recurso pedagógico que utiliza con frecuencia para explicar los misterios del Reino. Más allá de la imagen bucólica, nos está diciendo que entre el pastor y la oveja, es decir, entre el sacerdote y su comunidad, tiene que haber una gran sintonía.

El pueblo de Dios ha de saber escuchar a los ministros responsables de sus comunidades. La actitud de escucha es necesaria para abrir el corazón a Dios y crecer espiritualmente. La escucha es un signo de humildad para descubrir, desde el silencio, lo que Dios quiere de nosotros. A veces, las prisas, el estrés o la soberbia nos incapacitan para la escucha. La humildad y la confianza en Dios son dos actitudes básicas del cristiano.

Escuchar implica estar abierto al otro y recibir como un don precioso aquello que nos comunica. Implica confianza, sinceridad y transparencia. Escucharemos a Dios en la medida en que dejemos que su palabra nos penetre y pase a convertirse en parte de nuestra vida.

Escuchar también significa adherirse a la persona. No consiste solo en prestar oído. Muchas personas vienen a misa y siguen la liturgia. Aparentemente están atentas. ¿Hasta qué punto su escucha las transforma y se convierte en un compromiso? Una escucha que no deriva hacia este compromiso es vacía y pasiva.

 Un diálogo recíproco

Si la oveja escucha la voz del pastor, el pastor ha de conocer bien a las ovejas. Qué importante es conocer a fondo sus inquietudes, sus sueños, sus necesidades, sus dudas, sus sufrimientos, sus alegrías… También los presbíteros han de saber escuchar a su comunidad para conocerla bien. El presbítero debe doctorarse en escucha. Solo así se puede producir un profundo y rico diálogo que nos prepara para seguir la llamada de Cristo.

«Ellas me escuchan, me siguen, y yo les doy la vida eterna», dice Jesús. La consecuencia de una escucha comprometida y de una sincera adhesión nos lleva a la plenitud, a un vivir, aquí y ahora, un anticipo del cielo, promesa de eternidad. En Jesús, Dios nos lo ha dado todo.

La Iglesia nos ha engendrado en la fe. Venimos de Dios, somos de Dios y vamos hacia Dios. Él nunca permitirá que nadie se pierda, porque todos somos fruto de su inmenso amor. Estamos en sus manos y no dejará que nadie nos arrebate de su lado. Somos hijos de Dios, destinados a vivir mecidos en los brazos de la Trinidad.



2013-04-12

El Cristo de la Alegría

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3 domingo pascua c from JoaquinIglesias


«Después de esto, se apareció Jesús a los discípulos junto al mar de Tiberíades […] Dijo entonces aquel discípulo a quien amaba Jesús: ¡Es el Señor! Así que lo oyó, Simón Pedro se ciñó la túnica y se arrojó al mar. Los otros discípulos vinieron en la barca, pues no estaban lejos de tierra. […] Así que bajaron a tierra, vieron unas brasas encendidas y un pez puesto sobre ellas, y pan».

El trabajo que da fruto

Después de su resurrección, Jesús se aparece a sus amigos en diferentes ocasiones. Esta vez se les aparece junto al mar de Galilea, aquel lago tan conocido por los apóstoles. Se les presenta, no como el Jesús histórico que un día los llamó y los impulsó a seguirlo  sino como el Cristo resucitado que los llama de nuevo a una vida plena de Dios. Los llama a seguirlo como resucitados, como apóstoles maduros para continuar su obra salvadora. Es hermoso ver cómo se les aparece en medio de su trabajo. Han pasado toda la noche trajinando sin pescar nada. Al llegar Jesús echan las redes a su derecha y consiguen una pesca tan abundante que apenas cabe en las barcas.

Jesús se nos hace presente en el trabajo de cada día. ¡Cuántas veces nos desesperamos cuando trabajamos con ilusión y no cosechamos el fruto deseado! Entonces nos desanimamos. Así, hoy vemos poca gente en las iglesias. Los estudios sociológicos y nuestra propia experiencia nos muestran que la fe disminuye y nos invade el desánimo. Trabajamos mucho y con empeño, pero no siempre recogemos los frutos que querríamos recoger. Entonces es cuando debemos plantearnos seriamente: ¿Para quién trabajo? ¿Tiene un sentido trascendente lo que estoy haciendo? ¿Trabajo por amor a Dios? ¿Me entrego a mi tarea pastoral para incentivar y motivar a la gente a seguir a Dios?

