2022-01-28

4º Domingo Ordinario - C

«Ningún profeta es aceptado en su pueblo.»

Lucas 4, 21-30


Después de la proclamación del texto del profeta Isaías en la sinagoga, todos quedan maravillados ante las palabras de Jesús. Pero, a continuación, su discurso adopta un tono de elevada exigencia. De la aprobación y la admiración, las gentes de su pueblo pasan a la crítica y al deseo de matarlo. Extrañadas, se preguntan: “¿Quién es éste? ¿No es el hijo del carpintero?” El evangelista Lucas pone de manifiesto el recelo del pueblo judío hacia Jesús. Un hombre de un entorno sencillo y humilde, ¿cómo puede expresar estas bellas y profundas verdades? Surgen el desprecio y los celos hacia él, que se materializan en una actitud hostil de rechazo.

Jesús constata, apenado, que nadie es profeta en su tierra. No escapa a las críticas y recelos propios del ser humano. ¿Cuántas veces hemos oído esta frase en boca de grupos, de familias, de comunidades de vecinos? Este, ¿nos puede decir algo bueno? Con nuestro desdén manifestamos inseguridad y falta de humildad para reconocer lo bueno que tienen los demás, quizás aún mejor que nosotros. Los judíos se enfurecen especialmente cuando Jesús hace referencia a personajes y episodios del Antiguo Testamento, como Elías y la viuda de Sarepta y Eliseo y el leproso Naamán. Recordando estas narraciones, Jesús pone el dedo en la llaga ante la actitud de cerrazón de su pueblo. Se refiere claramente a su hipocresía religiosa y les insinúa que sólo los que abren el corazón a Dios serán salvados y escogidos. Su don y su gracia serán para los humildes y sencillos que pongan sus vidas a su servicio. El rechazo hacia Jesús se va recrudeciendo, porque habla con claridad y no tiene miedo a nada ni a nadie.

Pasar de la crítica al bien hablar

Esta lectura es un revulsivo para los cristianos de hoy. Gastamos horas sin fin para criticar a los demás —qué hacen, qué piensan, cómo hablan… Perdemos un tiempo precioso de la forma más absurda.

Ante el anuncio de la buena nueva, debemos sentirnos impulsados a hablar de cosas positivas y bellas, para sacar a la luz aquello de bueno que tiene cada cual. Una de las grandes misiones del cristiano es justamente ir a contracorriente de las críticas y el rumoreo. No hablar nunca mal de nadie, a persona alguna, debería ser un principio en nuestra conducta.

Para dejar de hacer críticas destructivas necesitamos, por un lado, ser comprensivos y misericordiosos, a la vez que muy conscientes. Es una frivolidad perder el tiempo en críticas banales. Una actitud humilde nos ayudará a reconocer los dones de los demás.

Las palabras de las gentes de Nazaret pueden resultarnos familiares. ¿Quién es éste o ésta? Si lo conocemos de hace tanto tiempo… ¿qué tiene que decirnos de nuevo? Pues bien, aquella persona humilde que vive a nuestro lado también nos puede enseñar muchas cosas. En la sencillez se manifiesta el soplo del Espíritu.

Pedimos milagros

La gente espera prodigios espectaculares de Dios. Pero el gran milagro ya se ha producido: somos herederos de su palabra. El gran milagro, hoy, es su permanencia constante en la Eucaristía. Dios se nos ofrece a sí mismo: lo que nos dé por su providencia será por añadidura. Pero el mayor regalo ya lo tenemos: Cristo resucitó y nos abrió el camino a una nueva vida.

No podemos salir de una celebración eucarística admirados de cuanto hemos oído y volver a nuestras actitudes fáciles y cómodas de criticar y señalar a los demás. Aprendamos a valorar el milagro inmenso de la presencia de Cristo entre nosotros. Ser conscientes de la grandeza de este don transformará nuestra vida y nos hará responsables a la hora de emplear nuestro tiempo y nuestras palabras. Ojalá nuestras conversaciones reflejen siempre la bondad de Dios, y nuestro tiempo sea invertido en acrecentar su Reino.


2022-01-21

3r Domingo Ordinario - C

«Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; a liberar a los oprimidos y a proclamar el año de gracia del Señor»

Lucas 4, 14-21.


Las tres lecturas de este domingo contienen auténticos tesoros para nuestra fe. La primera, del libro de Nehemías, y el evangelio de Lucas, nos presentan dos escenas en las que la Palabra de Dios se lee en público. La carta de san Pablo recoge una imagen genial del apóstol para explicar qué es la comunidad cristiana. Si tuviéramos que destacar una frase de cada lectura podríamos subrayar estas tres:

«No estéis tristes, pues el gozo en el Señor es vuestra fortaleza.»

«Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro.»

«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír.»

