2017-01-27

Felices... ¿el mundo al revés?

4º Domingo Ordinario - A

Sofonías 2, 3, 3, 12-13
Salmo 
1 Corintios 1, 26-31
Mateo 5, 1-12a


Quien quiera ganar su vida, la perderá, y quien la pierda por mí y el evangelio, la ganará, dijo Jesús en una ocasión. Hoy podríamos decir: quien sólo se busca a sí mismo, se perderá; quien busque a Jesús lo encontrará, y también se encontrará a sí mismo, y su vida renacerá.

Jesús enseña a sus discípulos. Su pedagogía es muy clara: Jesús no engaña, no hace literatura ni publicidad para convencer a nadie. Explica muy claramente los riesgos y dificultades de seguirle, pero tampoco calla el resultado. Quien se arriesgue, ganará una felicidad y una plenitud que nada ni nadie en la tierra puede otorgar. Alguien dijo que las bienaventuranzas son «el mundo al revés». En realidad, son sabiduría de Dios que a menudo choca con las tendencias de nuestro mundo.

El mundo es experto en vender, por eso los eslóganes de los gurús del bienestar nos atraen y nos seducen más que la crudeza del evangelio. Dios, en cambio, es experto en dar. No quiere vendernos nada ni encandilarnos, por eso a veces rechazamos su camino. Sabemos que al final hay una hermosa cumbre, ¡pero nos cuesta subir la pendiente!

Si tuviéramos que trasladar a lenguaje de hoy las bienaventuranzas del evangelio quizás podríamos oír algo así como…

El mundo dice: cree en ti mismo y sé autosuficiente, y no necesitarás a nadie para ser feliz. Jesús dice: feliz tú que reconoces con humildad quién eres y quién es Dios. Le llamarás en tu necesidad, y él estará a tu lado.

El mundo dice: esfuérzate, lucha por ser el mejor, compite por ser el primero, y tendrás éxito. Jesús dice: no quieras competir ni pisar a nadie, sé dócil y coopera, y todo el mundo será tu hogar.

El mundo dice: sé optimista. Piensa en positivo, rechaza el dolor. Jesús dice: quien ama no se librará de sufrir, pero no hay una sola lágrima derramada por amor que no sea recogida por Dios.

El mundo dice: ámate a ti mismo por encima de todo y no te pongas límites; tu deseo es la ley, toma lo que deseas. Jesús dice: felices cuando ansiéis la justicia y os preocupéis por los pobres y los desvalidos. Dios está con vosotros.

El mundo dice: que cada uno cargue con lo suyo; tú defiende tus intereses y persigue tus metas. Jesús te dice: sé solidario y ten compasión, y cuando necesites ayuda, otros te apoyarán.

El mundo dice: Dios no existe. Mira a tu alrededor, ¿dónde lo ves? Jesús te dice: aprende a escuchar en el silencio y descubrirás a Dios en medio del mundo.

El mundo dice: protégete del extranjero, marca territorio, pon barreras. Jesús dice: no construyas muros, sino puentes; no busques las diferencias, sino la unidad. 

¿Es el mundo al revés? No. Lo que Jesús propone no es locura ni imposible: es el mundo donde se gesta el reino de Dios. El mundo que todos, en el fondo del corazón, anhelamos y necesitamos tanto como el aire para respirar. Es el mundo «a modo de vida»: rescatado del mal y renacido. Un mundo que no se alcanza sin dolor, pero que trae en sí la semilla de una perenne y profunda alegría.

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2017-01-20

Pescadores de hombres

3r Domingo Ordinario - A

Isaías 9, 1-4
Salmo 26
1 Corintios 1, 10-17
Mateo 4, 12-23


Convertíos porque se acerca el reino de Dios, predicaba Juan Bautista. Jesús retomó su predicación diciendo casi lo mismo: Convertíos, porque el reino de Dios está cerca. Pero Jesús ya no habla de un futuro. Esa cercanía es presencia inmediata, es proximidad, es vida entre los hombres. Podríamos decirlo, en palabras actuales: Cambiad de vida porque… ¡Dios está aquí! Dios está entre nosotros. Sabiéndolo, ¡nuestra vida no puede seguir siendo igual!

