2007-05-27

Pentecostés, el nacimiento de la Iglesia

Llamados a ser nuevos Cristos

Hoy celebramos que la Iglesia nació en Pentecostés. Pero también celebramos que el Espíritu Santo sigue vivo dentro de la Iglesia a lo largo de la historia.

Por tanto, litúrgicamente hablando, también nosotros, como cristianos y discípulos de Jesús, recibimos al mismo Espíritu Santo que recibieron los apóstoles.

Hemos leído relatos preciosos que reseñan el momento cumbre de los orígenes de la Iglesia. Pero, antes de recibir el don del Espíritu Santo, Jesús prepara a los suyos: les da la paz, dos veces seguidas. La paz ayudará a que el Espíritu pueda abrirse paso hasta sus corazones inquietos.

La Iglesia de hoy no se entendería sin los momentos cruciales que vivieron esos hombres y mujeres que no sólo se abrieron a la Palabra de Dios, sino a su Espíritu. La recepción de sus dones implica una segunda adhesión y una segunda vocación. La primera fue seguir a Jesús, pero ahora él sube al Padre. Esta segunda vocación es una llamada a ser Iglesia, pueblo de Dios, y está ligada intrínsecamente a la misión. La primera llamada fue a estar con Cristo; la segunda es a transformarse en nuevos Cristos en medio del mundo. No sólo llevarán un mensaje sino que se convertirán en aquello que predican. Su vida y sus actos serán los mejores instrumentos de evangelización.

Eucaristía y misión

Recibir al Espíritu conlleva una gran responsabilidad. Podemos pensar que basta con cumplir el precepto y celebrar la eucaristía con fervor. En cambio, la expansión de nuestra experiencia, la misión, nos cuesta mucho más. Sentimos la necesidad, quizás por educación o cultura religiosa, de acudir a misa cada domingo. Pero estamos llamados, no sólo a alimentarnos de Cristo, sino a dar lo que hemos recibido. La eucaristía no alcanza su pleno sentido si no trabajamos por expandir nuestra fe.

Afuera luchamos; dentro nos alimentamos. Eucaristía y misión van estrechamente unidas.

Estamos llamados a dar fruto. No puede haber Iglesia sin vocación, y no hay vocación si no nos sentimos llamados y enviados. La llamada nos hace sentirnos parte de una familia, de un grupo con una misión. No se entiende ser cristiano sin la dimensión comunitaria. La Iglesia no es sólo la imagen de la jerarquía y las instituciones: es el pueblo de Dios, todo él recibe el Espíritu Santo y todo él está llamado a evangelizar. La Iglesia pervive porque en cada bautizado late la semilla de Dios y en cada uno de nosotros puede estallar un Pentecostés. Cada cual alberga una llama viva que puede crecer y expandirse.

Por tanto, vocación, formación, liturgia y apostolado también van íntimamente unidos.

El testimonio en la vida diaria

Hoy nos preocupamos porque la gente viene poco a misa. Quizás no hemos entendido bien que eucaristía y misión van de la mano. Cumplimos nuestro precepto, pero no entusiasmamos con nuestra vida. La fe queda alejada de nuestra vida cotidiana. Y, cuanto menos hablamos de aquello que somos y creemos, más se debilita nuestra identidad. Los que venimos a celebrar la misa juntos hemos de sentirnos llenos del Espíritu Santo o, de lo contrario, la celebración se convertirá en un rito vacío y rutinario. El día que el Espíritu Santo arda con fuerza en nosotros, la gente acudirá a las iglesias, porque Él mismo iluminará a otros y los atraerá. Esto sucederá cuando respiremos el aliento de Dios y desprendamos su calor con cada gesto y acción de nuestra vida.

2007-05-20

La ascensión de Jesús, inicio de una misión

Comienza la misión de los apóstoles

Con la subida de Jesús a los cielos culmina su misión. Pero comienza la de sus apóstoles. De la primera noticia de su partida en el discurso del adiós hasta su partida definitiva sus discípulos han ido recorriendo un proceso de total adhesión, ya no sólo al Jesús histórico, sino al Jesús resucitado

Pero la continuación de la misión de Cristo no sería posible sin haber recibido antes la fuerza de lo alto. Estaba escrito, dice el evangelio, que un día Jesús moriría pero al tercer día resucitaría y se predicaría la conversión a todo el mundo.

