2018-05-24

Ni huérfanos ni esclavos, sino hijos

Santísima Trinidad - B

Deuteronomio 4, 32-40
Salmo 32
Romanos 8, 14-17
Marcos 28, 16-20

Celebramos hoy una fiesta muy hermosa, que es el fundamento de nuestra fe y de nuestra vida cristiana: la fiesta del Dios Trinidad, el Dios que es familia, comunidad de amor, vida que se despliega y se derrama sobre nosotros. Hoy celebramos que Dios no sólo existe, no sólo ha creado todo, no sólo nos sostiene en la existencia… sino que lo ha hecho por amor, y con ese mismo amor nos llama a compartir su divinidad.

San Pablo lo dice bien claro: «Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abbá! (Padre).» Leamos despacio esta frase, porque contiene una verdad que nos cambia la vida radicalmente.

De la admiración ante el mundo podemos pasar a preguntarnos quién es el autor de todo cuanto existe. El universo, como una obra de arte, nos habla del artista que lo imaginó y lo hizo existir, con sólo el poder de su palabra.

Pero Dios no sólo es admirable como creador. Podría haberse limitado a crear y quedarse allí, en su cielo, observando cómo las criaturas nos desenvolvemos. ¿Por qué un artista crea su obra? ¿Por qué unos padres engendran un hijo? Tras un nacimiento hay una voluntad, un deseo, una inspiración. Lo que ha movido a Dios a crear es el amor. Todos somos fruto de su intención amorosa.  Por tanto, en la raíz de nuestra existencia hay un gran, inmenso amor.

Y ese mismo amor que nos ha llamado a existir da un paso más adelante. Dios no sólo nos crea por amor, sino que nos invita a compartir su vida y a formar parte de su familia. Por eso, dice Pablo, no somos esclavos, sino hijos. ¡Hijos de Dios! ¿Somos conscientes de lo que supone creernos, sentirnos, sabernos hijos de Dios? ¿Nos percatamos de lo que estamos diciendo cuando empezamos a rezar y decimos «Padre»?

Para muchos hombres Dios no existe. Somos huérfanos en la existencia, fruto del azar y sometidos a las leyes de la naturaleza y a los avatares de la historia. Para muchos otros, Dios existe, pero como deidad terrible que observa y castiga, con poca piedad y mucha exigencia hacia los seres humanos. Somos esclavos, siervos temerosos de Dios. La buena noticia cristiana no es sólo que Dios existe, sino que nos ama tiernamente como padre y como madre. Somos hijos.

El mayor regalo que Dios nos ha hecho, después de existir, es darse a sí mismo. ¿Cómo? Mediante el Hijo, Jesucristo. Y Jesús, como afirma san Pablo, ha venido a tender un puente entre la tierra y el cielo. Haciéndose hombre, como nosotros, nos hace hermanos suyos y nos integra su en familia. Una familia que es un Dios, pero tres personas. ¿Cómo podría haber amor sin un tú y un yo, sin amor que los uniera?

La Trinidad es un misterio. Por eso no es fácil de explicar y todas las comparaciones que hagamos se quedarán cortas. Pero nuestra vida ¡está tan llena de misterios! ¿Cómo explicar el amor entre dos esposos? ¿Cómo entender el amor de una madre? ¿Cómo medir y pesar el amor entre amigos que darían la vida unos por otros? Lo más hermoso, lo más bueno, lo más importante… son esas cosas que están ahí, pero que no podemos explicar ni formular científicamente. No por ello son menos reales.

¡Cuántas personas languidecen, enferman y mueren por falta de amor! El amor da sabor e intensidad a la vida. Y el amor siempre busca la unión con el otro, nunca es individualista, nunca se basta a sí mismo. Los enamorados saben bien que no hay deseo más grande que estar siempre juntos.

Hoy celebramos a nuestro Dios, que es comunión, que está enamorado de nosotros y que nos quiere a su lado. En el evangelio, Jesús expresa un deseo suyo y de sus discípulos, que también podemos hacer nuestro: «Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.» ¿Puede haber una promesa mejor?

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2018-05-11

La Iglesia, cuerpo de Dios

La Ascensión del Señor

Hechos 1, 1-11
Salmo 46
Efesios 1, 17-23
Marcos 16, 15-20


Hoy celebramos una fiesta solemne, uno de los tres “jueves que relucen más que el sol”, según la tradición cristiana. Las tres fiestas son como una progresión, una escalada de tres cumbres hacia un misterio muy hondo y bello que tiene la virtud de cambiar nuestra vida.

En el Jueves Santo Jesús deja a sus amigos su único mandamiento, el del amor, y ofrece su cuerpo y su sangre. Se despide y a la vez se queda con ellos para siempre mediante la eucaristía. En Corpus Christi volvemos a celebrar con solemnidad esta realidad: que Jesús realmente está entre nosotros y nos da su vida, su cuerpo y su sangre. ¡Su amor nos salva! En la Ascensión, parece que el mensaje sea diferente, pues Jesús “sube al cielo para sentarse a la derecha de Dios”. ¿Acaso nos deja? No, sino que da un paso más allá. Su presencia sigue entre nosotros y nos envía al Espíritu Santo. Nace la Iglesia como comunidad donde inaugurar su reino en esta tierra.

