2011-12-31

Santa María

Vinieron [...] y hallaron a María y a José, y al niño reclinado en el pesebre. Y, habiéndole visto, manifestaron cuanto se les había dicho acerca del niño, y todos cuantos supieron el suceso se maravillaron igualmente […] María conservaba estas cosas dentro de sí, meditándolas en su corazón.
Lc. 2, 16-21

Ante el anuncio del ángel, los pastores acuden aprisa. Esos buenos hombres y mujeres corren, emocionados, pues ansían ver y contemplar al Niño Dios. Ante la sencillez del pesebre, quedan maravillados. En ese niño, ven culminadas todas sus esperanzas. Desde ese momento, los pastores se convierten también en anunciadores, como el ángel. Impactados, hablan del maravilloso encuentro. Sus palabras desprenden alegría. Podríamos decir que la alegría cristiana brota del gran acontecimiento de la encarnación, anunciada por unos sencillos pastores.
María, meditativa, saborea en su corazón la preciosa hazaña de un Dios que, en su hijo Jesús, se hace hombre por amor.

Ángeles portadores de una buena nueva

En esta octava de Navidad celebramos la fiesta de Santa María, madre de Dios. Para reflexionar sobre ella, la liturgia nos propone una hermosa y sugestiva lectura que encierra un enorme simbolismo. Por un lado, encontramos la figura de los pastores, que se apresuran, dejando sus rebaños, para ver al niño Dios, recostado en el pesebre junto a María, su madre, y José. La noticia del ángel los impacta profundamente y, llenos de entusiasmo, corren sin detenerse, admirados ante el acontecimiento: ha nacido el Mesías, el Señor.
Estos pastores expectantes representan a esa porción del pueblo de Israel, ese “pequeño resto” del que hablaron los profetas Isaías y Jeremías: la gente sencilla y esperanzada que ve cumplidas las promesas del Antiguo Testamento. La venida del Mesías se ha hecho realidad.
Hoy, esos pastores somos los creyentes. Cuántas veces, en nuestra vida, nos encontramos con personas buenas que se convierten en ángeles para nosotros. En la oscuridad de nuestra existencia, mientras avanzamos, quizás cansados y abatidos, esos ángeles nos traen buenas nuevas. Son rayos de luz que nos inundan y nos empujan a salir corriendo, abandonando nuestro ensimismamiento, para maravillarnos ante las grandezas de Dios. La experiencia de su encuentro nos llena de alegría. En la penumbra de nuestra vida brilla la luz: Dios entra en la humanidad. Hemos de alabarle por tanto don. Después de su irrupción, nunca más caminaremos en tinieblas.

El silencio de María

María no corre. Permanece allí, admirando el misterio de su hijo. La que dijo sí a Dios, sin dudar, ahora contempla la maravilla que su Creador ha hecho en ella: ha engendrado al Salvador. Dios ha surcado su corazón. Atenta a las palabras de los pastores, guarda en su interior las alabanzas. Silenciosa y humilde, resplandece en el hermoso cuadro del nacimiento.
Santa María del Silencio: esta es una advocación mariana que deberíamos interiorizar. Su palabra más honda fue un simple sí. Ahora, en esa noche estrellada en la que nace su hijo, un denso silencio, cargado de gozo, la envuelve.
Cuánto hemos de aprender de María: su disponibilidad, su sencillez, su silencio, su entrega, su capacidad de meditar, su amor. Dios no puede entrar en nuestras vidas si no nos detenemos, si no estamos atentos, si no reflexionamos “guardando las cosas en nuestro corazón”; si no decimos “sí”, como María.
María es madre de Dios y madre de la Iglesia. Por tanto, es madre nuestra. Es nuestro modelo y ejemplo. Dios nos quiere fecundos como ella. Nos quiere disponibles y valientes, abiertos a su llamada. Si le respondemos, él hará que la luz de Cristo ilumine siempre nuestro corazón.

2011-12-24

Navidad

En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba en Dios, y la Palabra era Dios... Por ella fueron hechas todas las cosas […] En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Jn 1, 1-18

La palabra encarnada

La Navidad nos llama a reflexionar sobre la humanidad de Dios. San Juan comienza así su evangelio porque la palabra de Jesús ha calado hondo en su corazón, como una luz intensa. Esa fuerza lo impulsa a predicar.
Juan nos revela que Dios es comunicación. No es un ser extraño, alejado, centrado en sí mismo. Es un Dios que se comunica, que se relaciona, que sale de si mismo y se revela a través de Jesús de Nazaret. Jesús es la palabra de Dios, una palabra que cala con fuerza en nuestra existencia. Una palabra que es luz para nosotros. Cristo es la palabra de Dios que ilumina nuestro corazón, nuestra existencia, todo nuestro ser.
A través de su palabra, Dios nos comunica el amor. Las palabras que no comuniquen amor, que no iluminen nuestra vida, son palabras vacías, huecas, sin sentido. ¡Qué importante es recuperar el sentido de la palabra! Este mensaje nos interpela. Nos pide que todo aquello que seamos capaces de comunicar exprese justamente la voluntad de Dios.

Dios se hace pequeño

Sin lugar para hospedarse, José y María tienen que buscar refugio en una cueva. Es allí donde nace el Hijo de Dios. Este es el gran mensaje de la Navidad: la humildad de Dios. Nosotros, que somos mortales, que estamos limitados, que creemos saber muchas cosas cuando en realidad no sabemos nada, a veces nos consideramos más que Dios. Pero el cristiano, si no entra en una onda de humildad y sencillez, nunca podrá encarnarse en el mundo.
Es evidente que las religiones muchas veces han generado conflictos por querer imponer sus criterios morales; incluso se han utilizado métodos que son anticristianos en su pedagogía. Sin embargo, Jesús llega al mundo sin la intención de avasallar a nadie. En todo caso, viene a conquistarnos, a seducirnos con el inmenso amor de Dios. No viene a obligarnos a hacer nada que no nos guste, sino a que descubramos la dimensión trascendente de la vida.

Dios cuenta con la humanidad

Los teólogos afirman que, en Navidad, Dios se humaniza. Viene a ser uno de nosotros en Jesús de Nazaret. Al mismo tiempo, el hombre se diviniza, es decir, descubre la trascendencia que le depara el mismo Dios. Para venir al mundo Dios necesita de la humanidad. A través del ángel Gabriel, solicita su adhesión a María. Ella podía haber dicho no y, en cambio, responde: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”. Dios cuenta con la humanidad, con el hombre y con la mujer, para su misión redentora. Cuenta con nosotros para llevar a cabo su plan en nuestras vidas y para que muchas otras personas lleguen a conocerlo y a acercarse a Él.

La sencillez de María

En María vemos tres aspectos muy importantes. El primero es la sencillez. Estamos en un mundo en que predomina la cultura de los primeros. Vamos pegándonos codazos unos a otros, pugnando por adelantarnos.  En cambio, cuando Dios se hace niño, se está situando detrás de todos. ¿Qué es un bebé? Es el último, un ser pequeño y frágil, incapaz de sobrevivir solo; si lo abandonamos, se muere. Dios es ese gran indefenso que renuncia a todo su poder para hacerse niño. Se hace último, como también lo será en la cruz, donde, más allá de los golpes y las burlas, no tiene nada ni a nadie. ¿Qué consecuencias tiene esto? Podemos extraer implicaciones de tipo sociológico, político y cultural. ¿Cómo vivimos la virtud de la humildad? ¿Sabemos ser últimos?

Docilidad de espíritu

El segundo aspecto que quiero remarcar de María es su docilidad. En nuestra sociedad, quizás por los valores que se imponen, o porque nos enseñan a competir por ser los primeros, queremos hacer siempre lo que nos da la gana, sin preguntarnos qué es lo que Dios quiere de nosotros. Nuestro ego prevalece en todo momento, convirtiéndose en la brújula que nos orienta. Por el contrario, Jesús se manifiesta siempre dócil a la voluntad de Dios. María, su madre, también ha acatado esa voluntad: “Hágase en mi según tu palabra”. ¿Somos dóciles a lo que Dios quiere de nosotros? ¿Dejamos que se cumpla en nosotros lo que Él quiere?

El silencio

La tercera cualidad de María es el silencio. Nuestro mundo está lleno de  ruido. La gente huye del silencio, porque en el silencio uno se encuentra consigo mismo y topa con sus propias limitaciones. Cuántas imperfecciones, lagunas y lacras personales tememos descubrir. El silencio tiene un alto componente educativo y espiritual. A la gente le suele dar miedo sentarse un rato y pararse a pensar y a rezar. Necesitamos estar siempre corriendo porque huimos. ¿De quién? En el fondo, intentamos escapar de nosotros mismos. Hay muchas cosas que no nos gustan de nosotros y preferimos pasar al activismo.
Es muy importante saber estar quieto. ¿Por qué se produce en María el milagro? Porque el ángel la ha encontrado quieta, callada, en su lugar. Las personas a menudo no estamos en nuestro lugar. ¿Cómo vamos a descubrir lo que Dios quiere, si el ruido nos envuelve y nos aturde? El silencio nos causa pánico y lo desplazamos, llenando nuestras horas de bullicio y televisión, para no sentirnos solos. En cambio, María acoge al niño en el silencio de su corazón.

Enseñanzas de María

La actitud de María trae muchas consecuencias prácticas pastorales. María sólo habla en tres momentos cruciales, a lo largo de los evangelios. El primero de ellos es la anunciación del Ángel. Ella responde: “Hágase en mi según tu palabra”. ¿Qué aplicación tiene esto en nuestra vida cristiana? Si no somos capaces de descubrir lo que Dios quiere de nosotros estaremos perdidos y lanzados al abismo.
Otro momento importante en el que interviene María es cuando regaña a su hijo, que se ha quedado en Jerusalén, conversando con los doctores de la ley, en el templo. María le dice: “¿Por qué nos has hecho sufrir? Llevamos tres días buscándote.” Esta vez, habla con la inquietud propia de una madre.
Finalmente, otra intervención de María en el evangelio se produce durante las bodas de Caná, cuando observa que los invitados se han quedado sin vino y habla con Jesús. “Hijo, no tienen vino”. Y a continuación se dirige a los criados: “Haced lo que él os diga”. En esta ocasión, María interviene a favor de la fiesta. ¡Cuántas cosas pueden hacer las mujeres en el mundo, para que no falte la alegría de vivir!
Sólo en estos tres momentos los evangelios recogen las palabras de María. En el resto, su presencia es dulzura, plenitud, musicalidad del silencio. Esto es muy importante. El silencio es la gran asignatura pendiente de nuestro siglo XXI, como afirman algunos teólogos. O los cristianos somos místicos o nos perderemos.

El sentido del regalo

Hoy se da mucha importancia a la cultura de los regalos. Tienen su función mercantil, forman parte de una dinámica en la que todos entramos y nos parece lo más normal del mundo.
En esta noche de Navidad, Jesús se nos regala él mismo. Esto tiene una enorme consecuencia. Demos un sentido trascendente al regalo. El mejor obsequio es una ofrenda de nosotros mismos. Cristo, en la eucaristía, se nos ofrece a través del pan y vino. En la noche de Navidad se nos ofrece como niño. Por encima de los regalos que podamos brindar, Jesús nos invita a dar algo más: nuestro tiempo, un diezmo de nuestra vida y de nuestra libertad para ofrecer nuestra presencia y hacer algo solidario en favor de los que nos necesitan. Si no es así, entraremos en el juego voraz del consumismo sin sentido.

Volvernos como niños

En los años 80 se hablaba de la revolución de los niños y se estudiaba la importancia de esta etapa de la vida. Jesús nos exhorta a descubrir las dimensiones de la infancia en cada uno de nosotros. “Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los cielos”. No olvidemos que, aunque somos adultos, tenemos un niño dentro y, potencialmente,  también un anciano. Es importante apearnos del orgullo y recuperar aquella bonita y fragante inocencia. Los adultos nos volvemos recelosos, raros, criticones. Tenemos que volver a nacer, volver a ser niños, desde la cueva de Belén. Los niños juegan sobre los cascotes después de las guerras, no tienen en cuenta las miserias, son capaces de romper barreras culturales y psicológicas. Para el niño lo más importante es  la ternura y la amistad, el amigo del colegio, el juego, poder levantarse cada día. Los niños no buscan cargar culpas ni rencores. Nos enseñan a mirar las cosas con ojos limpios. Nos enseñan a descubrir al prójimo con capacidad de perdón y reconciliación, nos enseñan a empezar de nuevo.
Esta es una de las grandes lecciones de la Navidad. Que todo ese envoltorio de luces y regalos no nos distraiga, y que esta fiesta nos ayude a penetrar en el misterio de la auténtica alegría.

2011-12-16

El sí de María

Cuarto domingo de Adviento

En el sexto mes, Dios envió al ángel Gabriel a Nazaret, ciudad de Galilea, a una virgen desposada con cierto varón de la casa de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. Y, entrando en la casa donde ella estaba, dijo el ángel: Dios te salve, llena de gracia: El Señor es contigo.
Lc 1, 26-38

El sí de María

María, siempre atenta al designio de Dios en su vida, se convierte en la mujer elegida. Con su sí, acepta el cometido salvífico que Dios le propone. Su espléndida generosidad hace de ella un referente claro para el cristiano. No sería posible la encarnación del Hijo de Dios sin la libertad y la disponibilidad de María. Por eso, María es una figura central de nuestra espiritualidad cristiana, junto a su hijo Jesús.
Ante la noticia que le trae el ángel, y pese a sentirse muy pequeña, María se sabe agraciada. Turbada, y a la vez llena de gozo, abre su corazón totalmente. Tímida ante la grandeza de esta elección, pero decidida, se aventura en el camino que Dios le ofrece y abre sus entrañas a su voluntad. En este cuarto domingo de adviento, la esperanza tiene un rostro: se llama María. En ella la humanidad recobra su pleno sentido. El sí de María nos abre las puertas del corazón de Cristo y las del cielo.

El sí del cristiano

Hoy, cada cristiano es también receptor de un gran anuncio: la buena noticia de que Dios nos ama. Hay personas que, en nombre de Dios, nos hacen de ángeles mensajeros de su plan para nosotros. Podríamos decir que Dios tiene un proyecto para cada hombre y mujer y, aunque nuestras fuerzas puedan flaquear, él confía total y plenamente en nosotros. Podemos quedar aturdidos ante la grandeza del hecho que Dios tenga un proyecto para nosotros. Dios sólo nos pide un sí. El resto lo pondrá él y, al igual que María, nos asombraremos ante lo que puede hacer en nosotros.
Con nuestro sí, como María, dejaremos que Dios fecunde nuestro estéril corazón y lo convierta en un corazón de carne que dé frutos.

Signos de esperanza en el mundo

Un rayo de luz divina traspasará nuestras entrañas y nos hará portadores de Jesús a nuestro mundo. Así, el cristiano, seguidor de Jesús y unido a María, se convierte también en un signo de esperanza para toda la humanidad.
La Navidad está ya cercana. La esperanza de María poco a poco se convierte en alegría, porque está a punto de llegar aquel que cambiará toda nuestra historia. Una historia que comienza en la profunda meditación sobre el nacimiento en Belén. La gran revolución del Cristianismo empieza en un sencillo establo, con un bebé recién nacido: ésta es su grandeza.

2011-12-10

Ser voz de los que no tienen voz

Tercer domingo de Adviento

He aquí el testimonio de Juan, cuando los judíos le enviaron de Jerusalén sacerdotes y levitas para preguntarle: Tú, ¿quién eres? Él confesó y no negó: Yo no soy el Cristo… Yo soy la voz que clama en el desierto: enderezad el camino del Señor, como lo tiene dicho el profeta Isaías… Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis. Él es el que ha de venir después de mí, y a quien no soy digno de desatar la correa de su sandalia.
Jn 1, 6-8, 19-28
La liturgia contempla la tercera semana de Adviento como la semana de la alegría, en medio de estas cuatro semanas en las que se hace hincapié en otros temas de carácter moral. San Pablo en su carta nos dice: “Estad contentos en el Señor.” Estas hermosas palabras definen el talante pascual del cristiano.

Juan, puente hacia Cristo

El evangelio de este tercer domingo nos propone de nuevo meditar sobre la figura de San Juan Bautista como el anunciador de la esperanza a su pueblo. Juan insiste en que él sólo es testigo del que tiene que venir. Él nos prepara para el gran acontecimiento de la venida del Señor. Es testimonio de la luz que ilumina el corazón de la humanidad. Es la voz, el eco que, con fuerza, nos exhorta a abrir nuestro corazón para el encuentro con Dios. Él bautiza con agua, para que lavemos nuestra alma y nos preparemos. Pero Jesús, el que viene, bautizará con el fuego del Espíritu Santo, para encendernos en su amor y elevarnos hasta ser hijos de Dios.
La lectura del evangelio nos narra aquella escena en que los fariseos se acercan a Juan el Bautista y le preguntan: “Tú, ¿qué dices de ti mismo”. Es una pregunta que podemos hacernos hoy: ¿Qué decimos los cristianos de nosotros mismos? Juan reconoce con humildad que no es nadie. No es un profeta, ni el Mesías esperado. Es simplemente “una voz que clama en el desierto, para allanar los caminos del Señor”. Podríamos decir que éste es el talante cristiano. Reconocemos que no somos nada y que todo cuanto tenemos es puro don de Dios. Juan se considera a sí mismo como un puente; el verdadero protagonista de la salvación es Cristo.

Elevar la voz en medio del mundo

Es importante que, de tanto en tanto, los cristianos nos planteemos seriamente qué pensamos de nosotros mismos. Nuestra vida cristiana, ¿es una vida entusiasta? Lo que decimos y hacemos, ¿guarda una coherencia profunda con nuestra existencia cotidiana? ¿Somos gente de esperanza? ¿Creemos lo que decimos? ¿Somos Iglesia militante en medio del mundo, desafiando la apatía? Al menos deberíamos poder decir, como San Juan: somos una voz que clama en el desierto. Una voz recia, tenaz, convencida de aquello que está proclamando.  Elevar la voz implica asumir compromisos de tipo social, político, cultural y moral. Así lo hace la Iglesia cuando se pronuncia acerca de determinados temas que afectan a la sociedad.  Cuando se trata de respetar y defender la dignidad humana y la libertad de la persona no hay que tener miedo a definir nuestra postura cristiana ante el  mundo.
Si los cristianos no estamos encarnados en el mundo de las ciencias, de la cultura, de la política, de la comunicación; si no estamos presentes ahí, la sociedad se irá apagando y los valores cristianos serán desplazados. Por esto es importante hablar con voz firme y sonora, que en algún momento será denuncia profética. A veces hay que decir: no estamos de acuerdo. No somos niños pequeños, somos adultos y tenemos criterio.
Ejerzamos la adultez cristiana. La fe cristiana es lo suficientemente trasformadora como para cuestionar ciertos criterios de la política, la economía, las ciencias, la cultura... Si de verdad creemos en Jesús de Nazaret, esto debe reflejarse en nuestra vida. Entre aquello que creemos y nuestra manera de obrar no puede haber un abismo. Los cristianos hemos de ser las voces de los que no tienen voz, teniendo siempre presente a Jesús como guía y salvador.

2011-12-06

La Inmaculada Concepción

En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David. La virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. ...
Lc 1, 26-38

Vivir con el corazón abierto


Celebramos hoy una gran fiesta arraigada en la comunidad cristiana: la Inmaculada Concepción de María. ¿Cómo podía ser de otra manera? María fue elegida por Dios como madre de su Hijo, por ello fue concebida sin mancha de pecado alguno.

El evangelio de hoy sienta las bases de la espiritualidad mariana. María es la mujer que supo disponer un hogar para Dios, un corazón cálido y abierto a su voluntad.

El ángel la saluda con estas palabras: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. María ya está llena de la presencia de Dios. Es algo cotidiano vivir atenta a su Espíritu. Porque conecta con él, recibe gracia sobre gracia. Su receptividad es tan grande que el Señor la inunda.

No temáis

No temas, María, continúa el ángel. María es llamada a una vocación muy alta: ser la madre del mismo Dios. Nosotros, los cristianos, también somos llamados. Dios entra a nuestra presencia si tenemos espacios diarios de silencio para él. La madurez espiritual permitirá que Dios cale en nuestra existencia diaria y podremos escuchar su llamada. Dios también piensa en nosotros y confía en nuestra capacidad de respuesta. A María le anuncia que concebirá y dará a luz a un hijo que será la salvación del mundo. Cada cristiano abierto concebirá en su corazón un proyecto de Dios para colaborar en la redención que Jesús inició.

No temáis, hombres y mujeres del siglo XXI. Aunque el mundo parece girar al revés, sabiendo que Dios está con nosotros nunca hemos de temer a nada ni a nadie. María no teme. Está preparada para su misión: ser receptora del mismo Dios. Jesús, su hijo, será el redentor del mundo y dará su vida para salvar a toda la humanidad. La Iglesia, hoy, sigue siendo receptora de ese mensaje y continúa esta misión.

Para Dios nada es imposible

María se aturde, al principio, cuando oye al ángel. Nosotros también podemos turbarnos. ¡Dios mío! Es tan grande tu amor… ¡y yo soy tan pequeño! No soy nada, ¡y tú me das tanto! Pero el Espíritu Santo que aletea en el universo transforma esta nada convirtiendo nuestro corazón y nuestra vida en una realidad hermosa capaz de emprender obras extraordinarias.

¿Cómo será eso, pues no conozco varón?, se pregunta María. También nosotros podemos preguntarnos: ¿Cómo podremos hacer lo que Dios nos pide, si somos tan limitados?

Dios puede. El Espíritu Santo vendrá sobre nosotros y la fuerza del Altísimo nos cubrirá con su sombra. Recibiremos su aliento y nuestra vida será renovada. Es el mismo Espíritu Santo que se alberga en el corazón de María. Para Dios nada es imposible.

María estaba dispuesta y era inmaculada en su interior. Nosotros también estamos limpios por la misericordia del Padre y por el sacramento de la penitencia. Para él no es imposible lavar nuestras culpas, pese a nuestras dificultades, nuestros pecados, egoísmos e historias pasadas. Dios puede convertir un corazón de piedra en otro de sangre, que palpite de vida, derramando amor.

Somos hijos de Dios. Como los hijos se parecen a los padres, ¿en qué nos parecemos a Dios? Justamente en esa inmensa capacidad de amor. Aunque nuestra cultura hace hincapié en los aspectos más negativos de la naturaleza humana, no dudemos que el hombre guarda tesoros hermosos en su corazón y es capaz de entregarse hasta el límite. Dios puede penetrar en nuestros vericuetos emocionales, iluminar nuestras sombras, llenar nuestras lagunas, nuestros vacíos… Los condicionantes biológicos y psicológicos quedan superados por lo espiritual.

Hágase en mí según tu palabra

María dice sí a Dios, sí a su plan, a su designio. Sin ese sí valiente, generoso, libre, el misterio de la encarnación no habría sido posible. El sí de María hace posible la revolución del Cristianismo.

Dice María: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Hay que leer la palabra esclava en su contexto. No se puede obrar el bien sin libertad. El concepto de esclavitud aquí significa disposición, entrega, un decir: mi vida es para ti, soy tuya; me entrego libremente, porque quiero. No se trata de someterse a Dios, él jamás quiere siervos, y aún menos quiere que María sea una esclava sojuzgada. Dios ama al hombre libre y pide una respuesta desde la libertad. En lenguaje de hoy, podríamos traducir esta frase como: Aquí está la amiga del Señor. O también: He aquí la hija del Señor.

Decir sí a Dios comporta un compromiso que se fortalece cada día, como el de los esposos. Ese sí debe fortalecerse, perfumarse y alimentarse con la oración diaria. Decir sí a Dios es aceptar que su palabra sea nuestra vida, que penetre en lo más hondo de nuestro ser, que se haga en nosotros todo cuanto él sueña. Y ese sí debe darse libremente, porque sólo libremente podemos ser invadidos por el amor de Dios.

Del paraíso al reino de Dios

El evangelio de la anunciación del ángel a María contrasta con la primera lectura de hoy, del Génesis, que nos relata cómo el hombre cae tentado por el demonio y es expulsado del Edén. En este pasaje, vemos cómo Adán y Eva no se fían de Dios y se sienten desnudos ante él. La desconfianza trae consigo la ruptura entre el hombre y Dios.

María, en cambio, se convierte en el paraíso de Dios. Sus entrañas serán el lugar donde se lleve a cabo la redención. Adán huye corriendo del paraíso. María, que se fía, no escapa. Espera. Dios se alberga en su corazón, y ella se convierte en casa de Dios.

2011-12-03

Preparad el camino al Señor

Segundo domingo de Adviento

…Voz del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad las sendas. …Estaba Juan en el desierto bautizando y predicando el bautismo de penitencia para la remisión de los pecados, y acudía a él gente de todo el país de Judea y de Jerusalén, confesando sus pecados, y recibían de su mano el bautismo en el río Jordán. Mc 1, 1-18

Llamada a la conversión

En este segundo domingo de adviento la liturgia resalta las figuras de Isaías y de Juan Bautista. Ante la inmediata llegada del Señor, la voz del profeta resuena con toda su fuerza en boca de San Juan Bautista. Es una voz recia y clara, que traduce la culminación del deseo de Dios: preparemos nuestra vida para el encuentro, de tú a tú, con él.
El acontecimiento de la llegada del Hijo de Dios ha de sacudir nuestro corazón. Es Dios quien tiene la iniciativa, quien da el primer paso para acercarse a la humanidad. Juan Bautista nos urge a cambiar nuestra vida y a convertir nuestros corazones para poder recibirlo. 
La conversión y el perdón nos ayudan a purificarnos por dentro, de manera que el Niño Dios pueda encontrar en nosotros un pesebre cálido para su nacimiento.

Allanar los caminos

Para preparar este encuentro con cada uno de nosotros, Juan Bautista pide que aplanemos el camino, que enderecemos los senderos, que arranquemos todos aquellos obstáculos que impiden el abrazo de Dios con su criatura.
Esto implica cambiar actitudes, percepciones erróneas que podamos tener sobre la realidad y sobre los demás; significa limpiarnos, depurando en nosotros todo aquello que estorba la entrada de Dios. Especialmente, aquellas lacras que nos dificultan vivir plenamente nuestra condición de cristianos. Hemos de arrojar lejos de nuestro corazón las losas más pesadas: el orgullo, la vanidad, la frivolidad, la envidia..., verdaderas rocas que dificultan el paso de Dios por nosotros.
Pero, a veces, nuestras fuerzas no bastan para barrer todos los obstáculos. Es entonces cuando hemos de volver nuestra mirada hacia Dios. Si dejamos que su palabra penetre en nosotros sentiremos su poderosa fuerza. Sólo él puede nivelar nuestra mentalidad, rebajando el orgullo, enderezando lo torcido, puliendo lo escabroso. Dios quiere que convirtamos nuestro corazón en ancha autopista para poder deslizarse con suavidad por nuestras vidas. Pues sólo así, a partir de este encuentro, el hombre encuentra su plenitud humana, que lo llevará a convertirse en otro Cristo, ungido, amado de Dios.

2011-11-25

Velad, porque no sabéis el día

Primer domingo de Adviento

Estad, pues, alerta, velad y orad, que no sabéis cuándo será el tiempo… Velad porque no sabéis cuándo llegará el dueño de la casa: si a la tarde,  la medianoche o al canto del gallo, al amanecer. No sea que, viniendo de repente, os encuentre dormidos… Velad.
Mc 13, 33-37

Velar es propio de quien ama

Velad, porque no sabéis el día ni la hora en que vendrá el Señor. El evangelio que inaugura el Adviento nos invita a una actitud muy cristiana: velar. Muchos son los textos que nos aconsejan estar siempre alerta: velad, escuchad, estad a punto... Estas palabras pueden atemorizarnos, porque sugieren que Dios se presenta sin aviso, sorprendiéndonos. Pero los cristianos hemos de ir más allá del temor. Velamos porque esperamos al amor de nuestra vida. Estamos atentos porque amamos. Velar es propio de los enamorados, siempre aguardando la llegada del amado.
Dios siempre viene a nosotros. Todo el tiempo es suyo, y cada día se hace el encontradizo con el hombre a través de personas, situaciones, acontecimientos... Las palabras del evangelio, “velad”, nos exhortan a vislumbrar su presencia constante entre nosotros.
La actitud de alerta es propia del cristiano. La imagen del centinela que nunca baja la guardia refleja a la persona que no deja pasar un solo día sin prestar atención, sin estar atenta a los demás, sin ser consciente de que Dios impregna toda su vida. Velemos, porque cada hora es la hora de nuestro Señor.

¿Qué esperamos en Adviento?

Para los cristianos, Jesús es la culminación del Adviento. Podríamos decir que él es nuestra esperanza. Pero los que participamos asiduamente en la eucaristía somos cristianos post-pascuales. ¿Qué significa esto? Significa que ya hemos dejado atrás la etapa de espera. En nuestra etapa de catecumenado alimentábamos la esperanza de encontrarnos con el Jesús histórico, una figura humana muy atractiva que nos llamaba a dar un paso más. Con el bautismo, revivimos su muerte y resurrección y llegamos al Jesús pascual. Y, con la eucaristía, finalmente, permanecemos con Jesús sacramental.
Después de recibir el bautismo, con nuestra participación en la eucaristía, ya estamos instalados en la caridad. Jesús ya habita en nuestro corazón y no vivimos de la esperanza, sino de la experiencia viva del resucitado.
Os invito, en este tiempo de Adviento, a vivir el sentido de la auténtica esperanza cristiana, a comprender lo que significa que Cristo venga. Él ya está con nosotros, pero son muchos los que aún lo esperan. El cristiano que vive  esperanzado y se siente salvado se convierte en bandera de esperanza para aquellos que no la tienen o que no saben esperar el gran encuentro con Cristo en sus vidas.

2011-11-19

Jesucristo, rey del universo

Ciclo A
“Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”
Mt 25, 31-46

La prueba crucial ante Dios

Con la fiesta de Cristo Rey culminamos el ciclo litúrgico. A lo largo de este tiempo hemos profundizado en el misterio de la salvación hasta la proclamación de Jesucristo como Rey del Universo. Esta fiesta, con sabor escatológico, precede al nuevo año litúrgico y va más allá de las imágenes bucólicas que leemos en el evangelio. Llegará un momento en nuestra vida en que Cristo aparecerá en su gloria, con sus ángeles, y nos dará la última lección a fin que estemos preparados para el encuentro definitivo con él.
Las preguntas que nos hará no serán cuestiones de alta teología ni un examen catequético. Tampoco nos preguntará si hemos ido a misa todos los domingos o si hemos sido generosos con nuestros donativos, si hemos evangelizado lo suficiente o si hemos anunciado sin descanso la buena nueva. Es curioso que en el momento culminante ante el encuentro con Dios, Jesús no contabilizará cuánta gente hemos convertido. No condicionará nuestra entrada en el reino del cielo a la eficacia de nuestro trabajo pastoral, sino que nos situará ante esta realidad: ¿hemos amado lo suficiente?

La fe y el amor son obras

Con esto, Jesús nos está diciendo que la fe y el amor son obras, son acciones, y no palabras bonitas. Jesús no quiere que seamos sólo buenos predicadores, y que digamos aquello que es “políticamente correcto”. Jesús quiere que seamos valientes y capaces de transmitir su amor, especialmente hacia los más desvalidos y olvidados. La condición para entrar en su gloria es encarnar en nuestra vida las obras de misericordia.
Hoy, muchas personas se lamentan del fuerte impacto secularizador de nuestra sociedad, de la pérdida progresiva de la fe y de la falta de compromiso. Yo me preguntaría, más bien, si no nos habremos limitado a predicar, a hacer las cosas por cumplir y si no habremos caído lentamente por el tobogán de la rutina. Quizás también hemos caído en la trampa de racionalizar la teología y hemos querido encajar la revelación en un discurso demasiado intelectual.
Lo esencial y genuino del Cristianismo es el amor, no las palabras. La entrega a los demás no es un discurso bien elaborado. Lo genuino del cristiano es asumir el riesgo, la pasión, la aventura, el coraje, y no la comodidad, la rutina ni el miedo. Lo esencialmente cristiano son la alegría, la generosidad y la confianza, y no la tristeza, el egoísmo y la desconfianza. El miedo nos paraliza y nos convierte en personas estériles. Es propia de Dios la donación sin  mesura, y no la mezquindad.