Unidas, una tras otra, completan un mensaje hermoso: hoy se cumple una promesa, largamente esperada y transmitida en las escrituras. El reino de Dios ya no es un futuro, una esperanza ni una ilusión, sino una realidad, presente. La liberación ya está aquí, tal como proclama Jesús en la sinagoga. ¡No hay que esperar más! Con él, Dios ya está con nosotros

Y si Dios está con nosotros, ¡nada de llantos ni lamentos!, como dice la primera lectura. Nada de tristezas ni golpes de pecho: el gozo del Señor es vuestra fortaleza. Dios se goza con sus hijos, y sus hijos se gozan por el amor que reciben de su Padre. La presencia de Dios no es represora ni severa, sino que llena al hombre de alegría.

Pero Dios hace algo más que estar cerca, o con nosotros. Dios nos hace parte de él mismo, nos invita a compartir su propia vida. Con Jesús, ya no es que Dios sea nuestro aliado: es que nosotros formamos parte de Dios.

San Pablo ofrece esta metáfora audaz y precisa de lo que es la Iglesia: un cuerpo. Un cuerpo con muchas partes, que expresan su diversidad. Al igual que cada miembro es diferente, no hay dos personas iguales y todas pueden aportar algo bueno al grupo. Todas son dignas y buenas, y para que el cuerpo esté sano es importante que todas funcionen en armonía, coordinadas, a una. Esta unidad es la que nos hace crecer y desplegarnos.

La imagen de Pablo no sólo señala que la diversidad es buena, sino que es necesaria. No todos podemos hacer lo mismo; el cuerpo no es todo ojos, ni todo oídos o todo manos o pies. ¡Sería monstruoso! De la misma manera, una comunidad, una sociedad uniforme y cortada por el mismo patrón, sería un engendro mutilado, incapaz de funcionar y de producir obras buenas y creativas.

Buena reflexión para la Iglesia, pero también para el mundo político y social. En la arena política, la diversidad no debería verse como una guerra de enemigos, sino como una riqueza de pensamiento y experiencias que, en sintonía, puede mejorar la sociedad. Qué diferentes serían las cosas si los políticos, en vez de atacarse y luchar por el poder, consiguieran ponerse de acuerdo para gobernar con sensatez, buscando el bien común y no los intereses del partido. Qué madurez demostrarían si lograran gobernar coordinando personas de tendencias y mentalidades plurales.

En la naturaleza, otro libro que nos habla de Dios, también lo vemos. Toda forma biológica compleja, todo organismo, se ha formado uniendo partes diversas. La vida es diversidad y a la vez unión. Cuanto más diverso es un ecosistema, más fuerte y más sano es. En cambio, la uniformidad y la división traen la ruptura y la muerte.

Tenemos en nosotros todo el potencial para vivir, ahora, el reino de Dios. Es decir, para ser libres, para ser felices, para desplegar todos nuestros talentos y ponerlos al servicio de los demás. No hay excusas. Jesús nos apremia: Ese día ha llegado. Si queremos, podemos hacerlo posible ya. Dios está con nosotros, ¿hemos olvidado este gozo?

2022-01-14

2º Domingo Ordinario - C

«Haced lo que él os diga.»

Juan 2, 1-11


¿A qué comparar el amor que Dios tiene a la humanidad? En la Biblia surge continuamente una imagen: amor esponsal. Una boda, la alegría de los esposos, el deseo de los amantes, la imagen de una novia que es recibida por el novio, cubierta de sedas y joyas, entre cánticos y danzas. Belleza, alegría, gozo íntimo. Dios quiere derramar su amor en nosotros, llenándonos la vida de fiesta.

Jesús también utilizó esta comparación: el reino de Dios es un banquete, una boda, una celebración llena de regocijo y belleza. Juan, en su evangelio, relata el primer “signo” del reino que hace Jesús. No es una curación ni un milagro espectacular, sino una señal festiva: convertir el agua en vino. Si alguien se hizo una imagen de un Dios severo y serio, ¡qué lejos está del evangelio! Dios es amigo de la alegría y de la fiesta.

Pero en el relato de las bodas de Caná hay muchos detalles que podemos aplicar a nuestra vida. Fijémonos en María, la madre de Jesús, siempre atenta a lo que ocurre. María es modelo de mujer despierta, que percibe las necesidades de los demás y actúa. En este caso, como no puede hacer otra cosa, avisa a su hijo. Y se vale de los criados para empujarlo a actuar, al estilo de las decididas matriarcas bíblicas, que no se detienen ante nada cuando se trata de perseguir un buen fin.

¿Por qué se resiste Jesús? No ha llegado su hora, dice. No quiere precipitar las cosas, el reino debe construirse poco a poco… Pero Jesús no resiste la petición insistente de una madre, ni el sufrimiento de los novios que pueden quedar avergonzados, ni la decepción de los invitados. Si algo puede precipitar la acción de Dios, es el dolor humano y una súplica ferviente.

