2015-06-26

Curación y resurrección

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Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. …Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido, curaría. Inmediatamente, se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado.

…Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos. Entró y les dijo: “¿Qué estrépito y qué lloros son esos? La niña no está muerta, está dormida…
Mc 5, 21-43

La misericordia de Jesús

En su tarea misionera, Jesús inició su itinerario recorriendo las aldeas de su Galilea natal. Eran un marco predilecto, con un especial significado para él. Durante sus predicaciones, se le acercaban muchas gentes, incluso personajes importantes. Su mensaje también caló en la aristocracia rica e influyente de su época, pues su palabra llegaba a todo tipo de personas.

En esta ocasión se le acerca Jairo, jefe de la sinagoga, quien, con humildad, se arrodilla a sus pies suplicándole que cure a su niña, enferma de muerte. Jesús siente el dolor del padre que le ruega con insistencia. Nunca es insensible al sufrimiento ajeno e inmediatamente decide ir a visitar a la niña que está agonizando.

En el camino hacia la casa de Jairo, se encuentra con una mujer que padece flujo de sangre desde hace mucho tiempo. Ningún médico ha podido resolver su problema y ha gastado toda su fortuna para curarse sin conseguirlo. La mujer, asustada, se acerca a Jesús entre la multitud, con la firme convicción de que, sólo tocando su manto, se curará.

Tocar a Dios nos salva


Y así es. Jesús puede afrontar cualquier tipo de enfermedad y sufrimiento, incluso estados de máximo deterioro. La luz divina que impregna su corazón sella el flujo doloroso que aqueja a la pobre mujer. La potencia amorosa de Dios es tal que la aureola de su bondad puede obrar milagros. Con sólo rozar el corazón de Dios, estamos curados y salvados. Para él es posible aquello que no está en nuestras manos. Sólo él puede hacer que cesen los flujos de egoísmo que nos impiden vivir en su amor.

Esta es una de las misiones de Jesús: arrancar de raíz todo aquello que nos debilita y nos impide tener una vida plena y llena de sentido.

Jesús mira a su alrededor para ver quién le ha tocado y la mujer se acerca tímidamente. Ante su humildad, Jesús se conmueve y la mira con ternura; animada por la confianza, ella confiesa lo que ha hecho, abriendo su corazón a Jesús. Y él le dirige palabras que la llenan de coraje y de paz. Elogia su fe: “Tu fe te ha curado”.

La fe en Jesús puede llenar nuestra vida de paz y de salud. El testimonio de la mujer curada se convierte en un revulsivo para la gente que se arremolina a su alrededor.

Dar vida, misión de la Iglesia


Más tarde, llegan a casa de Jairo. Lleno de Dios, Jesús afirma que la niña no está muerta, sino dormida. Dar vida y salud es otra de las grandes tareas de Jesús. No se limita a anunciar el Reino de los Cielos, sino que pone todas sus capacidades y dones al servicio del ser humano para que sea así. Y, en especial, al servicio del que sufre o padece cualquier situación de riesgo. Jesús tiene el don de generar vida, dándola allí donde no la hay, y aún más cuando recibe una petición humilde. Las palabras de Jesús alientan al padre de la niña. “No temas”, es una de las exhortaciones clave de Jesús, cuando se dirige a alguien que sufre.

No temáis, nos dice Jesús, hoy. Porque él puede vencer incluso a la muerte. Nuestra fe y nuestra confianza en Dios harán resucitar muchas cosas dormidas que hay en nosotros. Si puede resucitar a un muerto, ¿cómo no va a poder despertar en nosotros todo aquello que está aletargado? Tal vez nuestro interior duerme, débil y enfermo, porque no recibimos el suficiente alimento espiritual, o porque no dejamos que Dios entre de lleno en nuestro corazón. Jesús sólo nos pide que tengamos fe en él.

