2018-07-27

El secreto es la unidad

17º Domingo Ordinario  - B

2 Reyes 4, 42-44
Salmo 144
Efesios 4, 1-6
Mateo 5, 1-15

Descarga aquí la homilía en pdf.

Las lecturas de este domingo nos remiten a un viejo problema que azota la humanidad: el hambre. El profeta Eliseo multiplica unos panes de cebada que le regalan y con ellos alimenta a la gente. Jesús, en el campo, pide a sus discípulos que den de comer a la multitud que le sigue. De cinco panes, comen cinco mil personas, tras una multiplicación milagrosa.

¿Qué enseñanza podemos extraer de estas lecturas, más allá del milagro o el prodigio?

El hambre y la pobreza son realidades molestas que nos recuerdan continuamente que el ser humano tiene necesidades, y que no siempre quedan cubiertas. En muchos, el miedo a la escasez es un poderoso motivador a la hora de trabajar, ahorrar y tomar decisiones. Cuántos de nosotros, aunque no hayamos pasado hambre acuciante, actuamos con este criterio. Nos asusta no tener, no poder comer, no disponer de lo suficiente… porque la carencia significa pena, dolor y, en último extremo, muerte.

Los milagros de la multiplicación de los panes muestran una cosa muy clara: la voluntad de Dios no es que el hombre pase hambre, jamás. Dios quiere que tengamos todo cuanto necesitamos, y que incluso nos sobre un poco. La providencia nunca es tacaña ni corta de miras, sino espléndida.

Ahora bien, en el mundo real, ¿es esto posible? ¿Es posible que nuestro planeta pueda alimentar a los siete millones de habitantes que vivimos sobre la tierra? ¿Hay suficiente para todos?

No faltan expertos que dicen que en el mundo somos demasiados y que el crecimiento demográfico hace mucho tiempo que se hizo insostenible. La conclusión es tremenda. Si en el mundo sobramos personas… ¿qué hacer? ¿De qué manera se eliminan a los sobrantes? ¿Cómo obtener recursos para alimentar a los que ya estamos? Por otra parte, tampoco faltan expertos que nos dicen: Sí, nuestro planeta tiene una enorme capacidad y, hoy, está produciendo comida para alimentar no a siete, sino a diez mil millones de personas. Hay suficiente para todos. Pero entonces, ¿qué pasa? ¿Por qué cada año mueren setecientos millones de personas de hambre, mientras que mil millones mueren enfermas de sobrealimentación?

El problema también está claro desde hace mucho tiempo: no se reparten bien los recursos. La riqueza está mal distribuida, hay enormes desequilibrios entre unas zonas y otras, entre unos grupos humanos y otros. No es aceptable que el ochenta por cien de la riqueza mundial esté en manos del diez por cien de los habitantes. ¿Cómo se pueden corregir estas desigualdades? Los organismos internacionales y las leyes han demostrado ser ineficientes. Son buenos para diagnosticar, pero muy poco eficaces a la hora de curar esta lacra. ¿Qué nos falta?

San Pablo, en su breve fragmento de hoy, nos da una clave. El mundo está mal organizado porque falta unidad. No nos sentimos hermanos unos de otros y acabamos peleando por lo que consideramos que «es nuestro». No sentimos que el hambre de un africano es mi hambre; que la necesidad que mueve a un emigrante es mi necesidad; que la pobreza de mi vecino es mi pobreza, aunque yo no tenga la culpa; que el dolor del refugiado es mi dolor. El otro, por diferente, extraño u hostil que me parezca, es otro hijo de Dios. Es mi hermano. El corazón de Jesús se conmovía al ver a las gentes perdidas, hambrientas y desorientadas. ¿No se conmueve nuestro corazón al ver las masas de pobres, desplazados o migrantes? A veces parece que es al revés: nos molesta ver tanta miseria, despotricamos de los gobiernos porque no controlan la situación y rechazamos al pobre que viene, mostrando nuestro corazón más duro e inflexible.

Necesitamos, como dice san Pablo, sentir esa unidad. Necesitamos abrirnos al Espíritu de Dios, que es espíritu tierno, de amor, de paz. Necesitamos latir como un solo corazón. Especialmente si nos llamamos cristianos, hemos de sentirnos hermanos de todo hombre y mujer, sea o no creyente, comparta o no nuestras ideas o cultura. Porque cristiano, finalmente, quiere decir amado de Dios. ¿No lo somos todos? Y católico quiere decir universal, ¿nos lo creemos de verdad?

