2007-04-29

El buen pastor

La importancia de saber escuchar

Con imágenes alegóricas, Jesús instruye a las gentes. Es un recurso pedagógico que utiliza con frecuencia para explicar los misterios del Reino. Más allá de la imagen bucólica, Jesús nos está diciendo que entre el pastor y la oveja, es decir, entre el sacerdote y su comunidad, tiene que haber una gran sintonía.

El pueblo de Dios ha de saber escuchar a los ministros responsables de sus comunidades cristianas. La actitud de escucha es necesaria para abrir el corazón a Dios y crecer espiritualmente. La escucha es un signo de humildad para descubrir, desde el silencio, lo que Dios quiere de nosotros. A veces, las prisas, el estrés o la soberbia nos incapacitan para la escucha. La humildad y la confianza en Dios son dos actitudes básicas del cristiano.

Escuchar implica estar abierto al otro y recibir como un don precioso aquello que nos comunica. Implica confianza, sinceridad y transparencia. Escucharemos a Dios en la medida en que dejemos que su palabra nos penetre y pase a convertirse en parte de nuestra vida.

La escucha también significa adherirse a la persona. No consiste sólo en prestar oído. Muchas personas escuchan, vienen a misa y celebran la liturgia. Aparentemente están atentas. ¿Hasta qué punto su escucha las transforma y se convierte en un compromiso? Una escucha que no deriva hacia este compromiso es vacía y pasiva.

Un diálogo recíproco

Si la oveja escucha la voz del pastor, el pastor ha de conocer bien a las ovejas. Qué importante es conocer a fondo nuestro pueblo de Dios, sus inquietudes, sus sueños, sus necesidades, sus dudas, sus sufrimientos, sus alegrías… También los presbíteros han de saber escuchar a su comunidad para conocerla bien. El presbítero ha de doctorarse en la escucha. Sólo así se puede producir un profundo y rico diálogo que nos prepara para seguir la llamada de Cristo.

"Ellas me escuchan, me siguen, y yo les doy la vida eterna", dice Jesús. Vivir unidos en comunión es empezar a vivir, ya aquí, la plenitud. La consecuencia de una escucha comprometida y de una sincera adhesión nos lleva a un anticipo del cielo, promesa de eternidad. En Jesús, Dios nos lo ha dado todo.

La Iglesia nos ha engendrado en la fe. Venimos de Dios, somos de Dios y vamos hacia Dios. Él nunca permitirá que nadie se pierda, porque todos somos fruto de su inmenso amor. Estamos en sus manos y no dejará que nadie nos arrebate de su lado. Su deseo es nuestra permanencia junto a él. Somos hijos de Dios, destinados a vivir en brazos de la Trinidad.

2007-04-22

Almuerzo junto al lago

El trabajo que da fruto

Después de su resurrección, Jesús se aparece a sus amigos en diferentes ocasiones. En cada uno de estos encuentros va alentando sus corazones. Esta vez se les aparece junto al mar de Galilea, aquel lago tan conocido por los apóstoles. Se les aparece, no como el Jesús histórico que un día los llamó y los impulsó a seguirle, sino como el Cristo resucitado que los llama de nuevo a una vida plena de Dios. Los llama a seguirle como resucitados, no como catecúmenos sino como apóstoles maduros para continuar su obra salvadora. Es hermoso ver cómo se les aparece en el contexto de su trabajo. Han pasado toda la noche trajinando, sin pescar nada. Al llegar Jesús, tiran las redes a su derecha y consiguen una pesca tan abundante que apenas cabe en las barcas.

Jesús se nos hace presente en el trabajo de cada día. ¡Cuántas veces nos desesperamos cuando trabajamos con ilusión y no cosechamos el fruto deseado! Entonces nos desanimamos. Así, hoy vemos poca gente en las iglesias. Los estudios sociológicos y nuestra propia experiencia nos muestran que la fe disminuye y nos invade el desánimo. Trabajamos mucho y con empeño, pero no siempre recogemos los frutos que querríamos recoger. Entonces es cuando debemos plantearnos seriamente: ¿Para quién trabajo? ¿Tiene lo que estoy haciendo un sentido trascendente? ¿Trabajo por amor a Dios? ¿Me entrego a mi tarea pastoral para incentivar y motivar a la gente a seguir a Dios?

Jesús nos invita a trabajar de otra manera. Echad la red hacia otro lado. Nos dice: replantead vuestro trabajo apostólico, vuestra fe, vuestra ilusión, vuestro entusiasmo... Revisad todo cuanto estáis haciendo porque, quizás, si tomáis un rumbo diferente, podéis conseguir más fruto.

