2019-08-30

La sabiduría del humilde

22º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Eclesiástico 3, 17-29
Salmo 67
Hebreos 12, 18-24
Lucas 14, 1.7-14

Homilía

Hoy en día hablar de humildad no está muy bien visto. Vivimos en la era de la autoestima, de la autoafirmación, del auto-desarrollo, de la autonomía, de la autoayuda. Parece que toda la filosofía actual nos está empujando en la misma dirección: tú puedes. Tú vales. No necesitas a nadie más. Tú solo puedes llegar a donde quieras. No dependas de nadie. Ámate a ti mismo, valórate a ti mismo, ponte a ti mismo en el centro. Tú eres lo primero.

Parece un pensamiento muy lógico y sano, ¿verdad? Ámate a ti mismo y el mundo te amará. Centra tu vida en ti mismo y el mundo se rendirá a tus pies. Cultiva tu yo interior y todo lo que desees sucederá. Sí, suena bien y el mensaje es seductor… Pero ¿es esto cierto?

El evangelio y la sabiduría de la Biblia van por otro lado y nos muestran un camino muy distinto. No es que nos empujen al autodesprecio ni a la culpa, como dicen algunos críticos. No es que ignoren la importancia de cuidarse y de tener confianza en uno mismo. Los protagonistas de la Biblia, Jesús y los apóstoles fueron personas valientes y apasionadas, con una gran fuerza, convencidos de lo que hacían y coherentes con lo que decían. Hoy diríamos que fueron muy «asertivos» y «auténticos», dos valores que nunca han dejado de estar en alza. Pero ¿cuál fue su secreto? Fue que, precisamente, no centraron su vida en sí mismos, sino en los demás. No buscaron su bien, sino el bien de los otros. No persiguieron la fama ni el engrandecimiento personal, sino que aceptaron toda clase de humillaciones, sin encogerse. No construyeron un pedestal sobre sus ideas o pensamientos, sino que fueron transmisores de una verdad que les venía de Alguien más alto. Fueron, como diría san Pablo, obedientes hasta el fin, fieles a una misión que no era suya, sino de Dios Padre, que les fue encomendada y por la que entregaron hasta la última gota de sangre.

El libro de la Sabiduría, hoy, nos habla de humildad. El arrogante y el presuntuoso, por mucho que reluzca, acaba cansando a la gente. Puede ser admirado, pero no será querido. Mientras que el hombre discreto y humilde, que hace lo que debe hacer, es considerado sabio y la gente confía en él. «Cuanto más grande seas, más debes humillarte»: hemos de aprender a conjugar la grandeza de alma, la grandeza de miras y de corazón, con la humildad de no querer deslumbrar ni pasar por delante a nadie.

Jesús, en esta línea, echa por tierra la vanidad del mundo. ¿Qué diría hoy, si viera la obsesión que tenemos por salir en la foto, por ser notados, por exhibir nuestra vida en las redes sociales? ¿Qué diría ante esos shows televisivos que se recrean en ventilar intimidades y trapos sucios? ¿Y ante el ansia de tantos jóvenes por ser famosos, por tener miles de fans o seguidores, por ser «figuras estelares», antes que constructores de algo nuevo? La vanidad no es cosa nueva. Jesús ya observó esta tendencia entre sus gentes. En los banquetes, ¡todos querían ocupar los mejores puestos! Debía ser hasta ridículo ver los esfuerzos y peleas de unos y otros por estar en el mejor lugar. Jesús da una lección sabia a quienes le escuchan. Si eres humilde y no te ensalzas, el dueño de la casa te valorará por lo que eres y quizás te asigne un mejor lugar, antes que a todos los vanidosos. «El que se humilla será enaltecido; el que se enaltece será humillado.»