Dios Padre, dice Pablo, «lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo». Todo el mundo está acogido en el seno inmenso y amoroso de Dios. Por eso, cualquier injusticia, cualquier discriminación o carencia que alguien sufra en el mundo, es una herida en el corazón de Dios. Él nos ha hecho libres y se deja herir… ¡no lo hagamos sufrir! El secreto para que los panes se multipliquen y haya suficiente para todos es este: el secreto es la unidad.

2018-07-20

Él es nuestra paz

16º Domingo Ordinario - B

Jeremías 23, 1-6
Salmo 22
Efesios 2, 13-18
Marcos 6, 30-34

En este domingo las lecturas nos hablan del importante papel del buen pastor. Jeremías clama contra los malos pastores, que en vez de guiar el pueblo lo desorientan y lo llevan a la perdición. Y avisa que Dios acabará enviando a un buen guía que «reinará como rey prudente, hará justicia y derecho en la tierra».

El evangelio nos habla de Jesús y sus discípulos. Vienen de predicar, expulsar demonios y sanar a muchos enfermos. ¡Están agotados! Y Jesús se los lleva a descansar. Pero las gentes, como grandes rebaños sin pastor, los siguen, y Jesús, olvidando el cansancio, «se puso a enseñarles con calma».

San Pablo recoge estas dos dimensiones del buen pastor, que también encontramos en el conocido salmo 22 ―«El Señor es mi pastor, nada me falta…»―. Por un lado, el pastor cuida a las ovejas. Se preocupa por su bienestar, por sus necesidades, tanto físicas como emocionales. Quiere que coman, descansen, reparen sus fuerzas. Les da apoyo, compañía, amistad. Por otro lado, las guía en su caminar diario. Las enseña y las entrena para que puedan ejercer su misión y lleguen a vivir en plenitud.

De la lectura de san Pablo señalaría varios aspectos que nos atañen mucho a los cristianos de hoy.

Dice Pablo que gracias a la sangre de Cristo, los que estaban lejos ahora están cerca. Jesús acerca a los alejados de Dios. Si la Iglesia no sabe acercar, acoger y escuchar a los alejados, algo está fallando en su misión. ¿Sabemos tener las puertas de nuestras iglesias abiertas a los que se alejaron? ¿Sabemos invitarles sin forzarles, sin reabrir viejas heridas, sin caer en el proselitismo o en la manipulación?

«Él es nuestra paz», dice Pablo. Todos buscamos la paz, quizás es una de las cosas que más persiguen los hombres de todos los tiempos. Pero ¿dónde la buscamos? ¿Creemos de verdad que la paz está en Jesús? Muchos buscan la paz en terapias, técnicas espirituales, lecturas, viajes o sabidurías varias. Pero todas esas paces son efímeras y condicionadas. La verdadera paz, la que dura incluso cuando llegan las tormentas de la vida, viene del saberse infinitamente amado, sin condiciones. Y sólo Jesús nos puede dar esa paz, muriendo por amor a nosotros, resucitando para que también nosotros podamos disfrutar de la vida eterna. ¡En él está la paz! No en cosas ni en saberes, sino en una persona, en Jesús.

Cuando uno vive esta paz profunda, se abre a los demás y ya no los ve como “otros”, “diferentes”, “enemigos” o “alejados”. Pablo sigue diciendo que Jesús ha abolido el odio. ¡Qué importante es entender esto! Pero ¿cómo logra Jesús abolir el odio y las divisiones? Aboliendo todo aquello que nos separa y enfrenta. Y aquí Pablo se la juega: es la ley, las reglas, los mandamientos, que segregaban al pueblo judío haciéndolo único y especial, lo que Jesús ha abolido. Ya no hay más segregaciones, ya no hay más favoritismo. Ni para los judíos ni para los cristianos, que podemos caer en la misma arrogancia de pensar que, por ser cumplidores y creyentes, somos los preferidos de Dios.