Isaías habla de una tierra en tinieblas, olvidada y castigada por los conquistadores de la historia. También nosotros a veces somos tierra devastada: nos sentimos herederos de un pasado penoso, golpeados por las circunstancias y a veces desamparados y muy solos. Pero Dios no se olvida de esa tierra marginada; tampoco se olvida de nosotros. La gran luz que surge para iluminarla es Jesús: él mismo, que viene a cambiarlo todo. Y viene justamente a quienes más abandonados se sienten. Solo basta con que nos abramos a recibir esa luz.

¿Querremos abrir las puertas del alma y recibir a este invitado que viene, con su fuego, a dar calor a nuestra existencia? ¿Nos atreveremos a dejarnos amar por Dios? Todos queremos luz, pero a veces nos da vértigo aceptar tanto amor. ¿Por qué? Por orgullo, por miedo, porque no queremos comprometernos a responder... Dios nos rescata. Está siempre ahí tendiéndonos la mano. El mundo es una riada desbordada, que nos arrastra y amenaza con ahogarnos. Él es el primer pescador de hombres que, en su barca, navega por las aguas turbulentas para salvarnos. ¿Nos dejaremos rescatar? Quizás este sea el primer gran cambio al que nos invita a Jesús. No tengamos miedo, abrámonos a su palabra. Porque, una vez Dios entra en nuestra vida, ¡todo lo renueva!

Y ¿qué ocurre con las personas que hemos sido rescatadas? Jesús dirá nuestro nombre y nos invitará: Venid conmigo y os haré rescatadores. Venid los que ya habéis sido salvados, y me ayudaréis a salvar a otros. Si fuéramos náufragos rescatados del mar embravecido, una vez repuestos y fortalecidos, ¿no sería una respuesta natural y generosa ayudar a salvar a otros? Los discípulos responden de inmediato. Dejan las redes —su trabajo, su ambiente, su lugar familiar, todo—y lo siguen. Sin dudas, sin demora, sin vacilar. Ante una llamada de Jesús, no cabe otra respuesta. A partir de entonces, la vida se convierte en una aventura llena de sorpresas, con ninguna certeza humana, pero con toda la seguridad divina. Estamos cooperando con Dios, él lleva las riendas, y con él no hay tinieblas ni derrota. 

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2017-01-13

Este es el cordero de Dios

2º domingo ordinario - A

Isaías 49, 3-6
Salmo 39
1 Corintios 1, 1-3
Juan 1, 29-34


Las tres lecturas de hoy nos hablan del profeta y el apóstol. ¿Quién es? Un enviado de Dios. Alguien que se ha sentido amado y llamado, alguien que ha experimentado su amor y es impulsado a comunicarlo. Alguien cuya vida ha sido transformada y quiere transmitir esa luz a los demás. El profeta y el apóstol no son gurús de una secta ni maestros para un grupo selecto de iniciados: su misión es llevar una buena noticia a todo el mundo, sin discriminar a nadie. Por eso Isaías habla de ser luz de las naciones y san Pablo dice que el pueblo santo de Dios es todo aquel que invoque el nombre de Jesucristo, allá donde sea. El pueblo de Dios no tiene fronteras ni está limitado por una cultura, una lengua o una nacionalidad.

El evangelio de hoy nos habla de un profeta, el último y el más grande, Juan Bautista. Juan pudo ver algo que sus predecesores no vieron: el mismo Hijo de Dios que otros anunciaban, él lo tuvo ante sus ojos. Lo que para Isaías y los profetas era una promesa del futuro para Juan se convierte en realidad presente. Dios ya no se hace esperar más y viene, en persona, a la tierra. Viene para estar con nosotros y, viviendo y muriendo con nosotros, enseñarnos a vivir de una manera nueva, resucitada, plena. Con él las puertas del cielo se abren y lo divino y lo humano, lo natural y lo sobrenatural, queda totalmente comunicado.

Pero ¿cómo viene este Hijo de Dios? Quizás el mundo esperaba un Salvador triunfante que llegara con majestad, con poder, con signos milagrosos indiscutibles. Un rey, un guerrero, un sacerdote, un hacedor de milagros. Y sí, Jesús es rey, es sacerdote, obra milagros y lucha sin descanso contra el mal. Pero no de la manera que podríamos imaginar. No a la manera tan típicamente humana, pomposa, tendiendo al espectáculo y a la vanidad. Jesús viene con la multitud de galileos y se pone a la cola para hacerse bautizar. Aparece como un hombre más, humilde, dispuesto a servir y no a ser servido; obediente al Padre y no conquistador; pacífico y no destructor. ¿Cómo definirlo? Juan exclama: ¡Es el Cordero de Dios! Cordero: manso, víctima para poder alimentar a otros. Así se define Jesús. Él no viene a avasallar ni a impresionar a nadie. No viene a derrumbar imperios sino a conquistar almas, salvándolas con sus dos únicas armas: su amor y su palabra viva, liberadora y sanadora. 

Este es el estilo de Jesús, y este es el estilo que nos propone. Ser valientes como Isaías, Juan, Pablo y los profetas, y al mismo tiempo mansos y sencillos, con una actitud de servicio y humildad. 

2017-01-06

Tú eres mi hijo amado

Bautismo del Señor

Isaías 42, 1-7
Salmo 28
Hechos 10, 34-38
Mateo 3, 13-17


En esta fiesta del bautismo del Señor vemos a un Juan Bautista en plena misión, junto al Jordán. En esto ve llegar a Jesús, que también quiere bautizarse. Con intuición profética, Juan ve quién es Jesús. ¿Cómo puede necesitar el bautismo, él que es Hijo de Dios y ya está purificado de todo mal? Pero Jesús, ante el mundo, todavía es un hombre más, el hijo de José y de Maria, el carpintero de Nazaret. Por eso dice que hay que cumplir con toda justicia. Se deja bautizar en las aguas y Juan así lo acepta.

Pero ¿qué sucede? Su bautizo no es como los demás. Aparentemente nada ha cambiado. Pero en ese momento el cielo se abre, como se abrió el día de su nacimiento. No cantan los ángeles, es la voz del mismo Padre quien exclama, con todo su amor, ¡Tú eres mi hijo amado! Mi gozo, mi alegría, mi complacencia. Es como el grito de ánimo del padre que da coraje a su hijo antes de una competición, una prueba o un partido deportivo. ¡Ánimo, hijo! Te quiero y estoy contigo. Jesús va a empezar su ministerio, su vida pública, y recibe ese empuje cariñoso de Dios, que lo reafirma. Fijaos con qué palabras tan sencillas y hermosas: Tú eres mi hijo amado… Nada más. El amor basta. ¡Y qué amor!

Todos nosotros hemos recibido el bautismo. En ese día, aunque nadie lo viera, también el cielo se abrió y el Espíritu Santo descendió sobre nosotros. Con el agua bautismal también Dios derramó su amor. También nos miró, con enorme ternura, y nos dijo: ¡Tú eres mi hijo amado! Tú eres mi alegría. ¡Siempre estaré contigo!

