2019-11-21

Rey hasta en la cruz




34º Domingo Ordinario - A 
Jesucristo, Rey del universo

Lecturas:
2 Samuel 5, 1-3
Salmo 121
Colosenses 1, 12-20
Lucas 23, 35-43

Homilía


La carta de San Pablo, hoy, nos recuerda algo fundamental. Nos admira el universo y la belleza de todo lo creado, y damos gracias a Dios por ello. Pero Dios ha hecho algo más que un mundo magnífico. Nos ha creado a nosotros, a su imagen, y nos llama a vivir en su misma plenitud. Esta era la intención inicial de Dios. Sin embargo, para hacernos semejantes a él, tenía que crearnos libres. Y es la libertad la que nos da la opción de elegir. Podemos aceptar el plan de Dios, podemos rechazarlo o enfrentarnos a él. Cuando concebimos otros planes, dándole la espalda, es cuando comienzan las luchas de poder y el mundo entra poco a poco en el caos.

Pablo nos explica que la gran misión de Jesús fue venir a reconciliarnos con Dios. Él nos enseña otra forma de vivir, en amistad con el Padre Creador. La reconciliación abarca no sólo a los seres humanos, sino a toda creatura: «Dios ha querido reconciliarse con todo el universo, poniendo paz en todo lo que hay en la tierra y en el cielo, por la sangre de la cruz de Jesucristo».

¿Qué sentido tiene la muerte de Jesús? Humanamente, es una tragedia, porque se trata de la condena injusta de un hombre bueno. Un hombre que, según judíos y romanos, se atrevió a proclamarse rey, desafiando la autoridad. Desde esta perspectiva, la muerte de Jesús es una locura absurda. Pero Jesús no es sólo un hombre bueno, sino Dios. La muerte del mismo Dios, a manos de sus hijos, tiene un sentido tremendamente más hondo.

Si podemos entender el gran amor de un padre o una madre que dan la vida por sus hijos, podremos atisbar el amor de Dios, que sacrifica su propia vida humana para rescatar a todos. Su muerte nos da vida; su resurrección nos resucita. Como dice Pablo, esa muerte nos libera del poder de la tiniebla y nos abre la puerta al reino de la luz, es decir, de la vida eterna.

Un buen rey, en la mentalidad del antiguo Israel, es el que se entrega para servir a los suyos. Por eso Cristo, en la cruz, herido, agonizante, con aspecto deplorable, es rey. Sigue siendo rey, aunque está clavado de pies y manos, porque se ha entregado hasta el extremo. Es soberano porque sigue siendo libre: se ha dado a sí mismo con plena consciencia y voluntad.

El ladrón crucificado a su lado es el único, entre todos los que contemplan la escena, que lo sabe ver. A las puertas de la muerte quizás las cosas se ven más claras… Este bandido, mirando a Jesús, descubre lo que nadie más ha descubierto: que ese hombre crucificado, bajo un cartel casi irónico, es realmente quien dice ser. Y le suplica, como un vasallo a su monarca, que tenga piedad de él. Jesús hace su último gesto de realeza: «Esta noche estarás conmigo en el paraíso». Es un gesto de clemencia y magnanimidad, un gesto propio de Dios, que no quiere perder a ninguno, que quiere salvarnos a todos.  Aun muriendo, puede rescatar.

Esta es la realeza de Cristo, el único rey que no toma nada de sus súbditos, sino que da su vida por ellos. Contemplémoslo en la cruz. Dejemos que su cuerpo herido nos hable y su sangre nos limpie el corazón para poder sentir y experimentar la bondad tan grande que derrama sobre nosotros. Del rostro de este rey, muerto de amor por nosotros, emana toda sabiduría y un caudal de vida inmensa, que sólo espera ser acogida.

2019-11-14

Resistir es vencer


33º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Malaquías 3, 19-20a
Salmo 97
2 Tesalonicenses 3, 7-12
Lucas 21, 5-19

Homilía


En la carta de Pablo y en el evangelio de este domingo asoma un tema de fondo: el fin del mundo. En tiempos de crisis, esta es una preocupación que agita a las gentes y provoca actitudes un poco extremas, o de miedo o de pasotismo. Algunos se angustian innecesariamente, obsesionados por un fin apocalíptico. Otros, en cambio, puesto que todo ha de terminar pronto, piensan que más vale no preocuparse por nada, ni afanarse por trabajar, ni adquirir responsabilidad alguna.

Esto sucedía en la comunidad de Tesalónica. Algunos cristianos, creyendo inminente el fin del mundo, dejaban de trabajar y, al estar ociosos, se entrometían en las vidas ajenas, provocando toda clase de problemas. Pablo les escribe y les da una buena reprimenda. Él siempre ha sido ejemplo de hombre trabajador, que no quiere vivir a expensas de nadie. Les recomienda vivir con honestidad y trabajar, y pronuncia esa famosa frase: «Quien no trabaje, que no coma». Está advirtiendo contra la falsa espiritualidad del quietismo, tan tentador y dañino como el activismo.

Jesús también se encuentra con mucha gente preocupada por el fin. Le preguntan, como profeta, cuándo será. Todos buscan señales. Esta obsesión se ha repetido una y otra vez a lo largo de la historia, y aún hoy existen grupos religiosos que viven centrados en el fin del mundo, en la salvación y en la condenación. Otros grupos, no tan religiosos, sino más bien aficionados a las conspiraciones y al esoterismo, comparten esa convicción.

Jesús nos quita todas esas telarañas de la cabeza. Advierte que aparecerán muchos anuncios de falsos mesías, y esto ha sido así, y aún lo vemos hoy. No les hagáis caso, nos dice. Después, enumera una serie de catástrofes que afligen a la humanidad: guerras, pestes, terremotos… Esto también está sucediendo hoy, y si le añadimos el cambio climático, muchos podrían creer que el fin del mundo se acerca. Hace dos mil años, pensaban lo mismo.

Guerras, hambre, enfermedades y desastres naturales son el pan de cada día y los hemos visto siempre a lo largo de la historia. Jesús dice: «el final no vendrá de inmediato». No vale la pena perder el tiempo en cábalas. En cambio, nos avisa a los cristianos de otro mal terrible que llegará: la persecución.

Y esto también lo hemos visto en diversas épocas de la historia. Fueron perseguidos los primeros cristianos, y hoy lo son también, en muchos países del mundo donde son expulsados, maltratados, asesinados y despojados de casas y bienes. El colectivo cristiano es uno de los que más sufren hoy en el mundo, y no siempre se presta la suficiente atención a los crímenes que se cometen contra tantos creyentes.

La solidaridad hacia ellos también es insuficiente: los cristianos que vivimos en países donde aún podemos practicar nuestra fe en libertad deberíamos ser muy conscientes de lo que está ocurriendo. Porque, el día de mañana, bien pudiera ser que la persecución nos alcanzara, de una manera u otra. En el plano político, mediático y cultural, ya se está dando. Cada vez son más los gobiernos que, disfrazados de buenismo, pero con intenciones mucho más autoritarias, intentan eliminar los valores cristianos de la sociedad. Quieren imponer un pensamiento único para uniformar las conciencias y crear una sociedad de consumidores sin voluntad, obediente y dócil a sus dictados. La gente no se da cuenta de que, matando al cristianismo, lo que se está matando es la libertad, la dignidad y la humanidad.  

¿Qué hacer en tiempos de crisis, persecución e inestabilidad? Sigamos los consejos de Jesús y de Pablo. Por un lado, vivamos con esperanza y trabajemos sin cesar para ganarnos el pan. Por otro, confiemos en Dios. Dice Jesús que no vale la pena pertrecharse y armarse de defensas retóricas. Ante el tribunal humano, el Espíritu Santo nos dará palabras para defendernos, con una elocuencia y una sabiduría, dice Jesús, que nadie podrá rebatir. Él hablará por nosotros, no tengamos miedo. Y tanto Jesús como Pablo nos piden perseverancia y paz: resistir es vencer. «Con la constancia salvaréis vuestras vidas.»

2019-11-07

Consuelo eterno y esperanza dichosa


32º Domingo Ordinario - C

Lecturas
2 Macabeos 7, 1-14
Salmo 16
2 Tesalonicenses 2, 16-3, 5
Lucas 20, 27-38

Homilía

En su segunda carta a los tesalonicenses, que leemos hoy, san Pablo alienta a sus comunidades. Les recuerda que Dios nos ha regalado una vida eterna, resucitada, de manos de su hijo, y los invita a vivir con buen ánimo y esperanza, sin hundirse por las dificultades ni las persecuciones. Él mismo escribe desde la cárcel. Los barrotes no han podido aprisionar su libertad interior, ni abatir su fe. El confinamiento no le ha robado la energía ni el deseo de seguir evangelizando. Atado de pies y manos, su palabra continúa siendo libre y vuela lejos.

Los cristianos de hoy, que vivimos inmersos en mil afanes, con muchos problemas, y algunos muy complejos, quizás perdemos la perspectiva. Se nos olvida alzar la mirada al cielo y pensar que Dios está ahí, con nosotros, sosteniéndonos. Se nos olvida que el final de este camino por la tierra, sea como sea, será un final feliz. No vivimos una tragedia sin solución. Jesús nos ha ofrecido un «consuelo eterno y una esperanza dichosa», como dice Pablo, y no nos está engañando. Murió y resucitó para ofrecérnoslo, y vino para comunicarlo. Nuestra fe no es ciega ni ilusa: se nutre de testimonios reales de hechos reales. Se nutre de pruebas fehacientes que Dios nos ha dado. A veces, creer no es tanto una cuestión de razón o de pruebas, sino de elección. Para quien no quiere creer, ni una evidencia podrá convencerlo. Quien tiene el corazón abierto, creerá sin necesidad de ver, por el testimonio.