Paz a todos, también a los de lejos, insiste Pablo. Dios ama a todos y quiere salvar a todos. Dios no distingue, todos los seres humanos somos hijos suyos. Lo más importante de la Iglesia no es enseñar mandamientos ni normas, ni siquiera doctrinas. Lo más importante que podemos ofrecer al mundo es el mismo Jesús, y el amor que viene del Padre y del Espíritu: unión y reconciliación con todos los hombres. Lo mejor que podemos dar es ese mismo amor que «gratis hemos recibido». Recordemos aquella bienaventuranza: «Dichosos los que trabajan por la paz, ellos serán llamados hijos de Dios».

Aquí encontrarás la homilía en versión pdf.

2018-07-11

El plan inimaginable de Dios

15º Domingo Ordinario - B

Amós 7, 12-15
Salmo 84
Efesios 1, 3-14
Marcos 6, 7-13

Si la semana pasada las lecturas nos hablaban de la vocación del profeta, sus desafíos y pruebas, esta semana nos vuelven a hablar de la misión del enviado de Dios. En la primera lectura encontramos al profeta Amós. Por sus profecías molesta al sacerdote Amasías, que lo expulsa de su ciudad. Cuando los profetas dicen verdades incómodas son rechazados por el pensamiento “buenista” imperante. Pero Amós no renuncia a su misión. No presume de ser profeta ni sabio, sino un hombre del pueblo, un labrador. Pero Dios le ha confiado una misión y no renuncia a ella.

En el evangelio vemos cómo Jesús envía a sus discípulos y les da instrucciones para el camino. También los avisa de que no siempre serán bien recibidos. Ellos, sin embargo, han de llevar la paz y el bien del Reino de Dios allí a donde vayan, con humildad y sencillez.

¿Y nosotros? ¿Dónde entramos, en estas lecturas? ¿Somos profetas? ¿Somos misioneros? ¿Somos enviados de Dios? Quizás muchos de nosotros pensamos: ¡no! No somos nadie extraordinario, no somos santos, no estamos llamados a esto. Pero, en cambio, nos llamamos cristianos. ¿Qué significa serlo de verdad?

Pablo, en su carta a los Efesios, empieza con palabras impactantes y llenas de una alegría profunda. Resulta que todos los cristianos, sin excepción, todos somos llamados por Dios. Todos tenemos vocación de santos, de profetas, de elegidos. Lo dice claramente: él nos eligió para que fuésemos santos… él nos llamó a ser hijos suyos, él nos llama a compartir la gloria de Jesucristo.

Resulta que Dios tiene un plan, un plan para todo ser humano. ¡Y ese plan es glorioso! Si Jesucristo es la plenitud de la humanidad, el hombre nuevo, resucitado, libre y lleno de bondad y de vida, esa es también nuestra vocación. Los cristianos estamos llamados a ser cristos. Es decir, que todos somos, a nuestra manera, profetas, enviados, hijos amados, elegidos. Ya no es que Dios quiera que hagamos algo: quiere darnos algo muy grande. Quiere que seamos como él, que seamos parte de él.

Lo más importante es que Dios ha derramado su amor sobre nosotros: «El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche para con nosotros, dándonos a conocer el misterio de su voluntad». 

Muchas personas buscan el propósito de su vida y se preguntan para qué están en este mundo. Jesús nos da una respuesta: estamos para vivir en plenitud y saltar a una vida eterna, como la suya. Pero no es una respuesta cerrada y uniforme para todos, pues cada uno de nosotros está llamado a florecer a su manera, según su carácter y talentos. «Seremos alabanza de su gloria», dice Pablo. Es decir, que nuestra vida será tan hermosa que, por nosotros, la gente podrá dar gloria a Dios. 

Nuestra vida será el mensaje. Como decía san Ireneo: «La gloria de Dios es el hombre vivo», y añadía que «la vida del hombre es contemplar a Dios». Contemplar el plan que Dios tiene para nosotros es un regalo, un don que nos es concedido. Y ese plan nos hará vivir de tal manera que siempre tendremos motivos para estar agradecidos y llenos de gozo.