No seamos miopes ante la realidad

“Benditos de mi Padre”, dice el Señor, “porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; estuve encarcelado y me visitasteis; fui forastero y me acogisteis…” Hoy, la enorme crisis que está flagelando a Estados Unidos y a toda Europa ha generado nuevos grupos de pobres que viven junto a nosotros y que a veces carecen de lo más básico para subsistir. ¿Estamos tan ensimismados en nuestros asuntos y en nuestra estrechez de miras que nos hemos convertido en auténticos miopes ante la realidad? El gemido de los pobres clama a Dios. En la parábola del buen samaritano, un sacerdote pasó de largo ante el herido porque, posiblemente, tenía que cumplir con sus obligaciones en el templo. ¿Hacemos lo mismo en nuestras iglesias? Dar calor, acogida, ropa y techo; ofrecer pan, consejo y una sonrisa amable… ¿tanto nos cuesta?

Amar a Dios en los demás, sin mesura

Hoy, desconfiamos del pobre. Es verdad que hay que tener en cuenta algunos criterios a la hora de ayudar, para verificar que esa pobreza es real y la necesidad de la persona acuciante.  Pero no nos excedamos con esos criterios porque en el fondo, ser consecuente con el evangelio es mucho más que prestar una atención profesional y rigurosa. ¿O es que tenemos miedo a descubrir la terrible exigencia evangélica? ¿Tememos descubrir que nos hemos instalado en la apatía y que nuestra forma de esquivar la realidad no es otra que ceñirnos a cumplir lo que toca, sin salir de la línea marcada, hundidos en la rutina, por miedo a la luz reveladora de Cristo, que nos pide darlo todo?
Sólo quien vive y practica las obras de misericordia será bendito de Dios y tendrá abiertas de par en par las puertas del reino. Ojalá Dios reine en el universo de nuestra existencia y sea el verdadero rey de nuestra vida. Y ojalá sepamos ver en cada una de estas personas, solas, olvidadas y que necesitan auxilio, su más vivo retrato. Que en nuestra ayuda y en nuestra atención hacia ellas sepamos servirlas con amor, delicadeza y respeto, como al mismo Cristo.

2011-11-12

Has sido fiel en lo poco...

32º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A


Como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor.
Mt 25, 14-30

Dios nos da talentos a todos

En la liturgia de este domingo, el evangelio nos propone la parábola de los talentos. El texto nos narra cómo un señor, antes de viajar, pone en manos de sus empleados la administración de sus bienes para que, a su regreso, pueda percibir los beneficios de su hacienda. A uno le da cinco talentos, a otro dos y al último le da un talento. Sus empleados inmediatamente se ponen a trabajar, pero no todos. Y cada cual obtiene un fruto diferente.
Dios siempre ha creído en su criatura y ha querido contar con todos nosotros para que, junto a él, podamos participar de la salvación del mundo. Así, nos ha dado carismas y capacidades para culminar su obra salvadora. A todos nos da fuerza e inteligencia para que pongamos al servicio de su reino nuestra creatividad y saquemos lo mejor de nosotros, multiplicando los bienes espirituales que él nos ha dado.

La confianza hace florecer los talentos

El que tiene su confianza puesta en Dios inmediatamente se pone a trabajar con entusiasmo y obtiene frutos de esos dones. Es hermoso sentir cómo Dios confía plenamente en nosotros en la administración de sus bienes. Y es grande que cuente con nosotros. Como bien dijo Benedicto XVI en su discurso de investidura, Dios no sólo no nos quita nada, sino que nos lo da todo, y con creces. No hemos de temer nada: Dios nos regala la eternidad. A los que saben producir y multiplicar los talentos recibidos, les dará el cien por el uno. Así es su respuesta, derrochadora e inconmensurable.

La desconfianza esteriliza

Pero la parábola nos cuenta también que el que recibió un talento, por miedo y desconfianza hacia su señor, lo escondió y no lo puso a producir beneficios. El señor se enoja con este siervo y lo llama insensato y holgazán, porque al menos podía haberlo puesto en un banco, donde habría dado sus intereses.
Cuántas veces, por desconfianza, por pereza y porque malpensamos, descuidamos nuestras obligaciones y dejamos de potenciar las capacidades que Dios nos ha dado. Cuántas veces la falsa humildad, el temor y el recelo nos esterilizan hasta hacernos perder todo cuanto teníamos. ¿O es que creemos que Dios es injusto? ¿Creemos que reparte mal sus talentos? ¿Tememos su exigencia, o que nos lo pida todo?
Sólo los que abren su corazón a Dios serán dichosos. Pero los que se cierran, lo pierden todo, incluso lo poco que tenían, y serán infelices. En cambio, el hombre que reconoce a Dios como el centro de su vida recibirá innumerables bienes materiales y espirituales que lo harán plenamente feliz.

La Iglesia, llamada a dar fruto

Todos los cristianos estamos llamados a hacer fructificar como mínimo el talento que Dios nos ha dado a todos: su amor. Este don no le ha sido negado a nadie y lo regala en abundancia, de manera que puede multiplicarse en todos y cada uno de nosotros.
Dios ha concedido a su Iglesia unos dones espirituales para que los potencie. El legado de la caridad es esencial para que nuestra coherencia cristiana crezca. Este es un don muy potente que Dios nos ha dejado para que hagamos expandirse su reino.
Pero, ¡cuántas veces no sólo por pereza o miedo, sino por una falsa prudencia, dejamos de hacer lo que podríamos hacer! Tenemos miedo al riesgo, a equivocarnos, a que la gente nos critique. O simplemente, lo que queremos emprender no es “políticamente correcto”. O, como dice el Papa en su encíclica Deus Caritas est, la burocracia y un análisis excesivamente sociológico nos hacen caer en la trampa de convertir la obra social de la Iglesia en meras abstracciones y números. No olvidemos que el servicio de la caridad está por encima de los criterios empresariales, entre ellos, la competitividad, la búsqueda del rendimiento o de la pura eficacia, sin tener en cuenta otros aspectos humanos más difíciles de contabilizar.
La Iglesia no es una empresa, sino una familia. La gran comunidad de Cristo ha de evitar caer en la persecución de simples resultados y estadísticas; ha de ir a la personalización real de la caridad, sabiendo tratar a cada persona como al mismo Cristo. Sólo así podremos hablar de fecundidad evangélica, y no tanto de eficacia institucional.