La resurrección es el gran tema de las lecturas de hoy. En las dos primeras vemos cómo la esperanza en ella fortalece a los mártires. Los hermanos Macabeos mueren con gallardía, sin achicarse y sin ceder a las exigencias de sus torturadores, porque esperan renacer en la vida eterna. San Pablo soporta persecución y cárcel porque ya está viviendo en Cristo, sostenido por él, anticipando la eternidad.

Jesús, en el evangelio, se enfrenta a los escépticos saduceos. Como tantos hombres y mujeres de hoy, estos saduceos, que se las dan de cultos, modernos, agudos y un tanto irónicos, le preguntan a Jesús quién será el esposo de una viuda que ha enterrado a siete maridos. ¿A quién pertenecerá la mujer en el cielo? Con una burla pretenden echar por tierra la creencia en una vida eterna.

Al reto de los saduceos, Jesús responde con otro reto. Si habláis del «Dios de Abraham, Isaac y Jacob», ¿dónde están estos? Si están muertos, entonces tenemos un Dios de muertos, lo que equivale a decir un Dios muerto. ¡Ni siquiera los saduceos se atreverían a afirmar esto! Por tanto, si Dios está vivo, ellos están vivos, resucitados con él. Los muertos resucitan. Con esta frase tan querida de la Torá, Jesús echa por tierra la burla de sus oponentes.

Quien se mofa o se niega a creer es porque se ha quedado con una visión muy pobre de la realidad. Sólo ve a ras de tierra. Ignora toda la dimensión espiritual, que no se ve ni se toca, pero que es definitiva para dar hondura y sentido a nuestra vida. No seríamos lo que somos, ni serían posible el arte, la ciencia y la bondad, si no existiera el alma. Y el alma pertenece a Dios, que no está en el plano físico, sino en esa otra vida que aún no podemos imaginar. No sabemos cómo será la vida eterna, pero allí las cosas no serán como aquí. Jesús dice que seremos «como ángeles», es decir, inmortales, y no será necesario casarse ni procrear. Seremos «hijos de Dios» e «hijos de la resurrección». Porque Dios está vivo, y todo el que vive en él no perece para siempre.

2019-10-31

Zaqueo: hoy se ha salvado esta casa


31º Domingo Ordinario - C


Lecturas:
Sabiduría 11, 22-12
Salmo 144
2 Tesalonicenses 1, 11 - 2, 2
Lucas 19, 1-10

Homilía


El evangelio de este domingo nos cuenta la historia de Zaqueo, el recaudador de impuestos convertido tras la visita de Jesús. Un hombre codicioso, amante del dinero, experimenta tal cambio que decide devolver lo injustamente cobrado, e incluso con creces. Jesús dice: «Hoy se ha salvado esta casa», porque realmente en ella se ha producido un milagro. Un adorador del dinero se ha convertido en un hombre generoso. Que una persona cerrada en sí, volcada en sus propios asuntos, se abra a los demás y se preocupe por el bien de otros es, sin duda, el mayor de los milagros. Y el cielo se alegra, porque otro hijo perdido ha vuelto al hogar.

Podemos extraer varias enseñanzas de este episodio. El primero es que todo ser humano, por miserable que nos parezca, es hijo de Dios. Jesús va a buscar a las ovejas perdidas, y en este caso la oveja perdida es un hombre rico. El personaje de Zaqueo nos resulta simpático desde la distancia, pero si fuera hoy… Pensemos en alguien que se ha enriquecido a costa de los demás, usando del fraude, la extorsión y el abuso. En alguien que ha explotado a sus trabajadores, o se ha valido de enchufes y sobornos para lucrarse. ¿Qué sentiríamos hacia todos los Zaqueos que nos rodean?

Jesús llama a Zaqueo y lo mira, no como a un odioso recaudador, sino como a un ser humano. Y es esta mirada la que empieza a sacudir el mundo interior de Zaqueo. Sin embargo, él ya buscaba algo. Cuando Zaqueo se encarama a la higuera para poder ver a Jesús, es porque se ha dado cuenta de que en la vida no todo es el dinero y la riqueza. El alma humana pide algo más.

Dios jamás nos fuerza ni nos obliga, pero cuando advierte que tenemos sed de él, corre a darnos su agua de vida. Jesús ve en el corazón de Zaqueo ese deseo que todos tenemos de amistad, de sentir que nuestra vida es útil y marca una diferencia para alguien. En el fondo, lo que anhelamos no son los bienes materiales, sino que nuestra vida tenga sentido y que esté unida a la de otros. A veces, por miedo o malas experiencias, nos encastillamos en nuestro mundo y luchamos sólo por tener: dinero, recursos, seguridades. Pero esa lucha por sobrevivir y enriquecernos acaba por cerrarnos las puertas a una vida plena de verdad. Y Jesús vino a traernos esta vida que todos anhelamos.

Sepamos mirar a los demás con ojos de Jesús. Ricos y pobres, vecinos y extranjeros, personas afines a nuestras ideas y personas que piensen diferente, o incluso lo contrario, creyentes y ateos, famosos y desconocidos. Sepamos ver en cada persona ese ser humano que quiere amar y ser amado. Sepamos mirarlos como nos gustaría ser mirados a nosotros: con amor, con aceptación, con comprensión. Es esa mirada que tan bellamente se describe en la primera lectura de hoy, del libro de la Sabiduría. Es la mirada del Dios madre-padre que nos crea y nos sostiene en la existencia, por puro amor: «… tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida. Pues tu soplo incorruptible está en todas ellas.»

Sí, todos tenemos un soplo divino que nos alienta y nos hace existir. Reposemos en este soplo, en esta mirada, y abrámonos a su amor. Floreceremos, y podremos ofrecer lo mejor de nosotros a los demás.

2019-10-25

Ten compasión de este pecador


30º Domingo Ordinario - C


Lecturas:

Eclesiástico 35, 12-18
Salmo 33
2 Timoteo 4, 6-18
Lucas 18, 9-14


Homilía


En la tradición de las iglesias ortodoxas hay una oración muy querida, llamada la oración de Jesús, que los devotos repiten cientos, hasta miles de veces, en toda situación. Les aporta paz y claridad interior, y no son pocos los santos que la recomendaron. Son justamente las palabras que hoy escuchamos en el evangelio, las que repite una y otra vez el publicano pecador, en la sinagoga: «Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador».

Un psicólogo moderno diría que esta frase es una especie de autoflagelación, apta para destruir nuestra autoestima o para convertirnos en peleles, manipulables y sometidos a una dictadura espiritual. Un moralista avanzado diría que no hay pecado, sino error, y que la frase hoy resulta anticuada y fuera de lugar.

Pero está en el evangelio, y Jesús nos dice que, después de esta oración, aquel hombre salió justificado, es decir, salvado. En cambio, el fariseo, que rezaba satisfecho de sí mismo, con la autoestima bien alta, diríamos hoy, contento de ser tan justo y ejemplar, ese no salió justificado. A los ojos de Dios, su plegaria no tuvo ningún valor. Tampoco sus supuestas buenas obras.

¿Qué nos está queriendo decir Jesús? ¿Acaso no vale para nada esforzarnos en cumplir los mandamientos, los preceptos, las leyes de buena ciudadanía? ¿De qué sirve ser buenas personas, si Dios prefiere a ese pecador, codicioso, corrupto, lleno de defectos y contradicciones? Para muchas personas esta lectura puede despertar la indignación. Si nos sentimos incómodos, quizás deberíamos preguntarnos si no somos un poco como ese fariseo tan creído de sí mismo.

Jesús nos está previniendo contra uno de los peores pecados: el orgullo de la fe. Es ese sentimiento que nos hace sentirnos superiores a otros, más buenos, más justos, más santos. Los cristianos corremos un alto riesgo de caer en él. Ante el mundo somos honrados, nuestra conducta es intachable, nos esforzamos por ser perfectos… Pero nuestro corazón se ha llenado de una negra mancha que somos incapaces de ver: la soberbia. Si todo lo hacemos bien, si nos salva nuestra fe y nuestras obras, ¿qué lugar hay para Dios? Estamos muy cerca de los humanistas agnósticos o ateos de hoy: si el hombre ya es perfecto, capaz de conseguir todo lo que se propone, con un potencial infinito a desarrollar, ¿de qué le sirve Dios? Ya no lo necesita.  Algunos señalan, incluso con ironía, que necesitamos menos oración y más acción, menos amor y más justicia, menos religión y más ciencia.

No podemos caer en los extremos. Ni la fe sola, ni las obras solas, nos salvan. No es bueno caer en un activismo: todo depende de nosotros, lo podemos todo. Cuando actuamos así, quizás inconscientemente, ya no actuamos por amor, sino por construir una buena imagen de nosotros mismos. Pero tampoco podemos caer en un fideísmo: como Dios me salvará, no necesito hacer nada. Y dejamos de esforzarnos.

