2014-01-31

La presentación de Jesús


La presentación de Jesús

Nuestro Dios es un judío


  • Como cualquier niño judío, Jesús fue circuncidado a los ocho días de nacer. Este era –y es aún hoy– el signo visible de agregación al pueblo judío, el sello físico de la alianza. Nuestro Dios es un judío. Aquel niño está asumiendo en sus hombros toda la historia de una raza ensangrentada. Perseguida antes de él; perseguida también después. Allí, sobre el altar, sin poder hablar, o hablando con su sangre, Jesús dignifica la circuncisión al aceptarla y, al mismo tiempo, abre los cauces de una alianza más ancha…

  • Llamado Salvador 

  • El nombre era algo muy importante para los judíos. No se elegía por capricho: significaba un destino e influía en el carácter de quien lo llevaba, como un lema. Jesús es la forma griega del hebreo Josué, abreviatura de Yashoúah, que significa Dios salva. Yahvé es salvador: este niño que ahora lloraba bajo el cuchillo circuncidador, iba a cambiar el mundo y a salvar al hombre. ¿Quién lo hubiera pronosticado? Con sangre empezaba este nombre, con sangre concluiría y se realizaría.

  • Jesús. María pronunció este nombre recordando las palabras del ángel. Las recordaba, temblando, allí en la gruta abierta a todos los aires. Temblaba al ver aquella sangre que manchaba los pañales y que no tenía olor a reino ni a victoria. Sabía que salvar era hermoso, pero también que nunca se salva sin sangre. Y pasó un mes. No hubo ángeles, ni milagros. María y José se sentían llenos de gozo. Pero el misterio gravitaba sobre ellos y tenían muchas más preguntas que respuestas.

  • La purificación de la Purísima 


  • Cuarenta días después del alumbramiento, las madres hebreas se presentaban en el templo para ser purificadas. El parto las hacía contraer una impureza legal, no moral, que las impedía tocar objetos sagrados o pisar lugares de culto. ¿De qué iba a purificarse la que era inmaculada? Moralmente, ninguna madre necesita purificarse. Como dice san Pablo: la mujer se salvará por ser madre. María aceptó la costumbre de su pueblo. Más tarde, su hijo purificaría la ley; mientras tanto, ella la cumplía con sencillez y naturalidad.

  • Con aquel niño, el templo estaba siendo invadido por una presencia de Dios como jamás el hombre soñó. Junto a María había otras muchachas, jóvenes y alegres como ella, compartiendo el orgullo de ser madres recientes. Ante las inmensas trompas que abrían sus bocas como lirios, para recibir las ofrendas, María depositó dos palomas. Era la ofrenda de los pobres. Las ricas ofrecían un cordero. Pero María no se sentía humillada. Tampoco orgullosa. Si Dios había hecho las cosas así, quizás sería porque le gustaba la pobreza…


  • El rescate del primogénito

  • Los primogénitos, en Israel, eran propiedad de Dios, un signo permanente de la salvación de Israel, memorial de la Pascua. En rigor, los primogénitos hubieran debido dedicar su vida entera a Dios. Pero eran los miembros de la tribu de Leví quienes cubrían este servicio por todos ellos. María intuía un gran misterio en esta ceremonia. Sabía que este hijo suyo era más propiedad de Dios que ningún otro. Todas las madres sospechan que sus hijos no son suyos y que un día los verán alejarse, embarcados en su libertad. María debió comprender esto mejor que nadie. Aquel hijo no sería suyo. ¿Cómo podía dar lo que era más grande que ella, lo que siempre había sido de Dios?

  • Un anciano de alma joven 

  • Un anciano llamado Simeón se acercó a María, le tomó el niño en brazos y estalló en un cántico de júbilo reconociendo en él al salvador del mundo. ¿Se trata de una representación literaria de la expectación de Cristo? El cántico de Simeón nos lleva a los cantos litúrgicos de las primeras comunidades, puesto por Lucas en el comienzo de su evangelio como una proyección de la fe de sus lectores… Pero el retrato de Simeón es coherente con la espiritualidad de muchos judíos de la época. Que eran observantes y esperaban la consolación de Israel. Lucas parte de un encuentro histórico con Simeón.