Podría parecer que la Ascensión es la fiesta del Dios que sube al cielo, que se aleja. Así lo viven los apóstoles en un primer momento. Se quedan arrobados mirando a las alturas y los ángeles tienen que hacerles reaccionar: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?»

En realidad, en ese momento en que Jesús “sube” para estar con el Padre, se produce algo diferente: es el cielo el que baja hasta la tierra, a través de la Iglesia. El Padre, siempre presente; el Hijo, en el pan y el vino eucarístico, y allí donde dos o más se reúnen en su nombre, y el Espíritu Santo que todo lo penetra con su gracia. La ascensión es, en realidad, la fiesta que culmina el descenso de Dios al mundo. Este Dios que es amor, que es amigo y aliado nuestro, construye su hogar definitivo entre nosotros para quedarse y acompañarnos siempre.

San Pablo en su carta a los Efesios reza para que el Espíritu nos ilumine y nos haga comprender cuánto don hemos recibido. Dios todo lo ha puesto bajo los pies de Jesús, y todo lo ha dado a la Iglesia. Es decir, que nos lo ha dado todo: amor sin medida, gracia, fuerza, poder, capacidades y talentos… Más aún, se nos ha dado a sí mismo, el máximo tesoro. Con él tenemos todo el bien imaginable en nuestras manos, ¡basta que lo aceptemos! Si fuéramos conscientes de esto, jamás tendríamos motivo para quejarnos ni ganas de estar tristes y desanimados. Ojalá en esta fiesta de la Ascensión convirtamos nuestras parroquias y comunidades en verdaderas embajadas de su reino, verdaderos cielos en medio de la tierra.

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2018-05-03

Permaneced en mi amor

6º Domingo de Pascua - B

Hechos 10, 25-48
Salmo 97
1 Juan 4, 7-10
Juan 15, 9-17


Las lecturas de hoy son un hermoso resumen de todo el evangelio. A fin de cuentas, ¿para qué vino Jesús? Para mostrarnos al Padre, un Dios que es amor. Y para entregarnos este amor. La llamada de Jesús es a vivir una vida plena, llena de alegría, y esto sólo es posible si vivimos en el amor.

Se habla mucho del amor, del arte de amar, de la sabiduría para aprender a amar… También se habla de la dificultad, los límites y las barreras al amor. Todos ansiamos amar y ser amados, y en ello ciframos nuestra felicidad, pero la realidad que nos rodea nos muestra un mundo muy enfermo, muy herido de desamores y guerras, internas y externas. Nuestro mundo sufre de hambre de amor. ¿Cómo aprender algo tan necesario, tan básico y a la vez tan difícil?

¿Cómo nos enseña Jesús? De la manera más sencilla y eficaz: ¡amándonos! Antes que predicar grandes doctrinas, Jesús formó un grupo de hombres y mujeres y les enseñó a ser amigos. Los llamó para que estuvieran con él y aprendieran qué es una convivencia fraterna, qué significa sentirse amados por un Dios que es Padre y aprender a ver al otro como hermano, y no como rival o enemigo. Jesús nos enseña a amar muriendo por nosotros: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.» ¿De qué mejor manera nos puede demostrar su amor?

«Este es mi mandato: que os améis unos a otros como yo os he amado.» Todos los mandamientos, toda la ley, están muy bien, pero se quedan atrás. Este nuevo mandamiento los engloba y los rebasa a todos. Pero podemos pensar que amar «como Jesús» es algo que está fuera de nuestro alcance. ¿Cómo lograrlo? Jesús de nuevo nos da la clave: «Permaneced en mi amor».

Dejémonos amar por él. Dejemos que su amor, que es el que fluye entre él, el Padre y el Espíritu Santo, nos bañe y nos envuelva. Dejemos que este amor nos alimente y nos dé la fuerza necesaria. Es lo único que puede transformarnos desde adentro. Porque, como dice san Juan, en esto consiste el amor: «no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo». Quizás hemos leído esta frase muchas veces sin detenernos a pensarla, pero tiene unas consecuencias enormes. Nosotros somos imperfectos y nuestro amor también es muy limitado, a veces condicionado, pobre, tímido o interesado. Pero lo que importa no es esto, sino que Dios nos ha amado primero, y su amor es infinito e incondicional. Por eso podemos amar nosotros, si nos llenamos de él. El amor de Dios es agua viva: si nos sumergimos en su mar, podremos amar como Jesús ama. Y para ello simplemente necesitamos abrir el corazón y encontrar espacios diarios para rezar, para recibirlo en comunión y saberlo ver presente, escondido en el alma de nuestro prójimo. No hay otro secreto para alcanzar una vida en plenitud. Jesús nos lo mostró con palabras y sobre todo con su vida. Que hoy, escuchando el evangelio y las lecturas, se nos quede bien grabado en el corazón. Que no se nos olvide nunca: ¡Amaos como yo os he amado!

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