Jesús nos invita a trabajar de otra manera. Echad la red hacia otro lado. Nos dice: replantead vuestro trabajo apostólico, vuestra fe, vuestra ilusión, vuestro entusiasmo... Revisad todo cuanto estáis haciendo porque, quizás, si tomáis un rumbo diferente, podéis conseguir más fruto.

Los apóstoles se fiaron de Jesús y capturaron buena pesca. Trabajando por Jesús, nuestro trabajo apostólico será fecundo. Por mucho que hagamos, si no tenemos la conciencia plena de que lo hacemos por Cristo, con Él y en Él, nos cansaremos ante el poco éxito de nuestros esfuerzos. Cuando somos capaces de hacerlo con Él y por Él, Jesús hace el milagro. Por tanto, nunca nos desalentemos. Mantengamos siempre viva la esperanza.

La pesca milagrosa nos muestra que con Cristo lo podemos todo, incluso más allá de lo imaginable. Él puede transformar nuestro egoísmo en una ofrenda permanente y constante.

Saber celebrar

Después del encuentro junto al mar, Jesús invita a almorzar a sus amigos. Son importantes la fe y la esperanza, pero también la caridad. Después de nuestro trabajo apostólico, ilusionado y esperanzado, necesitamos alimentarnos de Cristo, viviendo y celebrando la comunión con Él. Ese es el momento de dejarse llevar y de fiarse.

Las palabras de Juan, el joven discípulo, son hermosas. Cuando Juan reconoce a Jesús en la playa, exclama: «¡Es el Señor!». Aprendamos a ver a Dios en los acontecimientos cotidianos de nuestra vida. El Señor nos busca, nos sale al encuentro; reconozcamos que está presente en nuestra vida. Si lo sabemos encontrar, seguirá obrando el milagro de una pesca abundante.

Seguir al Cristo de la Alegría

Después de este almuerzo, Jesús se dirige a Pedro y le dice: «Cuando eras joven ibas donde querías»… Pero cuando seas mayor, cuando realmente conozcas a Cristo y descubras lo que es el amor a Dios, vas a tener que hacer cosas que no quieras. Y se refiere a su entrega, que le llevará a dar la vida por Jesús. Nuestra adhesión a Cristo implica entrega y también pasión.

Esperanza, eucaristía, entrega, pasión y luego... ¡sígueme! De nuevo Jesús llama a Pedro para que le siga. Pero ahora ya no debe seguirle como a un hombre corriente, sino como a Cristo viviente y resucitado. Nosotros, cristianos de hoy, ¿a quién seguimos? ¿Seguimos al Jesús de la Pasión que muere el Viernes Santo, o estamos siguiendo al Cristo vivo aquí y ahora? Tal vez aún vivimos el romanticismo de la piedad trágica, que reza al Cristo de la cruz. En el Cristo de la resurrección vive la plenitud de Dios, que está en Él. Estamos llamados a seguir al Cristo de la alegría, de la resurrección, del gozo. Este es el Cristo que vive y sigue presente aquí entre nosotros. No seguimos a un hombre bueno, ni nos limitamos a leer la bonita historia de un libro. Hemos seguido a Cristo hasta la cruz para dar nuestra vida, pero también seguimos a Cristo en la gloria.

Este es el nuevo enfoque que ha de tomar la pastoral. Nuestro Cristo vive. Si no lo creemos estaremos convirtiendo nuestra fe en un mero espectáculo. Él sigue presente en nuestros corazones, en la Iglesia, en los sacramentos. Nos hace partícipes de su vida divina: con el bautismo y la eucaristía ya hemos empezado a resucitar con él.

Así lo sintieron los apóstoles. Llenos de Dios, corrieron a comunicar a su gente y a todo el pueblo que Cristo había resucitado. Hoy, Cristo se nos aparece en la eucaristía. Sigue presente a través del pan. Continúa siendo historia a través de nosotros. Por lo tanto, ¿qué hemos de hacer? Llenarnos de Él, empaparnos, comer de Él y ofrecer lo que llevamos dentro: nuestra fe profunda, el amar por encima de los defectos y de los límites, ser capaces de perdonar, de reconciliarnos... Somos portadores de la auténtica Buena Noticia: Dios está vivo, aquí y ahora. 

2013-04-06

La paz y la misión

2º Domingo de Pascua - Ciclo C 


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«Pasados ocho días, otra vez estaban dentro los discípulos, y Tomás con ellos. Vino Jesús, cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros. Luego dijo a Tomás: Alarga tu dedo y mira mis manos, tiende tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente. Tomás respondió: ¡Señor mío y Dios mío!». 