Esta lógica es también la del reino de Dios. Ante Dios los que parecen más importantes quizás no lo sean tanto, porque Dios no mira las apariencias pomposas y brillantes, sino el corazón. ¿Qué hay en nuestro corazón? ¿Qué riquezas atesoramos dentro? Si pudiéramos ver la realidad y las personas con ojos de Dios, quizás quedaríamos sorprendidos. Tal vez veríamos una gran pobreza y un enorme vacío en personas que parecen tan interesantes, tan atractivas, tan ricas y exitosas en su profesión. Y tal vez en personas anodinas, pequeñas, simples, veríamos brillar un enorme tesoro de bondad y amor.

¿Qué llena nuestro corazón? Si lo tenemos lleno de Dios, lleno de nuestros seres queridos, lleno de gratitud por tantas cosas buenas como recibimos cada día, no necesitaremos más: ni salir en la foto, ni ser reconocidos, ni tener buena fama, ni mucho dinero, ni muchos fans… Viviremos con sencilla humildad, con alegría, con paz, porque ya lo tenemos todo. Como decía santa Teresa, una gran maestra de humildad, «quien a Dios tiene, nada le falta». 

2019-08-22

Los últimos que serán primeros


21º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Isaías 66, 18-21
Salmo 116
Hebreos 12, 5-7.11-13
Lucas 13, 22-30

Homilía


El evangelio de hoy puede indignarnos si lo leemos despacio. Jesús habla con los fieles devotos de su pueblo, que creen salvarse, y les dice que no se sientan tan seguros. No se salvarán por su nombre, ni por sus prédicas, ni por formar parte del pueblo elegido. Esto podría trasladarse a nuestras parroquias y comunidades de hoy. ¿Qué pensaríamos si Jesús viniera y nos dijera esto? No os salvaréis por ser cristianos, ni por venir a misa, ni por cumplir los mandamientos, ni siquiera por ser catequistas, predicadores de mi evangelio, formadores, activistas de la fe… En cambio, vendrán personas alejadas, de otros lugares, de otras culturas, incluso de otras religiones y forma de pensar, que se sentarán a mi mesa en el reino.

Hay un bonito cómic donde un misionero, en el momento de morir, llega ante una larguísima cola de gente que está esperando entrar en el cielo. A la puerta del cielo, san Pedro los va llamando a cada uno por su nombre y ellos acuden. El misionero observa bien y comienza a ver a personas conocidas en esa cola: un drogadicto que pedía en la calle, una madre soltera con hijos, un inmigrante sin papeles, un solitario alcohólico, una mujer de la vida, un obrero ateo y comprometido con la justicia social… Todas estas personas no creen ser dignas de entrar en el cielo, pero están allí, contentas y sorprendidas, esperando su turno. Y el misionero ve cómo todos estos son llamados antes que él y van entrando. Él, que ha pasado toda su vida entregado a la evangelización y a los pobres, resulta que se queda el último. Por último, san Pedro lo llama, y él, avergonzado y en lágrimas, acude. Con la muerte ha recibido la última lección, y es que a los ojos de Dios las cosas son distintas. Dios no nos acoge tanto por lo que hemos hecho, ni por los muchos méritos de nuestra vida, sino por la apertura de nuestro corazón. Y, a menudo, los corazones rotos, por las desgracias o por la vida, son los más abiertos. Dichosos los pobres que no tienen nada, porque Dios será su premio.

Jesús nos previene contra uno de los peores orgullos: el de la fe. Creernos mejores por ser fieles cristianos y buenas personas puede alejarnos del reino. Quizás no nos cierre las puertas, pero nos hará esperar a los últimos puestos. Esto nos debe llevar, poco a poco, a conocer la mentalidad de Dios: todo él misericordia, atento a acoger a los hijos que más lo necesitan, a los que mejor pueden recibir su amor. Estos, a menudo, no coinciden con nuestros criterios humanos de merecimiento.