2018-07-07

Cuando soy débil, soy fuerte

14º Domingo Ordinario - B

Ezequiel 2, 2-5
Salmo 112
2 Cor 12, 7b-10
Marcos 6, 1-6

Las lecturas de hoy nos hablan del profeta y sus desafíos. Ezequiel es enviado a un pueblo que no le hará caso, y Dios mismo lo avisa en el momento en que lo llama: «Yo te envío a un pueblo rebelde…». Jesús predica en la sinagoga de Nazaret y su gente, perpleja ante lo que dice, acaba desconfiando. «¿De dónde saca todo eso? ¿No es este el carpintero, el hijo de María…?» Como diciendo: si ya le conocemos, es uno de nosotros. ¿A qué viene ese don de profecía? ¿Quién se ha creído que es?
Es la eterna lucha de la mediocridad ante la excelencia. Cuando alguien sobresale, ya sea por sus talentos, por su audacia, o porque tiene una misión clara y no renuncia a ella, siempre hay una multitud que quiere anular o frenar a esa persona. Quizás porque la libertad de quien se atreve a seguir su camino es un recordatorio molesto para quienes no se deciden a emprender el suyo propio.
San Pablo también sufre el destino del profeta. ¡Está llamado a una misión tan alta! Y, sin embargo, se siente pequeño, débil y pecador. Sus fallos se le presentan continuamente ante sí. Entonces se da cuenta de que esos defectos, esos errores en los que cae una y otra vez, esas flaquezas, están ahí por algún motivo.
Pablo siente sus fallos como aguijones que lo atormentan: «me han metido una espina en la carne», dice. Y más aún: «un ángel de Satanás me apalea». Pero añade: «para que no sea soberbio». Pablo ha ido más allá que muchas personas que, ante sus defectos, se impacientan y se desesperan. O los niegan, o los ocultan o bien se autoflagelan porque nunca consiguen vencerlos. Pablo hace una lectura más profunda: los defectos nos recuerdan que no somos perfectos, y son una cura de humildad para nuestro orgullo. No somos ángeles, no somos dioses, no somos infalibles. Ningún ser humano lo es.
Pero nos pesan nuestros errores y pecados. Nos pesan nuestras debilidades y quisiéramos librarnos de ellas. Pablo reza y lo expone ante Dios. Le pide ayuda a Cristo. «Tres veces he pedido al Señor…» ¿Qué le responde? La respuesta de Cristo es sorprendente. «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad».
Dios no siempre nos da exactamente lo que le pedimos.  Nos da algo mayor. Quizás le pedimos una solución rápida a nuestros problemas; él nos da la fortaleza para aprender a gestionarlos. Quizás le pedimos que cese la tormenta. Él nos da sabiduría y coraje para afrontarla. Quizás le pedimos que cese un conflicto; él nos da sabiduría para extraer una enseñanza importante.
Pero nos da algo más: nos da su gracia: es decir, su amor, su apoyo, su amistad y su comprensión. ¿Necesitamos algo más, para poder reconciliarnos con nosotros mismos? «Mi gracia te basta», nos dice Jesús a todos. Estoy contigo, no temas. Conmigo lo tienes todo.
Pablo comprende la enseñanza. No tiene que apoyarse tanto en sí mismo, sino en Cristo. No tiene que preocuparle tanto que los demás vean sus defectos: «Así residirá en mí la fuerza de Cristo». Tampoco tendrá por qué vanagloriarse de sus obras. Todo el mérito es de Dios. ¡Humildad! Por eso, los insultos, las persecuciones, las dificultades… todo eso podrá soportarlo y digerirlo. ¿Qué es todo esto al lado del amor de Dios? Cristo está a su lado.
El orgullo y la buena imagen son las grandes debilidades del profeta, del misionero, del agente pastoral y de cualquier cristiano comprometido. Cuando nos fiamos de nuestros talentos y habilidades, ¡qué frágiles somos! En cualquier momento podemos caer, los otros verán nuestros fallos y nos sentiremos derrotados, avergonzados y heridos en nuestro amor propio. En cambio, cuando nos apoyamos en Cristo, trabajaremos con entusiasmo, pero sin que nos importe el qué dirán, sin que nos hieran las críticas, sin que nos deprima el rechazo y los comentarios malévolos de los demás. Aceptar nuestras flaquezas con paz, sintiéndonos amados y apoyados por Dios, nos hará fuertes. Y podremos decir, con san Pablo: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte».