2019-11-21

Rey hasta en la cruz




34º Domingo Ordinario - A 
Jesucristo, Rey del universo

Lecturas:
2 Samuel 5, 1-3
Salmo 121
Colosenses 1, 12-20
Lucas 23, 35-43

Homilía


La carta de San Pablo, hoy, nos recuerda algo fundamental. Nos admira el universo y la belleza de todo lo creado, y damos gracias a Dios por ello. Pero Dios ha hecho algo más que un mundo magnífico. Nos ha creado a nosotros, a su imagen, y nos llama a vivir en su misma plenitud. Esta era la intención inicial de Dios. Sin embargo, para hacernos semejantes a él, tenía que crearnos libres. Y es la libertad la que nos da la opción de elegir. Podemos aceptar el plan de Dios, podemos rechazarlo o enfrentarnos a él. Cuando concebimos otros planes, dándole la espalda, es cuando comienzan las luchas de poder y el mundo entra poco a poco en el caos.

Pablo nos explica que la gran misión de Jesús fue venir a reconciliarnos con Dios. Él nos enseña otra forma de vivir, en amistad con el Padre Creador. La reconciliación abarca no sólo a los seres humanos, sino a toda creatura: «Dios ha querido reconciliarse con todo el universo, poniendo paz en todo lo que hay en la tierra y en el cielo, por la sangre de la cruz de Jesucristo».

¿Qué sentido tiene la muerte de Jesús? Humanamente, es una tragedia, porque se trata de la condena injusta de un hombre bueno. Un hombre que, según judíos y romanos, se atrevió a proclamarse rey, desafiando la autoridad. Desde esta perspectiva, la muerte de Jesús es una locura absurda. Pero Jesús no es sólo un hombre bueno, sino Dios. La muerte del mismo Dios, a manos de sus hijos, tiene un sentido tremendamente más hondo.

Si podemos entender el gran amor de un padre o una madre que dan la vida por sus hijos, podremos atisbar el amor de Dios, que sacrifica su propia vida humana para rescatar a todos. Su muerte nos da vida; su resurrección nos resucita. Como dice Pablo, esa muerte nos libera del poder de la tiniebla y nos abre la puerta al reino de la luz, es decir, de la vida eterna.

Un buen rey, en la mentalidad del antiguo Israel, es el que se entrega para servir a los suyos. Por eso Cristo, en la cruz, herido, agonizante, con aspecto deplorable, es rey. Sigue siendo rey, aunque está clavado de pies y manos, porque se ha entregado hasta el extremo. Es soberano porque sigue siendo libre: se ha dado a sí mismo con plena consciencia y voluntad.

El ladrón crucificado a su lado es el único, entre todos los que contemplan la escena, que lo sabe ver. A las puertas de la muerte quizás las cosas se ven más claras… Este bandido, mirando a Jesús, descubre lo que nadie más ha descubierto: que ese hombre crucificado, bajo un cartel casi irónico, es realmente quien dice ser. Y le suplica, como un vasallo a su monarca, que tenga piedad de él. Jesús hace su último gesto de realeza: «Esta noche estarás conmigo en el paraíso». Es un gesto de clemencia y magnanimidad, un gesto propio de Dios, que no quiere perder a ninguno, que quiere salvarnos a todos.  Aun muriendo, puede rescatar.

Esta es la realeza de Cristo, el único rey que no toma nada de sus súbditos, sino que da su vida por ellos. Contemplémoslo en la cruz. Dejemos que su cuerpo herido nos hable y su sangre nos limpie el corazón para poder sentir y experimentar la bondad tan grande que derrama sobre nosotros. Del rostro de este rey, muerto de amor por nosotros, emana toda sabiduría y un caudal de vida inmensa, que sólo espera ser acogida.

