2013-07-27

Pedid y se os dará



17º Domingo del Tiempo Ordinario

Un día, estando Jesús orando en cierto lugar, acabada la oración, le dijo uno de sus discípulos: Señor, enséñanos a orar como enseñó también Juan a los suyos. Y Jesús le respondió: “Cuando os pongáis a orar, decid: Padre, sea santificado tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Danos hoy nuestro pan de cada día y perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación”.”
Lc 11, 1-13

Dios es Padre

En su intensa vida misionera, Jesús siempre sabía encontrar tiempo para nutrir su vida espiritual. No se podría explicar su energía incansable sin esos momentos de paz y de sosiego que dedicaba a la comunicación con Dios.

Además, su oración produce un efecto pedagógico en los discípulos. Al verlo, quieren aprender a rezar como él. Y les enseña.

Su primera palabra es ésta: “Padre”. No podemos confiar en Dios si no lo consideramos igual a un padre. “Padre” evoca confianza, ternura, cercanía. La plegaria de Jesús rezuma confianza en Dios. Sin sentirse hijo del Padre difícilmente podría darse esa sintonía y esa comunicación tan estrecha.

Llamar a Dios Padre es reconocer la centralidad de su presencia en su vida. Jesús nos presenta una imagen de Dios muy alejada del Dios implacable que fiscaliza al hombre. Dios es padre, respeta a sus hijos y su libertad. Un padre da la vida, nos mima, nos cuida, nos educa, nos lo da todo. Ese es el Dios de Jesús de Nazaret.

Dios, en el centro de la vida

Continúa Jesús: “santificado sea tu nombre”. Dios es el santo de todos los santos. A imitación suya, la Iglesia nos llama a vivir cada día la santidad. Nuestra vida entera ha de ser santificada. Jesús es modelo y reflejo para todos nosotros.

“Venga tu reino”: esta invocación expresa un deseo de paz, de justicia, de bienestar. Es el deseo de que el amor de Dios reine en nuestro corazón, que la vida de Dios invada nuestra vida; que su cielo venga aquí, ahora, entre nosotros.

El Padrenuestro es un compendio del Nuevo Testamento y la revelación de Jesús. Cada cristiano está invitado a trabajar por ese reino de Dios, donde la gente se ama, confía y construye espacios de cielo. Cuando las personas abren su corazón a Dios y viven la gran aventura de su amor, están comenzando a levantar ese reino en la tierra.

“Danos el pan de cada día”. El trigo es perecedero. Sacia hoy, pero no alimenta el alma. Más allá de la necesidad de pan físico y sustento, esta petición significa: danos la fuerza necesaria para alimentarnos de ti. Danos alegría para vivir, ternura, amistad, compañía, el pan existencial que necesitamos para crecer como personas y convertirnos en pan para los demás.

El valor del perdón

“Perdona nuestros pecados como también nosotros perdonamos”. Perdonar, ¡cuesta tanto! Pero el perdón es intrínseco de Dios. No podemos comprender su bondad sin su infinita capacidad de perdón. Siempre somos pecadores, siempre fallamos. Y él siempre nos está perdonando. A ejemplo suyo, si queremos seguir a Jesús, hemos de perdonar. Él nos enseña con su vida. El perdón ha de ser algo vital en nosotros, pues sin él no podemos crecer ni avanzar. Tampoco estaremos preparados para recibir los sacramentos.

Perdonar es vibrar al unísono con el corazón de Jesús, la expresión más nítida de la capacidad de misericordia de Dios.

A lo largo de toda nuestra vida necesitamos la mirada cálida y tierna de Dios, que nos levanta. Solemos ser ambiguos, egoístas, mentirosos; generamos conflictos a nuestro alrededor, no somos transparentes, nos ensimismamos, nos gusta ser el centro de todo, actuamos sin pensar en los demás… Pero, cada día, Dios nos restaura con su perdón. Nuestra vida espiritual sería imposible si él no nos perdonara.

Tan importante es dar como recibir perdón. Esta es, quizás, nuestra asignatura pendiente. Nuestro corazón está agrietado, hemos de resolver muchas cosas, ser más humildes, más sencillos. No podremos crecer como persona, como familia, como comunidad, como grupo de amigos, si no tenemos el corazón abierto al perdón y si no sabemos perdonar. ¿Cuántas veces? Jesús responde a Pedro, que le pregunta: hasta setenta veces siete. ¡Toda la vida hemos de perdonar!

