2013-06-28

Déjalo todo y sígueme


13º domingo Tiempo Ordinario  -C-

«Mientras iban andando su camino, hubo un hombre que le dijo: Yo te seguiré a donde quiera que fueres. Pero Jesús le respondió: Las raposas tienen guarida, y las aves del cielo nidos, mas el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza. A otro, le dijo: Sígueme. Mas este respondió: Señor, permíteme que vaya antes y dé sepultura a mi padre. Le replicó Jesús: Deja a los muertos sepultar a sus muertos, pero tú, ve y anuncia el Reino de Dios…».

Seguirlo sin condiciones

Jesús sabía muy bien que su misión era redimir a la humanidad. Pero esto pasaba por dirigirse a Jerusalén, donde le esperaba la muerte en cruz y, posteriormente, la resurrección. Con su muerte Jesús llevaría a cabo el máximo gesto de entrega. Es en este contexto y en esta tesitura espiritual que Jesús emprende el camino a Jerusalén.

Se encuentra con varios hombres que quieren seguirlo, pero… seguir a Jesús es caminar a la intemperie, sin seguridades. La única certeza es saber que caminamos hacia el Padre. El camino no es fácil y está lleno de riesgos. Unirse a Jesús y caminar con Él es tener claro que siempre estaremos en su corazón y que la meta nos espera en el cielo. Pero no tendremos nada seguro en el mundo.

«Deja que los muertos entierren a sus muertos», dice Jesús. El hombre que quiere seguirle le da un sí, pero condicionado. De ahí esa respuesta rotunda.

Abrirse a otra familia

Jesús no pide que rompamos los lazos familiares, por supuesto, sino que lo sigamos sin condiciones, con serenidad y total confianza. Cuando se sigue a Jesús no se rompe con nada, más que con aquello que nos puede impedir acercarnos a Dios. No se trata de abandonar la familia de sangre, pero sí de abrirnos a una familia mucho más extensa, que trasciende la biológica: la familia del pueblo de Dios. En esta familia, todos somos hijos de Dios y hermanos, «nación consagrada, estirpe elegida, pueblo santo».

Dejarlo todo no debe leerse literalmente. Cada cual debe saber estar en su familia, en el trabajo, en su ciudad, en medio de la sociedad, desempeñando sus tareas, dando testimonio y evangelizando desde su lugar. Lo importante es la actitud del corazón.

La excusa más frecuente

Seguir a Jesús no es sencillo hoy. ¿Qué excusas le podemos poner?

Posiblemente, la más frecuente sea esta: «No tengo tiempo». Estamos tan metidos en nuestra familia, en nuestro trabajo, en nuestros compromisos, en mil y una cosas, que no tenemos tiempo para seguirlo. ¿No suena esto un poco a excusa? Dios nos lo ha dado todo. Suya es la existencia que disfrutamos, suyo el tiempo de que disponemos. ¿No sabremos darle, al menos, una parte?

Dios no quiere que seamos irresponsables con nuestras obligaciones, pero sí nos pide un tiempo para Él. Un tiempo que quizás perdemos vanamente en ocio innecesario, en televisión, en cosas vacías y estériles. Seguir a Dios implica un sacrificio. Pero podemos seguirlo desde nuestro hogar y desde nuestras opciones profesionales.

El que mira atrás no es apto para el Reino del Cielo, leemos en los evangelios. Vemos cómo Eliseo, fiel a la llamada del profeta Elías, lo sigue para ser su ayudante y, más adelante, lo sucederá como profeta. Mata a sus bueyes, obsequia a su familia y lo deja todo. Entierra su pasado. «Enterrar» significa sepultar todo aquello que nos quita vida. Para ello es preciso ser valientes.

Fidelidad para perseverar

Para los que ya somos cristianos, la llamada hoy, no es solo a seguir a Jesús, pues ya creemos en Él, sino a mantenernos fieles.

La gente se cansa. A todos nos cuesta desvelar nuestra fe y nos olvidamos de Aquel que nos ha hecho existir y nos lo ha dado todo. Nos cuesta seguirlo porque sabemos que esto implica tiempo, compromiso, cambiar nuestras actitudes, nuestros criterios, nuestra forma de pensar… y poner toda nuestra confianza en Él.

Muchas personas rehusarán escucharnos. Jesús es paciente, no se enfada ante los que rechazan su mensaje. Cuando sus discípulos le piden que haga descender fuego del cielo sobre aquella aldea que no los quiere recibir, Él los reprende y se marchan de allí. La verdad no puede ser impuesta a nadie, y Jesús lo sabe. Con dolor, puesto que los que se cierran al amor de Dios viven ensimismados, intoxicados en su cerrazón, faltos de oxígeno. Pero Jesús nos dice que, si bien unos lo rechazarán, otros abrirán su corazón. Por esto hemos de continuar trabajando, entusiastas, tenaces, para difundir nuestra fe.

Valentía, tenacidad y confianza: con estas tres virtudes podremos emprender nuestro camino de seguimiento a Jesús.

2013-06-22

Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?


12º domingo Tiempo Ordinario C

«Y vosotros, replicó Jesús, ¿quién decís que soy yo? Respondió Simón Pedro: El Cristo de Dios. Pero él los apercibió que a nadie lo dijeran. Y añadió: Conviene que el Hijo del Hombre padezca muchos tormentos y sea condenado por los ancianos y los príncipes de los sacerdotes y los escribas, y sea muerto y resucite al tercer día. Así mismo, decía a todos: Si alguno de vosotros quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y lleve su cruz cada día, y sígame. Pues el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mi causa la salvará». 

Una pregunta pedagógica

Además de ponerse en camino para anunciar la buena nueva y obrar milagros, Jesús busca siempre espacios para la oración y para formar a sus discípulos. Alguna vez se retira, solo, a la montaña a rezar, y otras veces lo hace delante de los suyos.

Durante estos espacios de diálogo sosegado, Jesús aprovecha el momento adecuado para preguntar a los discípulos sobre su identidad: «¿Quién dice la gente que soy yo?».

Esa cuestión resulta crucial para los discípulos. Él les plantea este interrogante, pues quiere saber hasta qué punto entienden sus palabras, sus gestos y sus milagros. Pero, sobre todo, quiere saber si han captado su relación filial con Dios Padre. Es entonces cuando ellos descubren realmente quién es Jesús.

A los cristianos de hoy esta pregunta se podría considerar como un examen de catequesis. ¿Quién es Jesús para nosotros?

Lo que el mundo dice de Jesús

Jesús formula su pregunta en una doble dirección. La primera vez, les pide que le digan quién dice la gente que es Él. Y los discípulos contestan lo que han oído: unos dicen que Jeremías, otros que Elías, Juan o alguno de los profetas. También hoy se dicen muchas cosas sobre Jesús y se hacen interpretaciones diversas sobre su persona en libros, documentales y películas. Filósofos y pensadores han escrito largamente sobre la imagen de Jesús de Nazaret, un personaje controvertido que siempre ha levantado pasiones. Incluso ha habido quien sostenía que Jesús era una invención de los primeros cristianos, una fábula de quienes organizaron la Iglesia. Algunos retratos modernos de Jesús nos lo presentan como un lunático, un revolucionario, un librepensador, un rebelde ante las estructuras, un pacifista, un líder carismático o un gurú espiritual. Otros, más románticos, quieren ver a un Jesús ingenuo; muchos piensan que simplemente era una buena persona, y alguna versión incluso aventura que fuera un extraterrestre. La literatura también nos ha legado imágenes dispares de Jesús, que a veces han generado mucha confusión. Algunos autores se concentran en su humanismo; otros movimientos lo reducen a la imagen estética de un hombre lleno de bondad, pero quitándole toda su dimensión divina. Y aún podríamos decir más cosas…

Una experiencia de salvación

Jesús formula la pregunta de nuevo, y esta vez se la dirige a ellos, a sus propios seguidores: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».

A Jesús no solo le interesa saber qué piensa la gente. Le importa mucho más saber qué han comprendido sus amigos, las personas cercanas a Él, que han vivido en su proximidad.

Pedro, el cabeza del grupo, responde con rapidez a esta cuestión tan vital. Y lo hace de manera decidida y acertada: «Tú eres el Mesías de Dios».