Hay un equilibrio justo y virtuoso, que está en la humildad. La humildad me hace ser realista y conocerme a mí mismo como soy: veo que soy pecador, que fallo, que tengo debilidades, pero también veo que tengo fuerza y talentos: soy responsable de mis actos, puedo levantarme y cambiar de vida. No me hincho viendo sólo lo bueno en mí, ni me hundo viendo sólo lo malo. Pongo de mi parte todo mi esfuerzo, como san Pablo, que se vuelca en la gran maratón de su vida. Pero descanso en manos de Dios, porque él es mi fuerza. Es hermosa la frase que utiliza el apóstol: «estoy a punto de ser derramado en libación». Es decir, ha derramado su vida, sin reservarse nada, entregándose del todo.  Cuando nos entregamos así, totalmente, no importan nuestros fallos y defectos: Dios nos recibirá al otro lado, y nos entregará una corona. 

2019-10-18

A tiempo y a destiempo



29º Domingo Ordinario - C


Lecturas
Éxodo 17, 8-13
Salmo 120
2 Timoteo 3, 14-4, 2
Lucas 18, 1-8

Homilía


La segunda lectura de este domingo nos presenta una frase que se ha hecho célebre: «proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo; arguye, reprocha y exhorta con toda magnanimidad y doctrina». Es un consejo de Pablo a su discípulo y ayudante, Timoteo. Lo anima a seguir anunciando el evangelio sin cansarse, con la ayuda valiosa de las sagradas escrituras. Es un consejo que sigue vigente para todo cristiano de hoy.

No debemos entenderlo mal, en sentido fundamentalista. No se trata de machacar a los demás con un discurso repetitivo y echando bronca. Si cansamos a la gente y la humillamos con nuestra presunta superioridad moral, nos aborrecerán y rechazarán lo que tengamos que decir. Ni siquiera querrán oír el mensaje. Pablo recomienda insistir y no cejar nunca, pero también añade: con magnanimidad y doctrina, es decir haciendo uso de la razón, de la inteligencia y de la bondad. No podemos imponer el evangelio a la fuerza, y mucho menos con violencia y malos modos. Magnanimidad significa tener grandeza de corazón, saber escuchar, acoger y ser tolerante con los demás. Habrá quienes no quieran escucharnos o tengan motivos para no hacerlo, y hay que respetarlos.

Pero tampoco podemos caer en la otra actitud, que es la más habitual del pueblo cristiano. Con el pretexto de ser prudentes y de respetar, nos callamos y hasta ocultamos nuestra fe. Tenemos miedo a no ser políticamente correctos, a ir a contracorriente. Pero una cosa es esgrimir nuestra fe como un hacha de guerra y otra cosa es comunicarla con naturalidad. Podemos evangelizar con alegría, con belleza, con amabilidad. Invitando, y no obligando; enamorando y no imponiendo; mostrando, y no abrumando con discursos que la mayoría de personas ya no comprenden. Como decía el papa Pablo VI, el testimonio de los cristianos, nuestra forma de vivir y de estar en el mundo, será más eficaz que la mejor predicación.

Jesús en el evangelio explica la parábola de la viuda insistente y el juez inicuo. Al final, a base de persistir y hacerse pesada, la viuda logra su objetivo. Jesús nos exhorta a ser así, pero no ante los hombres, sino ante Dios. Es decir, no nos cansemos de pedir a Dios. Pero pidámosle cosas de justicia, no fruto de nuestro capricho e interés. A veces no sabemos bien qué pedir, Dios nos está enviando lo que necesitamos en este momento… ¡y no sabemos verlo!

Jesús apunta a uno de los motivos de la falta de oración. No rezamos lo suficiente, no pedimos lo bastante porque quizás nos falta fe. Si no creemos que Dios nos dará lo que pedimos, ¿para qué intentarlo? ¿Hemos olvidado que Dios es un Padre bueno? La insistencia demuestra no sólo fe, sino un verdadero deseo de conseguir aquello que pedimos. Es cierto que a veces tenemos que reenfocar nuestras oraciones. Pero si lo que pedimos es bueno, no dudemos que Dios nos lo concederá, en el momento más oportuno.

Por último, un comentario sobre la primera lectura, la batalla en la que Israel vence a Amalec en el desierto. Mientras Moisés alza los brazos, en el monte, los israelitas ganan. Cuando los baja, pierden. Entonces van Aarón y Jur, lo sientan en una roca y le sostienen los brazos, uno a cada lado. Esta escena épica es una imagen de la perseverancia. Cuando uno falla y se cansa, los compañeros lo sostienen. La fe no puede vivirse en soledad. Es bueno contar con hermanos de camino que, en los momentos de debilidad, nos sostienen y alientan nuestra fe. Recordemos que Jesús nunca nos envía solos, sino, como mínimo, de dos en dos… Así es como podremos perseverar mejor.

2019-10-10

La palabra de Dios no está encadenada

28º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
2 Reyes 5, 14-17
Salmo 97
2 Timoteo 2, 8-13
Lucas 17, 11-19

Homilía

La palabra de Dios es poderosa. Es creadora. Es sanadora. Y es regeneradora. En las lecturas de esta semana vemos cómo el poder de esta palabra puede sanar incluso a los considerados enfermos incurables, los leprosos. Para un leproso, ser curado no era sólo verse libre de una terrible enfermedad, sino verse «limpio», purificado y apto para volver a integrarse en la sociedad. Curarse de la lepra era salir de la marginación y regresar a la comunidad.

Muchas personas invocan a Jesucristo pidiendo la sanación. Pero no todas tienen la misma actitud. Es comprensible la desesperación y el dolor de los gritan pidiendo ayuda al cielo, cuando la ayuda humana parece incapaz de resolver la situación. Dios muestra su misericordia de muchas maneras, a menudo a través de sus enviados, los profetas. En Jesús, Dios mismo actuó, aliviando el sufrimiento y curando a muchos enfermos. Pero la actitud de las personas sanadas no siempre fue la misma. Vemos cómo la sanación de cuerpo no siempre comporta una sanación del alma, o lo que llamamos salvación.

Naamán el sirio, un pagano, es curado por el profeta Eliseo. Su reacción es inmediata. Desde ese momento, adorará al Señor de Israel y a ningún otro. Más allá del agradecimiento, en Naamán se ha dado una conversión.

En cambio, cuando Jesús cura a diez leprosos, sólo uno vuelve a dar las gracias. ¿Qué ha sucedido con los otros nueve? ¿No fueron todos curados? Sí, lo fueron. Y nosotros aún podríamos añadir: ¿acaso Jesús no era más que el profeta Eliseo? Pues bien, esos nueve hombres sanados no lo supieron ver. Y tampoco supieron agradecer algo tan grande. Hay personas que sólo rezan para pedir el milagro. Cuando obtienen lo que querían, se olvidan de Dios. Hay personas que sólo piden favores al cielo. Pero su corazón no cambia, ni su vida experimenta una conversión. Siguen igual que antes. Esto nos lleva a la última frase de Jesús en el evangelio de hoy: «Tu fe te ha salvado».

No nos salva el milagro, ni la curación. Nos salva la actitud interior de apertura a Dios. Porque fe es confianza en una persona. Quien no confía no puede amar. Nos salva dejar que Dios actúe en nosotros, de la manera que quiera. A veces será con una sanación, otras veces será con un don o una gracia especial. Pero hay algo por lo que siempre deberíamos estar agradecidos, y es la vida misma. El hecho de levantarnos cada mañana debería bastarnos para saltar de gozo y gratitud ante Dios. Y esta actitud agradecida, confiada, es la que nos salva y regenera nuestra vida.

Quisiera detenerme en la lectura de san Pablo, que escribe desde la cárcel, sin perder su brío y su ánimo. «La palabra de Dios no está encadenada», dice. Entre barrotes, Pablo conserva la libertad para seguir proclamando esta palabra salvadora. Su adhesión a Cristo es tal, que por él está dispuesto a sufrirlo todo, sin que le importe nada. Estar con él le basta: «si morimos, viviremos con él; si perseveramos, reinaremos con él». Nosotros podemos fallar y traicionarle, pero él siempre es fiel, porque no puede dejar de serlo. En la naturaleza de Dios está el amor y la fidelidad: por eso no puede dejar de amar nunca. Esta es la fortaleza que sostuvo al apóstol y la que nos sostiene a nosotros, siempre. Unirnos a Cristo nos permitirá superarlo todo.

2019-10-04

Un espíritu de fortaleza


27º Domingo Ordinario - C

Lecturas:

Habacuc 1, 2-3; 2, 2-4
Salmo 94
2 Timoteo 1, 6-14
Lucas 17, 5-10

Homilía

Vivimos tiempos difíciles. Pero ¿cuándo no lo han sido? ¿Cuándo no hemos pasado épocas de crisis, personal y social? ¿Cuándo no ha habido desastres naturales, violencia, corrupción, injusticia social y derrumbe de valores? ¿Cuándo el mundo ha sido una balsa de aceite?

Es cierto que hoy estamos viviendo una época de cambios acelerados a nivel global, y quizás nos sentimos poco preparados para lo que puede venir… Pero sepamos mantener la calma y tomar un poco de distancia. Serenémonos, en silencio, ante Dios. Contemplemos nuestra vida, y el mundo, desde lo alto. Demos la justa medida a las cosas. Entonces veremos que no hay motivos para hundirse, acobardarse o esconderse en un agujero. Al contrario, nuestra época, como la época de los primeros cristianos, es un tiempo convulso, pero abierto a la esperanza.

