2018-03-28

Resucitar

Domingo de Pascua de Resurrección - B

Hechos 10, 34-43
Salmo 117
Colosenses 3, 1-4
Juan 20, 1-9


¿Qué significa resucitar? Los cristianos basamos nuestra fe en la resurrección de Cristo. En el Credo repetimos, cada vez que asistimos a Misa: «Creo en Jesucristo… que fue crucificado, muerto y sepultado; resucitó al tercer día…» Sabemos que Jesús pasó de la muerte a otra vida, inmortal e infinita, como no podemos imaginar.

Sí, lo creemos, y celebramos este domingo de Pascua con solemnidad y con ánimo festivo. Que Jesús, tras una muerte tan atroz, resucitara, ¡es una gran noticia! Que Jesús sea Dios, vivo y entre nosotros, es un misterio que nos remite a un amor infinito.  

Pero hoy, veinte siglos después… ¿De qué manera nos afecta la resurrección de Jesús? ¿Cambia nuestra vida, como cambió la de los apóstoles y la de tantos seguidores de Jesús a lo largo de la historia? ¿O es simplemente una verdad que creemos y confesamos, para luego volver a casa, a nuestras faenas, y seguir como siempre?

Como preguntaba un niño en catequesis: «Está muy bien que Jesús resucitara… pero ¿y nosotros?»

San Pablo en la carta a los colosenses, que leemos hoy, nos dice: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba…»

Es decir, san Pablo supone que los cristianos ya estamos resucitados con Cristo. ¿Cómo entenderlo? Todos vamos a morir, ¿cómo podemos estar resucitados?

La resurrección es una promesa que Jesús nos hace a todos: nos llama a vivir como él para unirnos a él de tal manera que, cuando muramos, también podamos resucitar. Dios nos resucitará como lo hizo con él. Y cuando estemos resucitados estaremos más allá del tiempo y del espacio, viviremos en el eterno presente de Dios, con él. Por eso, como algún día viviremos esta vida resucitada, ahora ya podemos empezar a saborearla de alguna manera. Es como si un niño aún no nacido, en el vientre de su madre, comenzara a soñar la vida que tendrá una vez salga a la luz. Vivir resucitados es vivir en la tierra como si ya estuviéramos en el cielo: con la misma alegría, gratitud y confianza. Nada nos puede tumbar ni abatir, porque sabemos Dios nos tiene preparada una vida eterna y plena.

Sigue san Pablo: «Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios.» ¿Qué significa que hemos muerto? Pues que hemos cambiado de vida. Hemos dejado atrás lo que nos separaba de Dios: orgullos, desconfianzas, miedos, cerrazón. Hemos muerto al mal, al egoísmo, a vivir centrados en nosotros mismos. Este proceso es como una muerte, un parto. Y después iniciamos una vida que, durante nuestros años en la tierra es una semilla plantada, una vida «escondida en Dios», como dice Pablo. Qué bonita imagen: nuestra vida está escondida, arropada, mecida en el seno de Dios. Él nos sostiene y él nos hará brotar, un día, como planta resucitada en su Reino.

¿Somos conscientes de todo esto? La fiesta de Pascua, con el ciclo litúrgico de la Iglesia, nos lo recuerda, año tras año. Vivamos en Cristo. Crezcamos en él. Que año tras año nuestra semilla vaya brotando un poco más. Vivamos en la tierra como en el cielo. Aceptando los contratiempos que nos vienen, sin perder la paz ni la alegría profunda que da saberse resucitados.