Quiero comentar también una conocida frase de la segunda lectura, de san Pablo: Dios pone a prueba a sus hijos más queridos, para fortalecerlos. Es como un buen entrenador, que exige más al atleta que sabe que puede responder mejor. Pero el entrenamiento es fuerte y duele. A veces las personas sufrimos situaciones que nos parecen injustas y terribles, y nos preguntamos por qué Dios permite esto, o qué hemos hecho para merecer tal cosa. Pensemos si no será que Dios nos está entrenando. Nos ama, sabe que podemos dar más de sí, o sabe que necesitamos aprender una lección, aunque sea dura. No es un castigo, sino un aprendizaje. ¿Sabremos ver su amor detrás de todo lo que nos sucede? A veces, incluso un accidente, una enfermedad o una pérdida pueden ser, a la larga, un beneficio para nosotros. Puede ser que estemos viviendo de manera acelerada, inconsciente, cometiendo errores que nos costarán caros. Ese parón, ese golpe o esa topada con la realidad nos pueden hacer rectificar y vivir de otra manera. Saldremos de la prueba fortalecidos, renovados, renacidos. Más sabios, quizás, y con una mejor actitud ante la vida. ¿Nos rebelaremos y protestaremos, airados? ¿Nos instalaremos en la amargura y la queja? ¿O nos dejaremos entrenar por Dios, con humildad, dóciles como un buen deportista que quiere crecer y alcanzar mayores retos?

2019-08-17

El mundo que arde

20º Domingo Ordinario  - C

Lecturas:
Jeremías 38, 4-10
Salmo 39
Hebreos 12, 1-4
Lucas 12, 49-53

Homilía

Las lecturas de hoy son como aguijones que nos espolean. Las tres nos ofrecen imágenes muy vivas e inquietantes. Un pozo, una carrera, un gran fuego.

En la primera vemos al profeta Jeremías, arrojado a un pozo por decir la verdad alto y claro, sin miedo. Hoy también sucede: cuando alguien se atreve a decir las cosas como son, suele resultar poco simpático, políticamente incorrecto, y se le echan encima toda clase de etiquetas despectivas. ¡La verdad a veces resulta muy incómoda! Hay que taparla, barrerla, echarla a un pozo. Muchos gobernantes y líderes de opinión, como el rey Sedecías, prefieren acogerse a un discurso buenista y complaciente, desplazando a los que consideran agoreros, profetas de desgracias y enemigos del pueblo. El pobre Jeremías es arrojado a un pozo de barro, pero siempre quedan personas sensatas y valientes que salen en defensa del justo. El mismo rey que lo ordenó castigar permite que otros lo rescaten y le salven la vida. Esta blandura, esta falta de coherencia, esa «liquidez» que hoy vemos en la sociedad y en la cultura, no es cosa nueva, sino tan antigua casi como la humanidad.

San Pablo nos habla de la gran carrera de su vida, que es la de todos los cristianos que queremos de verdad comprometernos con lo que somos y decimos. Este maratón es largo y puede ser penoso, pero culmina en el cielo. Quien lo corre siempre gana, y gana una vida plena durante el recorrido. Ahora bien, es una carrera a contracorriente del mundo. Ser cristiano supone, muchas veces, ir a contraviento. Si no es así, quizás debamos cuestionarnos muchas cosas. ¿Qué estamos haciendo, y por qué? ¿Qué sentido tiene nuestra vida? ¿Somos cristianos sólo de nombre, o realmente queremos encarnar la vida de Cristo en nosotros? Hay algo que nos echa para atrás, y Pablo lo sabe: el rechazo y el ostracismo, el ser tachados de…, el qué dirán, el odio y el desprecio, todo eso nos acobarda y nos hace ser cristianos casi de anonimato, o a medio gas. Pero Pablo anima a los cristianos de su tiempo: el mismo Cristo sufrió ese odio y ese rechazo, hasta la muerte más cruel, en la cruz. Y vosotros, nos dice Pablo, «todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado». Es verdad que, poco tiempo después de escribir esto, los primeros mártires vieron la muerte por su fe. Y hoy los mártires cristianos siguen regando con su sangre el campo de la Iglesia. Pero nosotros, los que estamos ahora aquí, leyendo esto cómodamente, escuchando la homilía de nuestro rector, en la misa, ¿hemos sufrido tanto? ¿Qué son cuatro comentarios, cuatro insultos o cuatro malas miradas, al lado de la cruz? San Pablo nos anima a perseverar en esta carrera.