Podríamos extraer algunas frases de las tres lecturas de hoy. Son todas lecturas de tiempos de crisis. La primera, del profeta Habacuc, nos lleva al siglo VIII antes de Cristo. El reino de Israel está a punto de sucumbir ante los ejércitos asirios. La derrota fue tan estrepitosa que este reino desapareció del mapa para siempre. Muchos israelitas fueron muertos, otros deportados, y la tierra fue repoblada con gentes venidas de otras partes. Ante el panorama devastador, el profeta Habacuc grita ante Dios. ¿Hasta cuándo tendrá que sufrir tanta violencia, tanta destrucción? La voz de Dios lo tranquiliza. La historia es una sucesión de luchas por el poder. Pero el que hoy vence, puede ser derrotado mañana. Nadie perdura por siempre en su pedestal: «el altanero no triunfará; pero el justo por su fe vivirá». Perdurarán quienes confíen y sigan luchando por vivir, de la manera más íntegra y honesta posible, confiando en Dios. Mientras haya vida, habrá esperanza.

San Pablo escribe a Timoteo, uno de sus ayudantes, desde la cárcel. Vemos al apóstol en otra situación precaria, de incerteza y riesgo. Y escribe animando a su discípulo, él que está preso, a perseverar y a no desfallecer: «Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza». Lo alienta para que siga fiel en su apostolado y se apoye bien fuerte en Jesús. El amor de Dios y la misión a la que nos llama son más grandes que todas las dificultades que podamos afrontar. Cuando uno vive para algo más grande que sí mismo, no hay obstáculos que lo detengan. No se rinde nunca. Lo afronta todo con gallardía y serenidad.

Jesús hoy nos presenta dos imágenes poderosas y que no parecen guardar relación, pero la tienen, y mucha. Por un lado, oímos la comparación tan conocida sobre la fe: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería.» La fe es confianza en Dios. Cuando nos afianzamos en él, nada nos detiene y poseemos una fuerza y un coraje que todo lo superan. La confianza es el mejor antídoto para el miedo.

A continuación, Jesús compara al apóstol (al misionero, al discípulo), con un criado que sirve a su amo. El criado no se enorgullece de su trabajo, ni reclama a su amo que le sirva y le reconozca. No pide honores ni privilegios, simplemente ha hecho su trabajo. Igual hemos de ser nosotros cuando trabajamos por el reino de Dios. ¿Esperamos que nos aplaudan? ¿Esperamos reconocimiento, halagos, que nos sirvan? ¡Nada de eso! El mejor privilegio es poder servir a Dios, con humildad, con sencillez, sin querer que nos pongan medallas.

¿Qué tiene que ver esto con la fe? Mucho. Quien sirve con amor, nada espera y nada reclama. Su premio es poder servir. Y ese amor es el que genera una fe y una confianza sin límites. No es posible tener fe en alguien si no hay un amor sincero. Y tampoco es posible servir con alegría sin este amor incondicional, que no busca recompensas. ¿Es así como amamos a Dios? El premio que nos da es el Espíritu Santo, con todos sus dones: fortaleza, sabiduría, coraje, alegría… Y esto es lo que verdaderamente hace que podamos vivir una vida dichosa, aunque esté llena de dificultades, y muy, muy plena.

2019-09-19

Los hijos de las tinieblas



25º Domingo Ordinario - C


Lecturas:
Amós 8, 4-7
Salmo 112
Timoteo 2, 1-8
Lucas 16, 1-13

Homilía


Las lecturas de este domingo no son fáciles. No es porque no las entendamos: todas ellas nos muestran realidades muy conocidas, tristemente. Vemos que la usura, la codicia, la explotación del pobre, la corrupción de los poderosos y el fraude no son algo de hoy, sino lacras tan antiguas como la humanidad. Si creemos que hoy vivimos en el peor de los mundos, deberíamos leer a los profetas de la Biblia y veríamos que todos los males de los que nos quejamos eran el pan de cada día también entonces. Y lo que es peor, la pobreza flagrante no afectaba a una parte más o menos pequeña de la población, sino a la inmensa mayoría.

Los profetas, como Amós, dirigieron palabras muy duras a los ricos y poderosos, que se aprovechaban de la ignorancia de los pobres para exprimirles hasta la última moneda. Después, los hacían dependientes de su limosna y terminaban esclavizándolos. ¿Nos resuena todo esto, hoy?

San Pablo en su epístola a Timoteo eleva una oración por los gobernantes, «para que podamos llevar una vida tranquila y sosegada, con toda piedad y respeto». ¿No es esto lo que hoy desearíamos? Todos querríamos pedir a nuestros políticos y autoridades que, en vez de enriquecerse a costa de los ciudadanos y perder el tiempo en disputas, fueran buenos administradores y nos dejaran vivir en paz, respetando nuestra libertad, nuestra iniciativa, nuestra dignidad. Desearíamos que los políticos promovieran la concordia, y no la ruptura social; la tolerancia, y no el odio; la libertad, y no la sumisión a sus doctrinas. Desearíamos que promovieran la humanidad plena, incluyendo su dimensión espiritual y sus aspiraciones más nobles, y no la robotización y la mercantilización de la persona. Desearíamos que nos considerasen como a personas con capacidad de pensar y elegir, no como a niños ignorantes y dependientes, como meros consumidores o piezas que contribuyen al engranaje del sistema; o aún peor, como números de votos para auparlos en el poder.

Sí, san Pablo y los profetas nos colocan ante la realidad de los malos gobernantes, que quieren someter a la sociedad para lucrarse y mantenerse en el poder. Ya vemos que el mundo no ha cambiado tanto… Jesús vino, predicó y actuó. Resucitó y nos abrió las puertas a una vida nueva y eterna, pero el mundo todavía necesita convertirse. Porque, en realidad, cada persona que nace, cada nueva generación humana, necesita la conversión. La misión de la Iglesia no acaba nunca, porque todos tenemos que nacer de nuevo. A veces, los mismos cristianos necesitamos re-convertirnos.

Jesús no fue un idealista ingenuo. En la parábola que leemos hoy nos sorprende elogiando la astucia de los hijos de las tinieblas. Los que manejan los hilos del mundo para esclavizar a la humanidad son inteligentes. ¡Cómo saben engañar! ¡Cómo nos seducen con sus discursos benévolos, llenos de palabras prometedoras! Libertad, desarrollo humano, bienestar, seguridad, salud, diversión, deseos satisfechos, sueños cumplidos… ¡Cuánto saben los hijos de la oscuridad! En cambio, los hijos de la luz, que tenemos una noticia impresionante que dar, un mensaje que puede cambiar el mundo y transformar nuestra vida de arriba abajo, un amor infinito que supera todos los poderes del mundo… ¿Qué hacemos? Parece que estamos un poco dormidos, atontados o, lo que es peor, desanimados. Porque los medios con los que cuenta el poder son grandes: el exceso de información y las malas noticias nos abruman para que pensemos con espanto que vivimos en un mundo cruel y no tenemos nada que hacer.

Siempre hay algo que hacer. Jesús nos invita a ser buenos, y a la vez astutos. La bondad no está reñida con la inteligencia. En realidad, lo más humano, por excelencia, es la unión de todas estas facultades del alma: tanto el amor como la razón, tanto la ternura como la sagacidad, tanto la empatía como el discernimiento. No podemos decir sí a todo, ni dejarnos arrastrar por la  corriente que nos lleva al abismo. No podemos ceder a las ideologías que quieren deshumanizarnos y que niegan nuestra naturaleza. Pero siempre hemos de decir sí a la persona, sí al otro. No estamos programados fatalmente. Hay un alma infinita dentro de cada uno de nosotros, capaz de amar y de hacer el bien. Nunca perdamos la esperanza, y trabajemos con toda nuestra inteligencia y creatividad. 

2019-09-12

Un Dios paciente

24º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Éxodo 32, 7-14
Salmo 50
Timoteo 1, 12-17
Lucas 15, 1-32

Homilía

Las lecturas de este domingo nos muestran tres rupturas. Tres modos de rebeldía o rechazo a Dios. Y, al mismo tiempo, nos muestran también la respuesta de Dios. Lejos de enojarse o de castigar, busca la reconciliación con el hombre y se alegra cuando este regresa a él.

Hay una ruptura que vemos en el Éxodo, cuando el pueblo de Israel se cansa de esperar a Moisés, que está en el monte, y fabrica un becerro de oro para adorarlo. Esta ruptura es la idolatría, es decir: dar culto como si fuera Dios a otras cosas que no lo son. Todos podemos tener nuestros becerros de oro: el trabajo, el dinero, la buena fama, una afición o una adicción, nuestras ideas, nuestro partido, incluso nuestra familia, cuando no sabemos tener unas relaciones sanas y equilibradas. No vemos al Dios invisible y necesitamos adorar cosas palpables y visibles, cosas a las que nos apegamos y rendimos culto. ¿cuál es el problema de la idolatría? Que todo eso a lo que adoramos, sin saberlo, nos está robando lo mejor de nuestras fuerzas y energía. Nos está robando la vida, a cambio de satisfacciones efímeras y falsas. A veces, incluso nos provoca más sufrimiento. Los ídolos, a diferencia de Dios, piden mucho y dan muy poco.

Otra ruptura con Dios es muy propia del hombre moderno. Es la actitud arrogante, perseguidora e insolente. Así se define San Pablo a sí mismo en la segunda lectura. Queriendo ser un perfecto creyente, cumplidor de la Ley de Moisés, se convirtió en enemigo de Dios. Pero Jesús se dejó perseguir, se dejó alcanzar… y Pablo quedó cautivado por ese amor incondicional. Cuando Pablo experimentó el amor de Cristo, incluso hacia quienes lo perseguían, como él, todos sus esquemas mentales se derrumbaron y nació un hombre nuevo.

Jesús en el evangelio responde a quienes lo critican por codearse con los pecadores. Entonces relata una de las parábolas más bellas y profundas: la del padre de dos hermanos, o el hijo pródigo. Esta parábola es un retrato de cómo es Dios Padre.

Este retrato nos muestra una imagen revolucionaria de Dios. No es un Dios castigador. No es un Dios controlador. No obliga ni fuerza a nada, ni siquiera a hacer el bien. No coarta la libertad de sus hijos, aunque la utilicen mal. Lo da todo y no cierra ninguna puerta, ni para salir ni para entrar. Cuando los hijos se alejan, espera y no se cansa. Cuando regresan, lejos de echarles una reprimenda o darles una lección, ¡celebra una fiesta! ¿Cómo trata el padre a su hijo pequeño? Como a un rey. ¿Cómo nos trata Dios a nosotros, cuando volvemos arrepentidos a sus brazos? Como a reyes. No nos humilla ni nos castiga, sino que nos dignifica y nos llena de gozo. Ese gozo de la salvación que tan bien describe el salmo 50…

Este Dios magnánimo y perdonador, este pastor que va a buscar la oveja perdida dejando a las otras en el redil, ¿no es asombroso? Quizás a muchos, en el fondo, les indigne y se resistan a creer en él. Hay muchos hermanos mayores que, como san Pablo antes de convertirse, se creen perfectos creyentes y cumplidores y no aceptan a los diferentes. Hay muchos cristianos de corazón duro que cierran sus puertas a los alejados y no reciben a los que quieren acercarse. Si la Iglesia no se muestra madre, como el padre pródigo, ¿qué hará?

Todos nosotros somos idólatras, arrogantes y un poco perdidos o pródigos. También somos orgullosos y duros, como el hermano mayor de la parábola. Jesús hoy nos invita a cambiar y a ser como Moisés, que pidió misericordia para su pueblo. Como Pablo, convertido por el amor y la paciencia de Dios, apóstol entusiasta. Como el hijo menor, humilde para aceptar el perdón y la acogida de su padre. Pero, sobre todo, nos anima a ser como él, pastor valiente que va a buscar a la oveja perdida, y como el Padre, que ama a todos y olvida todas las ofensas.

2019-09-06

Una petición... ¿imposible?



23º Domingo Ordinario - C

Lecturas
Sabiduría 9, 13-18
Salmo 89
Filemón 9b-10. 12-17
Lucas 14, 25-33

Homilía

Las lecturas de hoy son inquietantes. La primera, del libro de la Sabiduría, nos habla del misterio insondable de Dios. ¿Cómo podemos conocerlo? ¿Cómo saber lo que piensa, lo que quiere, qué planes tiene? Finalmente, el poeta y autor de este libro reconoce que, sin ayuda del Espíritu Santo, la mente humana es demasiado estrecha para comprender los designios de Dios. ¿Cómo comprender el infinito con nuestra pequeña inteligencia limitada? Basta abrazar el misterio y abrirse a su gracia. Así Dios, poco a poco, nos dará luz.

También el salmo 89 pide sabiduría para comprender el misterio de la vida. Deberíamos recordar cada día nuestra naturaleza, tan frágil y efímera. Ser conscientes de nuestra pequeñez y mortalidad nos ayuda a vivir con más sabiduría, serenidad y agradecimiento. Porque, finalmente, no somos dueños de nuestra vida y el solo hecho de existir ya es un milagro por el que dar gracias. Quien vive agradecido se abre a una dimensión mucho más profunda y hermosa de la vida.

Misterio, mortalidad… Todo son temas que nos fascinan y nos inquietan, y muchas veces preferimos dejarlos de lado. Pero son el evangelio y la carta de san Pablo los que, hoy, nos proponen algo mucho más concreto e incómodo. Parece que tanto Jesús como Pablo están pidiendo algo imposible. ¿Qué es?

Pablo, desde la cárcel en Roma, sigue evangelizando. Allí ha conocido a un esclavo fugitivo que se ha hecho cristiano. Pablo decide enviárselo a su antiguo dueño, también cristiano, con un mensaje suyo. Si ya es difícil que el esclavo quiera volver… ¡imaginad la petición de Pablo al amo! Le pide que lo reciba, pero ya no como esclavo sino como hermano en Cristo. Se acabaron los vínculos de esclavitud y posesión: todos somos iguales ante Dios y entre nosotros. Las relaciones humanas ya no son de poder de unos sobre otros, sino de fraternidad, de amor. Pocos textos como este son tan revolucionarios y promotores de la igualdad.

Pero veamos qué pide Jesús. Aún parece más exigente que Pablo. «Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.»

Renunciar al poder y a la posesión de unos sobre otros es difícil, empezando por las familias y siguiendo por los grupos, asociaciones, comunidades, parroquias… Allí donde hay un grupo humano tienden a surgir luchas y competiciones por ver quién manda más, quién influye más, quién es más importante. Jesús, en el evangelio de hoy, nos pide renunciar a lo que más duele, porque estamos apegados a ello. ¿Nos está obligando Jesús a abandonar a nuestra familia? No. En primer lugar, no obliga. Se está dirigiendo a quienes queremos seguirlo. Si no queremos, podemos continuar como estábamos. Pero si de verdad queremos seguir sus pasos, él nos avisa: tendréis que cambiar de prioridades.

¿Hay que desprenderse de los seres queridos? Tampoco dice eso. Jesús nos está diciendo que lo primero, antes que nada, ni nadie, es él.  Después vienen los familiares, y el resto de cosas. También van después nuestras preferencias, ideas e intereses (el yo mismo).

Imaginad una rueda con muchos radios. Si no tuviera un eje bien puesto, los radios se soltarían cada uno por su lado, la rueda saldría rodando sin control y acabaría cayendo. No llegaría muy lejos. Nuestra vida es como una rueda: los radios son todas las relaciones que establecemos con los demás, nuestra familia, nuestro trabajo, nuestros gustos y aficiones. Pero el eje es Cristo. Si él está en el centro, todo se coloca en su lugar, queda bien firme y la rueda avanza. Cristo es el eje que da unidad y coherencia a nuestra vida, y nos permite seguir el camino que él nos propone. Cristo en medio nos permitirá amar mejor a nuestros cónyuges, padres, hijos y hermanos. Nos permitirá trabajar con pasión y responsabilidad. Nos ayudará a afrontar cualquier situación de la vida. Si no lo ponemos a él como prioridad número uno, nos dispersaremos entre mil cosas y no alcanzaremos la meta, que es llegar a los brazos de Dios Padre, viviendo en plenitud su reino.

«Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío», añade Jesús. ¿Qué es la cruz? Cada cual tiene la suya: es esa carga formada por nuestra herencia familiar, social, histórica, por nuestra genética, por nuestras circunstancias limitantes, por lo que nos toca vivir. Es una cruz que no hemos elegido y nos viene impuesta. Hagamos lo que hagamos, siempre la tendremos ahí. Jesús no nos dice que la arrojemos a un lado, o que la ignoremos. Nos dice que la carguemos, es decir, que la asumamos, aceptándola, pero sin dejarnos bloquear por ella. Echar todo ese fardo a la espalda, como hizo él con el pesado madero, y seguirlo con libertad y alegría. No hay cruz que nos pueda impedir seguir a Jesús, si queremos.

En el fondo, el mensaje de Jesús es liberador. Porque él nos ayuda a relativizar las cosas que nos agobian, él nos ayuda a llevar la carga de la cruz, él nos da fuerzas y lucidez para afrontar todas las situaciones que no podemos evitar. Y, al mismo tiempo, nos ofrece un camino de libertad lleno de sorpresas inesperadas. Seguir a Jesús no es una pesada obligación, sino una aventura. Recordemos aquellas palabras suyas: «Sed mansos y humildes de corazón y aprended de mí, pues mi carga es suave y mi yugo ligero».

2019-08-30

La sabiduría del humilde

22º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Eclesiástico 3, 17-29
Salmo 67
Hebreos 12, 18-24
Lucas 14, 1.7-14

Homilía

Hoy en día hablar de humildad no está muy bien visto. Vivimos en la era de la autoestima, de la autoafirmación, del auto-desarrollo, de la autonomía, de la autoayuda. Parece que toda la filosofía actual nos está empujando en la misma dirección: tú puedes. Tú vales. No necesitas a nadie más. Tú solo puedes llegar a donde quieras. No dependas de nadie. Ámate a ti mismo, valórate a ti mismo, ponte a ti mismo en el centro. Tú eres lo primero.

Parece un pensamiento muy lógico y sano, ¿verdad? Ámate a ti mismo y el mundo te amará. Centra tu vida en ti mismo y el mundo se rendirá a tus pies. Cultiva tu yo interior y todo lo que desees sucederá. Sí, suena bien y el mensaje es seductor… Pero ¿es esto cierto?