La misión de los discípulos tiene una doble vertiente: por un lado, el anuncio del resucitado. Cristo sigue viviendo en ellos. Por otro, la conversión total de los receptores del anuncio, que conllevará un cambio radical de vida.

La experiencia mística, el detonante

Esta misión también es posible gracias a que ellos fueron testigos de la experiencia del resucitado. La vivencia mística, novedosa, les infundió el coraje necesario. Ellos conocieron al Jesús histórico, comieron con él, lo acompañaron en su singladura, lo enterraron. Y también conocieron, acompañaron y comieron con el Cristo resucitado y glorioso. Esto les dio tal vigor que sólo desde aquí se entiende la fuerza arrolladora de los inicios de la misión apostólica. Jesús se convierte en un referente permanente, llegando, muchos de ellos, a dar la vida por él.

Ese impacto fue tan profundo que gracias al entusiasmo de esos apóstoles la fe en el Resucitado ha llegado hasta nosotros.

Avivar nuestra fe vacilante

¿Qué hacemos nosotros, los nuevos apóstoles del siglo XXI? Hemos heredado de los primeros apóstoles la gran experiencia de Jesús vivo. Sin embargo, después de dos mil años, parece que el creyente de hoy ha perdido su alegría y su empuje. ¿Qué nos sucede a los cristianos de hoy? Hemos recibido una cultura religiosa, la hemos valorado en su momento, hemos creído en ella, pero quizás no hemos dejado que arraigue totalmente en nosotros. Esa primera exigencia que espoleaba a los primeros apóstoles los transformó. Quizás nosotros no estamos del todo convertidos y por eso se va apagando la fe. Sólo recuperando el entusiasmo y el gozo de sentirnos amados por Dios podremos renovar las raíces de nuestra fe.

A pesar de todo, el Espíritu Santo sigue actuando y seguimos recibiéndolo en cada eucaristía en la que participamos. Es el mismo Espíritu que recibieron los apóstoles. Posiblemente desde instancias políticas e ideológicas se intenta barrer los valores cristianos. El culto al progreso, a la ciencia y a la tecnología nos puede despistar. Pero no podemos perder el norte ni los valores. Cada uno de nosotros está llamado a ser medio de comunicación de la gran noticia de un Dios que nos ama, se ha encarnado y viene a nosotros. Nada ni nadie podrá ahogar la fuerza del Espíritu Santo. Sólo nos falta intrepidez y osadía. Vale la pena hacerlo por Cristo.

2007-05-13

Quien me ama, escucha mis palabras

No se puede amar sin escuchar

“Quien me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a hacer morada en él”.

Escuchar las palabras de Jesús es escuchar a Dios. Amarle es una consecuencia y a la vez demuestra la coherencia entre la palabra y la vida. Quien ama escucha, está atento, receptivo. Los cristianos hemos de estar abiertos a lo que Jesús nos puede decir. No podemos separar el amor de la escucha. Quien ama a Dios, es receptor de su palabra.

La palabra de Dios es de vida, nos transforma y nos ayuda a crecer. Sólo cuando uno ama y escucha, su corazón está preparado para la acogida, y Dios puede venir a hacer morada en él.

La misión de Jesús: llevarnos al Padre

No olvidemos que estas palabras de Jesús son pronunciadas poco antes de su muerte. Tienen una especial trascendencia; está a punto de reunirse con el Padre y anuncia a sus discípulos que en un futuro próximo volverá para habitar en ellos para siempre.

Jesús recuerda con frecuencia a sus discípulos que sus palabras no son suyas, sino del Padre. Él es un reflejo de la palabra de Dios, la referencia al Padre es continua. Su misión es acercarnos al Padre. Como hermano mayor, nos lleva de la mano hasta la plenitud de su amor. Su intención es hacernos partícipes de esta unidad y comunión con Dios Padre.

