2018-02-22

Si Dios está con nosotros...

2º Domingo de Cuaresma - B

Génesis 22, 1-18
Salmo 115
Romanos 8, 31-34
Marcos 9, 2-10

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Las lecturas de este domingo son impresionantes y nos sitúan ante momentos álgidos y misteriosos de esta larga historia de amor entre Dios y la humanidad. La primera lectura es el relato del no-sacrificio de Isaac. Muchos hacen hincapié en el aspecto más sobrecogedor de la historia. ¿Cómo Dios puede pedir a un padre que sacrifique a su único hijo, el que ha esperado durante tantos años, el que Dios mismo le prometió? Pero, en realidad, Dios no quiere esa oblación y él mismo detiene la mano de Abraham. Las explicaciones a este episodio son múltiples: Dios quiere acabar con los sacrificios humanos, que eran algo común en los pueblos cananeos de la antigüedad. Dios pone a prueba la fidelidad de Abraham. Dios no quiere sacrificios, sino lealtad y amor sincero. Lo único que pide es que le pongamos a él por encima de todo. Es la fe y la adhesión al Dios único que permea todo el Antiguo Testamento.

Pero vayamos al evangelio. El relato también nos sitúa en la cima de un monte. Los montes son los templos de la naturaleza, lugares sagrados de encuentro con Dios. En este monte no sucede un sacrificio, sino una revelación: Jesús aparece en toda su gloria ante sus tres discípulos más íntimos, más amados. Pedro, Santiago y Juan lo ven transfigurado entre dos personajes, Moisés y Elías. El Hijo de Dios aparece resplandeciendo con luz propia entre los dos puntales de la fe de Israel: la ley y los profetas. Jesús culmina la ley, Jesús es la promesa cumplida que anuncia el profetismo.

En la primera lectura veíamos al Dios que pide total adhesión. Es el hombre quien asciende hacia él, con esfuerzo y sacrificio. En la segunda, vemos al mismo Dios que se comunica: ya no es el hombre quien sube, es él quien baja, se revela y se ofrece a sí mismo. Se terminaron los sacrificios, pues Jesús mismo es la ofrenda.

¿Cómo entender estas lecturas y aplicarlas a nuestra vida, hoy?

Dios está con nosotros. Y no sólo en espíritu, sino en presencia física, con Jesús, primero en la tierra, y ahora en la eucaristía, en el pan. La gran novedad cristiana es que nuestro Dios, siendo todopoderoso y fuente de nuestra existencia, no nos exige ni nos pide nada: al contrario, nos lo ofrece todo.

San Pablo lo expresa en su carta a los romanos: Dios no quiere someternos a su poder, sino elevarnos a su altura. Nos lo da todo y, al final, entrega a su propio hijo. No somos nosotros quienes le ofrecemos sacrificios: Dios se ofrece él. ¿Cómo no nos lo dará todo, con él?, dice san Pablo. Si creemos esto y lo vivimos, nada tiene que asustarnos, nada puede angustiarnos, nada debería quitarnos la alegría y el gozo de existir. Incluso con una vida cargada de problemas, ¿qué son todas las dificultades al lado de saberse tan amado por Dios?

Ya ni siquiera tenemos que pedirle nada. ¡Él sabe lo que necesitamos y él mismo intercede por nosotros! Hay una gran tarea que hemos de aprender, superando nuestros orgullos y afanes de ser más… aunque sea más buenos, más virtuoso y más incansables. Nuestra gran tarea es dejarnos amar por él. Dejarnos salvar por él. Dejarnos santificar y transformar por él. Dejarnos convertir en otros Cristos, ungidos, amados y revestidos de la luz de Dios.

Quizás este sea el sentido más genuino del sacrificio y el ayuno, una de las prácticas recomendadas en Cuaresma. Frente al activismo y el voluntarismo, que pueden esconder un sutil orgullo o autosuficiencia espiritual, está la actitud de abandono y receptividad. Frente al sacrificio, que puede convertirse en un acto de vanidad y soberbia espiritual, el sacrificio que realmente agrada a Dios es que nos dejemos amar por él. Que seamos dóciles a su Espíritu, el único que puede cambiarnos y renovarnos por dentro. 

¿Por qué nos cuesta tanto?

Confiemos. Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?

2018-02-16

El inocente por los culpables

1r Domingo de Cuaresma - B

Génesis 9, 8-15
Salmo 24
Pedro 3, 18-22
Marcos 1, 12-15

Estamos ya en tiempo de Cuaresma, que nos prepara para la gran fiesta cristiana, la Pascua. En este primer domingo las lecturas nos hablan del pacto de Dios, de la salvación de Dios, y del reino de Dios. ¿Qué significan estas palabras, que estamos tan acostumbrados a oír? Quizás no comprendemos del todo su hondura y hasta qué punto pueden cambiar nuestras vidas.