Aprender a confiar

Continúa este evangelio: “Pedid y se os dará, llamad y se os abrirá”. No podemos iniciar ningún proyecto si antes no confiamos. Y es la confianza la que nos llevará a pedir, a llamar, a caminar para llegar a nuestra meta.

Muchos de los males existenciales que afectan a las personas tienen su raíz en la desconfianza. Los psicólogos y especialistas así lo ratifican. La desconfianza genera miedo, mentiras, distanciamiento de los demás, ambivalencia y una fisura profunda en la persona. Muchas dolencias psíquicas, que se somatizan y acaban degenerando en enfermedades físicas, podrían resolverse si confiáramos más en Dios. ¿Por qué nos suceden las cosas? Pensemos en ello. También se ha comprobado que muchas personas que padecen diversos trastornos psicológicos y mentales se recuperan antes o mejoran mucho si creen en Dios. La fe les da una fuerza interior enorme. ¿Cómo puede ser de otro modo? Dios es nuestra salud, nos quiere sanos y quiere que nos sintamos plenamente amados.

Sin embargo, nos cuesta confiar. El evangelio nos dice que, ante las ofensas, volvamos la otra mejilla. Nos dice que amemos al enemigo. Es difícil. Pero podemos hacerlo. Imitemos a Jesús. Abandonémonos, con total confianza, en manos de Dios, y él nos dará fuerza para vivir con plenitud nuestra existencia.

Jesús confió totalmente en Dios, aún en los momentos más críticos de su vida. Pero lo más extraordinario es que ¡Dios confía en nosotros! Si Adán, el primer hombre, falló a esta confianza, en Cristo ha quedado restaurada plenamente la confianza entre Dios y la humanidad. La desconfianza facilitó la caída del hombre en el abismo. La confianza de Jesús en el Padre hizo posible su redención.


Confiar en Dios ha de llevarnos a confiar en los demás: la familia, los buenos amigos, la Iglesia… También en las intuiciones de nuestro propio corazón. Creamos, de verdad, que Dios nos ama.

2013-07-19

Marta y María


16º Domingo Tiempo Ordinario - C

«Prosiguiendo su viaje, entró Jesús en cierta aldea, donde una mujer, de nombre Marta, le hospedó en su casa. Tenía esta una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, estaba escuchando su palabra. Mientras tanto, Marta andaba muy afanada en disponer todo lo que era menester, por lo cual se presentó y dijo: “Señor, ¿no reparas que mi hermana me ha dejado sola en las tareas de la casa? Dile que me ayude”. Pero el Señor le dio esta respuesta: “Marta, Marta, tú te afanas y acongojas por muchas cosas. Cuando con pocas, y hasta con una sola, basta. María ha escogido la mejor parte, y no le será arrebatada”». 

La hospitalidad ante Dios 

El evangelio de este domingo nos presenta a dos mujeres judías hospitalarias, que saben acoger al Señor. La hospitalidad es intrínseca de la cultura judía. Además, Marta y María tenían un vínculo de amistad con Jesús, formaban parte de la familia de amigos de Betania. ¡Qué importante es saber acoger y abrir las puertas a los demás! Y aún más, qué importante es abrir las puertas del corazón a Dios. 

El activismo de Marta

Las dos hermanas tienen reacciones diferentes ante la visita de Jesús. Marta se multiplica en el servicio para atender a su amigo. María se sienta a sus pies para escucharlo. Marta nos recuerda el hiperactivismo, ese afán por hacer, aplicado a muchos aspectos de nuestra vida. Aunque siempre es bueno trabajar por los demás, también conviene encontrar espacios para hacer silencio, rezar y acoger. Muy a menudo, en nuestro empeño por ser obsequiosos, nos perdemos en detalles y olvidamos lo más importante: la misma persona a la que recibimos. 

A veces, la mejor acogida es la escucha. Hoy la gente va deprisa, estresada y preocupada por mil cosas, como Marta. Y nunca llega a todo. Nos falta tiempo y calma. Nos ponemos nerviosos y de aquí pasamos a la angustia y, en muchos casos, a la depresión. Llega un momento en que tenemos que plantearnos, no tanto qué hemos de hacer, sino qué hemos de dejar de hacer para encontrar esos momentos necesarios de paz y sosiego. No podremos ser acogedores si en nuestro interior reinan el nerviosismo y la prisa. 

La acogida de María 

Jesús elogia a María y le dice que nadie le quitará su parte ―la mejor parte―. María ha centrado su acogida en el amigo que viene a visitarlas y es ella quien recibe el regalo que les trae Jesús: su presencia, sus palabras. Hoy, viniendo a la eucaristía, los cristianos hemos escogido la mejor parte del día: estar cerca de Jesús, escucharle y, además, tomarlo y llevarlo dentro. Ese elogio de Jesús a María puede hacerse extensivo a todos los cristianos. 

Hemos de aprender a encontrar espacios para acercarnos a Dios e intimar con Él. El núcleo de la revelación cristiana es la amistad de Dios con el ser humano. Dios no desea otra cosa que cultivar esa amistad, pero solo será posible si somos capaces de encontrar esos momentos de paz y de silencio. 

Dios busca nuestra amistad 

Jesús no quiere el servilismo de Marta, no desea que le sirva como una criada, sino que sea su amiga. Hacer muchas cosas puede convertirse, inconscientemente, en un afán por ganar méritos y buscar una recompensa. A Dios, en cambio, solo le basta que dejemos de hacer y nos pongamos ante Él. La fe cristiana no consiste tanto en lo que yo puedo hacer por Dios sino en lo que Él hace por mí. Hemos de lograr ser buenas Marías para ser buenas Martas. Con Dios en nuestro corazón, podremos servir mejor a los demás y nuestro trabajo será fructífero. Solo desde la escucha y la contemplación podremos ejercer la caridad.

2013-07-13

¿Cómo ganar el cielo?


15º Domingo Tiempo Ordinario C

«Se levantó un doctor de la Ley y le dijo, con el fin de tentarle: Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna? Jesús le dijo: ¿Qué es lo que se halla escrito en la Ley? Le respondió él: Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo. Le respondió Jesús: Bien has respondido: haz eso y vivirás. Mas él, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?...».

Lo que dice la ley

¿Qué hacer para ganar el cielo? Es una pregunta que nos concierne a todos. Nos inquieta el más allá. Venimos a misa, rezamos, practicamos la caridad… y, al igual que aquel judío, preguntamos a Jesús qué hemos de hacer para heredar la vida eterna.

Jesús responde al letrado: ¿Qué lees en la Ley? Amarás al Señor tu Dios con todas tus fuerzas, con toda tu mente, con todo tu corazón, con todo tu ser. Esto significa poner a Dios en el centro de nuestra vida, no como una realidad abstracta o esotérica, sino vivida en lo más hondo de nuestro ser. Amarlo con todas las fuerzas, con todo el corazón y toda la mente es amarlo con tenacidad, con pasión, con plenitud.

Pero, a continuación, la Ley también habla del prójimo. Amarás al prójimo como a ti mismo. Esa es la clave de esta lectura.

¿Quién es mi prójimo?, pregunta el judío. Y Jesús le explica la parábola del buen samaritano.

¿Quién es el prójimo?

Un hombre que viaja de Jerusalén a Jericó es asaltado por unos bandoleros, apaleado y dejado medio muerto en medio del camino. Lo ven un sacerdote y un levita, dan un rodeo y pasan de largo. En su actitud están desoyendo incluso las escrituras del Antiguo Testamento, que exhortan a practicar la misericordia. Los mismos representantes de esta ley pasan, ignorando el dolor de la persona.

En cambio, un samaritano que pasa por allí lo ve y se compadece del hombre apaleado. Es el forastero, el mal visto, hoy diríamos «el inmigrante», el «marginado». Y es él quien ejerce la caridad. Cuida al hombre herido y lo lleva a un lugar donde podrán atenderlo, pagando sus gastos por él.