  • Era como un centinela al que Dios hubiera enviado para vigilar la aparición de la luz. No miraba hacia atrás, sino hacia adelante, y no sólo hacia el futuro de su pueblo, sino al futuro de todas las naciones de la tierra. Un anciano que, en el ocaso de su vida, hablaba de la promesa de un nuevo día. No hay muchos ancianos así. Ancianos en los que la alegría se enciende al final de su vida como una estrella. Solo se enciende la luz para quien la ha buscado mucho. Simeón había envejecido en la espera, pero no había perdido la seguridad de encontrarla. Y ahora, no solo estalla de júbilo. Se convierte en profeta.

  • La espada de doble filo
  • El primer descubrimiento de María y José fue que su hijo había venido a salvar, no solo al pueblo de Israel, sino a todos los hombres. Simeón dice que este niño trae la salvación para todos los pueblos. El corazón de María debía estallar de alegría… Pero también sería el servidor sufriente profetizado por Isaías: este era el segundo rostro del Mesías, que el pueblo prefería ignorar. Simeón lo dijo sin rodeos a María. Su hijo sería el Salvador, no solo de aquellos que quisieran aceptar su salvación. Sería resurrección para unos y ruina para otros. Ante él, los hombres tendrían que apostar, y muchos lo harían contra él.


  • Su hijo dividiría en dos la historia. Y María estaría en medio. ¿Por qué anticipar el dolor? Al clavar Simeón una espada en el horizonte de su vida, la había clavado en todos los rincones de su alma. ¿Por qué? Tendremos que profundizar en el sentido de esa espada, que es más que el dolor físico y el miedo. Lucas utiliza una palabra, ronfaia, que designa un espada de grandes dimensiones. Esta palabra no volverá a utilizarse en el nuevo testamento hasta el Apocalipsis, donde aparece cinco veces para simbolizar la palabra de Dios. Esta espada será la palabra viva y eficaz que revela la profundidad y juzga los corazones.

  • La prueba de la fe 

  • Aceptando la maternidad divina, María debe llevar a cuestas todas las consecuencias. La espada de la palabra de Dios revelará sus pensamientos, juzgará su fidelidad y probará su fe. En esto se convierte en figura de la Iglesia. Su victoria sobre la fe será aceptar la cruz en la vida de su hijo. Como todos los cristianos, María tendrá que vivir en su carne lo que falta a la pasión de Cristo. ¿Era realmente necesario? ¿No podía salvar a los hombres sin verter su sangre? Era duro de aceptar. Le hubiera gustado, quizás, un Dios fácil y sencillo, dulce, bondadoso. Pero no puede fabricarse a capricho una salvación de caramelo. Si hay tanto mal en el mundo, la salvación no puede ser un cuento de hadas.
  • Ahora empezaba a entender el sentido de su vida… Dios quemaba. Era luz, pero también fuego. Y ella había entrado en su órbita. El eje del mundo pasaba por aquel bebé que dormía en sus brazos. Obedecer, creer: le había parecido fácil. Ahora sabía que no. Volvió la vista atrás y contempló sus quince años como un mar en calma. Ahora entraba en la tempestad y ya nunca saldría de ella. Regresaron a Belén en silencio. El niño dormía en sus brazos. Pero ella veía la espada en el horizonte. Una espada enorme y ensangrentada, segura como la maldad de los hombres, segura como la voluntad de Dios.
  • Textos extraídos de Vida y misterio de Jesús de Nazaret, de J. Luis Martín Descalzo, cap. 7, “La primera sangre”.

2014-01-24

El pueblo que vivía en tinieblas vio una gran luz


3 Domingo Ordinario - El pueblo vio una gran luz

3r domingo tiempo ordinario

Pasando junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: “Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres”. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y, pasando más adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron. Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo.
Mt 4, 12-23

Jesús llama a los primeros discípulos


El pueblo que habitaba en tinieblas vio una gran luz. Después de la muerte de Juan Bautista, Jesús aparece como una luz que brilla en medio de su tierra. Tomando el relevo de Juan, comenzará con entusiasmo su ministerio público, predicando el mismo mensaje que proclamara el Bautista: Convertíos, porque está cerca el Reino de los Cielos. Jesús recoge esta misiva para ir preparando al pueblo de Galilea, que entonces era tierra de gentiles, donde los fieles judíos formaban una minoría rodeada de población pagana.

Pero Jesús sabe que la misión de la palabra pasa por reunir a los primeros discípulos. No quiere permanecer sólo, sino que llama a un grupo de seguidores para que estén junto a él y expandan también la noticia del Reino de Dios. Podríamos decir que con ellos nace el germen de la iglesia que luego estallará en Pentecostés: la iglesia fundacional.

Pedro, Andrés, Juan y Santiago dejan el negocio de la pesca para seguir a Jesús. Él llama a estos hombres de la mar para que lo sigan y juntos recorrerán los caminos de Galilea, proclamando el Reino de los Cielos.

Jesús nos llama


Esa luz que iluminó las tierras galileas asoma también a nuestro corazón. Hoy, Jesús nos llama a seguirle, a estar con él, a recorrer nuestras calles y ciudades, nuestras Galileas contemporáneas. Nos pide dejar las redes, todo aquello que nos impide ser libres para confiar totalmente en él. No nos pedirá, quizás, que dejemos nuestros negocios, nuestras familias, nuestros hogares. Pero sí nos pedirá que dejemos atrás todo cuanto apaga nuestra valentía para poder caminar junto a él.

Esto implica confianza y una profunda conversión. La palabra conversión significa girarnos hacia él, emprender un nuevo itinerario, fiarse pese a las dudas o a la oscuridad. Como los primeros discípulos, estamos llamados a seguirle inmediatamente, sin vacilar. Esta es nuestra vocación cristiana: en el centro de nuestra vida religiosa ha de brillar Cristo. Sin miedo, inmediatamente, hemos de decir sí. Hoy, más que nunca, el mundo necesita cristianos firmes y decididos que prediquen con todas sus fuerzas que Dios nos ama.

La necesaria conversión


Hoy estamos aquí porque ya hemos dicho sí, ya le hemos seguido. Por eso participamos de la eucaristía, del sacramento del amor de Dios. Quizás nuestra conversión será ser conscientes de nuestra identidad misionera y evitar la apatía, no dejando que la frialdad religiosa de nuestro entorno ponga obstáculos en nuestros pasos hacia Jesús. Quizás creemos estar totalmente convertidos cuando todavía hay desunión dentro de los mismos seguidores de Jesús. San Pablo en su carta a los Corintios nos recuerda que somos uno, que el cuerpo de Cristo no está dividido. En la medida en que estemos unidos a Cristo estaremos convertidos.


Como comunidad de la Iglesia hemos de anunciar y proclamar el evangelio, igual que hicieron Jesús y los suyos. Y, además de difundir esta buena nueva, también tendremos que aliviar el dolor y curar enfermedades, especialmente las dolencias del alma, aquellas que nos hacen sentirnos vacíos. Hoy, más que nunca, el mundo necesita la dulzura y el amor de Dios. Nosotros, como cristianos, somos las manos sanadoras y amorosas de Dios Padre.

2014-01-18

Este es el Cordero de Dios


2º domingo tiempo ordinario

En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es aquel de quien yo dije: Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel”. Y Juan dio testimonio diciendo: “He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. … Y yo lo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios. 
 Jn 1, 29-34 

El cordero, símbolo de una entrega 


Con este evangelio, podemos decir que ha culminado la misión de Juan el Bautista de preparar al pueblo judío ante la venida del Mesías. El hijo del Hombre ya es un adulto consciente de su tarea. Juan lo ve llegar y dice: Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. ¿Qué significan estas frases? ¿Qué evoca la palabra cordero, más allá de una connotación bucólica? 

Juan reconoce que Jesús es el Hijo de Dios. También él esperaba al Mesías; preparaba al pueblo, pero no sabía quién sería el elegido. Aunque conocía a Jesús, ignoraba su relación con Dios. Por eso dice dos veces, no lo conocía, en un sentido espiritual de la palabra. 

Después del Jordán, Jesús inicia su ministerio público sabiendo que cumplir la voluntad de Dios lo llevará a entregar su vida. El que quita el pecado del mundo es el que derramará su sangre, el que se entregará por amor hasta dar la vida por rescate de todos. Este es el sentido de la palabra cordero. Jesús mismo se ofrecerá como víctima, de la misma manera que en la antigüedad los corderos eran sacrificados para aplacar la ira divina. Pero, esta vez, la entrega será libre y voluntaria, unida a la voluntad de Dios. 

Juan, el hombre despierto 


Juan se exclama al ver a Jesús. Vemos en él dos actitudes muy importantes. Una, la de reconocer al hijo de Dios. Los cristianos ya no estamos en esa etapa de expectación, pues sabemos que Jesús ha venido. Pero no siempre sabemos reconocerlo. Él se manifiesta de mil maneras por todo el mundo. ¿Sabemos descubrir la presencia de Cristo en el mundo? ¿Cómo y de qué manera viene a nosotros? Hemos de estar muy despiertos, abiertos a los signos de los tiempos, para darnos cuenta de que Dios habla con un lenguaje diferente al nuestro ―el lenguaje del amor, de la caridad, de la generosidad―. En él descubriremos la huella de su bondad en medio del mundo. 

Jesús no tiene otra misión que salvar la humanidad; no tiene otro cometido que perder su vida por amor. Sabe que ha de sufrir para rescatarnos de la esclavitud de todo lo que nos aleja de Dios. Padecerá para limpiar nuestras almas del orgullo que impide que Dios entre en nuestra existencia. Podríamos establecer un paralelismo entre la vida del cristiano coherente y la vida de Jesús. En nuestro testimonio, los demás han de poder ver que somos seguidores de Jesús de Nazaret. Aunque esto a veces pase por un camino de dolor, de cruz. Con nuestro trabajo apostólico estamos redimiendo el mundo. Estamos llamados a luchar y a trabajar para que en el mundo haya menos pecado, menos egoísmo, menos envidias; para que el mundo gire hacia Dios y no se vuelva contra él. 

La humildad de Juan: saber apartarse 


Es hermoso constatar la humildad de Juan Bautista. Cuando señala a sus discípulos: Este es el cordero de Dios, está cediendo el paso. Se retira y deja que Jesús culmine el proyecto de Dios. Juan ha realizado una tarea pedagógica de preparación y ahora Jesús toma el relevo y convierte la esperanza en alegría y en amor. Por eso Juan, humildemente, se reconoce poca cosa ante él. Asume que su labor educativa ante el pueblo de Israel ha acabado y que Jesús tomará el testigo. 

Los padres y los educadores también hemos de ser conscientes de que, a veces, hemos de apartarnos para que los otros crezcan. A veces se crean relaciones de dependencia o de sumisión entre padres e hijos, o en las empresas, cuando alguien demuestra capacidades de gestión y se le ponen trabas para que no destaque sobre los otros. Juan se aparta. A cada uno de nosotros le sucederá, algún día, que quizás tendrá que apartarse para que otros retomen con entusiasmo la propagación de la fe. Hoy, en nuestras eucaristías, a vista de pájaro, vemos que hay muy poca gente joven. Es el momento en que el laicado dé testimonio de su fe. Los cristianos hemos de ser muy conscientes de lo que somos, aunque esto comporte rechazo social. Y también hemos de confiar y dejar que la gente joven ascienda, que crezca en su potencia intelectual, espiritual, de generosidad y de amor. Juan lo hizo. Él se apartó para que Jesús tomara el relevo. 

Dar testimonio, prueba de valor 


Pero Juan también recibe un don. He contemplado al Espíritu Santo que bajaba del cielo como una paloma y se posaba sobre él. En aquel que está bautizando se cumplen las expectativas del pueblo judío. Por fin llega el que tiene que salvar a su pueblo, Israel. Y, de nuevo, lo reconocerá con hermosas palabras: Yo he dado testimonio de que realmente es hijo de Dios. 

