2022-04-29

3r Domingo de Pascua - C

«Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado.»

Juan 20, 1-19

En el evangelio de hoy se relata una aparición hermosa de Jesús a sus amigos. Aparece en su escenario cotidiano, en Galilea, junto al mar. Pedro y sus compañeros salen a pescar, como si quisieran reanudar su vida anterior. Y es en medio del faenar cuando Jesús les sale al encuentro y les pregunta si han pescado algo.

Los encuentros con Jesús resucitado son sorprendentes. Al principio no lo reconocen. Él, oyendo que no han pescado nada, repite una frase que Pedro ya había escuchado, tiempo atrás: Echad las redes al otro lado. La pesca milagrosa les abre los ojos y es Juan, el discípulo amado, quien lo reconoce. Jesús los espera en la orilla y les prepara un ágape.

Dios nos sale al encuentro. Siempre es él quien tiene la iniciativa, y se presenta en nuestro entorno, en nuestro trabajo, de manera sencilla y amistosa. Y ¿qué nos sucede? Como a Pedro, a menudo pasa que bregamos mucho y obtenemos poco fruto de nuestros esfuerzos. Nuestros afanes por evangelizar quizás son estériles, fracasan o dan poco resultado. ¿Qué hacer? Jesús nos sugiere un cambio. Echar las redes al otro lado es cambiar de forma de pensar, hacer e incluso de creer. ¿Creemos en nosotros mismos? ¿Confiamos solo en nuestras fuerzas? ¿O nos abrimos y nos fiamos de Dios? ¿Sabemos escuchar su voz, que nos habla, a menudo a través de otras personas? ¿Sabemos hacer silencio para discernir su consejo en la soledad de la oración? Si le escuchamos, seguramente nuestra acción será más humilde y la pesca más abundante. Y no solo eso: Dios nos hace descansar y nos ofrece un banquete. La eucaristía semanal es una invitación a unirnos con él para reponer fuerzas y celebrar, ¿responderemos a su llamada?

En la segunda parte del evangelio oímos el triple examen de Pedro. Jesús lo prepara para que sea el cabeza de grupo, líder de esa pequeña y naciente Iglesia. ¡Pedro será el primer Papa! Y ¿qué le pregunta Jesús? No le hace un examen de sagradas escrituras, ni de leyes. Hoy diríamos que Pedro no se doctoró en teología ni fue un gran intelectual. A Jesús no le preocupa su formación, ni siquiera que sea perfecto en su carácter, ¡ya conoce bien sus defectos y debilidades! Jesús sabe que los pastores de su Iglesia son humanos y fallan, pero hay algo indispensable, lo único que importa. Pedro, ¿me amas? Tres veces lo pregunta, tres veces que piden una respuesta total, incondicional, irreversible y para siempre.

¿Me amas? Pedro es muy consciente de que su amor es frágil, por eso responde con tristeza: Sí, señor, tú sabes que te quiero. La última vez que le pregunta, Jesús ya no usa el verbo amar, sino “querer”. Se adapta a Pedro, acepta su amor falible, y aún y así le pide que cuide lo más sagrado: su rebaño, que es su Iglesia, que es la humanidad, que somos todos. Señor, tú sabes que te quiero. Es lo único que nos pide Dios. Amor. Y de ese amor surgirá la misión. Este es también el examen que afrontamos todos nosotros. Cuando Dios llama no valen excusas, no importa que nos sintamos poco aptos o poco preparados, que tengamos pocos recursos, poca salud, poca formación… Lo que importa es lo que amamos. ¿Amamos lo suficiente para decirle sí?  

2022-04-22

2º Domingo de Pascua - C - Domingo de la Misericordia

«¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que creerán sin haber visto.»

Juan 20, 19-31


Jesús se aparece a los suyos. Entra en la casa cerrada sin abrir puertas ni ventanas, pero no es un fantasma. Tampoco es una visión ni una experiencia íntima, fruto del deseo, la añoranza o la imaginación. Su presencia es real, física, palpable. Tanto que los discípulos no salen de su asombro y explican con torpeza la experiencia del encuentro. ¡No es de extrañar que Tomás desconfíe! ¿Quién de nosotros creería en un muerto que vuelve a la vida?