La primera lectura nos habla del pacto de Dios con la humanidad, tras el diluvio. Es un relato simbólico que viene a expresar una alianza muy desigual: Dios se compromete a no volver a destruir la humanidad, amándola y protegiéndola siempre. No hay otra condición, ni compromiso requerido por parte del hombre. Es un pacto unilateral en el que Dios lo compromete todo. Esta era la experiencia de los judíos en el Antiguo Testamento: Dios, que tiene el poder para crear y destruir, decide renunciar a este poder y permite que la humanidad crezca y se expanda libremente, aunque esta, algún día, pueda volverle la espalda de nuevo.

En el evangelio, se nos habla de las tentaciones de Jesús, muy brevemente, sin detallar cuáles fueron. Marcos explica, simplemente, que Jesús fue tentado, superó las propuestas del Maligno, y empezó a anunciar el reino de Dios. ¿Cuáles fueron las tentaciones? Quizás todas ellas puedan resumirse en una: ya que eres hijo de Dios, ¿por qué no utilizas tu poder para implantar tu reino? ¿Por qué no valerte de tu omnipotencia y ahorrarte trabajo y sufrimiento?

Pero este no es el estilo de Dios. Jesús también renuncia a su poder y se lanza a predicar el amor de Dios a pie, entre sus gentes, pueblo a pueblo, casa por casa y persona a persona, con sencillez y sin grandes alardes. Dios no ha elegido salvarnos desde una posición de superioridad, espectacular o abrumadora, sino desde la humildad de Jesús, hecho hombre como nosotros. Nos salva abajándose, poniéndose a nuestra altura en todo: en la necesidad, en la fragilidad, en el conflicto ante la incomprensión de muchos, incluso en la tentación, porque fue tentado como lo somos nosotros. Pasó por todo lo que pasamos nosotros, porque sólo así podía salvarnos.

San Pedro, años después, explica a fondo el gesto de Jesús en su carta, la que leemos hoy: «Con este Espíritu (el de Dios) fue a proclamar su mensaje a los espíritus encarcelados que en un tiempo habían sido rebeldes, cuando la paciencia de Dios aguardaba…». La misión de Jesús es liberadora. Lejos de él esa imagen del Dios temible y tirano, que nos oprime con su poder, nos controla y nos juzga. A quienes critican la religión cristiana por ser opresora, bastaría explicarles bien el evangelio para que vieran que el mensaje de Jesús es lo contrario de la esclavitud. Dios no esclaviza. Al contrario, cuando queremos librarnos de Dios es cuando caemos esclavos de muchos otros poderes que no tienen nada de humanitarios y amables.

¿De qué nos libera Jesús? No nos libera de nuestras circunstancias, ni de nuestros problemas cotidianos, ni de otras personas, sino de algo mucho más profundo y destructivo que está en la raíz de todos los males. Pedro habla de espíritus prisioneros, almas encadenadas por la rebeldía. ¿Cuántas personas se han sentido así, alguna vez? Esclavas, atadas no sólo por las obligaciones, la pobreza o la opresión de los poderosos, sino por el sutil y engañoso poder del mal. En el fondo, lo que nos encarcela el alma son esas tendencias que nos encierran en nosotros mismos: la autosuficiencia, la vanidad, el miedo y la desconfianza. Nos atan la pereza, la impaciencia, la rabia y la tristeza. Todas nos dividen y crean barreras con los demás, provocan conflictos y malentendidos, y en último extremo hasta violencia. El problema es que muchas veces no reconocemos esos males que, como cánceres ocultos, crecen dentro de nosotros.

Jesús asume todo este mal que nos corroe y lo carga sobre sí mismo. Su bautismo, dice san Pedro, nos limpia, no físicamente, sino espiritualmente. Un baño del Espíritu Santo nos purifica hasta el fondo. Y nos hace vivir de forma nueva, con la alegría y la libertad propias de los hijos de Dios, de quienes se saben infinitamente amados por él.