Los apóstoles se fiaron de Jesús y pudieron pescar. Trabajando por Jesús, con Jesús y en Jesús, nuestro trabajo apostólico será fecundo. Por mucho que hagamos, si no tenemos la conciencia plena de que lo hacemos por Cristo, con Él y en Él, nos cansaremos ante el poco éxito de nuestros esfuerzos. Cuando somos capaces de hacerlo con Él y por Él, Jesús hace el milagro. Por tanto, nunca desesperemos. Mantengamos siempre viva la esperanza.

La pesca milagrosa alude a la firme esperanza de que con Cristo lo podemos todo, incluso más allá de lo imaginable. La barca casi se hunde por el peso de la pesca. Cristo puede transformar nuestro egoísmo en una ofrenda permanente y constante.

Saber celebrar

Después del encuentro junto al mar, Jesús invita a almorzar a sus amigos. Son importantes la fe y la esperanza, pero también la caridad. Después de nuestro trabajo apostólico, ilusionado y esperanzado, necesitamos alimentarnos de Cristo, viviendo y celebrando en fiesta la comunión con él. Si no es así, difícilmente nuestra misión pastoral tendrá éxito. Ese es el momento de dejarse llevar y de fiarse.

Las palabras de Juan, el joven discípulo, son hermosas. Cuando Juan reconoce a Jesús en la playa, exclama: ¡Es el Señor! ¡Es el Señor! Tenemos que saber ver a Dios en los acontecimientos cotidianos de nuestra vida. El Señor nos busca, nos sale al encuentro; reconozcamos que está presente en nuestra vida. Si lo reconocemos, seguirá obrando el milagro de una pesca abundante.

Seguir al Cristo de la Alegría

Después de este encuentro y de este almuerzo de evocación eucarística, Jesús se dirige a Pedro. Le dice: Cuando eras joven ibas donde querías, pero cuando seas mayor, cuando realmente conozcas a Cristo y descubras lo que es el amor a Dios, vas a tener que hacer cosas que no quieras. Y se refiere a su entrega, que le llevará a dar la vida por Jesús. Nuestra adhesión a Cristo implica entrega y también pasión.

Esperanza, eucaristía, entrega, pasión y luego... ¡sígueme! De nuevo Jesús llama a Pedro para que le siga. Pero ahora ya no debe seguirle como a un hombre corriente, sino como a Cristo viviente y resucitado. Nosotros, cristianos de hoy, ¿a quién seguimos? ¿Seguimos al Jesús de la pasión que muere el viernes santo, o estamos siguiendo al Cristo vivo aquí y ahora? Tal vez aún vivimos el romanticismo de la religiosidad piadosa, que reza al Cristo de la cruz. El Cristo de la resurrección vive la plenitud de Dios, que está en Él. Estamos llamados a seguir al Cristo de la alegría, de la resurrección, del gozo. Este es el Cristo que vive y sigue presente aquí entre nosotros. No seguimos a un hombre bueno, ni nos limitamos a leer una historia bonita de un libro. Estamos siguiendo a Jesús resucitado. Hemos seguido a Cristo hasta la cruz para dar nuestra vida, pero también seguimos a Cristo en la gloria.

Este es el nuevo enfoque que ha de tomar la pastoral. Nuestro Cristo vive. Si no nos lo creemos estaremos convirtiendo nuestra fe en un mero espectáculo. Él sigue presente en nuestros corazones, en la Iglesia, en los sacramentos. Si lo creemos de verdad, estaremos casi participando de su vida divina. Ya hemos comenzado a resucitar con Él. El bautismo y la eucaristía nos resucitan.

Así lo sintieron los apóstoles. Llenos de Dios, corrieron a comunicar a su gente y a todo el pueblo que Cristo había resucitado. Hoy, Cristo se nos aparece en la eucaristía. Sigue presente a través del pan. Cristo sigue siendo historia a través de nosotros. Por lo tanto, ¿qué hemos de hacer? Llenarnos de Él, empaparnos, comer de Él y ofrecer lo que llevamos dentro: nuestra fe profunda, el amar por encima de los defectos y de los límites, ser capaces de perdonar, de reconciliarnos... Somos portadores de la auténtica Buena Noticia: Dios está vivo, aquí y ahora.