Nuestra fe tiene que ser más que creencia: tiene que ser vida. Se notará cuando realmente vivamos resucitados y, como dice Pablo, dejemos de interesarnos por las cosas de este mundo y aspiremos a «los bienes de arriba». Las cosas de este mundo son brillantes y tentadoras, todos lo sabemos: dinero, confort, prestigio, reconocimiento, éxito, fama y proyección social… Pero todas, al final, son caducas y nunca sacian nuestro corazón. Perseguirlas nos estresa, nos agota y nos entristece. Las cosas de «arriba» son las que realmente nos alimentan y nos dan plenitud. Más que cosas, son personas. Es Jesús. Es Dios. Y, en ellos, todos aquellos a quienes amamos. Como decía Jesús en la santa Cena: «donde yo voy quiero que también vengáis vosotros». Dios no romperá nunca nuestros vínculos de amor. Al contrario: con él los viviremos en una inagotable plenitud.

2018-03-22

Obediente hasta la muerte

Domingo de Ramos - B

Isaías 50, 4-7
Salmo 21
Filipenses 2, 6-11
Marcos 15, 1-39

La lectura de San Pablo, hoy Domingo de Ramos, resume con pocas frases, pero muy hondas, todo el sentido de la vida de Cristo.

Nos habla de su pasión, de su muerte, pero también del último capítulo de su vida, que no está teñido de oscuridad, sino que es luminoso y nos abre una puerta al infinito.

«Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios». Cuántas personas quieren ensalzarse, ser grandes, divinizarse. Hoy, incluso, muchas tendencias filosóficas o espirituales insisten en hacernos creer que somos divinos, quizás para subir nuestra autoestima. Resulta que Dios actúa de manera muy distinta. El Altísimo se abaja, se humaniza por completo, no se vale de su poder. Antes de poderoso, como decía el papa Francisco, Dios es todo-amoroso, y si asume su humanidad, lo hace a todas, sin concesiones. Hasta la muerte. Jesús no fue un superhombre ni un espíritu disfrazado: fue plenamente humano.

«…tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.» Aquí hemos de entender la palabra esclavo como servidor, no como alguien privado de libertad. Jesús fue profundamente libre, ¿qué valor tendría la entrega o la obediencia forzada de un esclavo? Pero desde su libertad obedeció, porque su voluntad era una con el Padre, y esta voluntad era servir hasta el fin, hasta el extremo de morir.

«Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”». Si la vida de Jesús hubiera terminado con la muerte en cruz, sería una historia trágica, una más, de un hombre bueno injustamente condenado, de un profeta víctima de los poderes de su tiempo, de un visionario cuyo proyecto fracasó pisoteado por los intereses de los gobernantes. Sería una historia hermosa, pero triste y desesperada. ¿Por qué murió Jesús? ¿Para qué?

Si Jesús hubiera sido simplemente un hombre justo, un gran profeta o un sanador humanitario, hoy muy pocos lo recordarían, y no tendría millones de seguidores. Pero después de su muerte ocurrió algo que ha cambiado toda la historia humana, y que nos prueba que Jesús, además de hombre, es Dios.

«…al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.» Jesús es Señor y todo el universo se postra ante él. ¿Cuál fue el camino hacia la gloria? La cruz. ¿Cómo se elevó? Humillándose. ¿Cómo ascendió al cielo? Abajándose. Muriendo en cruz, Jesús nos muestra un camino hacia el Padre: su camino, el camino del servicio, de la entrega, del amor hasta el fin, de la coherencia vital.

Ante la amenaza de muerte Jesús sufrió una terrible angustia y horas de pasión, en Getsemaní. Después sufrió la tortura de un condenado como cualquier criminal. ¿Qué podía haber hecho? Ante una muerte tan atroz cualquiera de nosotros tendería a una de dos: huir o rebelarse. O luchas contra tus enemigos, combatiéndolos con fuerza, o bien escapas para salvar tu vida. Otra opción ante el peligro es paralizarse: quedarse inmóvil, como muerto, no hacer nada. Si Jesús hubiera dejado de predicar y de curar, y hubiera vuelto a su casa, a la tranquilidad de Nazaret, probablemente hubiera evitado la cruz.

Pero Jesús no optó por ninguna de estas tres reacciones. No se rebeló, no huyó ni se quedó paralizado. Vivió intensamente hasta el último suspiro y murió gritando, con fuerza, exhalando toda su energía vital. Jesús vivió ardiendo hasta el final.