El inocente muere por los culpables para que todos se salven por él. Explicaba un sacerdote en su homilía que Jesús hace por nosotros lo que haría el hijo de un juez ante un condenado por sus delitos. «Padre, este condenado es culpable, pero deja que sea yo quien cumpla la pena por él». Y el juez, que es tan compasivo como su hijo, se lo permite… ¡por amor y compasión hacia el condenado! Sólo un Dios lleno de misericordia puede hacer algo así. El Padre lo hace, Jesús asume nuestras culpas y nosotros revivimos su gesto de entrega en cada eucaristía. Muere por nosotros. Resucita por nosotros: nos resucita y nos hace renacer. ¡Basta ser consciente de esto como para vivir con una alegría exultante!

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2018-02-09

Para gloria de Dios

6º Domingo Ordinario - B

Levítico 13, 1-46
Salmo 31
1 Corintios 10, 31-11, 1
Marcos 1, 40-45

Este domingo es la Jornada Mundial del Enfermo. Las lecturas de hoy nos sitúan en tres posiciones diferentes respecto a la enfermedad. Por un lado, tenemos el libro del Levítico, que prescribe ciertas normas para alejar a los leprosos y evitar el contagio. Son leyes que piensan en el bienestar general de la comunidad, pero no en el bien concreto del enfermo, que se convierte en un marginado, sin derecho alguno. Al dolor de la enfermedad física se suma el de su aislamiento social y familiar. Estas leyes, por razonables que parezcan, se alejan de la misericordia de Dios.

En el evangelio, por contraste, encontramos a Jesús curando a un leproso e ignorando las leyes de Moisés: se acerca a él y lo toca. Para Dios no hay marginados, él quiere la salud y la vida de todos. Eso sí, Jesús tampoco quiere romper con la tradición de su pueblo y manda al leproso que vaya a hacer la ofrenda prescrita por la ley, por haber sido curado. La ley margina, Dios sana e integra. La normativa separa, señala y divide. Dios reúne y restaura. Y esto nos debería hacer pensar en nuestra actitud ante la enfermedad y los enfermos.

La enfermedad es una realidad que nos sitúa ante nuestros límites y pone a prueba nuestros valores y principios. A veces tiene una causa clara, pero otras veces no. Es entonces cuando las personas buscamos todo tipo de explicaciones. Para algunos es una fatalidad, fruto de la mala suerte. Otras veces, la enfermedad es una consecuencia lógica de unos malos hábitos o de una vida poco sana. Hay quienes piensan que tiene un origen emocional y psicológico, que se somatiza de una forma u otra. Para muchos médicos todo se reduce a fallos genéticos del organismo, infecciones, carencias o un proceso degenerativo, a veces inevitable por la edad. En las antiguas culturas era una maldición divina; en Israel se consideraba un castigo por los pecados, propios o heredados de los padres.

Pero todas las explicaciones, físicas o morales, se quedan cortas ante la realidad. El enfermo nos pone contra las cuerdas y nos rompe muchos esquemas. Nos obliga a tocar de pies a tierra y a plantearnos qué significa la vida y la dignidad de la persona. La enfermedad nos pone cara a cara ante el misterio de nuestra fragilidad, el misterio del dolor y de la muerte… ¿Cómo lo vivimos?

Desde la Iglesia hay una respuesta ante el dolor y la enfermedad. No es una respuesta teórica, no es una explicación. Es una acción concreta, que se inspira en los gestos de Jesús. Las antiguas religiones prescribían prohibiciones, tabúes y rituales ante las enfermedades infecciosas. Jesús no las sigue. No se aleja de los leprosos, como vemos hoy. ¿Qué hace? Se acerca, mira con amor. Escucha, atiende, comparte su sufrimiento. Y cura. Utiliza su poder para sanarles y devolverles la dignidad y una vida sana y plena. Las curaciones son de las pocas ocasiones en las que Jesús muestra su poder divino. También lo hará para dar de comer (en la multiplicación de los panes), para alejar el pánico de sus discípulos (calmando la tempestad) y para aliviar el duelo de los familiares, resucitando a dos niños y a Lázaro.

¿Qué hacer ante la enfermedad? San Pablo en su breve exhortación de la segunda lectura nos da una pauta sencilla y profunda. En todo lo que hagamos, demos gloria a Dios. Comiendo, bebiendo, trabajando… o descansando. Sanos o enfermos, en la calle o en cama, activos o en reposo obligado, demos gloria a Dios. También enfermos podemos vivir intensamente. La enfermedad nos enseña algo importantísimo, que es ser humildes y dejarnos amar. Y esto, señalan algunos teólogos, es tan importante o más que amar. Porque quien ama, finalmente, tiene algo que dar, puede sentirse superior, más que el otro. Quien sólo se puede dejar cuidar toca su máxima pequeñez e impotencia, y sólo le queda agradecer.