Los cristianos de hoy ¿damos testimonio, en un mundo en el que nada parece favorecernos? ¿Somos lo bastante valientes? En una sociedad fría quizás no apetece mucho hablar de Dios y mostrar lo que somos. Si decimos que somos cristianos, si participamos del don eucarístico y recibimos la gracia de los sacramentos; si rezamos y afirmamos que creemos en Dios, ¿cómo vivimos todo esto de puertas afuera? No puede haber un divorcio entre lo que decimos que somos y lo que manifestamos afuera. ¿Nos supone un problema testimoniar quiénes somos? ¿Reconocemos que estamos aquí porque nos vincula algo trascendente? ¿Creemos realmente que Cristo resucitado está presente en medio del mundo, en medio de la sociedad y de nuestra comunidad? ¿Creemos de verdad que Jesús nos ha cambiado la vida? 

La exigencia del Cristianismo 


Hoy día, vemos cómo crecen algunas religiones orientales, como el budismo o el islam, y otras formas de espiritualidad no vinculadas a una fe concreta. En cambio, en la Iglesia, parece que cada vez quedamos menos. En Occidente somos una minoría que decrece. Creo que una de las razones es que ser cristiano es exigente. No tanto porque digan que la Iglesia está metida en política, o por otros motivos. Es fácil seguir una religión a la medida de uno mismo, o crearse la imagen de un Dios que nos permite todo lo que queremos. Muchas corrientes de moda nos invitan a fabricar un Dios a nuestra manera. No se trata del Dios de Jesús de Nazaret: estamos fabricando nuestra propia concepción de Dios. Adaptar a Dios a nuestros moldes, finalmente, rebaja la calidad espiritual de la vocación y del seguimiento a Jesús. No es fácil seguirlo, por eso somos poquitos. Y quizás también somos pocos porque, en el fondo, nos cuesta identificarnos con Cristo. 

Venir a misa nos ayuda y la oración nos fortalece. Pero no puede haber una disociación entre fe y vida pública, entre fe y relaciones civiles. No podemos separar nuestra creencia de nuestro ámbito laboral y social. Si se produce esta división, la frialdad religiosa y al alejamiento crecerán y nos acabará invadiendo la apatía. Jesús cambió el mundo y lo seguirá cambiando. Pero el crecimiento de la Iglesia dependerá de nuestra autenticidad. Nosotros somos herederos de ese legado espiritual y, en la medida en que seamos conscientes de que hemos de transmitirlo, la fe cristiana crecerá. 

Un reto para el futuro próximo 


Entiendo que hoy la sociedad y la cultura ofrecen sistemas de creencias muy diferentes y hemos de respetar mucho las opciones personales de cada cual; nadie es mejor que nadie. Hemos de ser personas encarnadas en nuestra cultura, allá donde estamos, en nuestro lugar. Ahora, más que nunca, los cristianos necesitamos despertar, levantarnos, entusiasmarnos, empujándonos unos a otros para construir nuestro futuro. De lo contrario, ¿qué será de la Iglesia? ¿Qué será de nuestra fe, dentro de treinta o cuarenta años? ¿Habremos pasado el relevo a nuestros hijos y nietos? ¿Qué sucederá con las futuras generaciones que no crean? Nuestro reto es ser capaces de formar a nuestros hijos y jóvenes en la fe. 

En otros países, en América Latina, es extraordinario contemplar la vitalidad de una Iglesia más joven, de solo quinientos años, y el gran número de jóvenes creyentes. En Europa, si los adultos no damos testimonio, ¿qué será de los que vienen? Tenemos la obligación de comunicar que, más allá de lo material, hay otros elementos que nos hacen existir y que dan sentido a nuestra vida. No todo es hedonismo, narcisismo, relativismo. No todo es imperialismo ni poder. También existen el amor, la generosidad, la lucha por los derechos humanos y civiles de los más pobres. Venir a la eucaristía ha de ser un revulsivo extraordinario para identificarnos totalmente con Cristo. Seamos valientes, gallardos y tenaces para proclamar lo que somos, para testimoniar que somos cristianos y seguimos a Jesús de Nazaret.