Pero Dios nunca actúa solo. Como dice san Pablo en su carta, él actúa en todos, y es a través de nuestro esfuerzo y creatividad como va a resolver las cosas. Nuestros carismas son regalos de Dios que nosotros hemos de regalar a los demás. En las bodas de Caná, estos talentos son representados por las tinajas de agua: agua clara que purifica. El agua simboliza nuestro esfuerzo y nuestra voluntad. Pero sin la acción de Dios, nunca se convertiría en vino. De la misma manera, nuestros esfuerzos, sin la gracia de Dios, son derroche vano. ¿Qué hacer? Como los criados, hemos de presentar nuestras tinajas ante Dios. Ofrezcámosle lo que somos y hacemos. Pongamos ante él nuestra vida, nuestros sueños, nuestros talentos y empeños. Y él lo transformará, haciendo que dé frutos buenos.

En la lectura de Pablo se refleja una realidad de las primeras comunidades, trasladable a nuestras parroquias y comunidades de hoy. Cada cual tiene sus carismas, dones y habilidades. Podemos reservárnoslos para nosotros mismos, o para acrecentar nuestros propios intereses, ya sea de crecimiento económico, profesional, prestigio… Los talentos de Dios usados en bien propio pueden llenarnos momentáneamente. Pero se agotan y se pierden, como el vino que se acaba. En cambio, si los ponemos al servicio de los demás, de forma generosa y humilde, Dios los mejorará y los multiplicará, como ese vino de gran calidad que nadie esperaba al final de la boda. Y muchos más podrán beneficiarse y alegrarse con nosotros.

2022-01-07

Bautismo de Cristo - C

«Tú eres mi hijo, el amado. En ti me complazco.»

Lucas 3, 15-22



Las lecturas de hoy se centran en el bautismo, el primer sacramento de la fe cristiana. Todos hemos asistido a algún bautizo. No recordamos el nuestro, pues casi siempre éramos muy pequeños, pero hemos visto fotografías y recuerdos. Sabemos que el bautismo es la ceremonia que nos hace, oficialmente, cristianos, y en la que se nos da un nombre. También se nos enseña que por el bautismo somos lavados del pecado original. En el caso de los bautismos adultos, además borra todos los otros pecados. Pero más allá de las catequesis básicas, ¿ahondamos en el significado que tiene este evento? ¿Qué nos dice el bautismo?

Por otra parte, hoy celebramos el bautismo de Cristo. Puede parecer algo contradictorio. ¿Necesitaba bautizarse Jesús, si ya era Dios y no tenía pecado? ¿Por qué Jesús quiso bautizarse? ¿Qué significa esa voz salida del cielo, ese Espíritu que desciende sobre él como una paloma? ¿Qué ocurrió realmente en el Jordán?

La escena, que nos narra Lucas, explica que, mientras era bautizado, Jesús oraba. Recibió el agua en un estado de oración, de unión íntima con el Padre. Y en ese momento es cuando desciende el Espíritu y la voz clama: «Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco».

Las pocas veces que el evangelio reproduce la voz de Dios Padre, el mensaje es casi siempre el mismo. Es una exclamación de amor y reconocimiento hacia su hijo. En el Bautismo, Jesús recibe un mensaje que lo llena de fuerza para iniciar su misión. Es la palmada en la espalda, el abrazo de despedida de su padre, el ¡ánimo, adelante!, que necesita.

San Pablo lo explica con estas palabras: «Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.» ¿Qué quiere decir ungido? Ungidos eran los reyes y los sacerdotes, con óleo santo, para ser consagrados. Ungido significa pertenecer a Dios. Pero ungir también es un acto de cuidado personal, con aceite fragante, nutritivo y protector. Ungido es ser acariciado, cuidado por Dios. Este amor es el que da toda la fuerza, todo el poder sanador y liberador de Jesús. Es el mismo amor que Jesús dio también a sus apóstoles, y el mismo que recibimos todos los cristianos al ser bautizados.

Sí, en el bautismo, Dios nos mira con amor y nos dice: Tú eres mi hijo amado, mi hija amada. Tú me llenas de alegría, ¡eres mi gozo! No nos da órdenes, ni nos dice «quiero que seas así», o «haz esto», o «pórtate de esta manera». Dios nos ama tal como somos, de forma incondicional. Su primer y más fundamental mensaje no es otro que este: «¡Te quiero!» Con la fuerza que nos da el ser tan amados, podemos crecer, podemos salir al mundo y atrevernos a dar lo mejor de nosotros mismos, sin miedo. Hay un amor más grande que todo el universo, un amor que ha sido derramado sobre nosotros con el agua bautismal, y este amor nos alimenta y nos sostiene, siempre.

2022-01-01

2º Domingo de Navidad - C

La Palabra estaba en Dios y la Palabra era Dios. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres... (Juan 1, 1-18).