El papa Francisco señala en su mensaje para esta Jornada del Enfermo un rasgo del cuidado de los enfermos: la alegría. Sí, ¡la enfermedad también puede ser una fiesta! Una fiesta de ternura, de solicitud, de detalles. Una fiesta donde redescubrir el valor de las cosas pequeñas, de una mirada, una caricia, unos minutos, unas horas de silencio o de conversación sosegada junto a un ser querido. Una fiesta donde redescubrir la alegría de dar y recibir. De dar si cuidamos; de recibir si somos cuidados. Una fiesta donde reencontrarnos con el valor de la vida, de toda vida, por el solo hecho de existir, y no por lo que uno hace, tiene o puede. Una fiesta donde descubrir el valor del tiempo “perdido” en estar, solo estar, acompañando a alguien que nos necesita.

“Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo”, dice San Pablo. Jesús fue un hombre sano que curó a muchos. Pero también se dejó cuidar. Se dejó lavar y ungir los pies, y alabó a la mujer que lo hacía. Lavó los pies a sus discípulos. ¿Cómo tratar a los enfermos? Miremos a Jesús. ¿Cómo dar gloria a Dios, estando enfermo? Mirémosle también a él, sentado junto a la mujer, o yaciendo, muerto y descendido de la cruz, en brazos de su madre María. Dócil, paciente, abandonado. Dejándose abrazar y ungir con cariño.  Enfermo también se puede amar, dando, como Jesús, hasta el último aliento.

Sí, Jesús nos abre el camino para vivir la enfermedad de otra manera, nueva y digna, de modo que el dolor y la limitación nunca puedan recortar nuestra libertad y nuestra dignidad de hijos de Dios.

Enlace a la homilía en pdf: aquí.

2018-02-02

Vencer el dolor, apostar por la vida

5º Domingo Ordinario - B

Job 7, 1-7
Salmo 146
1 Corintios 9, 16-23
Marcos 1, 29-39

«¡Ay de mí si no anuncio el evangelio! Si lo hiciera por gusto, esa sería mi paga. Pero si lo hago a pesar mío, es que me lo han encargado. ¿Cuál es la paga? Precisamente, anunciar el evangelio de balde…»

Estas frases de san Pablo son muy conocidas. Pero pueden malinterpretarse, como si se viera forzado, obligado a evangelizar. ¿Es posible anunciar una buena noticia por simple y mera obligación? ¡No! Pablo, más tarde, dice que «siendo libre como soy, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más posibles…» ¿Cómo entender esto?

No podemos imaginar a un Pablo severo, ceñudo y combatiente, anunciando a Cristo con la sola fuerza de voluntad, casi a regañadientes. ¡No hubiera convencido a nadie! ¿Por qué Pablo entusiasmó a tantos? ¿Por qué siguió evangelizando, contra viento y marea, feliz y sereno incluso cuando lo apaleaban o cuando lo metieron en la cárcel? Porque ardía, estaba lleno de amor y de alegría, lleno de Jesús, y toda su vida era anunciar aquella noticia que le había transformado por dentro.

Sólo desde un amor intenso y arrebatador se pueden entender estas expresiones. Pablo era libre, ¡no se puede amar si no hay libertad! Pero esa misma libertad lo empujó a darlo todo por el amado, por Jesús, por anunciarlo. Cuando dice que se hace «esclavo» quiere decir que se adaptó a todo tipo de ambientes, renunciando a sus costumbres, a sus hábitos e incluso a su cultura para poder empatizar y conectar con las gentes. Se liberó de sus propios esquemas para configurarse con Cristo. Pablo hizo lo que hace todo buen misionero: integrarse en el lugar a donde va, aprender su cultura, su historia, sus hábitos; hacerse uno con los habitantes de ese lugar y aprender a hablar su lenguaje. Así, siendo uno con ellos, pudo hablarles de Jesús y su buena nueva.

¿Cuál es esa buena noticia, ese evangelio? La buena noticia es que Dios nos ama, Dios nos da vida, Dios viene hoy a aliviar nuestro dolor y a darnos esperanza. Nuestra vida tiene sentido, y un sentido muy bello. La primera lectura de hoy nos muestra la desesperación de Job, tan humana, en medio su dolor inicuo. El salmo nos muestra el gozo de quien siente que Dios ha venido a sanar los corazones destrozados. El evangelio nos relata cómo Jesús cura a la suegra de Pedro y a cientos de enfermos. Dios viene a darnos vida, salud, fuerza, alegría. Dios es un Dios de vida y no de muerte. ¿Cómo callar un mensaje así?

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