2007-04-15

Paz a vosotros

Derribar la muralla del miedo

Tras su muerte, los discípulos de Jesús se agrupan, temerosos, en el cenáculo. La noticia del sepulcro vacío ha añadido incerteza a su confusión. Con su aparición en el cenáculo, Jesús debe atravesar mucho más que las paredes de la casa. Jesús atraviesa los muros del miedo, la desconfianza y la incredulidad. Sin ser un fantasma, su cuerpo glorioso traspasa los muros y se pone en medio de ellos.

Jesús quiere que la noticia de su resurrección sea conocida por todos aquellos que le siguen. Así, su aparición en el cenáculo es uno de esos momentos compartidos por el grupo de sus discípulos.

"Paz a vosotros".La primera palabra que Jesús resucitado dirige a los suyos es esta: la paz. Sabe que se sienten acorralados, solos, atemorizados, y sus corazones se cierran a la defensiva. Es importante que reciban la paz. Una paz que no es humana, sino divina. Es la paz trascendida.

Jesús sabe que ha de atravesar el grueso muro del miedo y aún más: el muro del corazón, desesperado y confuso. Por segunda vez les dice: "Paz a vosotros". En esta reiteración, responde a la honda necesidad de los discípulos de recobrar la paz perdida tras la muerte de su maestro.

Todos se alegran al verlo. La aparición genera una inmensa alegría. Vuelven a creer, a tener esperanza. Despierta en ellos el entusiasmo. Y así lo anuncian a Tomás: ¡Hemos visto al Señor!

Tomás, el que no creía

Ante Tomás, todos insisten. Se convierten en apóstoles del discípulo ausente, le comunican su experiencia, movidos por el gozo. Pero Tomás se niega a creer si no ve… Jesús tiene que derribar otro muro: la incredulidad. ¿Cómo abatirlo? Con la evidencia de las llagas. Cuando se aparece de nuevo a los once, se dirige a Tomás: "Trae aquí tu dedo, toca mis llagas; trae tu mano, métela en mi costado". Las llagas son el resto, testimonio que habla por sí solo de la experiencia de dolor y muerte.

Una vez Tomás comprueba las señales de la pasión, se convierte y hace su profesión de fe: ¡Señor mío y Dios mío! El sufrimiento también nos acerca a Dios. Las señales son una evidencia del amor de Dios. En Tomás se refleja la humanidad que sufre, no entiende y duda ante el mal y la violencia que sacuden al mundo. Pero la humanidad también puede regenerarse, como Tomás, con un acto de fe.

El amor más fuerte que la muerte

Como señala el Papa Benedicto en su mensaje Urbi et Orbi, el amor de Dios se revela como la fuerza más poderosa, capaz de vencer la muerte. Jesús no ha podido eliminar el dolor y el sufrimiento del mundo. Los ha padecido en su propia carne. Pero los ha vencido. Ha sido el amor de Dios quien lo ha resucitado. Por amor, Dios vence a la muerte. "Él tiene las llaves de la muerte", leemos en el Apocalipsis. Con Cristo resucitado, la Iglesia entera está viva y resucita también. Los cristianos participamos de su resurrección. Hoy, Cristo se nos aparece, sacramentado, en la liturgia. Y nos da la paz a todos los creyentes.

La misión

Una vez los discípulos reciben la paz, Jesús les da una misión. Ya no sólo les quita el miedo: les envía un poderoso antídoto contra el temor: el amor. La alegría, el entusiasmo y el valor los invaden. “Recibid el Espíritu Santo”. Ya maduros, adultos en la fe, llega el momento en que se abren totalmente a la fuerza de Dios y reciben un regalo. En este aliento sagrado de Dios, infundido en los discípulos, está el origen de la Iglesia.

Jesús los envía a todas las gentes con una misión clara: “Id y anunciad… perdonando los pecados”. Les encomienda ejercitar el ministerio del perdón, que no es otro que la liberación del pecado y la conversión de vida hacia una existencia reconciliada con Dios y con los demás.

Desde este momento, ya no son discípulos, sino apóstoles del resucitado. Irán por todo el mundo a llevar la buena nueva. Está a punto de estallar Pentecostés.
La experiencia de Pentecostés es una bomba cuya onda expansiva alcanza nuestros días, y durará hasta el final de los siglos. La explosión del amor de Dios, semejante a un nuevo Big Bang, ha hecho nacer una humanidad renovada en Cristo.

2007-04-08

Domingo de Pascua

Las mujeres, apóstolas

La muerte de Jesús ha sumido a sus discípulos y seguidores en el desconcierto. Abatidos y temerosos, se encuentran en un momento de desolación y duda. Pero, en la madrugada del primer día de la semana, las mujeres que lo seguían intuyen algo. Y corren al sepulcro. Allí encuentran la tumba abierta y al ángel que les anuncia que su Maestro no está allí. Ha resucitado.