El evangelio y la sabiduría de la Biblia van por otro lado y nos muestran un camino muy distinto. No es que nos empujen al autodesprecio ni a la culpa, como dicen algunos críticos. No es que ignoren la importancia de cuidarse y de tener confianza en uno mismo. Los protagonistas de la Biblia, Jesús y los apóstoles fueron personas valientes y apasionadas, con una gran fuerza, convencidos de lo que hacían y coherentes con lo que decían. Hoy diríamos que fueron muy «asertivos» y «auténticos», dos valores que nunca han dejado de estar en alza. Pero ¿cuál fue su secreto? Fue que, precisamente, no centraron su vida en sí mismos, sino en los demás. No buscaron su bien, sino el bien de los otros. No persiguieron la fama ni el engrandecimiento personal, sino que aceptaron toda clase de humillaciones, sin encogerse. No construyeron un pedestal sobre sus ideas o pensamientos, sino que fueron transmisores de una verdad que les venía de Alguien más alto. Fueron, como diría san Pablo, obedientes hasta el fin, fieles a una misión que no era suya, sino de Dios Padre, que les fue encomendada y por la que entregaron hasta la última gota de sangre.

El libro de la Sabiduría, hoy, nos habla de humildad. El arrogante y el presuntuoso, por mucho que reluzca, acaba cansando a la gente. Puede ser admirado, pero no será querido. Mientras que el hombre discreto y humilde, que hace lo que debe hacer, es considerado sabio y la gente confía en él. «Cuanto más grande seas, más debes humillarte»: hemos de aprender a conjugar la grandeza de alma, la grandeza de miras y de corazón, con la humildad de no querer deslumbrar ni pasar por delante a nadie.

Jesús, en esta línea, echa por tierra la vanidad del mundo. ¿Qué diría hoy, si viera la obsesión que tenemos por salir en la foto, por ser notados, por exhibir nuestra vida en las redes sociales? ¿Qué diría ante esos shows televisivos que se recrean en ventilar intimidades y trapos sucios? ¿Y ante el ansia de tantos jóvenes por ser famosos, por tener miles de fans o seguidores, por ser «figuras estelares», antes que constructores de algo nuevo? La vanidad no es cosa nueva. Jesús ya observó esta tendencia entre sus gentes. En los banquetes, ¡todos querían ocupar los mejores puestos! Debía ser hasta ridículo ver los esfuerzos y peleas de unos y otros por estar en el mejor lugar. Jesús da una lección sabia a quienes le escuchan. Si eres humilde y no te ensalzas, el dueño de la casa te valorará por lo que eres y quizás te asigne un mejor lugar, antes que a todos los vanidosos. «El que se humilla será enaltecido; el que se enaltece será humillado.»

Esta lógica es también la del reino de Dios. Ante Dios los que parecen más importantes quizás no lo sean tanto, porque Dios no mira las apariencias pomposas y brillantes, sino el corazón. ¿Qué hay en nuestro corazón? ¿Qué riquezas atesoramos dentro? Si pudiéramos ver la realidad y las personas con ojos de Dios, quizás quedaríamos sorprendidos. Tal vez veríamos una gran pobreza y un enorme vacío en personas que parecen tan interesantes, tan atractivas, tan ricas y exitosas en su profesión. Y tal vez en personas anodinas, pequeñas, simples, veríamos brillar un enorme tesoro de bondad y amor.

¿Qué llena nuestro corazón? Si lo tenemos lleno de Dios, lleno de nuestros seres queridos, lleno de gratitud por tantas cosas buenas como recibimos cada día, no necesitaremos más: ni salir en la foto, ni ser reconocidos, ni tener buena fama, ni mucho dinero, ni muchos fans… Viviremos con sencilla humildad, con alegría, con paz, porque ya lo tenemos todo. Como decía santa Teresa, una gran maestra de humildad, «quien a Dios tiene, nada le falta». 

2019-08-22

Los últimos que serán primeros


21º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Isaías 66, 18-21
Salmo 116
Hebreos 12, 5-7.11-13
Lucas 13, 22-30

Homilía


El evangelio de hoy puede indignarnos si lo leemos despacio. Jesús habla con los fieles devotos de su pueblo, que creen salvarse, y les dice que no se sientan tan seguros. No se salvarán por su nombre, ni por sus prédicas, ni por formar parte del pueblo elegido. Esto podría trasladarse a nuestras parroquias y comunidades de hoy. ¿Qué pensaríamos si Jesús viniera y nos dijera esto? No os salvaréis por ser cristianos, ni por venir a misa, ni por cumplir los mandamientos, ni siquiera por ser catequistas, predicadores de mi evangelio, formadores, activistas de la fe… En cambio, vendrán personas alejadas, de otros lugares, de otras culturas, incluso de otras religiones y forma de pensar, que se sentarán a mi mesa en el reino.

Hay un bonito cómic donde un misionero, en el momento de morir, llega ante una larguísima cola de gente que está esperando entrar en el cielo. A la puerta del cielo, san Pedro los va llamando a cada uno por su nombre y ellos acuden. El misionero observa bien y comienza a ver a personas conocidas en esa cola: un drogadicto que pedía en la calle, una madre soltera con hijos, un inmigrante sin papeles, un solitario alcohólico, una mujer de la vida, un obrero ateo y comprometido con la justicia social… Todas estas personas no creen ser dignas de entrar en el cielo, pero están allí, contentas y sorprendidas, esperando su turno. Y el misionero ve cómo todos estos son llamados antes que él y van entrando. Él, que ha pasado toda su vida entregado a la evangelización y a los pobres, resulta que se queda el último. Por último, san Pedro lo llama, y él, avergonzado y en lágrimas, acude. Con la muerte ha recibido la última lección, y es que a los ojos de Dios las cosas son distintas. Dios no nos acoge tanto por lo que hemos hecho, ni por los muchos méritos de nuestra vida, sino por la apertura de nuestro corazón. Y, a menudo, los corazones rotos, por las desgracias o por la vida, son los más abiertos. Dichosos los pobres que no tienen nada, porque Dios será su premio.

Jesús nos previene contra uno de los peores orgullos: el de la fe. Creernos mejores por ser fieles cristianos y buenas personas puede alejarnos del reino. Quizás no nos cierre las puertas, pero nos hará esperar a los últimos puestos. Esto nos debe llevar, poco a poco, a conocer la mentalidad de Dios: todo él misericordia, atento a acoger a los hijos que más lo necesitan, a los que mejor pueden recibir su amor. Estos, a menudo, no coinciden con nuestros criterios humanos de merecimiento.

Quiero comentar también una conocida frase de la segunda lectura, de san Pablo: Dios pone a prueba a sus hijos más queridos, para fortalecerlos. Es como un buen entrenador, que exige más al atleta que sabe que puede responder mejor. Pero el entrenamiento es fuerte y duele. A veces las personas sufrimos situaciones que nos parecen injustas y terribles, y nos preguntamos por qué Dios permite esto, o qué hemos hecho para merecer tal cosa. Pensemos si no será que Dios nos está entrenando. Nos ama, sabe que podemos dar más de sí, o sabe que necesitamos aprender una lección, aunque sea dura. No es un castigo, sino un aprendizaje. ¿Sabremos ver su amor detrás de todo lo que nos sucede? A veces, incluso un accidente, una enfermedad o una pérdida pueden ser, a la larga, un beneficio para nosotros. Puede ser que estemos viviendo de manera acelerada, inconsciente, cometiendo errores que nos costarán caros. Ese parón, ese golpe o esa topada con la realidad nos pueden hacer rectificar y vivir de otra manera. Saldremos de la prueba fortalecidos, renovados, renacidos. Más sabios, quizás, y con una mejor actitud ante la vida. ¿Nos rebelaremos y protestaremos, airados? ¿Nos instalaremos en la amargura y la queja? ¿O nos dejaremos entrenar por Dios, con humildad, dóciles como un buen deportista que quiere crecer y alcanzar mayores retos?

2019-08-17

El mundo que arde

20º Domingo Ordinario  - C

Lecturas:
Jeremías 38, 4-10
Salmo 39
Hebreos 12, 1-4
Lucas 12, 49-53

Homilía

Las lecturas de hoy son como aguijones que nos espolean. Las tres nos ofrecen imágenes muy vivas e inquietantes. Un pozo, una carrera, un gran fuego.

En la primera vemos al profeta Jeremías, arrojado a un pozo por decir la verdad alto y claro, sin miedo. Hoy también sucede: cuando alguien se atreve a decir las cosas como son, suele resultar poco simpático, políticamente incorrecto, y se le echan encima toda clase de etiquetas despectivas. ¡La verdad a veces resulta muy incómoda! Hay que taparla, barrerla, echarla a un pozo. Muchos gobernantes y líderes de opinión, como el rey Sedecías, prefieren acogerse a un discurso buenista y complaciente, desplazando a los que consideran agoreros, profetas de desgracias y enemigos del pueblo. El pobre Jeremías es arrojado a un pozo de barro, pero siempre quedan personas sensatas y valientes que salen en defensa del justo. El mismo rey que lo ordenó castigar permite que otros lo rescaten y le salven la vida. Esta blandura, esta falta de coherencia, esa «liquidez» que hoy vemos en la sociedad y en la cultura, no es cosa nueva, sino tan antigua casi como la humanidad.