La mayoría de nosotros no podemos recordar nuestro bautizo pues éramos muy pequeños. Pero sí podemos revivir ese momento en nuestra oración. Hagamos silencio. Meditemos qué significa ser cristianos: ungidos, acariciados, mimados y elegidos por Dios. Dejémonos mirar y amar por Él. Sintámonos profundamente amados. Abrámonos a su don: él nos dará tanto como nos atrevamos a aceptar. ¿Tendremos el coraje de recibirlo? A veces pensamos que ser cristiano es cuestión de sacrificarse y dar mucho. Y sí, a menudo hay que olvidarse de sí y ponerse a trabajar por los demás y por uno mismo… pero ser cristiano, por encima de todo, es dejarse amar por Dios. Sólo su amor nos salva. Sólo su amor nos limpia. Sólo su amor hace que nuestra vida sea algo más que lucha, aguante o mera supervivencia. Sólo su amor nos transforma y puede vencer nuestros miedos y mediocridades… ¿Quieres florecer? ¡Déjate bañar por el agua viva de Dios!

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2017-01-05

¿Dónde está el rey que ha nacido?

Epifanía del Señor

Isaías 60, 1-6
Salmo 71
Efesios 3, 2-6
Mateo 2, 1-12

En esta fiesta leemos el evangelio de san Mateo donde se narra la adoración de los magos de Oriente. ¡Cuántas cosas se pueden extraer de esta lectura! Si leyéramos por primera vez el evangelio, con mucha atención, nos chocarían varios detalles. En primer lugar, el contraste entre el mundo de los sabios, los sacerdotes y los salones del rey y la modestia de una casita de pueblo donde viven María, José y el Niño. En segundo lugar, el contraste de expectativas: tanto los magos como Herodes buscan un “rey”. Pero ¿qué clase de rey? Herodes teme a un rival que lo desbanque de su trono. ¿Qué esperan encontrar los magos? Seguramente no imaginaban encontrar a un niñito en brazos de una joven tan sencilla. En tercer lugar, el contraste de intenciones. ¿Por qué quieren saber dónde está ese rey de los judíos, anunciado por las estrellas? Herodes quiere matarlo para librarse de una amenaza. Los magos quieren adorarlo. Todos ellos, tanto Herodes como los magos, son informados de una noticia. Pero sus reacciones ¡son bien distintas!

También hoy la noticia de Dios perturba al mundo y sobresalta a muchos, como sucedió con Jerusalén. El evangelio no adormece a nadie: es un mensaje que todo lo revoluciona. Y también hoy las reacciones ante el anuncio de Jesús son muy diversas. Para quienes ostentan el poder –cualquier tipo de poder— Dios es un rival que molesta y hay que quitarlo de en medio. Para quienes se abren a la maravilla de la creación y sienten gratitud, Dios merece toda la adoración. Para quienes entienden que Dios es humilde, como un niño, y saben verlo en los demás, Dios es objeto de amor y generosidad.

¿Cómo adoramos nosotros a Dios? ¿Lo reverenciamos como a un rey, pero lo alejamos de nuestra vida cotidiana, con un falso respeto y pudor? ¿Lo tememos y queremos aplacarlo comprando su favor con devociones y penitencias? ¿Sabemos encontrarlo en los demás y amarlo con gestos reales de afecto y entrega? ¿Le damos nuestro tiempo y una parte de nuestros bienes, incluidos los económicos y materiales? Fijaos en los regalos de los magos. Se da un simbolismo a cada uno, pero son bien concretos, no son deseos ni palabras, sino objetos, fruto del esfuerzo y el trabajo. Dan lo mejor que tienen. En nuestra comunidad cristiana tenemos muchas ocasiones de adorar a Dios y ser obsequiosos con él, como los magos. Aprendamos de ellos: salieron de casa, destinaron un tiempo importante para ir al encuentro del Niño, llevaron regalos. ¿Tenemos tiempo para Dios? ¿Sabemos regalar afecto y compañía a nuestros prójimos? ¿Sabemos ver en ellos a Cristo? ¿Somos generosos con la Iglesia? ¿Damos lo que podemos y un poquito más?

Esta es la verdadera adoración: hecha de entrega y de gestos reales. La que hará que, como los magos de oriente, regresemos a casa por otro camino: cambiados, transformados, renovados por dentro y con el alma llena de luz.