2018-06-29

La generosidad de Dios no tiene límites

13º Domingo Ordinario - B

Sabiduría 1, 13-15; 2, 23-24
Salmo 29
2 Corintios 8, 7-15
Marcos 5, 21-43

Descarga aquí la homilía en pdf.

Hoy nos encontramos con tres lecturas preciosas, y todas aparentemente tocan temas muy diferentes. La primera, del Libro de la Sabiduría, nos dice que Dios lo ha creado todo bueno, y al hombre para que sea inmortal. El evangelio nos relata la resurrección de la hija de Jairo y la curación de la mujer que padecía flujo de sangre. Y en medio, san Pablo nos habla de la importancia de la generosidad.

Centrándonos en la carta de Pablo, podemos encontrar una clave que une las lecturas de este domingo: la generosidad de Dios.

Dios es espléndido en sus dones, y su magnanimidad no tiene límites. Nos da la vida, pero no una vida estrecha y mísera, sino abundante, llena de gozos y gracias. Es más, su intención es darnos una vida inmortal, que no perezca. No podemos imaginar lo que será nuestra vida cuando resucitemos…

Jesús, fiel al Padre, derrochó esa generosidad en su vida mortal. Ve a los enfermos, a los padres desesperados porque pierden a su niña, y corre a ayudarles. Reparte vida y salud a manos llenas, porque Dios es así: amigo de la vida, de la salud, de la alegría. Jesús se conmueve ante el dolor y el llanto y siempre responde. Cuando la mujer enferma le toca el manto, como queriendo arrebatarle un poco de su poder, él se deja “quitar” esa porción de gracia, de vida, de salud. Sólo quiere saber quién es, para poder mirar a los ojos a quien se ha atrevido a tocarle. No, no le va a negar su don. Le dará la salud, y le dará algo más que la mujer ni siquiera ha pedido: la paz, la salvación, la reconciliación consigo misma y con el mundo. No sólo restaura su cuerpo, sino su alma.

Dios es generoso, sí. Y nosotros, a imitación de él… ¿no deberíamos serlo? Pablo se dirige a la comunidad de Corintio, que destaca por su fe, por sus buenas obras, por su don de palabra, por su entusiasmo evangelizador… Los elogia, los anima, pero añade: todavía os falta un poco más. ¿Qué tal andáis de generosidad? ¿Por qué no destacaros también por vuestra solidaridad con los que no tienen?

Si Pablo, o Jesús, vinieran hoy a nuestras parroquias, quizás podrían decirnos lo mismo. A lo mejor podrían elogiarnos por nuestra fe, por nuestra constancia, por nuestro compromiso y por nuestra creatividad… ¿Y qué hay de nuestra generosidad? ¿Somos sensibles hacia los pobres? ¿Y con la propia parroquia? ¿Contribuimos a su mantenimiento, o dejamos que pase estrecheces y apuros económicos?

San Pablo, con palabras muy sencillas, nos da todo un programa de justicia social y economía solidaria: «no se trata de aliviar a otros pasando vosotros estrecheces; se trata de igualar. En el momento actual, vuestra abundancia remedia la falta que ellos tienen; y un día, la abundancia de ellos remediará vuestra falta; así habrá igualdad». No se podría expresar mejor. Los seres humanos estamos aquí para ayudarnos, y cuando a unos les sobra o tienen mucho, mientras que a otros les falta, estamos permitiendo una injusticia. Siempre podemos hacer algo para remediar o aliviar estas desigualdades, aunque sea a pequeña escala, a nuestra medida. Así podremos hacer realidad, al menos en lo que esté en nuestras manos, esta situación de equidad: «Al que recogía mucho no le sobraba; y al que recogía poco no le faltaba.» 

Dicen los expertos que, cuando uno tiene las necesidades básicas cubiertas, y un poco más, una mayor cantidad de dinero ya no nos hace más felices, ni añade mucho a nuestra calidad de vida. En realidad, si lo miramos bien, tampoco necesitamos tanto, y lo que hace nuestra vida más plena y gozosa no son los bienes materiales que cuestan dinero, precisamente.