Y Dios Padre lo resucitó. También este será nuestro destino. Por eso todos somos invitados a vivir como Jesús, consumiéndonos como una vela que arde por amor, entregándonos hasta el fin, aceptando rechazos y humillaciones. Todo por amor. Ese mismo amor que nos da vida ahora y que, un día, nos resucitará.

Descarga aquí la homilía en pdf. 

2018-03-15

En su angustia fue escuchado, aprendió a obedecer

5º Domingo de Cuaresma - B

Jeremías 31, 31-34
Salmo 50
Hebreos 5, 7-9
Juan 12, 20-33

Descarga aquí la homilía en pdf para imprimir.


La breve lectura de san Pablo, hoy, enlaza con el evangelio. San Pablo tuvo un encuentro personal y místico con Cristo, y le fueron revelados momentos íntimos y profundos de la vida de Jesús y de su relación con el Padre. Por eso Pablo dice que Jesús rezó, con angustia y con llanto, suplicando a Dios que lo librara de una mala muerte, de la tortura y la crueldad. Esta es una de las caras más humanas, más cercanas de Jesús. Su corazón no es de piedra. En el evangelio que leemos, Jesús mismo confiesa su turbación: «mi alma está agitada», dice. Como humano, teme el dolor y la muerte, y tiembla ante los sufrimientos que le esperan. Sabe que los sacerdotes y los jefes del pueblo quieren acabar con él. Pero esta agitación interior no le echa para atrás. El valor está en asumir el miedo y el dolor y seguir adelante. Reza, sigue confiando en su Padre, y este le responde. «He glorificado mi nombre y volveré a glorificarlo».

¿Qué significa que Dios glorificará su propio nombre? Pues que Dios no fallará: actuará como lo que es, como Dios, coherente con su ser. Y Dios es amor, un amor que todo lo puede y todo lo supera. Que Dios glorifique su nombre significa que ni el mal ni la muerte podrán vencerlo. Jesús morirá, sí, pero ese no será el final. Su resurrección superará toda expectativa y toda previsión, y abrirá una nueva era a la humanidad. Porque la resurrección de Jesús es preludio de la que todos vamos a experimentar, un día. Cuando Pablo dice que Jesús nos da la salvación eterna se refiere a esto: no sólo nuestra alma será inmortal. Nuestro cuerpo también disfrutará de esta vida sin fin que nos ofrece Dios.

Es un misterio, pero los evangelios se han escrito para que sepamos que esto será así. El mejor testimonio es el mismo Jesús y su mensaje, que Pablo y los apóstoles intentaron transmitir con la máxima fidelidad y entusiasmo. La muerte es un destino que nos aguarda a todos. Pero hemos de saber que el último capítulo de nuestra vida no es este, sino la vida eterna.

Un rasgo de Jesús destaca Pablo: Jesús, siendo Hijo, y siendo Dios, fue obediente. ¡Cuántas reticencias despierta esta palabra! Cómo nos cuesta. Nos parece que obedecer es renunciar a ser uno mismo, someterse, aniquilarse. Hoy vivimos en una cultura de afirmación del yo: nadie quiere renunciar a ser él mismo, nadie quiere morir, nadie quiere dejar de ser lo que es… ¿Cómo entender la negación de sí mismo? ¿Y cómo entender la segunda parte de la afirmación de Jesús? Quien se aborrezca a sí mismo, se guarda para la vida eterna. ¿Es posible entender esto?

Jesús habla del grano de trigo de muere y da fruto. Él supo someterse a todas las limitaciones humanas, incluidos el dolor y la muerte. Se entregó hasta el final: fue un grano de trigo, que, enterrado, dio fruto fecundo.