María Magdalena, la que fue rescatada por Cristo, es la primera a quien se aparece Jesús. Es significativo que el autor sagrado reseñe esta primera aparición a una mujer que, además, había tenido mala reputación. En aquella época, el testimonio de las mujeres apenas tenía crédito y no se consideraba digno de mención. Y, sin embargo, toda la fe cristiana descansa en aquel primer testimonio de unas mujeres valientes.

María Magdalena mantenía una pequeña luz en su interior, pese a que aún había oscuridad en su existencia. Y esa llamita creció hasta convertirse en el sol, cuando Jesús le salió al camino.

Después de ese encuentro, María echa a correr para ir a buscar a los discípulos. Es así como se convierte en apóstola de los apóstoles. Es portavoz de la noticia más importante del Nuevo Testamento; una mujer es la que comunica a los varones la nueva de la resurrección.

La resurrección, pilar del Cristianismo

María asume la autoridad de Pedro en el grupo. Va a encontrar a Pedro y a Juan, sabiendo que eran los que tenían más confianza con Jesús. Pedro y Juan corren al sepulcro, se asoman y ven la tumba vacía. Como nos relata el evangelista, el discípulo “vio y creyó”. Desde ese momento, sus vidas darán un vuelco.

El acontecimiento pascual marca el origen genuino del Cristianismo. La fe cristiana se asienta en la resurrección de Jesús. “Vana sería nuestra fe, si Cristo no hubiera resucitado”, recuerda San Pablo. La resurrección es el fundamento, la piedra angular, la roca granítica que soporta nuestra fe.

Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. En la liturgia pascual celebramos la Vida con mayúsculas, que ya empezamos a vivir con la eucaristía. El encuentro con Cristo vivo en la celebración eucarística nos introduce en la vida de Dios. Ya somos partícipes de esa gran experiencia. La Pascua nos prepara para el definitivo encuentro con Jesús en el Paraíso.

La resurrección fue, sin duda, una experiencia sublime. Gracias a Jesucristo, hoy podemos experimentar, ya aquí, en la tierra, una primera vivencia de resurrección. Podemos saborear el más allá, la vida de Dios. Podemos paladear la eternidad.

Una experiencia que transforma

Este es el gran regalo que nos brinda Dios: una vida nueva, regenerada y lavada del pecado. Con Cristo, a través del bautismo, todos morimos y resucitamos. Con Cristo volvemos a vivir la vida de Dios.

La muerte da paso a la vida, la oscuridad se convierte en la luz; el odio se transforma en amor; de la noche pasamos a un cielo iluminado por el Sol de Cristo.

Está vivo. Esta es una afirmación rotunda que podemos hacer desde el corazón. No todo se acaba en la vulnerabilidad, en la limitación, en la levedad del ser. No todo finaliza con la muerte. Cada encuentro con Jesús es una resurrección.

Los cristianos somos cristianos pascuales, pues tenemos la experiencia de Dios en Cristo. Esta experiencia transforma el rostro, la mirada, el cuerpo… Toda la vida queda transformada por los destellos pascuales que inundan el corazón humano. La piedad popular parece insistir mucho más en una devoción del Viernes Santo. Pero hoy, Domingo de Pascua, es el día más importante para el cristiano. Hoy las iglesias deberían rebosar. ¡No es un domingo cualquiera! Es el día de todos los días. En este domingo, hoy, todos somos testigos de esa experiencia sublime de la resurrección.

No lo hemos visto, pero tenemos la certeza. Esta experiencia pasa por el corazón, no se puede medir ni evaluar científicamente. Pero fue esto lo que cambió el corazón de los discípulos. Más tarde, la experiencia de Pentecostés los convirtió en apóstoles. De ser gente sencilla, hombres atemorizados y dubitativos, pasaron a ser líderes entusiastas, que difundirían una nueva religión de alcance mundial. Esta es la grandeza de la Iglesia. Los primeros apóstoles eran hombres y mujeres como nosotros, gente corriente y limitada como los demás, pero que se abrieron al don de Dios.

El impacto de Pentecostés sería como una bomba espiritual que alcanzaría a todos los pueblos, durante siglos. Esta noticia no puede dejarnos indiferentes. También puede cambiar nuestra vida. Hemos de salir de esta celebración radiantes, como el sol que inunda la oscuridad del ser humano para transformar su vida.