Por eso, sepamos mirar con los ojos de la Providencia, con los ojos generosos de Dios, y sepamos ayudar con alegría. Seamos un poco más parecidos a nuestro Padre del cielo, que no regatea, que todo nos lo da.

2018-06-21

Lo antiguo pasó, lo nuevo ha comenzado

12º Domingo Tiempo Ordinario - B

Job 38, 1. 8-11
Salmo 106
2 Corintios 5, 14-17
Marcos 4, 35-40

Las lecturas de hoy, con la poderosa imagen del agua, nos transmiten una idea de renovación, de nacimiento de algo nuevo.

En el libro de Job, leemos un fragmento del discurso de Dios. Aparece aquí la imagen del Dios terrible e inabarcable, tan inmenso que jamás podremos comprenderlo del todo ni encajarlo en nuestros esquemas. Ni siquiera la teología ni la religión pueden encerrar a Dios. Si la creación es inmensa y poderosa, ¿cuánto más lo será su creador?

El salmo y el evangelio nos vuelven a mostrar la naturaleza en toda su potencia, cuando se desatan los elementos y ruge la tempestad. En el mar de Galilea, Jesús increpa a las olas y calma la tormenta. ¿Quién es este?, se preguntan los discípulos, asombrados. ¡Hasta el mar y los vientos le obedecen!

En el lenguaje bíblico, el mar y la tempestad son muchas veces una metáfora de las tribulaciones humanas. Las olas son imagen de los problemas y angustias que nos ahogan, que nos hacen vivir “con el agua al cuello”, perdidos y sin ver solución. El miedo de los discípulos a zozobrar, en la barca zarandeada por las olas, es el pánico que todos hemos sufrido alguna vez, cuando parece que los desastres llueven sobre nosotros. ¿Qué será de nosotros? ¿Vamos a hundirnos y a perecer?

Jesús, con su gesto, nos recuerda a ese Dios poderoso de Job. Por un lado, es más poderoso que la naturaleza, pues puede dominarla. Este gesto es el que demuestra a los discípulos que Jesús es algo más que un hombre. ¿Quién si no Dios puede alterar el curso natural de las cosas? Pero, además, Jesús también nos enseña que él puede más que todas nuestras dificultades humanas. Jesús es más grande que nuestros problemas. ¡No tengáis miedo! Estoy con vosotros, aunque parezca dormir. Tened fe. Confiad y no dejéis que el miedo os venza. En otro pasaje Jesús dirá: En este mundo tendréis muchas luchas y batallas. Pero no temáis, porque yo he vencido al mundo.

San Pablo, que recoge la tradición bíblica y la experiencia renovadora de sentirse amado por Jesús, escribe a los corintios: Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. En la antigüedad, Dios podía ser visto como un Dios temible al que adorar y obedecer. Pero, con Cristo, todo ha cambiado. El Dios temible de las alturas baja a la tierra y se hace humano y cálido. Convive con nosotros, ríe y goza, sufre y pasa hambre, llora con nosotros. Y finalmente muere por todos. Nos acompaña en todos nuestros pasos por la vida, incluso los más dolorosos. Pasa por todos ellos. Y resucita. Del mismo modo que él murió por todos, solidarizándose con los hombres en la muerte, ahora los hombres podemos compartir también su destino, que es la resurrección y la vida eterna. 

Esta es la novedad, que supera toda promesa y expectativa antigua. Que Dios no nos exige, sino que nos lo da todo, hasta su vida.

Cuando el apóstol dice que no valoramos a nadie según la carne, ni tampoco a Cristo, ¿a qué se refiere? Valorar según la carne es juzgar con los criterios antiguos, viejos y caducos. Es valorar las cosas según baremos humanos —tener, hacer, triunfar… Pablo nos invita a ver a las personas con ojos nuevos,  a ver en ellas el alma, la semilla de Dios que poseen. Y nos invita a ver a Jesús también con ojos limpios y nuevos. No como a un hombre bueno y justo, que murió, sino como el Hijo de Dios encarnado. No como a un simple profeta, sino como la misma palabra de Dios. No como a un mártir fracasado, sino como al que triunfa sobre la muerte porque es el autor de la vida.