Nosotros, si queremos formar parte de él, hemos de imitarle. ¿Cómo? Entregándonos hasta el fin. Sirviendo a los demás. Abriéndonos a Dios, al prójimo, al mundo. Fuera egoísmos: el grano que germina se abre en la tierra. También nosotros, si abrimos el corazón y gastamos nuestra vida para el bien de los demás, seremos fecundos, aún sin proponérnoslo.

Apertura de corazón. Y obediencia, como Jesús. No se trata de caer en activismos, por muy humanitarios y bien intencionados que sean. El activismo corre el riesgo de convertirse en nuestra gran obra, nuestro pedestal, motivo de vanidad inconfesada. A veces lo mejor que podemos hacer es escuchar al otro y responder a su llamada, a su petición, a su necesidad. Aprender a amar al otro como necesita ser amado, y no como yo quiero; integrarse en un apostolado adaptándose al pastor, al sacerdote, a los demás, y no como yo querría; aceptar los afanes de cada día y la realidad como es, y no como yo la desearía. Vivir con humildad y coraje, amando siempre, incluso cuando no es posible hacer otra cosa que estar, estar ahí, al lado del que sufre, acompañando. El mayor heroísmo, decía santa Teresita, no es una gran proeza, ni un gran sacrificio, sino un acto de sincera y callada obediencia.

Decía el papa Benedicto que quienes quieren cambiar el mundo y hacen muchas cosas no lograrán demasiado; pero quienes se entregan hasta el final, esos construirán el futuro. Ese es el secreto. Entregarse hasta la última gota de sangre. Y Dios, como hizo con su Hijo, nos resucitará.

2018-03-08

Por pura gracia, todo por amor

4º Domingo de Cuaresma - B

Crónicas 36, 14-23
Salmo 136
Efesios 2, 4-10
Juan 3, 14-21

Descarga la homilía en pdf aquí.


Existe en las filosofías tradicionales una tendencia a pensar que los males del mundo son consecuencia de nuestros actos, y en buena medida esto es cierto. Lo que siembres, eso recogerás, y desde el punto de vista humano, es así. Somos responsables de lo que decidimos y todo lo que hacemos da un fruto, bueno o malo, fecundo o destructivo.

Desde un punto de vista religioso, podemos llevar este razonamiento más lejos: Dios castiga las malas obras y premia, en cambio, las buenas. Así se nos enseñó a muchos de nosotros cuando éramos niños. Quizás se nos habló mucho del castigo y se nos explicó poco qué era la gracia.

En la segunda lectura de hoy san Pablo nos da una lección maravillosa sobre cómo es Dios y cómo se porta con nosotros. Contrasta con la primera lectura del Antiguo Testamento, donde se dice que Dios primero se compadeció de los pecados del pueblo y les envió profetas para avisarlo. Al no hacer caso, su ira se encendió y les envió un terrible castigo: la invasión de los caldeos, que arrasaron el país, incendiaron Jerusalén, destruyeron el templo y se llevaron al exilio a una parte de la población. La catástrofe fue consecuencia de la infidelidad de Israel a Dios. Los años del exilio fueron una especie de purgatorio, de correctivo, para enseñar al pueblo cómo volver al buen camino. Pasados 40 años, Dios permite al pueblo regresar, reconstruir su templo y rehacerse.

Con Jesús, el panorama cambia. Dios ya no envía mensajeros, ¡viene él mismo en persona! Y no viene a juzgar ni a condenar, sino a salvar. Quiere rescatar a toda la humanidad. ¿Cómo? Vive haciendo el bien y muere en la cruz, entregándose por todos. Nos abre las puertas del cielo y nos regala una vida eterna y plena, a todos sin excepción. No mira si somos buenos o malos, si lo merecemos o no: su ofrenda es por todos. Es un regalo de Dios, dice Pablo, no fruto de nuestras buenas obras, para que nunca podamos presumir de ellas.

Así es Dios: bueno, amante, enamorado de sus hijos y derrochador de gracia y amor. Nos viene a traer su vida, a manos llenas. Y gratis. Lo único que tenemos que hacer es recibirla, abrirnos a la luz. Lo único que necesitamos es creer, confiar, aceptar su regalo, esa mano tendida que nos salva de la vida penosa, del sinsentido, de la muerte. Basta acoger a Jesús, en nuestro corazón, y dejarnos llenar por él.