2014-01-10

El Bautismo de Cristo



El Bautismo de Cristo –A– 


En aquel tiempo, fue Jesús de Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara. Pero Juan intentaba disuadirlo diciendo: “Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?” Jesús le contestó: “Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así lo que Dios quiere”. Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz del cielo que decía: “Este es mi hijo, el amado, mi predilecto”. 
Mt 3, 13-17 

Consciente de ser Hijo de Dios 


Cerramos el ciclo de Navidad con el Bautismo de Cristo, otra de las manifestaciones de Dios hecho hombre. Este momento marca el inicio del ministerio público de Jesús. Los evangelios no relatan apenas nada de la infancia y la adolescencia de Jesús. Durante sus primeros treinta años de vida vivió como un judío más, pero posiblemente fue un hombre con grandes inquietudes intelectuales, culturales y sociales. Conocía bien las escrituras y era asiduo a la sinagoga. San Lucas, en su primera peregrinación a Jerusalén, ya nos lo presenta como un joven inquieto que conversa con los doctores de la ley. Una vez llegada su adultez, Jesús decide no quedarse en Nazaret. 

Deja a su familia e inicia su empresa evangelizadora. El bautismo es el momento en que toma conciencia plena de su filiación divina y comprende que ha de empezar su misión. Ya se siente preparado y se lanza a un itinerario que no será fácil, en absoluto. Sufrirá un fuerte rechazo por parte de sus convecinos, sus propios parientes y los poderes religiosos y políticos de su tiempo. 

Llamado a revelar el corazón de Dios 


Jesús no puede emprender su tarea apostólica sin una profunda convicción y coherencia con aquello que cree. Predica la buena nueva, la noticia del Dios amor. En la lectura de Isaías, cuando se habla del elegido del Señor, se define muy bien su labor ministerial: curar a los enfermos, devolver la vista a los ciegos, liberar de las tinieblas a los que viven en mazmorras. Este es el trabajo de Jesús: revelar una nueva dimensión de la vida a partir de la experiencia íntima que tiene con Dios. 

Tras el bautismo ya está preparado para la gran batalla: empezar, con todas sus fuerzas, a revelar las entrañas del corazón de Dios. Un Dios que para Jesús es un Padre, cercano, que se aproxima a la realidad de los hombres y mujeres de su tiempo; un Dios que desea que el hombre encuentre el sentido de su existencia. La misión de los cristianos 

¿Qué consecuencias podemos sacar del episodio del bautismo en el Jordán? Haciendo un salto analógico a la realidad que vivimos los creyentes del siglo XXI, en esta era digital, de la cultura tecnológica, los cristianos deberíamos ser muy conscientes de que también estamos aquí para culminar una misión. Estamos de paso hacia una realidad hermosísima que nos sobrepasa. 

Una primera consecuencia que podemos derivar de este evangelio es la experiencia de sentirnos hijos de Dios. Jesús vivió esa sintonía en plenitud: la escena del Jordán nos revela la relación paterno-filial entre Jesús como Hijo y Dios como Padre. Por tanto, la pregunta que cabe hacerse es: ¿nos sentimos hijos de Dios?, ¿nos sentimos hijos del Padre? Desde nuestra condición de bautizados y confirmados, que participamos asiduamente en la eucaristía, ¿sentimos una comunión especial con Aquel que siempre nos ha amado, desde el momento en que nos formó? 

Una segunda pregunta que debiéramos hacernos es esta: ¿reconocemos a Dios como nuestro Padre? Y una tercera: ¿nos abrimos al soplo del Espíritu Santo que reposa sobre Jesús y también sobre nosotros, como cristianos? Jesús es la persona adulta que lleva a cabo el cometido de la redención del mundo. ¿Somos conscientes de nuestra misión apostólica? 