El que es de Cristo es una criatura nueva. Seguir a Jesús resucitado nos hace vivir de otro modo, rompe nuestros esquemas y nos da luz y esperanza incluso en medio de la peor tormenta. Nuestra vida, desde ahora, ya está empezando a resucitar. No podemos vivir ansiosos y abrumados como antes. Ya tenemos un pie en el cielo. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado.

Descarga aquí la homilía en versión para imprimir.

2018-06-14

El Señor hace brotar los árboles

11º Domingo Ordinario - B

Ezequiel, 17, 22-24
Salmo 91
2 Corintios 5, 6-10
Marcos 4, 26-34

Las lecturas de este domingo nos traen imágenes preciosas de la naturaleza. En la primera lectura, una rama de cedro trasplantada, que se convierte en árbol frondoso en la cima de un monte. En el salmo, una palmera, un frutal que da sombra y fruto abundante. En el evangelio, una semilla enterrada que, sin que nadie sepa cómo, germina y crece. En medio de estas imágenes, San Pablo nos habla de otra vida en Dios, más allá de nuestro cuerpo mortal.

Los seres humanos somos como semillas plantadas. Nuestra vida no nos viene de nosotros mismos: nos es dada, y tampoco está en nuestras manos controlar el ritmo de crecimiento. No sabemos cómo, ni por qué, pero nuestro cuerpo se desarrolla y funciona, realizando mil y una tareas sin que intervenga nuestra voluntad. Respiramos, digerimos, nuestras células se multiplican, se regeneran y otras mueren. Nuestro corazón late sin cesar, nuestro cerebro procesa miles de señales y lanza miles de órdenes que no pasan por nuestra conciencia. ¡Qué asombrosa es la vida! La nuestra, y la de cualquier ser vivo. El clima, el entorno y lo que nos nutre afectan a nuestro crecimiento y a nuestra salud, pero hay una fuerza vital que nos sostiene, que siempre está ahí. El aliento de Dios sopla en nosotros. Nuestra tarea es ser buena tierra y procurar que el entorno sea lo más favorable posible.

Si esto es así en la vida natural, biológica, ¿cómo será la vida espiritual? Jesús dice que el reino de Dios es como esa semilla que el sembrador planta. Él prepara la tierra, siembra y cuida el campo. Pero el crecimiento interior de la semilla no es cosa suya, sino de Dios. Con el alma sucede lo mismo. Nosotros podemos cuidarla, alimentarla, entrenarla con virtud y dirigirla hacia buenos fines. También podemos maltratarla y ensuciarla, o ignorarla y dejarla morir de hambre. Pero siempre está ahí, con un potencial inmenso, esperando que la habitemos y que dejemos habitar en ella al autor de la vida, nuestro creador.

San Pablo no sólo habla de la vida espiritual, sino de la vida eterna, resucitada, esa vida que no vemos, pero en la que creemos. Somos como labradores que hemos sembrado el trigo. Cuando aún no han brotado los tallos, ya imaginamos el campo lleno de espigas, y confiamos que de esa tierra saldrá buen pan. Así es la fe: creemos lo que no vemos, pero confiamos que será. Podemos alegrarnos de la cosecha mientras la semilla todavía está enterrada, porque en ella hay una vida latente. Así, podemos alegrarnos por nuestra resurrección porque contemplamos nuestra vida actual, que es la semilla plantada en la tierra.

En la parábola del grano de mostaza, de Jesús, y en la primera lectura de Ezequiel, sobre la rama del cedro, aún hay otro mensaje.

El reino de Dios, como la vida, no llega con gran estruendo ni propaganda. No viene a bombo y platillo, sino que brota con humildad, casi a escondidas. El reino de Dios nace como una semilla minúscula que pasa desapercibida. Pero cuando eclosiona y crece, se convierte en un árbol frondoso que acoge a las aves y da buena sombra, y mucho fruto.

Esta es una imagen preciosa de lo que debe ser la Iglesia: humilde y silenciosa en sus orígenes, pero llena de una vida inmensa, que le viene de Dios, y capaz de convertirse en madre y hogar para millones de personas.