2019-11-14

Resistir es vencer


33º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Malaquías 3, 19-20a
Salmo 97
2 Tesalonicenses 3, 7-12
Lucas 21, 5-19

Homilía


En la carta de Pablo y en el evangelio de este domingo asoma un tema de fondo: el fin del mundo. En tiempos de crisis, esta es una preocupación que agita a las gentes y provoca actitudes un poco extremas, o de miedo o de pasotismo. Algunos se angustian innecesariamente, obsesionados por un fin apocalíptico. Otros, en cambio, puesto que todo ha de terminar pronto, piensan que más vale no preocuparse por nada, ni afanarse por trabajar, ni adquirir responsabilidad alguna.

Esto sucedía en la comunidad de Tesalónica. Algunos cristianos, creyendo inminente el fin del mundo, dejaban de trabajar y, al estar ociosos, se entrometían en las vidas ajenas, provocando toda clase de problemas. Pablo les escribe y les da una buena reprimenda. Él siempre ha sido ejemplo de hombre trabajador, que no quiere vivir a expensas de nadie. Les recomienda vivir con honestidad y trabajar, y pronuncia esa famosa frase: «Quien no trabaje, que no coma». Está advirtiendo contra la falsa espiritualidad del quietismo, tan tentador y dañino como el activismo.

Jesús también se encuentra con mucha gente preocupada por el fin. Le preguntan, como profeta, cuándo será. Todos buscan señales. Esta obsesión se ha repetido una y otra vez a lo largo de la historia, y aún hoy existen grupos religiosos que viven centrados en el fin del mundo, en la salvación y en la condenación. Otros grupos, no tan religiosos, sino más bien aficionados a las conspiraciones y al esoterismo, comparten esa convicción.

Jesús nos quita todas esas telarañas de la cabeza. Advierte que aparecerán muchos anuncios de falsos mesías, y esto ha sido así, y aún lo vemos hoy. No les hagáis caso, nos dice. Después, enumera una serie de catástrofes que afligen a la humanidad: guerras, pestes, terremotos… Esto también está sucediendo hoy, y si le añadimos el cambio climático, muchos podrían creer que el fin del mundo se acerca. Hace dos mil años, pensaban lo mismo.

Guerras, hambre, enfermedades y desastres naturales son el pan de cada día y los hemos visto siempre a lo largo de la historia. Jesús dice: «el final no vendrá de inmediato». No vale la pena perder el tiempo en cábalas. En cambio, nos avisa a los cristianos de otro mal terrible que llegará: la persecución.

Y esto también lo hemos visto en diversas épocas de la historia. Fueron perseguidos los primeros cristianos, y hoy lo son también, en muchos países del mundo donde son expulsados, maltratados, asesinados y despojados de casas y bienes. El colectivo cristiano es uno de los que más sufren hoy en el mundo, y no siempre se presta la suficiente atención a los crímenes que se cometen contra tantos creyentes.

La solidaridad hacia ellos también es insuficiente: los cristianos que vivimos en países donde aún podemos practicar nuestra fe en libertad deberíamos ser muy conscientes de lo que está ocurriendo. Porque, el día de mañana, bien pudiera ser que la persecución nos alcanzara, de una manera u otra. En el plano político, mediático y cultural, ya se está dando. Cada vez son más los gobiernos que, disfrazados de buenismo, pero con intenciones mucho más autoritarias, intentan eliminar los valores cristianos de la sociedad. Quieren imponer un pensamiento único para uniformar las conciencias y crear una sociedad de consumidores sin voluntad, obediente y dócil a sus dictados. La gente no se da cuenta de que, matando al cristianismo, lo que se está matando es la libertad, la dignidad y la humanidad.  

¿Qué hacer en tiempos de crisis, persecución e inestabilidad? Sigamos los consejos de Jesús y de Pablo. Por un lado, vivamos con esperanza y trabajemos sin cesar para ganarnos el pan. Por otro, confiemos en Dios. Dice Jesús que no vale la pena pertrecharse y armarse de defensas retóricas. Ante el tribunal humano, el Espíritu Santo nos dará palabras para defendernos, con una elocuencia y una sabiduría, dice Jesús, que nadie podrá rebatir. Él hablará por nosotros, no tengamos miedo. Y tanto Jesús como Pablo nos piden perseverancia y paz: resistir es vencer. «Con la constancia salvaréis vuestras vidas.»