La misión de la Iglesia es también ésta: conducirnos al Padre. No podemos llegar a Dios sin pasar por la Iglesia y sin tomar a Jesús –en el pan y el vino– pero tampoco podemos quedarnos en el cristocentrismo. Nuestra meta final es Dios Padre.

La paz que emana de Dios

“Mi paz os dejo… no os la doy como la da el mundo”, dice Jesús. La suya es una paz que viene de Dios, una paz divina, trascendida. En nuestro mundo, muchos somos los que buscamos la paz, pero no siempre la hallamos, porque quizás nos falte la raíz misma de la paz: el mismo Jesús.

Jesús nos transmite su paz: una paz llena de amor, de misericordia, de Dios. No hablamos de una paz social, ni de un pacto político o de una reivindicación. No hay paz sin justicia, y no hay justicia sin amor. Por tanto, sin amor no hay paz posible. El amor nos lleva a la paz y aún más allá: a la fiesta, al gozo. Esa paz emana de Dios.

Os enviaré un Defensor

Finalmente, Jesús promete a los suyos que jamás los dejará solos: les enviará un Defensor, el Espíritu Santo, el mejor compañero. El les recordará sus palabras y los mantendrá unidos. Los apóstoles, años más tarde, irían expandiendo el mensaje de Cristo e incluso dando su vida por la fe. El Espíritu Santo, el Defensor, les dio la fuerza y las palabras para defender su fe.

“Os he dicho esto ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo”, dice Jesús. Hoy, los cristianos seguimos recibiendo su palabra. Necesitamos escucharla para nutrirnos y seguir creyendo y dando testimonio vivo de nuestra fe.

2007-05-06

Amaos como yo os amo

El mandamiento del amor

Jesús se encuentra en las últimas horas antes de su muerte. Durante la cena pascual, en un momento de intimidad con los suyos, Jesús manifiesta su profunda y estrecha relación con el Padre. Padre e Hijo serán glorificados. Será el gesto supremo de donación del Hijo lo que le llevará a su glorificación. Con la glorificación, la unión de Jesús y el Padre alcanza la máxima plenitud.

En un tono emotivo y cálido, y con un fuerte sentido de paternidad hacia sus discípulos, Jesús les manifiesta que el tiempo de estar con ellos se acaba. Durante tres largos años conviviendo, acompañándole en sus viajes de misión, ellos han visto en Jesús el rostro amoroso de Dios. Han sido testigos de la bondad de su maestro, de sus milagros, de sus curaciones. Han palpado su identidad. Es en este contexto de la despedida que Jesús les hace herederos del núcleo de su mensaje: amaos como yo os he amado. Es en este gesto de amor que los demás han de ver que somos sus discípulos, que seguimos su estilo. Será la señal de autenticidad, de que realmente formamos parte de él.

Y será en el "como yo os he amado" donde se halla la clave para saber cómo ama Dios. El amor de Jesús no tiene límites, es incondicional, da la vida por los suyos. Es un amor generoso, dulce, libre y sin prejuicios. Un amor lleno de misericordia, que implica aceptación del otro y de sus límites, un amor que nunca falla.

Tal como yo os he amado

Podemos descubrir ese modo de amar de Jesús a lo largo de su ministerio público, especialmente en momentos álgidos, como en aquella ocasión, cuando dice: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os persiguen; bendecid a los que os calumnien, rezad por ellos.

Podemos descubrirlo en el sollozo ante la muerte de su amigo Lázaro; en la parábola del buen pastor y la oveja perdida. El buen pastor da la vida por sus ovejas.

También podemos verlo cuando dice: El que quiera ser primero, sea el servidor de todos. Estas palabras se ven ilustradas en la última cena, con el gesto del lavatorio de los pies.

El amor de Jesús es un amor consagrado, vocacional. En el mundo, es normal que la gente se quiera, pero Jesús no dice simplemente "amaos", sino, "amaos como yo lo hago".

Ese amor, absolutamente generoso, exige compromiso. San Pablo lo expresa maravillosamente en su carta a los Corintios: el amor es servicial, no se enorgullece, no se enoja; perdona sin límites, aguanta sin límites, todo lo espera, nunca se cansa. Quizás hoy día se rompen tantas relaciones y mueren tantos amores porque no están basados en un compromiso serio y mantenido.