En el evangelio, Jesús es todavía más enérgico. Dice que no ha venido a traer la paz, sino la espada, y habla de un fuego que debe arrasar el mundo, ¡y cuánto desea que llegue!

Vemos aquí a un Jesús que es bueno, pero que no es «buenista». No hay que confundir la bondad con la blandura, ni la misericordia con la ambigüedad. Pero Jesús tampoco es un pirómano ni un justiciero vengador. ¿De qué nos está hablando un hombre pacífico, que siempre rechazó las armas, que renunció al poder y murió perdonando a sus verdugos? ¿A qué armas se refiere Jesús? ¿A qué fuego?

Jesús está hablando de la oposición férrea con que va a toparse su mensaje. Nos habla del enemigo, que empleará todos sus recursos para destruir su misión. Si Jesús vino a traer el amor de Dios al mundo, esa gran guerra no será contra los hombres, sino contra el egoísmo que anida en el corazón humano. No será contra personas, sino contra el mal que engaña con apariencia de bien. Y ese fuego no será otro que el fuego del amor, que todo lo abrasa, quema el egoísmo y lo purifica todo. Ese fuego será el viento del Espíritu, que recrea la humanidad y renueva toda la creación. Y ese fuego debe prenderse, chispa a chispa, hoguera a hoguera, en nosotros, en nuestras comunidades y parroquias, en nuestras familias. Si cada uno de nosotros es una llama de amor vivo, el mundo arderá, sin duda. Pero no para ser devastado, sino para renacer resucitado.

2019-08-09

Ellos ansiaban una patria mejor

19º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Sabiduría 18, 6-9
Salmo 32
Hebreos 11, 1-2. 8-19
Lucas 12, 32-48

Homilía


La semana pasada, las lecturas nos invitaban a no sucumbir a la ansiedad por los bienes materiales y a aspirar a los bienes del cielo, esos bienes espirituales que son los que llenan de sentido la vida entera. Esta semana, las lecturas ahondan en este tema.

¿Dónde está nuestro tesoro? Jesús dice que allí donde esté nuestro tesoro está nuestro corazón. ¿Cuál es nuestro tesoro? ¿Qué nos afanamos por acumular? ¿A qué dedicamos más tiempo, más desvelos y esfuerzos en nuestra vida?

El afán excesivo por acumular dinero y cosas suele venir del miedo. Tenemos miedo a la pobreza y a la carencia, y este miedo a veces está justificado, pero otras veces es una actitud general de desconfianza. No creemos en la Providencia. Por eso, por si acaso, queremos acumular más de lo que nos es necesario, pensando en el día de mañana o en emergencias que quizás nunca sucederán. Es bueno ser previsor, pero muchas veces sobrepasamos la prudencia necesaria y acabamos totalmente agobiados y obsesionados por tener más y más.

Jesús nos invita a confiar en Dios: No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. ¿Qué es el reino? Mucho más que todos los bienes que podamos atesorar. Mucho más que tener lo necesario para vivir. El reino de Dios no es pura supervivencia, sino vida plena y hermosa. El reino de Dios es una vida que vale la pena ser vivida. Una vida que es entrega, generosidad, apertura al amor. Esta vida incluye, y sobrepasa, nuestras necesidades materiales de cada día.

Por eso Jesús nos invita a buscar ese reino, acumulando un tesoro en el cielo. Para ello hemos de estar bien despiertos, como esos sirvientes fieles y en vela, que, aunque el amo está ausente, siguen cumpliendo su deber con la máxima responsabilidad.