Levántate


En casa de Jairo, Jesús hace un pequeño gesto simbólico. Pide le acompañen sus discípulos más cercanos, Pedro, Santiago y Juan, con quienes ha vivido la intensa experiencia en el monte Tabor, donde les ha vaticinado su muerte y resurrección. En la casa hay lloros, ruidos estridentes y barullo. Ante las palabras de Jesús, incluso algunos se ríen. Jesús los echa a todos, quedándose con la niña, su padre y sus compañeros.

Para invocar a Dios son necesarios el silencio, la serenidad y la fe.  Jesús expulsa a los alborotadores para crear un marco adecuado, de confianza y sintonía con Dios, donde poder recibir la inspiración divina. Jesús siempre cuenta con su Padre.

Toma de la mano a la niña y le ordena: “A ti te lo digo, niña, levántate”. 

Levántate. Como Jesús, la Iglesia nos dirige también a nosotros esas palabras. Levantaos, despertad, sacudíos de todo aquello que os hace dormir. Dejad atrás la apatía, la descreencia, la falta de entusiasmo que os sume en una vida de fe mortecina. Jesús nos toma de la mano, nos estira, nos empuja y nos insufla su espíritu para que nos pongamos de pie.

Pasado el letargo, estamos llamados a ser voceros de su reino, anunciadores de la buena nueva. Ha llegado el momento de anunciar con fuerza la bondad de Dios y su misericordia. Dios nos rescata de la tumba del miedo y del silencio temeroso para que gritemos, con todas nuestras fuerzas, que él nos ama, nos cura y nos quiere vivos para entregarnos a los demás.

Cuando Jesús dice a Jairo que den alimento a la niña, está evocando claramente la eucaristía. Una vez nos sentimos vivos, necesitamos comer del pan eucarístico para conservar esa vida eterna que sólo Dios nos puede dar; una vida que va más allá de la muerte porque “nuestro Dios es un Dios de vivos y no de muertos”, y quiere que permanezcamos siempre vivos y gozosos, en su regazo de Padre.

2015-06-19

La tempestad calmada

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12 Domingo Ordinario - B from Joaquin Iglesias

Se levantó un fuerte vendaval y las olas se echaban sobre la barca, de suerte que ésta estaba ya para llenarse. Jesús estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal. Le despertaron, diciendo: Maestro, ¿no te importa que perezcamos? Y, levantándose, mandó al viento y dijo al mar: Calla, enmudece. Y se aquietó el viento y vino una gran calma.
Mc 4, 35-41

Después de una larga jornada predicando a las gentes, Jesús se aleja de la playa para descansar, con paz y sosiego. Para ello, sube a la barca con sus discípulos y se aleja de la orilla.

Ya en alta mar, llega un huracán y se levanta la tempestad. Las olas zarandean la barca y los apóstoles tienen miedo. Jesús duerme. ¿Cómo es posible? Podría parecer que es indiferente al peligro que corren… Jesús duerme porque confía en Dios Padre.

Dios está en medio de la tormenta


En nuestro mundo de hoy, muchos son los oleajes que sacuden nuestro corazón. Sólo duermen tranquilos los que tienen paz, los que confían en Dios. Con Jesús nada malo puede ocurrir. Jesús tenía calma en su interior porque la rica relación con su Padre, Dios, lo llenaba de paz.

Analógicamente, la Iglesia hoy es un barco que navega en alta mar, con la misión de llevar la buena nueva y rescatar a las gentes que se hunden en el egoísmo. También recibe los embates de muchas olas, a través de las críticas mordaces y despiadadas y los ataques contra los valores cristianos. La Iglesia está en un momento crucial de su historia. La increencia, la calumnia, el narcisismo, sacuden con fuerza esta embarcación. A pesar de todo, más que nunca hemos de saber que, aunque parezca callar, Dios está a nuestro lado. Aunque silencioso, él siempre está con nosotros.

Crisis de fe


La crisis de fe que vivimos hoy tiene una explicación. Una cosa es la herencia de la fe y otra dar un paso más allá de la educación recibida y tener una experiencia vital de Dios. Sin esta experiencia nadie puede llegar a sentirse enamorado y entusiasmado con su fe.