Y es también una imagen de lo que puede ser nuestra vida cristiana: una vida sencilla y sin pretensiones, llena de Dios, nos convertirá en cedros del Líbano bien plantados a cuya vera muchos querrán acogerse. No tenemos que esforzarnos por ser importantes, por ser muchos, por ser notorios y célebres. No tenemos que hacer nada: sólo dejar que la semilla de Dios crezca en nosotros. Cuidarla, con amor, y dejarla crecer. ¡El fruto nos sorprenderá!

Descarga aquí la homilía para imprimir.

2018-06-07

Lo que no se ve es eterno

10º Domingo Tiempo Ordinario - B

Génesis 3, 9-15
Salmo 129
2 Corintios 4, 13 - 5, 1
Marcos 3, 20-25

Las lecturas de este domingo tocan temas aparentemente muy diferentes: la caída de Adán y Eva en el paraíso, un salmo de redención, las disputas de Jesús con los fariseos y la incomprensión de su familia, que no entiende su vocación sorprendente y su carisma sanador… En medio de todas estas lecturas encontramos un párrafo de la segunda carta de san Pablo a los corintios, que nos habla con palabras muy profundas y sugerentes. Su mensaje, podríamos decir que liga el de todas las otras lecturas.

Pablo nos habla de un espíritu de fe. Fe es confianza, fiarse de Dios. Adán y Eva no se fiaron de Dios en el Edén, y en cambio cayeron engañados por la astuta serpiente. ¿Qué les ocurrió? Su pérdida de confianza en el Creador acarreó consecuencias que no podían imaginar. De igual manera, cuando las personas dejamos de confiar en Dios, el que nos crea y nos ama por encima de todo, perdemos terreno bajo los pies, y nuestra vida se tambalea. Corremos el peligro de olvidar el sentido de nuestra existencia y quedamos a merced de las tempestades. Otra consecuencia de perder la fe puede ser adoptar una actitud vital desconfiada y recelosa. Esto nos lleva a ver siempre el lado malo o negativo de las personas y las cosas, e incluso a ver lo que no hay. Así les ocurrió a los fariseos, que veían la obra del demonio en las curaciones de Jesús. Hay que ser prudentes, por supuesto, y no caer en la ingenuidad. Pero también es necesario liberarse de prejuicios. La desconfianza por sistema genera miedo, y el miedo nos aleja de los demás, nos encierra en nuestros esquemas mentales y nos hace ver la realidad distorsionada. 

«Creí, por eso hablé», dice Pablo. La fe no es un fruto de nuestro esfuerzo, sino un regalo de Dios cuando nos abrimos a recibirla. Y esa fe nos abre a comprender las realidades invisibles, esas que no se ven, pero que son las más importantes. Confiar en Dios nos abre a su sabiduría, a sus misterios. Nunca lo llegaremos a entender todo ni a poder explicarlo todo, pero tendremos una intuición que dará sentido y alegría a nuestra vida. ¿Qué nos revela Dios, con Jesús? San Pablo lo dice bien claro: Jesús ha venido a regalarnos la resurrección. Una vida que empieza de forma limitada y frágil, en la tierra, pero que se abre a otra existencia plena y eterna, en el cielo: «quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante él».

Cuando uno recibe una gran noticia, no puede menos que comunicarla. Esto hicieron Pablo y todos los apóstoles. ¡Fueron imparables! Y encendieron la llama de la fe en muchos.

El mensaje está cargado de esperanza. Todos sufrimos, y todos tenemos problemas en esta vida. Pero a la luz de la otra vida que nos espera, ¿qué son? Pequeñeces, obstáculos efímeros, nubes pasajeras. Pablo nos recuerda que «no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno».

Por eso los cristianos tenemos tantos motivos para vivir alegres, esperanzados, activos y con ganas de hacer el bien. Tenemos en nosotros la semilla de una morada eterna. Hay algo en nosotros, el alma, que es chispa del amor divino y no tiene fin. Santa Teresa habla de la morada interior, ese palacio bellísimo como de claro cristal, que alberga al Dios infinito y cuya belleza apenas acertamos a conocer. ¡Si supiéramos lo que tenemos dentro! No podríamos expresarlo en palabras más bellas: «tenemos un sólido edificio que viene de Dios, una morada que no ha sido construida por manos humanas, es eterna y está en los cielos».