No cortemos las alas al Espíritu Santo

No tengamos miedo a desarrollar los talentos que Dios nos ha dado. Tampoco estorbemos que los demás potencien sus talentos; no ahoguemos los proyectos que Dios pone en el corazón de las personas y que ni la Iglesia, ni las jerarquías eclesiales ni las instituciones humanas deberían impedir ni abortar. Nadie puede evitar que Dios haga explotar su generosidad y derrame sus talentos sobre quien quiera y como quiera; nadie debería poner frenos al Espíritu Santo, y mucho menos debería erigirse en juez. No podemos ahogar las buenas iniciativas que brotan en los demás.
En muchos casos, queremos poner trabas con argumentos aparentemente realistas, apelando a la sensatez, que en realidad esconden celos, envidias y miedo. Bajo una apariencia de prudencia y bondad pueden ocultarse enormes fantasmas que nos impiden hacer crecer a los demás.
No temamos ser creativos ni caigamos en el minimalismo de la fe raquítica, que se contenta con un puro cumplimiento de preceptos. Ya en el Deuteronomio se nos recuerda que hemos de dar a Dios lo máximo: amarle con toda nuestra mente, con todo nuestro corazón, con todas nuestras fuerzas, con todo nuestro ser. Es decir, amar a Dios con intensidad, volcando nuestra vida en él. Sólo así, desde esta profunda adhesión, se puede dar fruto en abundancia.

2011-11-05

Velad, porque no sabéis el día

32º domingo tiempo ordinario —A—
—Se parece el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas…
Mt 25, 1-13

El Reino de Dios es una fiesta

La conocida parábola de las diez vírgenes nos presenta dos aspectos muy interesantes del Reino de Dios. Por un lado, la llegada del Reino se compara con la del novio: con una boda. La imagen del desposorio es utilizada por Jesús en más ocasiones durante su vida pública. La venida de Dios es una fiesta, y no una fiesta cualquiera. Llega el novio y los invitados se preparan con alborozo para recibirle. Es una hermosa metáfora de lo que sucede cuando dejamos que Dios entre en nuestras vidas: entra el Amor y nuestro corazón lo celebra.
Sin embargo, no todo el mundo está preparado para recibir a Dios. Jesús nos muestra dos actitudes humanas en las figuras de estas diez doncellas, cinco prudentes, cinco insensatas.

Anticipar la llegada con amor

¿Qué hacen las vírgenes prudentes? Están atentas. Prevén que quizás el novio tarde y se haga de noche. Llevan sus lámparas y, además, aceite de recambio. Santa Teresa decía que quien ama mucho piensa mucho. Quien espera ardientemente prevé y se prepara. De la misma manera, cuando esperamos a un invitado muy querido, ponemos a punto nuestro hogar y compramos todo cuanto hace falta para recibirlo dignamente.
Así sucede también con nuestra vida espiritual y nuestra relación con Dios. A veces vivimos una oscuridad, una sequedad íntima que nos produce ansiedad. Nos parece que Dios está lejos o ausente, y deseamos que llegue. Pero… ¿vamos a esperar de brazos cruzados? Quien realmente quiere recibir a Dios en su vida no se queda inactivo. Espera alerta, con la lámpara del alma encendida. Con aceite. Esa lamparilla es la oración constante. Y el aceite son las obras. Vivir “como si” el novio ya estuviera con nosotros, vivir siempre alegres, aunque en ocasiones sintamos vacío interior, es una manera de anticipar y adelantar la venida de Dios.

La frialdad nos lleva al abismo

En cambio, ahí tenemos la actitud negligente de las vírgenes necias. Esperan al novio, sí, pero de forma pasiva y despreocupada. Su falta de previsión es, en el fondo, una falta de amor, de compromiso, de implicación. El descuido revela poco interés y, tal vez, poca confianza.
Cuando se les acaba el aceite, piden más a sus compañeras. La respuesta de éstas puede parecernos un poco insolidaria: “Por si acaso no hay bastante para todas, mejor es que vayáis a la tienda y lo compréis”. Pero, haciendo una lectura en profundidad, es una respuesta acertada.
El proceso de crecimiento espiritual es intransferible. Cada persona ha de pasar por sus propias etapas de crecimiento. La fe es un don que recibimos, pero la libertad humana es personal y cada cual debe construir la suya. Una persona puede mostrar a otra qué ha hecho, pero no puede trasladarle su propia experiencia, sólo el conocimiento. Y esto es lo que hacen las doncellas prudentes: ellas ya fueron antes a la tienda a comprar su aceite. Ya se prepararon con tiempo; eso es lo que deben hacer las otras.
Pero, ¿qué ocurre? Que llegan tarde. Pasó el momento, dejaron escapar la ocasión y ya no pueden entrar a la fiesta.

Saber ver los signos de Dios

El tiempo es otro don que nos es dado. Vivimos en el tiempo, pero no podemos poseerlo ni detenerlo. Nuestra vida no da marcha atrás; no podemos rectificar sobre el pasado.
Durante nuestra existencia mortal, se nos presentarán muchas oportunidades para acercarnos a Dios y entablar con él una amistad bella y duradera. Dios nos tiende la mano en multitud de ocasiones. Si no tenemos nuestra “lámpara” interior encendida, no lo veremos. De ahí el aviso final del evangelio: “Velad, porque no sabéis el día ni la hora”. Jesús nos llama a vivir atentos a esas múltiples señales que nos envía Dios. Él nos habla, a través de personas, situaciones, lecturas, acontecimientos… ¡Sepamos estar alerta! Porque cuando dejemos pasar de largo la ocasión, quedamos expuestos a la intemperie, a la noche del alma, al frío.
Es cierto que Dios es misericordioso y nos brindará una y mil ocasiones para llegar a Él. Pero nuestra vida es limitada y tampoco sabemos cuándo moriremos. Por eso, ¡no nos durmamos! Vivamos con esperanza activa, amando e iluminando nuestros días con la oración. Y Él llegará y nos llamará a gozar de su banquete.

2011-10-29

Quien se enaltece será humillado



31º domingo tiempo ordinario - A


Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

Mt 23, 1-12

El afán de ganar elogios


Esta lectura es una bofetada al orgullo de la fe y a la hipocresía. Jesús manifiesta con claridad la falta de coherencia de muchos escribas y fariseos, que se sientan «en la cátedra de Moisés», ejerciendo su liderazgo religioso sobre el pueblo, y que se complacen en exigir a otros lo que ellos mismos no cumplen.

Son duras palabras y rotundas. Los cristianos de hoy no debemos leerlas con asombro y desprecio hacia los judíos de entonces: nosotros mismos podemos caer en esas actitudes soberbias, por el hecho de ser creyentes, de estar formados o de ocupar algún lugar de responsabilidad en nuestras parroquias o comunidades.