Los jóvenes, como los adultos en su momento, están aprendiendo y en su proceso de madurez deben chocar a menudo con la realidad. Es necesario para que crezcan. Si la fe que reciben no se completa con una experiencia íntima y personal con Dios, será simplemente una herencia cultural, un barniz superficial que no llegará a calar en las entrañas de su ser. Acabarán abandonándola o incluso censurándola. Esto sucede también con muchas personas adultas que no han llegado a vivir la fe como algo suyo, sino como una parte de su tradición y cultura.

Crisis de confianza


Pero hoy, además de la crisis de fe, se da una crisis de confianza. Nos cuesta mucho confiar en los demás. No sólo en los personajes públicos, sino en los seres cercanos: en la familia, los amigos… en el mismo Dios. La hermosa relación entre el hombre y Dios, como vemos en el relato del Génesis, se rompe cuando nace la desconfianza. Toda desconfianza destruye relaciones y proyectos humanos. Esta es la gran crisis de nuestra civilización. Avanzamos hacia un mundo donde todo es cada vez más virtual. Y la confianza ha de ser encarnada. Confiar, además, no es un mero estado psicológico, o un sentimiento pasajero de bienestar. Es la certeza de saber que, abriéndonos a la otra persona, podemos crecer y madurar.

La falta de alegría, de entusiasmo, de fe, es una consecuencia de la pérdida de confianza. Si perdemos la fe, la esperanza, el amor… ¿qué nos queda? Nada. Un absoluto vacío, abismo sin sentido. En el caso de las relaciones que han durado largos años, como en muchas parejas que se separan, cabe preguntarse cómo es posible que se rompa algo que se ha vivido con plenitud durante mucho tiempo…

Cuando se pierde la confianza, se pierde el sentido de la vida. Sobre la confianza se construye todo. Los cristianos estamos llamados, no sólo a creer, sino a confiar en Dios, y a amarlo con intensidad. Creer, amar, esperar, se culminan con el confiar.

Dios no duerme


No nos engañemos. El mundo vive inmerso en la tempestad. Sólo en el cielo alcanzaremos la calma total. Nuestra vida transcurre en medio de un constante vaivén, pero ¡tengamos calma! La barca seguirá a flote. Dios nos dará la firmeza y la serenidad necesarias. Más allá de nuestras capacidades físicas y psicológicas, tenemos una dimensión espiritual dotada de una enorme fuerza. Somos hijos de Dios, de su misma naturaleza. Si alguna vez nos preguntamos cómo es posible que una persona, criatura de Dios, puede ser capaz de hacer tanto daño, es porque esa persona se ha rendido a la seducción del mal.

No podemos apearnos de la confianza. Podemos sentir miedo e inquietud por el futuro, es muy humano. Pero, ¡el milagro es que el barco aún no se ha hundido! Y es porque Dios no duerme. Siempre vela, junto a nosotros. Finalmente, dice el evangelio, Jesús se levanta, increpa al viento y hace callar las aguas.

¡Cuántos son los ruidos que nos envuelven! Los vendavales y el estruendo desestabilizan la sociedad y el mundo entero. Necesitamos serenidad y sosiego. Sólo las alcanzaremos en su plenitud en el cielo, pues en la tierra nuestra vida es una lucha contra el mal. Nuestra misión es rescatar de las aguas turbulentas a muchas gentes y traerlas hacia la luz del rostro de Dios. El mundo es una batalla continua. Pero, en medio de la brega, dejémonos enamorar por Dios. Él nos dará fuerzas y llenará nuestro corazón de calma y de paz.

2015-06-12

La semilla del Reino

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El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de manaña, la semilla germina y va creciendo sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega...
Mc 4, 26-34


Con esta bella parábola tomada de la vida rural, Jesús explica cómo el Reino de los cielos nace con humildad, y aparece sobre el mundo de forma muy sencilla, silenciosa y casi imperceptible. Pero, con el paso del tiempo, crece y se expande, ofreciendo refugio y alimento a muchos.