Hoy, dos mil años después, los cristianos estamos como Tomás. Tenemos el testimonio de los apóstoles y toda la tradición de la Iglesia que nos ha transmitido los encuentros con el Resucitado, la alegría de un evento único en la historia, que todo lo cambia. Si en la antigüedad la resurrección era un deseo, una esperanza o un mito consolador, después de Cristo la resurrección es una promesa con una prueba cierta. Como escribe san Juan: «Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo». Esa vida eterna que inaugura Jesús es para todos, ¡de esta noticia nace la Iglesia! El mensaje de la Iglesia es que estamos llamados a una vida plena, querida por Dios. Si esto no fuera cierto, ¿tendría sentido todo lo que hacemos como creyentes? 

Pero los cristianos de hoy, como Tomás al principio, tampoco lo hemos visto físicamente. A veces nos cuesta creer en la resurrección y nos dejamos seducir por teorías que casan mejor con nuestra mente racional. No son pocos los que creen que la resurrección es un simbolismo, una experiencia mística o una alucinación colectiva. Y si nos esforzamos por creer, aún nos queda un paso. ¿Vivimos de verdad con la alegría enorme de saber, de cierto, que estamos llamados a una vida resucitada, eterna, gloriosa, junto al Amor de los Amores que nos crea y recrea cada día?

Jesús repite una palabra a los suyos, y a nosotros: Paz. Paz a vosotros. Paz, que en hebreo es mucho más que calma y sosiego. Paz que es plenitud, gozo, riqueza de espíritu y vida abundante. Paz, porque con él lo tenemos todo. Y, arraigados en esta paz, ¡coraje! Jesús nos manda en misión, acompañados de su Espíritu. La alegría de la buena noticia no es un tesoro para guardar en una caja fuerte. ¡El mundo espera! Quienes crean, desde la fe, aún sin ver vivirán ya esta vida resucitada. Porque creer es propio de la noche, cuando aún no se ve. La fe es una virtud que ilumina las tinieblas. Cuando veamos cara a cara, como Tomás, ya no será necesario creer, sino simplemente rendirnos a la evidencia y dejarnos amar.

¿Cuándo veremos? En cierto modo ¡ya estamos viendo! Cada vez que acudimos a misa y tomamos el cuerpo de Cristo lo estamos, no viendo, sino comiendo, haciéndolo parte de nosotros. ¿Somos conscientes de ello? Si lo fuéramos, como Tomás, caeríamos de rodillas y de nuestro corazón brotaría un grito de adoración y gratitud: ¡Señor mío y Dios mío!

2022-04-16

Domingo de Pascua - ciclo C

 «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado.»

Lucas 24, 1-12


Las mujeres, anunciadoras

La muerte de Jesús ha sumido a sus discípulos y seguidores en el desconcierto. Abatidos y temerosos, se encuentran en un momento de desolación y duda. Pero, en la madrugada del primer día de la semana, las mujeres que lo seguían intuyen algo. Y corren al sepulcro. Allí encuentran la tumba abierta y al ángel que les anuncia que su Maestro no está allí. Ha resucitado.

María Magdalena, la que fue rescatada por Cristo, es la primera a quien se aparece Jesús. Es significativo que el autor sagrado reseñe esta primera aparición a una mujer que, además, había tenido mala reputación. En aquella época, el testimonio de las mujeres apenas tenía crédito y no se consideraba digno de mención. Y, sin embargo, toda la fe cristiana descansa en aquel primer testimonio de unas mujeres valientes.

María Magdalena mantenía una pequeña luz en su interior, pese a que aún había oscuridad en su existencia. Y esa llamita creció hasta convertirse en el sol, cuando Jesús le salió al camino.

Después de ese encuentro, María echa a correr para ir a buscar a los discípulos. Es así como se convierte en apóstola de los apóstoles. Es portavoz de la noticia más importante del Nuevo Testamento; una mujer es la que comunica a los varones la nueva de la resurrección.

La resurrección, pilar del Cristianismo

María asume la autoridad de Pedro en el grupo. Va a encontrar a Pedro y a Juan, sabiendo que son los que gozan de mayor confianza con Jesús. Pedro y Juan corren al sepulcro, se asoman y ven la tumba vacía. Como nos relata el evangelista, el discípulo “vio y creyó”. Desde ese momento, sus vidas darán un vuelco.

El acontecimiento pascual marca el origen genuino del Cristianismo. La fe cristiana se asienta en la resurrección de Jesús. “Vana sería nuestra fe, si Cristo no hubiera resucitado”, recuerda San Pablo. La resurrección es el fundamento, la piedra angular, la roca granítica que soporta nuestra fe.

Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. En la liturgia pascual celebramos la Vida con mayúsculas, que ya empezamos a vivir con la eucaristía. El encuentro con Cristo vivo en la celebración eucarística nos introduce en la vida de Dios. Ya somos partícipes de esa gran experiencia. La Pascua nos prepara para el definitivo encuentro con Jesús en el Paraíso.

La resurrección fue, sin duda, una experiencia sublime. Gracias a Jesucristo, hoy podemos experimentar, ya aquí, en la tierra, una primera vivencia de resurrección. Podemos saborear el más allá, la vida de Dios. Podemos paladear la eternidad.

Una experiencia que transforma

Este es el gran regalo que nos brinda Dios: una vida nueva, regenerada y lavada del pecado. Con Cristo, a través del bautismo, todos morimos y resucitamos. Con Cristo volvemos a vivir la vida de Dios.

La muerte da paso a la vida, la oscuridad se convierte en la luz; el odio se transforma en amor; de la noche pasamos a un cielo iluminado por el Sol de Cristo.

Está vivo. Es una afirmación rotunda que sale del corazón. No todo se acaba en la vulnerabilidad, en la limitación, en la levedad del ser. No todo finaliza con la muerte. Cada encuentro con Jesús es una resurrección.

Los cristianos somos cristianos pascuales, pues tenemos la experiencia de Dios en Cristo. Esta experiencia transforma el rostro, la mirada, el cuerpo… Toda la vida queda traspasada por los destellos pascuales que inundan el corazón humano. La piedad popular parece insistir mucho más en una devoción del Viernes Santo. Pero hoy, Domingo de Pascua, es el día más importante para el cristiano. Hoy las iglesias deberían rebosar. ¡No es un domingo cualquiera! Es el día de todos los días. En este domingo, hoy, todos somos testigos de esa experiencia sublime de la resurrección.

No lo hemos visto, pero tenemos la certeza. Esta experiencia pasa por el corazón, no se puede medir ni evaluar científicamente. Pero fue esto lo que cambió el corazón de los discípulos. Más tarde, la experiencia de Pentecostés los convirtió en apóstoles. De ser gente sencilla, hombres atemorizados y dubitativos, pasaron a ser líderes entusiastas, que difundirían una nueva religión de alcance mundial. Esta es la grandeza de la Iglesia. Los primeros apóstoles eran hombres y mujeres como nosotros, gente corriente y limitada como los demás, pero que se abrieron al don de Dios.

El impacto de Pentecostés generaría en ellos un estallido espiritual que alcanzaría a todos los pueblos. Esta noticia no puede dejarnos indiferentes. También puede cambiar nuestra vida. Hemos de salir de esta celebración radiantes, como el sol que inunda la oscuridad del ser humano para transformar su vida.

2022-04-08

Domingo de Ramos - ciclo C

En la Pasión de Jesús los evangelistas se detienen: abandonan su parquedad para ahondar con detalles en las últimas horas de la vida de Jesús antes de su muerte. ¡Podemos extraer tanta riqueza meditando estas lecturas! En la Pasión según san Lucas, que leemos hoy, vemos a muchos personajes alrededor de Jesús. Los que le condenan, los que se compadecen, el gentío del pueblo que le rodea, sin comprender nada, las mujeres que lo siguen de lejos. También notamos una ausencia hiriente: la de sus amigos, sus discípulos, que tan fieles parecían y ahora le han abandonado.

¿Es posible condenar a Dios? ¿Se puede enviar a la muerte al que es autor de la vida? Los gobernantes del pueblo no saben cómo quitarse de en medio a Jesús. Se lo pasan de unos a otros, como un objeto molesto del que hay que librarse: del Sanedrín a Herodes, de Herodes a Pilato, de Pilato, otra vez, a los sacerdotes… Sacan toda clase de acusaciones para justificar su muerte. Es un peligro para el pueblo, dicen. Es una amenaza para su poder. Y saben, por sus milagros y por la autoridad con que predica, que Jesús es un profeta… o quizás más que un profeta. Le tienen miedo. En el fondo, ¡Dios les molesta! Tan endurecido tienen el corazón, que aún clavado en la cruz son capaces de retarle citando las sagradas escrituras. ¿Dónde está tu Dios, que te ha abandonado?