San Pablo nos habla de la gran carrera de su vida, que es la de todos los cristianos que queremos de verdad comprometernos con lo que somos y decimos. Este maratón es largo y puede ser penoso, pero culmina en el cielo. Quien lo corre siempre gana, y gana una vida plena durante el recorrido. Ahora bien, es una carrera a contracorriente del mundo. Ser cristiano supone, muchas veces, ir a contraviento. Si no es así, quizás debamos cuestionarnos muchas cosas. ¿Qué estamos haciendo, y por qué? ¿Qué sentido tiene nuestra vida? ¿Somos cristianos sólo de nombre, o realmente queremos encarnar la vida de Cristo en nosotros? Hay algo que nos echa para atrás, y Pablo lo sabe: el rechazo y el ostracismo, el ser tachados de…, el qué dirán, el odio y el desprecio, todo eso nos acobarda y nos hace ser cristianos casi de anonimato, o a medio gas. Pero Pablo anima a los cristianos de su tiempo: el mismo Cristo sufrió ese odio y ese rechazo, hasta la muerte más cruel, en la cruz. Y vosotros, nos dice Pablo, «todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado». Es verdad que, poco tiempo después de escribir esto, los primeros mártires vieron la muerte por su fe. Y hoy los mártires cristianos siguen regando con su sangre el campo de la Iglesia. Pero nosotros, los que estamos ahora aquí, leyendo esto cómodamente, escuchando la homilía de nuestro rector, en la misa, ¿hemos sufrido tanto? ¿Qué son cuatro comentarios, cuatro insultos o cuatro malas miradas, al lado de la cruz? San Pablo nos anima a perseverar en esta carrera.

En el evangelio, Jesús es todavía más enérgico. Dice que no ha venido a traer la paz, sino la espada, y habla de un fuego que debe arrasar el mundo, ¡y cuánto desea que llegue!

Vemos aquí a un Jesús que es bueno, pero que no es «buenista». No hay que confundir la bondad con la blandura, ni la misericordia con la ambigüedad. Pero Jesús tampoco es un pirómano ni un justiciero vengador. ¿De qué nos está hablando un hombre pacífico, que siempre rechazó las armas, que renunció al poder y murió perdonando a sus verdugos? ¿A qué armas se refiere Jesús? ¿A qué fuego?

Jesús está hablando de la oposición férrea con que va a toparse su mensaje. Nos habla del enemigo, que empleará todos sus recursos para destruir su misión. Si Jesús vino a traer el amor de Dios al mundo, esa gran guerra no será contra los hombres, sino contra el egoísmo que anida en el corazón humano. No será contra personas, sino contra el mal que engaña con apariencia de bien. Y ese fuego no será otro que el fuego del amor, que todo lo abrasa, quema el egoísmo y lo purifica todo. Ese fuego será el viento del Espíritu, que recrea la humanidad y renueva toda la creación. Y ese fuego debe prenderse, chispa a chispa, hoguera a hoguera, en nosotros, en nuestras comunidades y parroquias, en nuestras familias. Si cada uno de nosotros es una llama de amor vivo, el mundo arderá, sin duda. Pero no para ser devastado, sino para renacer resucitado.

2019-08-09

Ellos ansiaban una patria mejor

19º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Sabiduría 18, 6-9
Salmo 32
Hebreos 11, 1-2. 8-19
Lucas 12, 32-48

Homilía


La semana pasada, las lecturas nos invitaban a no sucumbir a la ansiedad por los bienes materiales y a aspirar a los bienes del cielo, esos bienes espirituales que son los que llenan de sentido la vida entera. Esta semana, las lecturas ahondan en este tema.

¿Dónde está nuestro tesoro? Jesús dice que allí donde esté nuestro tesoro está nuestro corazón. ¿Cuál es nuestro tesoro? ¿Qué nos afanamos por acumular? ¿A qué dedicamos más tiempo, más desvelos y esfuerzos en nuestra vida?

El afán excesivo por acumular dinero y cosas suele venir del miedo. Tenemos miedo a la pobreza y a la carencia, y este miedo a veces está justificado, pero otras veces es una actitud general de desconfianza. No creemos en la Providencia. Por eso, por si acaso, queremos acumular más de lo que nos es necesario, pensando en el día de mañana o en emergencias que quizás nunca sucederán. Es bueno ser previsor, pero muchas veces sobrepasamos la prudencia necesaria y acabamos totalmente agobiados y obsesionados por tener más y más.

Jesús nos invita a confiar en Dios: No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. ¿Qué es el reino? Mucho más que todos los bienes que podamos atesorar. Mucho más que tener lo necesario para vivir. El reino de Dios no es pura supervivencia, sino vida plena y hermosa. El reino de Dios es una vida que vale la pena ser vivida. Una vida que es entrega, generosidad, apertura al amor. Esta vida incluye, y sobrepasa, nuestras necesidades materiales de cada día.

Por eso Jesús nos invita a buscar ese reino, acumulando un tesoro en el cielo. Para ello hemos de estar bien despiertos, como esos sirvientes fieles y en vela, que, aunque el amo está ausente, siguen cumpliendo su deber con la máxima responsabilidad.

Tampoco nosotros vemos a Dios, pero él está en todas partes y está dentro de nosotros. Un buen ejercicio espiritual, que recomiendan muchos santos, es actuar, en todo momento, en presencia de Dios, siendo conscientes de que él nos mira y nos acompaña. No como un juez inquisidor, controlándonos, sino como un Padre amoroso que contempla a sus hijos con inmenso afecto. Ante esa mirada llena de amor, ¿cómo no vamos a hacer las cosas de la mejor manera posible, con calidad, con belleza, con tacto y con cuidado? Si actuamos así seremos como ese servidor fiel y prudente del que habla Jesús en su parábola de hoy. Y Dios nos hará responsables de una pequeña o gran misión en su reino.

San Pablo en su carta a los hebreos, que hoy leemos, nos invita a tener la fe de los patriarcas: Abraham, Isaac, Jacob se fiaron totalmente de la Providencia. Pablo repasa la historia bíblica y explica algo que vale la pena meditar. Todos ellos, dice, salieron de su patria sin saber qué les esperaba. Se fiaron de las promesas de Dios, que les ofrecía otra tierra mejor. La fe es justamente esto: fiarse de lo que te dice alguien digno de confianza. Escuchar a quien te encomienda algo, aunque luego no veas los resultados. Cuando Dios nos llama a una misión, quizás nunca veremos sus frutos. Tan sólo seremos sembradores y otros cosecharán. Pero cuando la misión es muy grande, hemos de aceptar que su cumplimiento necesita más tiempo que el breve intervalo de una vida humana, y hemos de seguir trabajando con ganas y esperanza. No se trata de un fiarse a ciegas, sino de un confiar en quien sabemos que es digno de fe. ¿Y quién más digno de fe que el Creador que nos sostiene y nos acompaña en nuestro existir?

Pero ¿cuál es esa patria, esa tierra prometida que los patriarcas buscan? Ellos venían de Mesopotamia, una tierra rica y fértil, donde tenían todo lo que querían y sus mismas raíces familiares. ¿Qué puede ser mejor que esto? ¿Quién abandona su país, si no es para llegar a un destino mejor? Pablo explica el significado de esta peregrinación de los patriarcas: «Es claro que los que así hablan están buscando una patria; pues si añoraban la patria de donde habían salido, estaban a tiempo para volver. Pero ellos ansiaban una patria mejor, la del cielo.»

La patria del cielo: el reino de Dios. Esta es la tierra prometida que Dios nos ofrece y que Jesús nos viene a traer, aquí y ahora. Si no aspiramos a ella, ¿cómo vamos a dejar la otra? Si no aspiramos a los tesoros del cielo, ¿cómo vamos a desapegarnos del dinero, el poder y los bienes materiales? Será imposible.

Si queremos el reino, hemos de enamorarnos. Enamorarnos de Jesús, enamorarnos de Dios. Sólo así tendremos el coraje de abandonar la vieja patria, llena de apegos y ataduras que, en un momento, quizás nos fueron necesarios, pero ahora, cuando somos adultos y libres, ya no pueden seguir atándonos. Sólo así seremos capaces de lanzarnos a la aventura de explorar y descubrir el reino de Dios. Un reino que ya está entre nosotros, y que abre sus puertas cada domingo, muy en especial, cuando celebramos la eucaristía y tomamos a Cristo como pan. Entonces, el reino del cielo ya está dentro de nosotros.

2019-08-02

El verdadero tesoro

18º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Eclesiastés 1, 2; 2, 23
Salmo 89
Colosenses 3, 1-5. 9-11
Lucas 12, 13-21

Homilía


Las cuatro lecturas de este domingo siguen un hilo argumental que podríamos trazar eligiendo algunas frases de cada una. Todas ellas nos dan un baño de realismo acerca de la condición humana, y nos invitan a trascender ciertos límites y a aspirar a algo mejor. 

Empecemos por la primera, del libro del Eclesiastés o Qohélet. Es una exclamación muy conocida: Vanidad de vanidades, ¡todo es vanidad! Y sigue lamentándose el autor de que todo esfuerzo, toda sabiduría y logros humanos, cuando llega la muerte, ¿de qué le sirven al hombre?

Seguimos con el salmo 89: la vida del hombre es efímera y caduca, Tú reduces el hombre a polvo… Mil años en tu presencia son un ayer que pasó, una vela nocturna. Ante la pequeñez de nuestra vida, el salmista pide a Dios que le dé sabiduría para calcular nuestros años. Y también pide que confirme la obra de nuestras manos. Pues sin el sostén de Dios, ¿qué es nuestra vida? Apenas un soplo.

Saltamos al evangelio, y Jesús nos cuenta una parábola en esta misma línea. Un hombre emprendedor recoge una gran cosecha y planea construir un almacén para especular con sus ganancias y hacerse rico. Esa noche, en sueños, Dios le habla: ¡Necio! Esta noche te reclamarán el alma. ¿De quién será todo lo que has acumulado?