Con esta respuesta, Pedro demuestra que ha comenzado a penetrar en la dimensión misteriosa de Jesús. Lo reconoce como Mesías, es decir, el salvador. Y lo sabe, sin dudar, porque se ha sentido salvado por Él. En su interior tiene muy presente aquella escena en la barca, cuando, sacudido por el oleaje, intentó caminar sobre las aguas para alcanzar a su maestro. Cuando el miedo lo hizo vacilar y lo comenzó a hundir, Jesús lo tomó de la mano y lo levantó. Esa experiencia salvadora,  las palabras que le ha escuchado y los milagros que le ha visto obrar, lo convencen de que es realmente el Hijo de Dios que ha venido a rescatar a la humanidad.

Después de salvarlo, Jesús lo llama, al igual que llama al resto de los discípulos. Pedro sabe con certeza que en las entrañas de Jesús está Dios.

¿Quién es Jesús para nosotros?


Hoy también, en la celebración de este domingo, Jesús nos pregunta a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, quién es Él para nosotros. ¿Qué pensamos de su persona? ¿Cómo vivimos nuestra amistad con Él? Y esta pregunta nos lleva más lejos. Jesús quiere saber si nuestro corazón está realmente abierto a Él; si vivimos nuestra vocación cristiana con coherencia; si tenemos la misma valentía de Pedro. En nuestra realidad social, familiar, laboral, ¿cómo vivimos nuestra fe? ¿Estamos enamorados del mensaje de Cristo? ¿Es para nosotros el centro de nuestra vida? ¿Lo llevamos adentro, después de tomarlo en la eucaristía? Jesús también nos está preguntando si el amor y la justicia gobiernan nuestra vida, y si somos capaces, llegado el momento, de darlo todo por amor. Quiere saber si su amistad ha llegado a ocupar un lugar en nuestro corazón, si somos conscientes de que Él nos ha salvado, nos ha liberado de la esclavitud del egoísmo y nos ha sacado del éxodo de nuestra frágil existencia para llevarnos a la vida de su reino.

Es conveniente, de tanto en tanto, preguntarse estas cuestiones profundas que afectan a nuestra fe, para saber si estamos en el camino correcto y comprobar si realmente estamos caminando con Él. 

Tomar la cruz y seguirle

La última parte del texto nos alerta: seguir a Jesús y acompañarlo toda la vida comporta una exigencia: la negación de uno mismo. Negarse a sí mismo, lejos de ser una autoanulación, es la auténtica libertad. Solo el que es capaz de anteponer el amor a Dios y a los demás a sus propios intereses podrá vivir plenamente, libre de trabas. La cruz es esa herencia que todos hemos de asumir y aceptar, nuestras cargas, nuestros límites y nuestras dificultades. Pero quien acepta su cruz y la echa a su espalda, dispuesto a dejarlo todo atrás, alcanza una inmensa libertad interior.

Seguir a Jesús requiere darlo todo, como lo hicieron los apóstoles hace veinte siglos. Hoy, la exigencia es la misma: Dios nos lo pide todo. Pero no nos arrebata nada de lo que realmente anhela y necesita nuestro corazón. Al contrario, cuando decidimos seguirle, nos ofrece el mayor regalo. Ojalá sepamos descubrir que la auténtica felicidad está en decir sí a Dios y en amar a los demás. 

2013-06-15

A quien mucho ama, mucho se le perdona

11º Domingo del Tiempo Ordinario

… una mujer pecadora de la ciudad, luego que supo que se había puesto a la mesa en casa del fariseo, trajo un vaso de alabastro lleno de perfume. Y, acercándose por detrás a sus pies, comenzó a bañárselos con sus lágrimas, y los besaba, y derramaba sobre ellos el perfume. Viéndolo el fariseo que le había convidado, decía para sí: Si este hombre fuera profeta, bien conocería quién y qué tal es la mujer que le está tocando: una mujer de mala vida (…)
Le dijo Jesús: Simón, ¿Ves a esta mujer? (...) Le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho; pues a aquel a quien poco se le perdona, poco ama. 
Lc 7, 36-50

Más allá del cumplimiento de la ley

En el evangelio de este domingo vemos los hermosos gestos de una mujer ante Jesús. Son gestos de arrepentimiento, pues llora, y también de ternura: le lava los pies, los besa, los perfuma. El autor nos dice que era una pecadora, tal vez se trataba de una mujer de la vida, una prostituta. Y Simón, el fariseo que ha invitado a Jesús, inmediatamente hace un juicio ético sobre ella. Entonces Jesús le explica la parábola del prestamista y los dos deudores y le hace una pregunta. Simón responde con certeza: a quien más le perdonó, más amará a su acreedor.