Una obra de Dios

Dos cosas podríamos resaltar en las palabras de Jesús. La primera es que el Reino de Dios no es obra humana, ni nace por el esfuerzo de las personas, sino porque Dios ha puesto la semilla. En manos del hombre está el cultivo, el cuidado de la tierra, el riego y también, llegado el momento, la siega. Pero el crecimiento del grano no depende de él. La vida propia que late en la semilla es obra de Dios.
Así sucede también con los proyectos apostólicos. Los cristianos somos llamados un buen día a colaborar para tirar adelante alguna iniciativa. Dios pone en nuestras manos una misión, confiando en nuestras capacidades para desarrollarla y llevarla a cabo. Como buenos labradores, nuestra tarea es importante para que esa misión culmine. Pero, al mismo tiempo, no hemos de olvidar que su éxito no depende exclusivamente de nuestro esfuerzo, sino de la gracia de Dios. Por tanto, como decía san Agustín, en nuestro trabajo diario actuemos como si todo dependiera de nosotros pero sabiendo que, en realidad, todo depende de Dios. Esta perspectiva nos dará la humildad necesaria para trabajar con perseverancia y la paz para hacerlo sin angustia ni tensiones inútiles. Si triunfamos sabremos alegrarnos sin enorgullecernos; si las cosas no resultan como esperábamos podremos empezar de nuevo sin desalentarnos.

En nuestro mundo de hoy los cristianos a menudo podemos caer en el desánimo. Son muchas las personas que se apartan de la Iglesia y reniegan de ella. Nos encontramos faltos de argumentos para justificar nuestra fe y a veces también vacilamos. ¿Realmente vale la pena defender nuestras creencias?

Es en esos momentos cuando hemos de volver el rostro a nuestro referente: Jesús. Él murió, solo y rechazado, cuando días antes había sido aclamado por las multitudes. Podía parecer que su misión en el mundo fue un completo fracaso… pero no fue así. Hoy, millones de personas seguimos a Cristo. La Iglesia, con sus errores y aciertos, ha iluminado la historia de la humanidad durante muchos siglos, y continúa viva.

Dios nos muestra cómo, después de la muerte, hay una resurrección. Si la semilla en si contiene vida no morirá. Caerá en la tierra pero dará fruto a su tiempo. Tengamos paciencia. Confiemos. Podemos atravesar épocas de sequía y soledad, pero esto no debe rendirnos. El tesoro que posee la Iglesia rebosa vida en abundancia.  Jamás perecerá.

El grano de mostaza

La siguiente parábola de Jesús compara el Reino de Dios con un granito de mostaza que, siendo la más pequeña de las simientes, crece más que todas las legumbres, echa ramas y las aves del cielo pueden reposar bajo su sombra. Esta es una bella imagen de la Iglesia. Nació como pequeña comunidad, casi insignificante. Sus primeros miembros fueron personas sencillas, una docena de hombres y algunas mujeres, lejos de las elites religiosas y políticas de su tiempo. Nada vaticinaba la eclosión espectacular de una religión cuyo fundador, Jesús, había muerto de la más vergonzosa de las muertes, crucificado. Y, sin embargo, la Iglesia brotó con fuerza. A raíz de la experiencia de la resurrección de Cristo los apóstoles esparcieron su mensaje a todo el mundo. Como árbol que echa ramas, el Cristianismo ha alargado sus brazos hasta cubrir todo el planeta. Y muchas son las personas, cargadas de dolor, hambrientas de Dios, que han encontrado alivio, consuelo y respuestas bajo su sombra reparadora.

No olvidemos nuestros orígenes, humildes y sencillos. Las raíces son fundamentales para poder crecer. Si queremos que la Iglesia de hoy continúe viva y sólida, expandiendo sus ramas, hemos de recordar continuamente cómo nació y de qué fuentes se abreva. El agua viva que riega la Iglesia es el amor de Dios. El aire que la agita es el soplo del Espíritu Santo. Y el alimento que la nutre y fortalece es el mismo Cristo.