Alcanzar la madurez cristiana 


Este evangelio es una llamada a redescubrir nuestra identidad cristiana y a reforzar nuestra unión profunda con Cristo. Además de alimentarnos con la eucaristía y la formación, hemos de ser conscientes de nuestra misión como cristianos en medio del mundo. Siendo la liturgia importante, así como la oración, es fundamental el compromiso de salir afuera y testimoniar, anunciar, encarnar ese deseo de Dios para nuestras vidas. Si nos quedamos aquí, en nuestras comunidades y parroquias, estaremos muy bien, pero es como si los hijos nunca salieran de sus casas. Llega el momento en que los hijos han de crecer, madurar y salir de sus hogares para proyectarse, profesional, laboral e intelectualmente. Por tanto, también llega un momento en que los cristianos hemos de salir de nuestros orígenes familiares y culturales para convertirnos en cristianos adultos. 

Ya no somos niños, adolescentes o personas pusilánimes y temerosas… ¿de qué? Los adultos se atreven, son valientes, responsables, maduros; asumen responsabilidades. Nosotros, como bautizados y cristianos, estamos llamados a colaborar en ese gran trabajo misionero de la Iglesia. El evangelio que hemos leído refleja la toma de conciencia de Jesús de que ha de comenzar su vida pública. No puede quedarse en casa. 

Hemos decidido configurar nuestra existencia en torno a la figura de Jesús de Nazaret. Hemos decidido que él sea la referencia de nuestra vida. Llenos de Dios, estamos llamados a contribuir, como Iglesia, al gran cometido de la expansión de la noticia del Reino de los Cielos. 

Los cristianos en el mundo 


Es verdad que el mundo no ayuda. Lo vemos en los medios de comunicación y nos alertan los sociólogos: en nuestra sociedad se da una progresiva frialdad y alejamiento de los valores cristianos. Justamente por esto se hace más que nunca necesario recordar nuestras raíces cristianas, vivirlas y tomar una decisión. En su encíclica Spe Salvi, Salvados por la Esperanza, Benedicto XVI nos recuerda esta misión. Los cristianos hemos de convertirnos en referentes de esperanza para un mundo caído. 

¿Qué hacemos? Estamos aquí porque hemos decidido que Cristo llene nuestra vida. A partir de ahora, nos llama a ser co-partícipes de la redención. Todos estamos llamados a salvar las almas. La gente está perdida, desorientada. Es muy necesario hacer una tarea pedagógica y aclaratoria sobre lo que significa ser cristiano. Podemos sentimos inseguros, o quizás dudamos de nuestras capacidades. Tal vez nos alegramos de sentirnos salvados, pero tememos ir más allá. ¿Qué podemos transmitir? 

La respuesta, sin embargo, es rotunda. ¿Por qué colaborar con Cristo en su tarea misionera? Porque también somos hijos amados de Dios. El Espíritu Santo también ha descendido sobre nosotros. Siempre que bautizo a un niño, pienso: aquí tenemos a otro hijo amado de Dios, otro niño predilecto. Todos nosotros somos hijos predilectos de Dios. Él nos ha amado primero, desde el mismo instante en que fuimos concebidos. Nos ha dado los dones más grandes, la vida natural y también otra vida, que es eterna. Qué menos podemos hacer que devolver con gratitud ese amor y sumarnos a su deseo de salvación para todo el mundo.

2014-01-03

La Palabra acampó entre nosotros



Domingo 2º de Navidad

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios.  Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. […] Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. […] A Dios nadie lo ha visto jamás; Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
Jn 1, 1-18

Dios se comunica


Celebramos la Navidad, un acontecimiento que ha cambiado nuestra cultura y nuestra historia. El nacimiento del Niño Jesús da un vuelco a nuestra forma de pensar y de vivir. Navidad es la humanización de Dios, hecho niño, y a la vez es la elevación, la divinización, del ser humano, que se convierte en hijo de Dios.

El niño que nace en Belén contiene un mensaje: Jesús es la palabra de Dios, hecha carne. Con sus obras encarna todo lo que Dios quiere: salvar a la humanidad.