Muchas espiritualidades modernas se basan en la fuerza de la voluntad y en el esfuerzo personal para poder transformar nuestra vida. Se habla de resetear nuestra conciencia, de reprogramarnos, de cambiar de ideas o de esquemas mentales… La verdad es que todos, por mucho que lo intentemos, podemos cambiar algo, pero siempre acabamos topando con los mismos obstáculos, ¡nos cuesta mucho dejar de ser nosotros mismos!

Pablo sabía mucho de este voluntarismo estéril: él era un buen ejemplo.  Se esforzaba por ser perfecto y al final confesaba que hacía el mal que no quería, y no podía hacer el bien que deseaba. Su vida era una continua lucha interna hasta que se topó con la gracia de Dios… y cayó del caballo. Después de su encuentro con Jesús, Pablo nos propone otro camino. Sólo Dios puede transformarnos y cambiar nuestra vida en aquello que sea necesario, pues él nos ama y nos acepta tal como somos. Nos ha hecho vivir con Cristo, dice Pablo. Nos ha resucitado y nos ha sentado en el cielo con él. Transidos de su amor, podemos actuar de otra manera: son esas buenas obras que brotarán de nosotros cuando nos hayamos dejado moldear por él. No es que tengamos que ser diferentes, sino, como decía Martín Descalzo, lo que necesitamos es cambiar de dirección, de camino.

Pablo nos habla de la gratuidad de Dios y de la salvación. No creamos, como los fariseos, que “nos ganaremos” el cielo a pulso, por nuestros méritos. El cielo ya lo tenemos, regalado y gratis. Sólo basta acogerlo y aceptarlo. Y para ello se necesita una enorme humildad.

Una vez aceptamos el regalo… ¡qué paz y qué gozo tan inmensos! Entonces empezamos a vivir, en verdad, una vida resucitada, ya en esta tierra.

2018-03-02

No tendrás otros dioses frente a mí

3r Domingo de Cuaresma - B

Éxodo 20, 1-17
Salmo 18
1 Corintios 1, 22-25
Juan 2, 13-25



Las tres lecturas de hoy tienen mucho jugo y enseñanzas, pero en el fondo, todas apuntan a un mismo mensaje: el primer mandamiento, el amarás a Dios sobre todas las cosas. Esta es la gran pasión de Jesús: amar, permanecer unido y cumplir la voluntad del Padre.

La primera lectura, del Éxodo, nos presenta una versión del Decálogo. La ley era uno de los pilares de la cultura judía. Para los israelitas, la ley los convierte en un pueblo, una comunidad compacta y unida. Hay algo en sus leyes que los distingue de otros pueblos de la antigüedad: la primacía de Dios en todo. El primer mandamiento, que implica todos los demás, es poner a Dios en el centro de nuestra vida. Amar a Dios, nuestro creador, nuestro padre, el que nos hace existir, cambia toda nuestra vida y de ese amor se desprende una moral y unos principios éticos en nuestra convivencia familiar y social.

Pero ¿qué sucede? Que, igual que en otras culturas, la ley acaba convirtiéndose en una norma rígida, en un corpus cada vez mayor y más complejo de reglas, preceptos y prohibiciones. De la imitación de Dios se pasa a una obediencia servil y vacía de experiencia. Al final, queda poco de aquel espíritu original. Uno se pierde en detalles y da importancia a lo accesorio, olvidando lo esencial. Se canonizan costumbres y tradiciones humanas y se olvida lo básico, que es el amor y el culto a Dios.