Finalmente, la carta de san Pablo, que es el escrito más reciente, concluye diciendo que lo sabio no es acumular riquezas terrenas, sino atesorar bienes en el cielo: Puesto que habéis resucitado con Cristo, aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Nuestra vida, como cristianos, está escondida en Dios. Se ha revestido de divinidad y ya no tiene sus raíces en el mundo, sino en el cielo.

Estas lecturas nos están invitando a rechazar lo que todo el mundo persigue de manera obsesiva: riqueza material, bienestar, prestigio, conocimientos, honor… Todo eso que para san Pablo ya no vale nada, comparado con Cristo. Los críticos dirían que se nos está invitando a negar la vida, a rechazar el disfrute de las cosas, a vivir pendientes de un más allá despreciando el valor del aquí y el ahora… Si entendemos mal estos escritos, es verdad que podríamos caer en un espiritualismo descarnado y falto de realismo, o en una doble moral. Por un lado, despreciamos el mundo y el dinero, pero por otro, como no podemos prescindir de los bienes materiales y nos gusta tener buena reputación, actuamos como el resto de la gente, con lo cual terminamos siendo hipócritas y divididos.

Ni Jesús, ni Pablo ni los autores bíblicos nos dicen que flotemos en el aire, pensando en el futuro cielo, y que ignoremos las realidades terrenas. Al contrario, la vida terrena, el cuerpo, la salud y el alimento, son dones que debemos gestionar bien, y Jesús, con sus milagros y la oración que nos enseñó, mostró su importancia. Pero lo que se nos dice aquí es que no vivamos esclavizados a las cosas. Los medios para vivir son buenos, pero como medios, no como fin y meta de nuestra vida. Necesitamos comer para vivir, pero no vivimos para comer. Necesitamos dinero para sobrevivir, pero no lo adoramos ni lo ponemos en el centro de nuestra vida. Porque, a fin de cuentas, ¿qué es lo que de verdad nos enriquece? ¿Qué es lo único que nos llevaremos a la otra vida, después de morir? ¿Qué es lo que hace grande, profunda y hermosa nuestra vida? Ni herencias, ni bienes, ni títulos, ni honores. Desnudos de todo, nuestro único tesoro será lo que hemos amado y las personas, pocas o muchas, que han llenado nuestro corazón. Eso será lo que contará, al otro lado. Esos son los bienes que, ya en la tierra, nos permiten vivir de otra manera, no atados a las preocupaciones, sino libres para amar, para ser creativos, para compartir lo mejor de nosotros mismos. Son esos bienes del cielo que no caducan ni se los come la carcoma. Que no se gastan, como el dinero, ni desaparecen. Son esos bienes los que nos permiten empezar a vivir el cielo ya aquí en la tierra. 

2019-07-27

Dios es Padre

17º Domingo Ordinario - ciclo C


En la lápida funeraria de una gran mujer puede leerse esta inscripción: «Dios es Padre». Como si toda su vida se resumiera en esta frase, tan simple, tan corta en palabras pero tan inmensa en significado. Descubrir que Dios es Padre puede realmente marcar un hito y transformar por completo la historia de cada ser humano.

Muchos creen en Dios. Pero ¿en qué Dios? ¿El todopoderoso juez, que puede condenar una ciudad o una cultura? ¿El Dios terrible ante el que hay que arrodillarse y someterse? ¿Un Dios inaccesible cuyos designios jamás llegaremos a comprender? ¿Un poder que mueve el universo? ¿Es Dios una «fuerza»? ¿Una energía bondadosa, pero impersonal y difusa?

La Biblia, con Abraham, ya nos muestra algo distinto de estas ideas: Dios es una persona. Con él podemos dialogar, ¡incluso regatear! Dios es un tú con quien hablar, en quien confiar y a quien pedir. Dios escucha.

Jesús da un paso más allá que el resto de su pueblo judío. Cuando sus discípulos le piden que les enseñe a rezar, él les muestra que Dios no sólo es «el-que-es», ser supremo, amor y sabiduría sin límites. Dios es «Padre» en el sentido más entrañable del término. Es nuestro origen, pero también es alguien que nos ama con entrañas de madre y padre. Alguien que comprende nuestra humanidad, nuestras necesidades vitales, desde el hambre de pan hasta el hambre de sentido. Es padre providente, que da lo mejor a sus hijos. Si nosotros, que somos malos, sabemos ser buenos y generosos… ¿cuánto más lo será Dios?

Los creyentes tenemos un problema: no acabamos de creer que Dios sea tan bueno, tan amoroso, y que nos ame tan incondicionalmente. Como nosotros juzgamos, premiamos, nos vengamos, castigamos y dosificamos nuestro amor, creemos que Dios también lo hace. ¡Qué equivocados estamos! Cuando Dios perdona, borra toda culpa y nos deja limpios. Cuando Dios ama, no es por nuestro mérito sino porque él quiere. Cuando nos regala algo, no pide nada a cambio ni nos ata con hipotecas ni deudas. Dios nos da todo cuanto necesitamos para vivir en plenitud pero, sobre todo, se nos da a sí mismo. Nos entrega a su Hijo, derrama sobre nosotros el Espíritu Santo. Podemos hablarle, podemos tocarlo, podemos acogerlo como un niño, podemos comerlo en la eucaristía. ¡Qué Dios tan asombroso el que se hace diminuto para poder entrar dentro de nosotros! Dios es Padre. Llamémosle así, como Jesús hacía: Abba. Papá. Papá querido. Esta es la oración más hermosa, más profunda y sanadora. Cuando ya no nos queden fuerzas para otra cosa, sepamos alzar los ojos al cielo y pronunciar esta sencilla palabra con la confianza de que somos escuchados: Abbá. Papá.

2019-07-18

Cuando Dios viene a tu casa



16º Domingo Ordinario - C

Lecturas
Génesis 18, 1-10a
Salmo 14
Colosenses 1, 24-28
Lucas 10, 38-42

Homilía

Las lecturas de hoy, que parecen tan distintas, convergen en un mismo tema, en el fondo. El tema en torno al que giran es la hospitalidad.

Acoger al viajero, al forastero, al visitante esperado o quizás inesperado que llega a tu puerta. La hospitalidad, sagrada en las culturas antiguas, adquiere aún más valor a la luz del evangelio. Cuando acoges a un forastero, es a Dios mismo a quien estás acogiendo.

Abraham, bajo su tienda, acoge a tres viajeros misteriosos que se acercan a su campamento. Su reacción es espléndida. Ellos parecen ir de paso, pero es él quien los llama y los invita. Prepara la mejor comida y los atiende con generosidad. Ellos, a cambio, le dejan con una promesa, la mejor que podían brindarle a un hombre casado con una mujer estéril: tener un hijo. La descendencia lo era todo para los antiguos patriarcas. El premio por alojar a los tres viajeros no podía ser más grande.

En el evangelio encontramos a Jesús, siempre viajando, acogido en Betania por sus amigos Lázaro, Marta y María. Pero en esta acogida se da un matiz. No basta, como hace Marta, preparar una buena comida y una habitación confortable. Marta se afana, se prodiga, y lo hace con la mejor intención, pero… ¿hasta qué punto es totalmente generosa o quiere lucirse como buena ama de casa? ¿Por qué ese estrés y esa inquietud? En cambio, María, no hace nada. Se sienta a los pies del maestro y escucha. No prepara la casa, pero ha preparado su corazón. Marta hace cosas, María está acogiendo al huésped, y está centrada, no en sí misma o en sus tareas, sino en él. Toda su atención se vuelca en Jesús.

Santa Teresa dice que Marta y María deben andar juntas, pues en la acogida no hay que descuidar los aspectos materiales y el confort del invitado, por supuesto. Pero hay que organizarse y tener claro qué es lo primero, qué es lo más importante. María, dice Jesús, ha escogido la mejor parte. Porque ha querido estar por y para el invitado. Las personas siempre son más importantes que los detalles materiales, aunque estos también lo sean.

María de Betania, como Abraham, acogió al mismo Dios. No sabemos cuál fue su recompensa, pero Jesús afirmó que ella se quedaba con la mejor parte. ¿Y qué mejor parte que el mismo Jesús, su compañía, su presencia, su amistad?

Cuando alguien viene a visitarte es Dios quien te visita. En toda persona que acoges está Dios. Deberíamos recordarlo cada día. Y para acoger hay que abrir la casa. Deberíamos abrir nuestra casa, y también nuestra morada interior, nuestra alma, para acoger a Cristo que pasa cerca. A veces Dios se presenta de anonimato, como los tres visitantes de Abraham. Dios viene disfrazado, escondido, discreto. Viene en el extranjero y en el visitante. Y es también ese «misterio escondido» del que habla San Pablo en la segunda lectura. Un misterio que es «Cristo en vosotros». Un misterio que, para los cristianos, se esconde en esa pequeña casa dorada, el sagrario de nuestras iglesias. Un misterio que, aún más hondo, se oculta en nuestro corazón si sabemos abrirle las puertas. ¿Le dejaremos entrar? ¿Lo invitaremos, como Abraham? Si así lo hacemos, no seremos nosotros quienes le demos de comer, sino él quien se convertirá en nuestro pan y en nuestra agua viva, el alimento que nos hará crecer y tocar una vida muy distinta, transformada por su presencia.