Con esta parábola, Jesús está universalizando al prójimo. Ya no es el cercano, el pariente, el compatriota o el que practica la misma fe. El concepto de prójimo salta por encima de la Ley, del pueblo judío, de la cultura o las convicciones. Lo importante no es quién es, o de dónde procede. Es un ser humano que necesita ayuda.

El samaritano se convierte en un símbolo del mismo Jesús y de la Iglesia. Cura sus llagas ungiéndole con aceite y vino, signos que evocan los sacramentos de la unción y la eucaristía. Jesús vino a curar y a rescatar al hombre caído, y la Iglesia continúa su labor.

La caridad por encima del precepto

En nuestro mundo vive mucha gente apaleada por el sufrimiento, la soledad, la angustia, la falta de sentido en su vida… Como cristianos, no podemos quedarnos en el cumplimiento del precepto. La ley que quiere Dios, como leemos en el Deuteronomio, está en nuestra boca, pero también en el corazón. No queda fuera de nuestro alcance, no es nada que no podamos cumplir.

Hemos de responder al sufrimiento de quienes padecen, de quienes se encuentran llagados anímica y existencialmente. No podemos pasar de largo. En el corazón de la Iglesia están los pobres, los moribundos, los enfermos, los marginados. Hemos de cumplir los preceptos de la Iglesia, sí, pero por encima de todo, nuestra ley es el amor.

No basta con venir a misa y cumplir. La caridad es aún más importante. Después de explicarle la parábola, Jesús le dice al maestro de la Ley: «Anda, haz tú lo mismo».

Despertar la sensibilidad

Nuestra cultura del progreso tecnológico nos arrastra en una marea estresante. La velocidad nos impide ver lo que hay a nuestro alrededor. La prisa es tremenda, porque nos aleja de la realidad. En cambio, si uno camina despacio puede ver, contemplar, escuchar y saborear. Puede hacerse sensible a cuanto le rodea.

El progreso científico es estupendo. Pero el bienestar material y tecnológico no basta para hacer feliz a la persona. En medio de la prosperidad brota el malestar social, psíquico y existencial. Algunos sociólogos señalan que vivimos en un mundo hiper-tecnificado y narcisista, que nos aleja de lo pequeño, lo humano, lo cotidiano. Nos aleja, también, del que nos necesita.


Jesús revela el corazón compasivo y la bondad de Dios. Como hijos suyos, estamos llamados a alimentar un corazón misericordioso. No podemos permanecer impasibles ante el dolor. Hay que invertir en humanidad, en medios para acoger a los que sufren y viven abandonados, en el arcén. Los cristianos no podemos callar esto. Seamos el corazón de Cristo en medio del mundo, torrente de bálsamo y dulzura para el que sufre.


2013-07-06

Os envío como corderos




14º domingo Tiempo Ordinario -C-

«Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni calzado, ni os paréis a saludar a nadie por el camino (…). En cualquier ciudad que entrareis y os hospedareis, comed lo que os pusieren, y curad a los enfermos que en ella hubiere, y decidles: El reino de Dios está cerca de vosotros…». Lucas 10, 1-20.

Una experiencia de evangelización 

A parte de los doce, mucha gente se movía alrededor de Jesús, deseosa de descubrir el rostro de Dios. En el evangelio de hoy vemos cómo Jesús designa a setenta y dos discípulos y los envía a predicar a las aldeas de su tierra. Los manda para que se ejerciten en la tarea de anunciar el mensaje de Dios a todos los pueblos. «La mies es mucha y los obreros pocos», dice Jesús. «Pedid al amo de la mies que envíe operarios a su mies». Todavía ahora son muchos los campos para evangelizar, y somos pocos para ese gran cometido. A los cristianos de hoy, Jesús nos invita a incorporarnos a la labor misionera de proclamar la buena nueva. 

Os envío como corderos 

Antes de partir, da a sus discípulos varias consignas. Con estas instrucciones, Jesús deja claro que no quiere colonizar ni obligar a nadie a creer en Él. «No llevéis manto ni bastón, ni os entretengáis por el camino». «Os mando como corderos en medio de lobos». Es decir, que en la misión no se trata de imponer nada a quien no quiere abrir su corazón. Los misioneros han de ser humildes, sencillos, pacíficos y mansos como corderos. No podemos arrasar, como ciertas ideologías que van coartando las libertades e imponiendo su criterio. Jesús quiere que los suyos anuncien con serenidad el Reino de Dios. 