Derribar la muralla del miedo

Tras su muerte, los discípulos de Jesús se agrupan, temerosos, en el cenáculo. La noticia del sepulcro vacío ha añadido incerteza a su confusión. Con su aparición, Jesús debe atravesar mucho más que las paredes de la casa. Atraviesa las murallas del miedo, la desconfianza y la incredulidad. Sin ser un fantasma, su cuerpo glorioso traspasa los muros y se pone en medio de ellos. Jesús quiere que la noticia de su resurrección sea conocida por todos aquellos que le siguen. Así, su aparición en el cenáculo es uno de esos momentos compartidos por el grupo de los discípulos. «Paz a vosotros». 

La primera palabra que Jesús resucitado dirige a los suyos es esta: paz. Sabe que se sienten acorralados, solos, atemorizados, y sus corazones se cierran a la defensiva. Es importante que reciban la paz. Una paz que no es humana, sino divina. Es la paz trascendida. Jesús sabe que todavía debe atravesar otro muro: el del corazón, (quitar coma) desesperado y confuso. Por segunda vez les dice: «Paz a vosotros». Esta reiteración responde a la honda necesidad de los discípulos de recobrar la paz perdida tras la muerte de su Maestro. 

Tras la sorpresa, la aparición genera una inmensa alegría. Los discípulos vuelven a creer, la esperanza renace en ellos y su entusiasmo se despierta. Así se lo anuncian a Tomás: ¡Hemos visto al Señor! 

Tomás, el que no creía

Ante Tomás, todos insisten. Se convierten en apóstoles del discípulo ausente, comunicándole su experiencia, movidos por el gozo. Pero Tomás se niega a creer si no ve. Jesús tiene que derribar otro muro: la incredulidad. ¿Cómo abatirlo? Con la evidencia de las llagas. Cuando se aparece de nuevo a los once, se dirige a Tomás: «Trae aquí tu dedo, toca mis llagas; trae tu mano, métela en mi costado». 

Las llagas son ese testimonio que habla por sí solo de la experiencia de dolor y muerte. Una vez Tomás comprueba las marcas de la pasión, se convierte y hace su profesión de fe: «¡Señor mío y Dios mío!». El sufrimiento también nos acerca a Dios. Las señales son una evidencia del amor de Dios. En Tomás se refleja la humanidad que sufre, no entiende y duda ante el mal y la violencia que sacuden al mundo. Pero la humanidad también puede regenerarse, como Tomás, con un acto de fe. 

El amor, más fuerte que la muerte 

El amor de Dios se revela como la fuerza más poderosa, capaz de vencer a la muerte. Jesús no ha eliminado el dolor y el sufrimiento del mundo. Los ha padecido en su propia carne. Pero los ha vencido. Ha sido el amor de Dios quien lo ha resucitado. Por amor, Dios vence a la muerte. «Él tiene las llaves de la muerte», leemos en el Apocalipsis. 

Con Cristo resucitado, la Iglesia entera está viva y resucita también. Los cristianos participamos de su resurrección. Hoy Cristo se nos aparece, sacramentado, en la liturgia. Y nos da la paz a todos los creyentes. 

La misión 

Una vez los discípulos reciben la paz, Jesús les da una misión. No solo les quita el miedo: les envía un poderoso antídoto contra el temor: el amor. La alegría, el entusiasmo y el valor los invaden. «Recibid el Espíritu Santo.» Ya maduros, adultos en la fe, llega el momento en que se abren totalmente a la fuerza de Dios y reciben un nuevo regalo. En el aliento sagrado de Dios, infundido en los discípulos, está el origen de la Iglesia. 

Jesús los envía a todas las gentes con una misión clara: «Id y anunciad el evangelio a todas las gentes, perdonando los pecados». Les encomienda ejercitar el ministerio del perdón, que no es otro que la liberación del pecado y la conversión de vida hacia una existencia reconciliada con Dios y con los demás. Desde este momento ya no son discípulos, sino apóstoles del Resucitado. Irán por todo el mundo para llevar la buena nueva. Está a punto de estallar Pentecostés. 

La experiencia de Pentecostés es una bomba cuya onda expansiva llega hasta nuestros días, y durará hasta el final de los siglos. La explosión del amor de Dios, semejante a un nuevo Big Bang, hace nacer una humanidad renovada en Cristo.