Con el nacimiento de Jesús, la palabra cobra un sentido trascendente. ¡Cuánta palabrería nos invade! Cuántas veces la palabra expresa lo que no quiere, o la matamos, vaciándola de sentido, haciéndola incapaz de transmitir amor.

Navidad es una fiesta de comunicación: Dios se despliega y acampa entre nosotros. Busca el diálogo con su criatura y la comunión con ella. Esta fiesta encierra un extraordinario mensaje de llamada a la conversión, para modificar nuestra forma de ver las cosas y de ser cristianos.

El acontecimiento de la natividad del Señor tiene una enorme trascendencia. Hoy revivimos el gesto de este Dios todopoderoso que se despoja de su rango, desprendiéndose de todo su poder, para hacerse bebé, pequeño e indefenso. En la cultura hebrea los niños, al igual que las mujeres, eran desplazados y marginados a un segundo plano. En cambio, el anuncio del Mesías que ha de venir culmina con la llegada de un niño. La encarnación de Dios está envuelta en sencillez, no tiene nada que ver con el orgullo, la petulancia o el poder. No es espectacular. Esto nos empuja a remirar con otros ojos, como niños, la forma en que Dios actúa en nosotros.

El origen de nuestra fe


En la vida cristiana hay dos momentos litúrgicos fundamentales: Navidad y Pascua. En estas fiestas, nuestras iglesias deberían rebosar. Sabemos que hay muchos compromisos familiares y mucho ajetreo en las casas, pero no podemos faltar al ágape eucarístico. Dios nos invita a paladear la trascendencia. Su luz y su palabra desplazan toda tiniebla. A través de la liturgia de estos días profundizamos en el sentido de aquello que nos hace cristianos. ¿Cómo medir nuestra coherencia? En la respuesta que damos en los momentos claves de nuestra vida. El pesebre, con su sencillez, nos revela el momento crucial del origen del Cristianismo. De la misma manera que no podemos renunciar a un compromiso familiar para celebrar un aniversario o un acontecimiento importante, tampoco podemos renunciar al momento en que celebramos el nacimiento de la semilla cristiana.

A los que la recibieron, les dio el poder de hacerse hijos de Dios. Vivimos inmersos en las tinieblas del pecado y del egoísmo. Pero la luz brilla en las tinieblas, iluminando el mundo con su amor. Quienes la acogen permanecen en ella; quienes la rechazan se quedan sin su calor, sin poder ver.

Tenemos un tesoro en nuestras manos: el amor de Dios, la salvación. Hemos de encarnar ese amor, abrirnos para introducir a Dios en nuestra vida y saberlo comunicar.

La palabra hecha vida


La palabra hecha carne es vida. No podemos despreciar la palabra de Dios. ¡No es mera literatura! Es una herramienta para expresar lo inenarrable, la belleza divina. Muchas personas son profesionales de la palabra —periodistas, filósofos, maestros, comunicadores— pero, si no damos a la palabra un contenido auténtico y profundo, se la lleva el viento. La palabra no es una entelequia ni una mera expresión bonita. Jesús da sentido a la palabra cuando la hace vida de su vida. Es así como la rescata. Los predicadores y los ministros de la palabra hemos de pensar muy bien en lo que decimos. Como recordaba Santa Teresa, o hablar de Dios, o no hablar. Las palabras banales sobran. Cuanto decimos debe estar en consonancia con lo que hacemos y somos.

En Jesús la palabra lleva a la acción. Ojalá su palabra cale en nosotros, como lluvia fina de primavera que empapa la tierra. Entonces actuaremos movidos por su fuerza.

A Dios nadie lo ha visto jamás; su Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer, continúa el evangelio de Juan. No lo hemos visto, pero sí se nos ha comunicado su palabra y su obra, y sabemos que muchos santos y mártires han dado hasta la vida por expandirla. Su testimonio nos revela cómo es Dios.

En estos días, en que muchas mujeres pasan largas horas en la cocina, amasando y cociendo en el horno para obsequiar a sus familias, dejemos que la palabra de Dios amase nuestro corazón hasta tocar lo más hondo de nuestro ser y de nuestra sensibilidad. Pues se nos ha comunicado para que seamos profundamente felices.