El otro gran pilar del judaísmo era el templo. La morada de Dios, su presencia en medio del pueblo, era un lugar sagrado. Pero sucede igual que con la ley. De ser un lugar de oración y adoración, pasa a convertirse en un mercado, donde la gente compra y vende, donde se regatea con Dios y se quiere pagar el cielo a plazos, donde los sacerdotes cobran impuestos y diezmos, lo que hoy llamaríamos una “máquina de hacer dinero”.

Jesús se rebela contra todo esto. Él respeta la ley, como buen judío, y respeta el templo, pero se indigna ante la degradación de ambos. En muchas ocasiones se enfrenta a los fariseos porque cumplen la ley a rajatabla, pero les falta caridad, misericordia y amor, ¿de qué les sirven tantos preceptos, si no es para ser mejores personas? Y esta vez se enfrenta a los mercaderes del templo en un gesto profético que asusta a unos y entusiasma a otros. En realidad, Jesús se está enfrentando, más que a los vendedores de animales y a los cambistas, a los responsables del templo, que permiten todo ese trasiego. Hacía mucho tiempo que ningún profeta mostraba la vaciedad y la falsedad del culto del templo, reducido a un puro mercadeo. Jesús se enoja, y mucho. ¡No convirtáis la casa de mi Padre en una cueva de ladrones!

La actualidad de estos episodios sigue vigente hoy. Los cristianos tenemos una “doctrina”, unos preceptos y unas enseñanzas que hemos acabado convirtiendo en leyes rígidas, a menudo desconectadas del amor y la caridad. Corremos el riesgo de ser perfectos practicantes y penosos humanos; cristianos ejemplares, pero con el corazón duro hacia nuestros semejantes. ¿Y dónde está el mercadeo del templo? En nuestra actitud hacia Dios: te doy para que tú me des. Te ofrezco oraciones, misas, limosnas, donativos, incluso buenas obras, ¡para que respondas a mis peticiones! Nos hemos olvidado de la frase del Padrenuestro: hágase tu voluntad… y pretendemos comprar a Dios para que sea él quien haga nuestra voluntad.

El primer mandamiento, de tan sabido, lo tenemos arrinconado. Damos por supuesto que sí, que adoramos a Dios, pero ¿lo amamos sobre todas las cosas? ¡Qué pocos podríamos afirmarlo! Quizás nadie. Cuántas cosas y personas ponemos por delante de Dios. Y pueden ser muy buenas: nuestros seres queridos, nuestra familia, nuestro trabajo, una vocación… No se trata de dejar de amar todas estas personas y cosas, sino ponerlas en su lugar. Sólo Dios puede llenar nuestro corazón, de verdad. ¿Por qué, entonces, no entregárselo a él?

En cuanto al templo, en la Iglesia también podemos dar excesiva importancia a lo aparente: ritos, ornamentos, oraciones, incluso obras humanitarias y muchas, muchas actividades pastorales. Pero dejamos apartado a Dios. ¿Cuándo tenemos tiempo para él, sólo para él? Nos falta mucho silencio, mucha intimidad con Dios.

Lo que importa es Dios. Y el amor a Dios se refleja en el amor al prójimo. Lo demás es secundario. Este es el único testimonio, el mejor y el más creíble que podemos dar los cristianos al mundo: mirad cómo se aman. En el mundo la gente pide otras cosas. San Pablo lo resume magníficamente: los judíos piden signos, los griegos sabiduría. Hoy la gente pide milagros (si creen) o pruebas científicas (si son muy racionales). Nuestra sociedad se mueve entre la superstición y el racionalismo ateo. Pues bien, en la Iglesia no ofrecemos ni prodigios ni ciencia, tan sólo a Cristo, que es el amor de Dios hecho carne y presente entre nosotros. Un Dios crucificado, pobre y doliente… ¡tan escandaloso hoy como hace dos mil años! Nos piden magia, que es manipulación espiritual, y no podemos dar esto. Nos piden certezas científicas, sólidas como una ley, y tampoco podemos darlas. Pero siempre, en todo lugar, y con toda persona, podemos imitar a Cristo y dar amor.

Aquí puedes descargar la homilía en pdf.