Alegrémonos y vivamos con intensidad la eucaristía de hoy. Recibamos a Jesús, Dios mismo, en nuestro interior. Una parte de nosotros ya está tocando el cielo.

Descarga aquí la homilía para imprimir.

2018-06-01

Corpus Christi - El sacrificio de Dios

El Cuerpo y la Sangre de Cristo - ciclo B

Éxodo 24, 3-8
Salmo 116
Hebreos 9, 11-15
Marcos 14, 12-26

Descarga aquí la homilía para imprimir.


En todas las religiones antiguas hay ritos y sacrificios para aplacar a los dioses y obtener su favor. Incluso en el antiguo Israel, el pueblo sacrificaba animales ofreciéndoselos a Dios. De alguna manera, el ser humano, indefenso y necesitado, quiere obtener algo de la divinidad y, para ello, ofrece algo a cambio. En este intercambio hay una imagen de Dios poderoso y temible, que nos juzga y nos puede castigar fácilmente. También hay una cierta idea, de que todas las cosas malas que nos suceden son a causa de la ira divina. Y también existe la creencia, quizás inconsciente, de que podemos “comprar” a Dios y ganárnoslo para nuestra causa si ponemos los suficientes esfuerzos y recursos.

Alrededor de estas ideas, las religiones desarrollan un culto, un sistema de recaudación y unas normas, reforzadas por una clase sacerdotal con poder social y por un templo o templos, que se convierten en edificios sagrados y referentes para el pueblo.

Jesús vino a echar por tierra esta antigua religiosidad. Para el israelita devoto había dos cosas intocables: el templo y la Ley. Jesús las cuestiona ambas. Es más, las supera y las hace innecesarias. La revolución religiosa de Jesús se sustenta en un cambio de nuestra imagen de Dios. Ya no es el Dios terrible, poderoso y distante, al que hay que temer: Dios se convierte en papá. Un Dios cercano y amante, que quiere la plenitud de su criatura. Su imagen más certera es la del padre del hijo pródigo: cercano, tierno, olvidadizo de las culpas, siempre dispuesto a perdonar, a abrazar, a acoger y a echar “la casa por la ventana” para festejar el retorno de su hijo.

En el camino de Jesús ya no hay ley estricta ni templo. La ley es el amor y la misericordia. ¿Y el templo? El templo es su cuerpo. ¿Y los sacrificios? Ya no hay necesidad de que el hombre sacrifique animales, porque es Dios mismo quien se sacrifica: Jesús es la ofrenda. Ya no es el hombre quien ofrece algo a Dios, sino Dios quien se ofrece a su criatura.

¿Nos damos cuenta de lo grande que es este cambio? ¡Dios se nos da! ¿Qué otra cosa podemos ofrecerle? Aceptarlo. Acogerlo. Comer ese pan y beber ese vino, que son el cuerpo y la sangre sacrificados de Jesús. Y convertirnos también en pan y en vino para otros.

¿Cuáles son los sacrificios que Dios mira con agrado? Que amemos al que tenemos a nuestro lado. Que perdonemos. Que seamos compasivos y comprensivos, que escuchemos, que ayudemos, que socorramos al pobre, al triste, al enfermo… Pero todo esto, con amor. No por quedar bien o por cumplir, o por miedo a perder la vida eterna. Como dice San Pablo, sin amor de nada sirve todo esto. 

La mejor ofrenda que podemos brindar a Dios es hacer lo que hizo su hijo y convertirnos en comida y bebida para los demás. En esta fiesta del Corpus Christi, acojamos a Cristo en nuestro cuerpo, en nuestra alma, en nuestra vida. Y dejemos que él nos vaya transformando por dentro. Dicen los dietistas que “somos lo que comemos…” Cada domingo tomamos el cuerpo de Cristo. ¿Somos también pequeños cristos que pasan por el mundo amando y haciendo el bien?