Dad la paz y anunciad el Reino 

La primera consigna es desear la paz a quienes los reciben. La gente está falta de paz, inmersa en problemas de toda índole. Lo primero que deben hacer los apóstoles es desear la paz a todos. Quedaos allí, continúa Jesús, respetad sus costumbres, comed lo que os den, con gratitud. El obrero bien merece su salario. 

La siguiente consigna, que es el núcleo de la misión, es anunciar: el Reino de Dios está cerca, está llegando. Los apóstoles preceden a Jesús, que trae consigo un Reino de paz, más allá de las diferencias; un reino solidario, con esperanza y ánimo para crecer. El Reino de Dios no es otra cosa que el amor de Dios en el mundo, encarnado en el mismo Jesús. Él dará sentido y esperanza a nuestra vida. Se entregará para que alcancemos una alegría existencial plena y profunda. Anunciad esto, les pide Jesús. Viene Aquel que llenará vuestra existencia de sentido y felicidad. 

Sanar el cuerpo y el alma 

También les dice Jesús: curad a los enfermos. Sanar es el otro gran cometido de los apóstoles. Mucha gente enferma padece dolencias físicas, pero una enfermedad más honda, que debilita la existencia y la mina por dentro, es la falta de razones para vivir. No saber a quién amar, no sentirse amado, no tener un proyecto, una motivación, algo que dé sentido profundo a la vida, es la dolencia más grave. Hay muchas personas que tienen de todo: dinero, salud, compañía… Y, sin embargo, aún les falta algo. Aún existe otra terrible enfermedad que afecta más allá de lo fisiológico y lo psíquico: la carencia de Dios. Allí donde no llegan la psicología ni la psiquiatría, ni la ciencia médica, allí puede llegar Dios. Él puede penetrar hasta lo más hondo de nuestro ser. Ese dolor existencial que no pueden curar los psicólogos puede sanarlo Dios. Curar a los enfermos es también sanar el alma, la vida entera. Ante los grandes interrogantes de la persona: ¿en qué creemos?, ¿quién somos?, ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos? Ni siquiera las ciencias tienen respuesta. Pero la sabiduría que emana del propio Cristo es fuente de salud, tanto para el cuerpo como para el alma. 

Vuestros nombres están inscritos en el cielo 

Los setenta y dos regresan contentos. Hasta los demonios y los malos espíritus se les someten. Sucumben ante la fuerza rotunda del amor, del perdón, de la infinita misericordia. Pero Jesús les dice que no deben estar satisfechos solo porque han peleado y vencido contra el mal. Sí, han hecho un buen trabajo, la gente los ha escuchado y se han convertido. Pero la mayor alegría es otra. «Estad contentos porque vuestros nombres están inscritos en el Cielo». Están grabados en el corazón y en la mente de Dios. La causa de su alegría no son sus logros, sino el amor que les da su fuerza. 

Somos enviados 

Cuando finalizamos la misa, el sacerdote nos dice: «Id en paz». También nos envía, llenos de paz y alimentados por la Eucaristía. Y vamos al mundo como corderos. No somos lobos ni hemos de ser como ellos para vencerlos. Ser como ovejas, aún llevadas al matadero, como el mismo Jesús, significa renunciar al poder. Después de recibir el alimento eucarístico tenemos la fuerza suficiente para salir afuera y explicar las grandezas de Dios. 

Podemos comenzar con la propia historia. ¡Qué gracia tan grande, cuántos dones nos ha dado Dios! Nuestra misión, hoy, es esta: anunciar por todo el mundo que el amor de Dios está cerca y que somos instrumentos de ese amor. Ojalá vengamos a misa cada domingo satisfechos porque hemos cumplido nuestra labor. El testimonio de una vida entregada a los demás es el mejor mensaje evangelizador que podemos transmitir. No nos rindamos. Continuemos, tenaces y valientes. Demos lo que tenemos y hemos recibido. ¡Comuniquemos! No podemos quedarnos solo en la eucaristía, cerrados en el ámbito parroquial. Esto empobrece nuestra fe. Afuera la gente espera, hambrienta, que les anunciemos el amor de Dios.