El amor de Dios, ese amor que ejerce Jesús, nunca se cansa, siempre espera. Es capaz de darlo todo por el que ama, hasta la vida.

2007-05-01

San José obrero y la ética del trabajo

El trabajo, más allá de una actividad de subsistencia
A lo largo de la historia, el movimiento obrero ha logrado mejoras muy substanciales en la calidad de vida de los trabajadores. Aún hoy se sigue luchando por mejorar estas condiciones y queda camino por recorrer para que en muchas partes del mundo todas las personas puedan trabajar con dignidad y un salario adecuado.

Además de alentar esta lucha por un trabajo en condiciones dignas, la fiesta de San José Obrero nos ofrece la ocasión de reflexionar sobre otro tema del que se habla mucho menos: la ética del trabajo.

Tradicionalmente, trabajo y subsistencia han ido unidos. Pero hay que ir más allá de esta simple concepción del trabajo por mera necesidad. Quedarnos en el aspecto puramente comercial del trabajo –a cambio de una remuneración- resulta una visión muy pobre. El trabajo también ha de ser entendido como una realización personal, un estímulo para el crecimiento y una proyección de la persona en su contribución a mejorar la economía y el bien común.

El obrero, protagonista de su trabajo

Hoy se habla poco del trabajo bien hecho, del trabajo hecho con amor. Se tiende más a satanizar al empresario, como fruto de una lectura marxista del mundo laboral y del capital y, en cambio, se habla poco de la calidad del trabajo realizado. El desempleo es una lacra social, ciertamente. Pero en nuestro país, actualmente, la gran amenaza para el estado del bienestar, como señalan con preocupación los economistas y expertos, no es el desempleo, sino la baja productividad laboral. Es decir, quizás se trabaja durante muchas horas, pero ese trabajo es de muy baja calidad y el rendimiento en ocasiones es mínimo. La responsabilidad de este hecho no se puede achacar exclusivamente al gobierno y a los empresarios.

Es importante que el trabajo sea libre, en buenas condiciones, con salarios dignos, pero también es importante que sea realizado con amor. Está en manos del empleado dignificar su trabajo y evitar reducir su papel al de un robot; el obrero tiene la posibilidad de convertirse en protagonista de su trabajo, en artífice de una obra realizada con calidad, con esmero, con pasión. El trabajo así emprendido humaniza y llena.

Hacia una visión más generosa del trabajo

Se resaltan mucho las obligaciones del empresario, y muy poco las responsabilidades del trabajador, y de ese mínimo exigible para que la producción sea de calidad.

La economía crecerá y conservaremos la sociedad del bienestar en la medida en que cada cual se sienta protagonista de su trabajo y vuelque en él sus mejores capacidades. El empresario pone sus recursos, su sacrificio y su generosidad. El trabajador pone sus manos, su creatividad, su tiempo.

Desde una perspectiva cristiana, cabe preguntarse cómo debió trabajar san José, y cómo debió trabajar Jesús a su lado. ¿Dónde está la excelencia de san José? Sin duda, en su vocación por un trabajo encaminado a mejorar la vida de los demás. Trabajar en algo que contribuya al bienestar y a la felicidad de las personas es gratificante y llena de sentido una vida. Como señalan algunos santos, en el trabajo está la santificación de la persona.

Perspectiva teológica del trabajo

Trabajar es acariciar la Creación. Estamos construyendo algo nuevo. Cuando ponemos amor, dulzura y creatividad a nuestras tareas estamos culminando la Creación. Como dicen algunos teólogos, estamos ajardinando el mundo.

Llegará un momento en que, superada la ideologización del trabajo, podremos hablar de madurez laboral. En ese momento el trabajo dejará de ser una actividad de subsistencia para convertirse en co-creación al lado de Cristo. Y es entonces cuando el trabajo, hecho con amor, culminará todas nuestras expectativas y metas. Todo cuanto se hace con amor es hermoso y da su fruto.