Tampoco nosotros vemos a Dios, pero él está en todas partes y está dentro de nosotros. Un buen ejercicio espiritual, que recomiendan muchos santos, es actuar, en todo momento, en presencia de Dios, siendo conscientes de que él nos mira y nos acompaña. No como un juez inquisidor, controlándonos, sino como un Padre amoroso que contempla a sus hijos con inmenso afecto. Ante esa mirada llena de amor, ¿cómo no vamos a hacer las cosas de la mejor manera posible, con calidad, con belleza, con tacto y con cuidado? Si actuamos así seremos como ese servidor fiel y prudente del que habla Jesús en su parábola de hoy. Y Dios nos hará responsables de una pequeña o gran misión en su reino.

San Pablo en su carta a los hebreos, que hoy leemos, nos invita a tener la fe de los patriarcas: Abraham, Isaac, Jacob se fiaron totalmente de la Providencia. Pablo repasa la historia bíblica y explica algo que vale la pena meditar. Todos ellos, dice, salieron de su patria sin saber qué les esperaba. Se fiaron de las promesas de Dios, que les ofrecía otra tierra mejor. La fe es justamente esto: fiarse de lo que te dice alguien digno de confianza. Escuchar a quien te encomienda algo, aunque luego no veas los resultados. Cuando Dios nos llama a una misión, quizás nunca veremos sus frutos. Tan sólo seremos sembradores y otros cosecharán. Pero cuando la misión es muy grande, hemos de aceptar que su cumplimiento necesita más tiempo que el breve intervalo de una vida humana, y hemos de seguir trabajando con ganas y esperanza. No se trata de un fiarse a ciegas, sino de un confiar en quien sabemos que es digno de fe. ¿Y quién más digno de fe que el Creador que nos sostiene y nos acompaña en nuestro existir?

Pero ¿cuál es esa patria, esa tierra prometida que los patriarcas buscan? Ellos venían de Mesopotamia, una tierra rica y fértil, donde tenían todo lo que querían y sus mismas raíces familiares. ¿Qué puede ser mejor que esto? ¿Quién abandona su país, si no es para llegar a un destino mejor? Pablo explica el significado de esta peregrinación de los patriarcas: «Es claro que los que así hablan están buscando una patria; pues si añoraban la patria de donde habían salido, estaban a tiempo para volver. Pero ellos ansiaban una patria mejor, la del cielo.»

La patria del cielo: el reino de Dios. Esta es la tierra prometida que Dios nos ofrece y que Jesús nos viene a traer, aquí y ahora. Si no aspiramos a ella, ¿cómo vamos a dejar la otra? Si no aspiramos a los tesoros del cielo, ¿cómo vamos a desapegarnos del dinero, el poder y los bienes materiales? Será imposible.

Si queremos el reino, hemos de enamorarnos. Enamorarnos de Jesús, enamorarnos de Dios. Sólo así tendremos el coraje de abandonar la vieja patria, llena de apegos y ataduras que, en un momento, quizás nos fueron necesarios, pero ahora, cuando somos adultos y libres, ya no pueden seguir atándonos. Sólo así seremos capaces de lanzarnos a la aventura de explorar y descubrir el reino de Dios. Un reino que ya está entre nosotros, y que abre sus puertas cada domingo, muy en especial, cuando celebramos la eucaristía y tomamos a Cristo como pan. Entonces, el reino del cielo ya está dentro de nosotros.

2019-08-02

El verdadero tesoro

18º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Eclesiastés 1, 2; 2, 23
Salmo 89
Colosenses 3, 1-5. 9-11
Lucas 12, 13-21

Homilía


Las cuatro lecturas de este domingo siguen un hilo argumental que podríamos trazar eligiendo algunas frases de cada una. Todas ellas nos dan un baño de realismo acerca de la condición humana, y nos invitan a trascender ciertos límites y a aspirar a algo mejor. 