No necesitamos ir muy lejos para fortalecer nuestra fe y nuestras comunidades. Corramos a beber de esa fuente, en la oración. Dejemos hablar al Espíritu en el silencio. Y alimentémonos en el pan de la eucaristía, que siempre tenemos a nuestro alcance. La experiencia comunitaria de nuestra fe, compartir la palabra de Dios y escuchar a sus sacerdotes nos darán fuerzas para vivir con coherencia y entusiasmo nuestro ser cristianos cada día.

2015-06-03

Corpus Christi

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Corpus Christi - ciclo B from Joaquin Iglesias

Mientras comían, tomó pan, y bendiciéndolo, lo partió, se lo dio y dijo: Tomad, éste es mi cuerpo. Tomando el cáliz, después de dar gracias, se lo entregó y bebieron de él todos. Y les dijo: Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos. En verdad os digo que ya no beberé del fruto de la vid hasta aquel día en que lo beba de nuevo en el reino de Dios.
Mc 14, 12-16, 22-26

Dar la vida, el mayor gesto de amor

El sentido teológico de esta fiesta es el misterio de Cristo, hecho pan y vino en el sacramento de la Eucaristía.

En la última cena con los suyos, antes de morir, Jesús pronuncia estas palabras: Tomad, esto es mi cuerpo, y Haced esto en memoria mía. Entregando su cuerpo y su sangre está ofreciendo su vida entera. Y lo hace por amor. Con esta frase Jesús está diciendo: tomad, esta es mi vida, mi libertad, mi deseo de cumplir la voluntad del Padre. Cristaliza para siempre ese momento con un gesto de donación total. 

Los cristianos heredamos esta manera de amar dando con generosidad, sin límites. No necesariamente hemos de morir para dar la vida. La mejor manera de entregar la vida es dar nuestro tiempo, lo que somos, vivimos y celebramos; aquello de Dios que hay en nosotros.

El fundamento de la fe es la entrega

Antiguamente, nos dice la Biblia, se sacrificaban animales ante Dios. Jesús se sacrifica él mismo en rescate por la humanidad. Su sangre, vertida por amor, es la ofrenda. Va más allá del cumplimiento de unos preceptos: da su vida libremente entregando su corazón a Dios. El cristianismo no se fundamenta en los ritos, sino en la entrega de uno mismo.

La dinámica eucarística es ésta: oblación, entrega a Dios y a los demás. La misa nuclea el fundamento de nuestra fe: tomar el pan y el vino sacramentaliza la presencia real de Jesús.

Estamos llamados a trabajar para abrir espacios de cielo en medio del mundo, con un abandono total en Dios. Esto supone luchar a contracorriente. Es difícil predicar al vacío, ante personas de corazón endurecido y cerrado o ante gentes que han perdido el sentido de la existencia, que se sienten derrotadas, que optan por vivir en el arcén espiritual. Pero Jesús lo hace dando hasta su vida. Nosotros también podemos hacerlo. Podemos ir entregando nuestra vida, poco a poco, por amor. Estamos llamados a ser pan y vino para los demás.

Nos convertimos en pan y en vino

Cristo es verdadero pan para el cristiano. Nuestras células espirituales necesitan el alimento de su cuerpo, la bebida de su sangre y el oxígeno del amor de Dios. A medida que lo asimilamos, nuestra vida va creciendo a la par que la vida de Jesús. Como él, que nació, fue niño, creció y, ya adulto, predicó hasta su muerte, nosotros también hemos de pasar ese proceso en nuestras vidas. El cristiano adulto deja de ser un niño inmaduro y sale a anunciar la buena nueva. Hace de la palabra de Dios vida de su vida. La madurez cristiana se demuestra en una entrega como la de Jesús, en la donación de la propia vida.

Nuestra vida ha de convertirse en una hostia pura. Es entonces cuando nos alejaremos de la multitud sin norte y caminaremos hacia la plenitud del amor de Dios.