Los fariseos creían que cumpliendo estrictamente la ley podían considerar que todo lo hacían bien. Pero Jesús era un hombre libre, sin prejuicios, más allá de las convenciones sociales y religiosas. Al ver llorar a la mujer arrepentida, debió conmoverse hondamente. Y, ante el fariseo, le hace una relación de sus actitudes ante él. No le ha ofrecido agua, mientras que ella le ha lavado los pies con sus lágrimas; no le ha besado, pero ella no ha dejado de besarle los pies; no le ha ungido, y ella le ha perfumado con aromas. En contraste con Simón, más parco en atenciones, la mujer se vuelca ante la persona de Jesús.

El gesto de Jesús pasa por encima de la ley judía. Se deja tocar, besar, ungir por la mujer. Es una actitud revolucionaria respecto al amor y la libertad. Recordemos que fue la ley quien mató a Jesús. Él nos enseña que, por encima del cumplimiento de la ley, está la caridad y la ayuda a los demás. Lo más importante es el amor, la misericordia, la ternura, la delicadeza.

Tocar la pureza de Dios

Aquella mujer necesitaba sentir que Dios la amaba para poder convertirse. ¡Qué mejor manera de mostrarle este amor que dejarle tocar el corazón de Dios! Dejándola lavar sus pies, Jesús la acoge y le muestra que Dios no la rechaza. Y ella cree en este amor. Por eso Jesús le dice: “Tu fe te ha salvado”.

La mujer pecadora, ungiendo los pies de Jesús, toca la pureza y la hermosura de Dios. Jesús no queda manchado, al contrario: es ella quien queda purificada por la experiencia sublime del amor. El amor limpia y sana. Cada vez que recibimos a Cristo en la eucaristía nos alimentamos de su amor y quedamos puros.

El corazón arrepentido, la mejor ofrenda

San Pablo lo recuerda en sus cartas: no serán los méritos lo que nos salve, sino la gracia de Dios. Tampoco será el cumplimiento del precepto lo que nos salve a los cristianos. Lo que Dios desea es un corazón convertido, que lo anhele, que lo busque, que lo acaricie.

El fariseo era un perfecto cumplidor de la ley. En cambio, la mujer seguramente vivía con sentimientos de culpa y de pecado. Llora, arrepentida. Por eso Jesús la deja acercarse. El salmo 50 canta: “un corazón quebrantado tú no lo rechazas, Señor”. Dios quiere un arrepentimiento sincero. Él recoge nuestras lágrimas y nuestra ternura. El gesto de aquella mujer demostró a Jesús que necesitaba cambiar su vida. ¿Cómo no iba a acoger a los pecadores, para liberarlos del peso de su pecado y bañarlos con su luz salvadora?

Necesitamos el perdón

Necesitamos la dulzura, el perdón y la misericordia de Dios. Si creemos no necesitarla, ¡qué lejos estamos de su amor! Estar a los pies de Jesús y pedir que nos limpie es una genuina actitud cristiana.

Jesús acoge a todos los pecadores. “Porque has creído, porque te has arrepentido, porque me has amado mucho, tu fe te ha salvado”. Como la mujer del evangelio, necesitamos abrir nuestro corazón. Dios nos sigue para salvarnos; dejemos que nos revele su amor a través de mil gestos cotidianos, dejémonos tocar por Él.

Esta es la lógica del amor de Dios: rescatar a la oveja perdida. Jesús la hace sentirse restaurada, redimida, elevada a la categoría de hija de Dios. Entre el cumplidor y la pecadora que sufre, Jesús opta por ella. No nos creamos mejores porque cumplimos nuestros preceptos. Jesús muestra una clara preferencia por los que viven en el arcén, los marginados, los mal considerados, los que andan errados, necesitados de ser acogidos. Como viva imagen suya, los cristianos estamos llamados a ser capaces de transformar el corazón de la gente. Ser cristiano es tener la osadía de ir a contracorriente de los criterios del mundo por amor a Dios.