Empecemos por la primera, del libro del Eclesiastés o Qohélet. Es una exclamación muy conocida: Vanidad de vanidades, ¡todo es vanidad! Y sigue lamentándose el autor de que todo esfuerzo, toda sabiduría y logros humanos, cuando llega la muerte, ¿de qué le sirven al hombre?

Seguimos con el salmo 89: la vida del hombre es efímera y caduca, Tú reduces el hombre a polvo… Mil años en tu presencia son un ayer que pasó, una vela nocturna. Ante la pequeñez de nuestra vida, el salmista pide a Dios que le dé sabiduría para calcular nuestros años. Y también pide que confirme la obra de nuestras manos. Pues sin el sostén de Dios, ¿qué es nuestra vida? Apenas un soplo.

Saltamos al evangelio, y Jesús nos cuenta una parábola en esta misma línea. Un hombre emprendedor recoge una gran cosecha y planea construir un almacén para especular con sus ganancias y hacerse rico. Esa noche, en sueños, Dios le habla: ¡Necio! Esta noche te reclamarán el alma. ¿De quién será todo lo que has acumulado?

Finalmente, la carta de san Pablo, que es el escrito más reciente, concluye diciendo que lo sabio no es acumular riquezas terrenas, sino atesorar bienes en el cielo: Puesto que habéis resucitado con Cristo, aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Nuestra vida, como cristianos, está escondida en Dios. Se ha revestido de divinidad y ya no tiene sus raíces en el mundo, sino en el cielo.

Estas lecturas nos están invitando a rechazar lo que todo el mundo persigue de manera obsesiva: riqueza material, bienestar, prestigio, conocimientos, honor… Todo eso que para san Pablo ya no vale nada, comparado con Cristo. Los críticos dirían que se nos está invitando a negar la vida, a rechazar el disfrute de las cosas, a vivir pendientes de un más allá despreciando el valor del aquí y el ahora… Si entendemos mal estos escritos, es verdad que podríamos caer en un espiritualismo descarnado y falto de realismo, o en una doble moral. Por un lado, despreciamos el mundo y el dinero, pero por otro, como no podemos prescindir de los bienes materiales y nos gusta tener buena reputación, actuamos como el resto de la gente, con lo cual terminamos siendo hipócritas y divididos.

Ni Jesús, ni Pablo ni los autores bíblicos nos dicen que flotemos en el aire, pensando en el futuro cielo, y que ignoremos las realidades terrenas. Al contrario, la vida terrena, el cuerpo, la salud y el alimento, son dones que debemos gestionar bien, y Jesús, con sus milagros y la oración que nos enseñó, mostró su importancia. Pero lo que se nos dice aquí es que no vivamos esclavizados a las cosas. Los medios para vivir son buenos, pero como medios, no como fin y meta de nuestra vida. Necesitamos comer para vivir, pero no vivimos para comer. Necesitamos dinero para sobrevivir, pero no lo adoramos ni lo ponemos en el centro de nuestra vida. Porque, a fin de cuentas, ¿qué es lo que de verdad nos enriquece? ¿Qué es lo único que nos llevaremos a la otra vida, después de morir? ¿Qué es lo que hace grande, profunda y hermosa nuestra vida? Ni herencias, ni bienes, ni títulos, ni honores. Desnudos de todo, nuestro único tesoro será lo que hemos amado y las personas, pocas o muchas, que han llenado nuestro corazón. Eso será lo que contará, al otro lado. Esos son los bienes que, ya en la tierra, nos permiten vivir de otra manera, no atados a las preocupaciones, sino libres para amar, para ser creativos, para compartir lo mejor de nosotros mismos. Son esos bienes del cielo que no caducan ni se los come la carcoma. Que no se gastan, como el dinero, ni desaparecen. Son esos bienes los que nos permiten empezar a vivir el cielo ya aquí en la tierra.