¿Quiénes acompañan a Jesús en esas horas de terrible soledad, mientras es sometido a la burla, a la tortura y a la humillación del reo condenado a muerte? Las buenas mujeres, que lo siguen con discreción. No pueden hacer nada… ¡pero están ahí! El Cireneo, que le ayuda de mala gana. Las hijas de Jerusalén, que lloran de lástima ante su dolor. Un ladrón, ¡el único que, en medio de las mofas, sabe ver en él al Hijo de Dios! Y el centurión romano, que se aparta de la indiferencia de sus legionarios y queda conmovido por la manera en que muere aquel inocente. Las marginadas, un labrador, un delincuente, un odiado militar extranjero: estos son los que, más allá de su condición, tienen el corazón limpio y abierto. Son los primeros que reciben, sin saberlo, la buena noticia de un Dios sorprendente. Un Dios tan humano, tan apasionado por sus criaturas, que es capaz de morir a sus manos. Solo un Dios que es amor puede dejarse matar por sus propios hijos. Por eso la cruz es mucho más que un instrumento de muerte: es la puerta de otra Vida, una vida inmensa y bella como no acertamos a imaginar. En la cruz muere más que un hombre justo. En la cruz empieza a brotar el hombre nuevo que es Cristo y que todos estamos llamados a ser.

2022-04-01

5º Domingo de Cuaresma - C

El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra.

Juan 8, 1-11


Las tres lecturas de hoy nos invitan a dejar atrás todo lo que nos ata, nos esclaviza o nos hunde en el abismo para dejar nacer algo nuevo.

El profeta Isaías habla al pueblo de Israel exiliado con palabras llenas de esperanza. Lo invita a dejar atrás la nostalgia por lo que ha perdido. Dios puede hacer que el desierto florezca, sacando frutos del yermo. Así, de las cenizas de nuestro dolor y fracaso, siempre puede surgir vida, porque el Señor de la vida nunca nos abandona. ¿Confiamos en Dios? No nos desesperemos nunca, porque él puede regenerarnos: «Mirad que hago algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis?» Dios no desea nuestra ruina, su gloria es que vivamos en plenitud y podamos cantarle agradecidos.

Pablo, el hombre renovado tras su encuentro con Jesús, también se ha desprendido de un gran lastre del pasado. La esclavitud de la ley, la tiranía del afán perfeccionista y la fuerza de voluntad han dado paso al amor gratuito de Dios, vertido en Cristo. De ahí nace la confianza y la fe. Sus méritos propios y su esfuerzo nada valen al lado de la amistad con Cristo. Él es su amor, su tesoro, su triunfo. Lo demás es nada, «basura». Pablo ha aprendido a pasar del merecimiento al amor; de la lucha por ganar a la gratuidad del recibir.  

¿Cómo mejor se puede ilustrar la bondad de Dios que con el episodio del evangelio? Una mujer adúltera, acusada ante Jesús, es utilizada como una trampa. Si él acepta que la condenen, cumple la ley pero falla a su bondad; si la perdona, está rompiendo con la ley de Moisés. ¿Qué hará? Jesús es más inteligente que los acusadores. No romperá con la ley, la llevará hasta su extremo. ¿Queréis lapidarla? El que esté libre de pecado, el que sea justo y puro, que lance la primera piedra. Con esto, Jesús les recuerda que solo Dios tiene la potestad de juzgar y condenar… Los fariseos y letrados se retiran, confusos y abrumados. Jesús los ha dejado en evidencia. ¿Quién es perfecto para juzgar sino Dios? Pero Dios, por encima de todo, es misericordioso y clemente. No desea la muerte de sus criaturas, ni su castigo, sino su redención. No quiere destruirnos, sino recuperarnos. No se ensaña con los enfermos y los cautivos del mal, sino que los rescata. Así lo hace Jesús. Ante la mujer que se ha quedado sola, no la condena. Tampoco niega su pecado. Pero le abre una puerta hacia la sanación de su alma y la rehabilitación de su vida: «Vete y no peques más». Con estas palabras de paz y liberación Jesús está abriendo un sendero de luz en el corazón herido de aquella mujer, utilizada por los hombres. Está haciendo que en su desierto interior, tal vez lleno de zarzas, brote algo nuevo. Así es Dios: antes que juez, es padre cariñoso y salvador.