2007-04-01

Domingo de Ramos

Jesús muere hoy

En el comienzo de la Semana Santa, la lectura de la pasión nos sitúa ante la muerte de Jesucristo. Su meditación nos recuerda que Jesús sigue muriendo, hoy. Hoy sigue habiendo pasión en el mundo, especialmente en la vida de todos aquellos que sufren. Jesús muere en los niños abandonados, maltratados, hambrientos de amor. Muere en los adolescentes sin norte, en los jóvenes sin futuro. Muere en los adultos que deben recomenzar de nuevo, porque han perdido el trabajo, o han sufrido un contratiempo en sus vidas. Muere en los ancianos solos y abandonados...

¿Quién no se apiada ante la imagen de Cristo en la cruz? ¿Quién es capaz de no compadecerse ante una persona que sufre? No conmoverse ante el rostro del dolor es vivir de lado de los que padecen, indiferentes a su dolor. No conmoverse ante la pasión es cerrar el corazón y hundirse en la vaciedad.

En este mundo que rinde culto a la ciencia y a la tecnología, donde parece que lo tenemos todo, nos falta, sin embargo, algo muy profundo. El mundo está vacío. Sufre de una enorme falta de esperanza. El dinero, el bienestar y la ciencia no acaban de llenar el anhelo humano. Necesita mirar las cosas desde arriba para poder dar sentido a su existir.

Aceptar el dolor con paz

Jesús en la cruz es la máxima expresión del amor de Dios y de su entrega. Por amor, libremente, Jesús asume su muerte tan injusta. Esa libertad conlleva una aceptación serena y pacífica del dolor. La pasión de Jesús contiene una enseñanza pedagógica: la aceptación del sufrimiento. Jesús no muere en medio de la desesperación, su agonía no es rebelde ni agresiva. Se deja llevar, abraza su muerte y abraza el dolor. Se abandona en manos del Padre.

Cuando miramos al Crucificado, su rostro sangrante nos está enseñando cómo asumir el dolor cuando éste nos sobreviene.

La cruz, señal de un nuevo comienzo

La cruz es la sombra de un amanecer. La muerte de Jesús presagia la vida nueva de Cristo. En la muerte hay latente la semilla de la resurrección. En la Semana Santa, los cristianos no hemos retener solamente la imagen plástica del dolor, sino el contenido teológico de la muerte de Jesús. No podemos permanecer en la tragedia del viernes santo. Este día ha de servir para reflexionar sobre el misterio del dolor en el mundo y sobre el sentido último de la muerte. ¡Hay tantas personas que sufren injustamente en el mundo! Los cristianos no podemos recrearnos en la muerte, en una espiritualidad triste y desesperada. La muerte de Jesús no es un final trágico.

El Calvario marca el inicio de una nueva experiencia. Cristo, trascendiendo el dolor y la muerte, comienza una nueva singladura. El cristiano también ha de recorrer un catecumenado largo e intenso durante su vida hasta alcanzar la madurez en la fe, en la esperanza y en la caridad. Ha de morir al hombre viejo para renacer al hombre nuevo. Esta es la auténtica muerte. Expiramos con Cristo en la cruz para poder renacer a una nueva vida de Dios.

Acompañar a Jesús

En la fiesta de Ramos, los cristianos acompañamos a Jesús en procesión. Así como los suyos lo seguían en su entrada triunfante en Jerusalén, hoy también nosotros lo seguimos agitando ramos y palmones.

Jesús entra en Jerusalén como rey sencillo y pobre. No lo hace a lomos de un caballo, como un conquistador, sino a lomos de un borrico, humilde y pacífico. Y la multitud canta de alegría cuando lo ve.

En esta Semana Santa, a través de las procesiones y celebraciones, los cristianos acompañaremos a Jesús. Estas fiestas no deben reducirse a rituales repetitivos, abstractos, meramente estéticos, pero vacíos. Tenemos que interioriar su contenido.

La procesión simboliza el seguimiento a Jesús. En los apóstoles se da un doble seguimiento. Está el seguimiento físico, es decir, caminar con él, por toda Palestina, viviendo con él, compartiendo con él las experiencias de cada día. Y hay otro seguimiento interior, el proceso personal que va desde la llamada hasta la adhesión, a medida que los discípulos descubren el misterio de Dios en la persona de Jesús.

Los cristianos también estamos llamados a vivir este seguimiento interior. Vivamos la Semana Santa como una gran interpelación. En ella seguiremos los momentos cumbre de la vida de Jesús. Que cada cuadro plástico, cada paso procesional, cada lectura, nos lleve a revivir los acontecimientos de la Pasión con hondura.