2013-06-08

¡Levántate!


10º Domingo del Tiempo Ordinario

… he aquí que sacaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, que era viuda, e iba con ella gran acompañamiento de personas de la ciudad. Así que la vio el Señor, movido a compasión, le dijo: No llores. Y, acercándose, tocó el féretro. Y los que lo llevaban se pararon. Dijo entonces: Joven, yo te lo mando, levántate. Se incorporó el difunto, y comenzó a hablar. Y Jesús lo entregó a su madre.
Lc 7, 11-17

Siempre en camino

Los evangelistas, especialmente Lucas, subrayan en Jesús el verbo caminar. Son muchas las lecturas del evangelio que señalan que el Señor “va de camino”. Con estas expresiones, el autor sagrado nos muestra a un Jesús que siempre está en marcha y sólo se detiene para rezar o descansar lo poco que puede. Su vida está llena de acción y en él se da una dinámica constante que lo lleva a acercarse a los demás, especialmente a los que sufren y sienten dolor, a los pobres y a los abandonados. En una cultura que desprecia y considera maldecidos por Dios a los pobres y a los enfermos, Jesús corre a calmar el corazón de estas personas desoladas. Su cometido es anunciarles el amor del Padre. Les trae la paz y les ayuda a descubrir que, Dios también les ama y que, en él, hasta el sufrimiento tiene sentido.

En su caminar, Jesús siempre va acompañado de discípulos, amigos y gentes que lo siguen. Han descubierto en él la bondad de Dios y su enorme capacidad para conectar con las necesidades y el corazón de la gente. Muchos encuentran en él la respuesta a su dolor.

Movido por la compasión

Esta vez, se dirige a una ciudad llamada Naín y se encuentra con un sepelio. La muchedumbre acompaña el entierro de un joven, hijo único de una viuda. Muchos arropan a la desconsolada madre que solloza durante el recorrido. La compasión también conmueve a Jesús, que se acerca y consuela a la mujer.

Ante el dolor, Jesús nunca pasa de largo. Descubrimos en él un hombre sensible y atento al dolor ajeno.  Emocionado, camina hasta el féretro y con voz recia le ordena al muchacho que se levante.
¡Levántate! Cuántas veces nuestra propia vida es un sepelio. Caminamos hundidos, desencajados, yertos. Nuestra existencia se desliza en la oscuridad o se encierra en una penumbra de ataúd. Sin el Espíritu Santo, nuestro cuerpo es una osamenta que no se aguanta ni se adhiere a nosotros mismos. Encerrados en nuestro egocentrismo, vivimos sin vivir por temor a abrirnos.

Hoy, Jesús también nos dice a nosotros: ¡levantaos! Salid de vuestros ataúdes, de vuestro vacío. Dejad atrás las tinieblas del miedo.

Levantarse y vivir

Jesús tiene la potestad divina para levantar nuestra vida, pero para ello es necesario que nuestra respuesta esté libre de temor y sea una decisión lúcida y voluntaria.

Si no entendemos la vida como donación, como un vivir para los demás, nos faltará esa luz. ¡Cuántas veces, cuando hemos decidido hacer algo por los demás, nos hemos sentido más vivos que nunca!

San Juan nos dice que quien ama, vivirá para siempre. El cristiano está llamado, no a enterrar muertos, sino a dar vida. ¡Cuánta gente muere sin conocer la hermosa aurora de una vida nueva, que empieza aquí y ahora! Cuando nos abrimos a Dios, él nos hace sentir trascendidos.  Por su encarnación, Jesús nos ha visitado y se ha querido quedar para siempre con nosotros. Lo podemos encontrar ahí, en el sagrario, siempre cercano, siempre presto a ocupar un lugar en nuestro corazón.

Esta es la gran noticia que debemos proclamar los cristianos. Dios está siempre con nosotros. En esta certeza encontramos la fuerza para levantarnos y resurgir cada día.