2019-11-07

Consuelo eterno y esperanza dichosa


32º Domingo Ordinario - C

Lecturas
2 Macabeos 7, 1-14
Salmo 16
2 Tesalonicenses 2, 16-3, 5
Lucas 20, 27-38

Homilía

En su segunda carta a los tesalonicenses, que leemos hoy, san Pablo alienta a sus comunidades. Les recuerda que Dios nos ha regalado una vida eterna, resucitada, de manos de su hijo, y los invita a vivir con buen ánimo y esperanza, sin hundirse por las dificultades ni las persecuciones. Él mismo escribe desde la cárcel. Los barrotes no han podido aprisionar su libertad interior, ni abatir su fe. El confinamiento no le ha robado la energía ni el deseo de seguir evangelizando. Atado de pies y manos, su palabra continúa siendo libre y vuela lejos.

Los cristianos de hoy, que vivimos inmersos en mil afanes, con muchos problemas, y algunos muy complejos, quizás perdemos la perspectiva. Se nos olvida alzar la mirada al cielo y pensar que Dios está ahí, con nosotros, sosteniéndonos. Se nos olvida que el final de este camino por la tierra, sea como sea, será un final feliz. No vivimos una tragedia sin solución. Jesús nos ha ofrecido un «consuelo eterno y una esperanza dichosa», como dice Pablo, y no nos está engañando. Murió y resucitó para ofrecérnoslo, y vino para comunicarlo. Nuestra fe no es ciega ni ilusa: se nutre de testimonios reales de hechos reales. Se nutre de pruebas fehacientes que Dios nos ha dado. A veces, creer no es tanto una cuestión de razón o de pruebas, sino de elección. Para quien no quiere creer, ni una evidencia podrá convencerlo. Quien tiene el corazón abierto, creerá sin necesidad de ver, por el testimonio.

La resurrección es el gran tema de las lecturas de hoy. En las dos primeras vemos cómo la esperanza en ella fortalece a los mártires. Los hermanos Macabeos mueren con gallardía, sin achicarse y sin ceder a las exigencias de sus torturadores, porque esperan renacer en la vida eterna. San Pablo soporta persecución y cárcel porque ya está viviendo en Cristo, sostenido por él, anticipando la eternidad.

Jesús, en el evangelio, se enfrenta a los escépticos saduceos. Como tantos hombres y mujeres de hoy, estos saduceos, que se las dan de cultos, modernos, agudos y un tanto irónicos, le preguntan a Jesús quién será el esposo de una viuda que ha enterrado a siete maridos. ¿A quién pertenecerá la mujer en el cielo? Con una burla pretenden echar por tierra la creencia en una vida eterna.

Al reto de los saduceos, Jesús responde con otro reto. Si habláis del «Dios de Abraham, Isaac y Jacob», ¿dónde están estos? Si están muertos, entonces tenemos un Dios de muertos, lo que equivale a decir un Dios muerto. ¡Ni siquiera los saduceos se atreverían a afirmar esto! Por tanto, si Dios está vivo, ellos están vivos, resucitados con él. Los muertos resucitan. Con esta frase tan querida de la Torá, Jesús echa por tierra la burla de sus oponentes.

Quien se mofa o se niega a creer es porque se ha quedado con una visión muy pobre de la realidad. Sólo ve a ras de tierra. Ignora toda la dimensión espiritual, que no se ve ni se toca, pero que es definitiva para dar hondura y sentido a nuestra vida. No seríamos lo que somos, ni serían posible el arte, la ciencia y la bondad, si no existiera el alma. Y el alma pertenece a Dios, que no está en el plano físico, sino en esa otra vida que aún no podemos imaginar. No sabemos cómo será la vida eterna, pero allí las cosas no serán como aquí. Jesús dice que seremos «como ángeles», es decir, inmortales, y no será necesario casarse ni procrear. Seremos «hijos de Dios» e «hijos de la resurrección». Porque Dios está vivo, y todo el que vive en él no perece para siempre.