Como en aquella parábola del fariseo y el publicano, Jesús arremete contra el afán de figurar y guardar unas apariencias impresionantes. A ciertas personas les agrada sobremanera ser reconocidas, respetadas, halagadas. Necesitan que la gente haga reverencias ante ellas. Les gusta ser llamadas «maestros».

Tal vez nosotros podamos pensar que no somos así. Que, más bien, somos humildes y no pretendemos ser nadie importante. Pero si hacemos examen de conciencia, ¿no nos gusta que nos elogien? ¿No buscamos, de tanto en tanto, que nos den una palmadita en la espalda? ¿No nos complace ser vistos como buena gente, sencillos pero honestos, irreprochables, serviciales, responsables? ¿No nos agrada ser bien considerados y recibir la confianza y las alabanzas ajenas? Seamos sinceros y apartemos de nosotros toda falsa modestia. ¡Claro que nos gusta! Incluso, a veces, nuestra pretendida abnegación y servicialidad se convierten en formas de llamar la atención y reclamar halagos.

No nos creamos superiores


Jesús nos avisa. No nos lo creamos. No nos envanezcamos por nuestra fe, ni por nuestra conducta intachable. No caigamos en la egolatría, que es, finalmente, esa manera de reclamar para nosotros el reconocimiento y los honores que sólo corresponden a Dios.

Creer es un don. Por tanto, no es nuestro mérito vivir la fe y poseer ciertas cualidades. Todo cuanto tenemos lo hemos recibido. Todo cuanto sabemos, alguien nos lo ha enseñado. El único padre y maestro es Dios. El único consejero, Cristo.

También nos alerta Jesús de los problemas que genera en un grupo humano ese afán de figurar y de querer ser más que los otros. Lo señala en numerosas ocasiones, porque sabe que en toda comunidad brotan conflictos y, la mayoría de las veces, son a causa de este querer ser primeros. Por eso Jesús acaba su discurso diciendo aquello que repetirá en la última cena: «el primero entre vosotros será vuestro servidor». Más aún: «el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

La esclavitud del egoísmo


Algunos pensadores hacen lecturas psicológicas y extremistas de estas palabras y denuncian que el evangelio pide una sumisión total a los creyentes, una renuncia a sí mismos y a lo que son, una auto-aniquilación. En definitiva, una esclavitud moral.

Cuando habla de humillarse, Jesús nos está hablando de vivir volcado a los demás, de manera generosa y desprendida, sin atender a las poderosas razones del ego, que reclama constantes mimos y jamás se sacia. En realidad, la esclavitud es justamente esta: vivir pendientes de nosotros mismos, de la imagen que proyectamos, del qué dirán los otros, de nuestro prestigio personal, de nuestra reputación. Quien vive centrado en sí mismo, se encierra en un mundo obsesivo y asfixiante, que engrosa su ego pero vuelve raquítica su alma.

Jesús no nos pide la destrucción de nuestra personalidad. Tampoco pide humillaciones y penitencias indignantes. En ningún lugar del evangelio se habla de autoflagelarse ni de someterse a castigos físicos o morales. Al contrario, Jesús siempre va al rescate de la dignidad humana, especialmente en aquellas personas que son más marginadas por sus propios congéneres. Su mensaje siempre es liberador.

2011-10-21

El primer mandamiento

30º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y el primero. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas”.
Mt 22, 34-40

Más allá de la ley, el amor

El pueblo judío seguía las enseñanzas de la Torá, que contenía más de seiscientos preceptos religiosos a cumplir. Jesús los resume todos en dos: amar a Dios con todas las fuerzas y al prójimo como a uno mismo.
Ante la pregunta de un maestro de la ley, Jesús contesta yendo más allá del conocimiento de ésta. Responde desde su profunda vivencia de Dios. Así, dice que el mandamiento principal es amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser. Es decir, amar a Dios con toda la intensidad y situarlo en el centro de nuestra vida. Esta respuesta refleja la relación íntima de Jesús con su Padre. Él ama a Dios con toda su vida, tanto, que la entrega por amor.
Amar es más que cumplir un precepto o una norma; el amor es la concreción y la plenitud de la ley. Jesús nos alerta a no caer en legalismos religiosos. Nos pide que amemos por encima de todo y nos enseña también a amar a Dios como él lo ama.

Amar al prójimo

Pero no se puede separar amar a Dios y al prójimo. Ambos amores están estrechamente vinculados. San Juan nos dice: “¿Dices que amas a Dios, a quien no ves, y no amas al prójimo, a quien ves?, ¡hipócrita!”
La mejor forma de demostrar el amor a Dios es amar al prójimo. Amar a Dios nos cuesta quizás menos pero amar al prójimo, que no piensa como nosotros, que no es de nuestro grupo, que incluso nos ha hecho daño, es más difícil y supone una mayor exigencia.
Si de verdad amamos a Dios, como consecuencia inevitable amaremos a los demás. Jesús lleva al límite el amor al prójimo, incluso al que no es “amigo”, es decir, hasta el enemigo. Amar al enemigo es la máxima expresión de un amor encarnado y cristiano. Así, Jesús lleva la ley a su plenitud. Ya no nos dirá que amemos al prójimo “como a ti mismo”. En la cena pascual, durante el discurso del adiós, nos dirá: “Amaos unos a otros como yo os he amado”.
En ese “como” está la clave del amor cristiano. Si en el Antiguo Testamento el amor a Dios y al prójimo resumían toda la Ley y los profetas, en el Nuevo Testamento se nos da un único Mandamiento: el amor al estilo de Jesús, “amaos como yo os he amado”. Jesús va mucho más allá de las normas, y su respuesta a la pregunta del fariseo trasciende toda la ley. Los cristianos de hoy hemos de aprender a amar al modo de Jesús y sacar de nosotros todos aquellos aspectos judaizantes que nos impiden amar en libertad, con todo nuestro entusiasmo y entrega. Sólo el amor desde la libertad nos llevará a la plenitud de la vida cristiana.

2011-10-15

Dios y el César

29º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“Dad al César lo que es del César,
y a Dios lo que es de Dios”.
Mt 22, 15-21

Una pregunta maliciosa

Los fariseos y los partidarios de Herodes quieren comprometer a Jesús con una pregunta malintencionada. Así, envían a varios a interrogarlo y lo ponen ante una cuestión delicada: ¿Es lícito pagar tributos al César? Previamente, le han dedicado palabras halagadoras: “Sabemos que siempre dices la verdad, que enseñas los caminos de Dios y que no te importa lo que diga la gente”. Pero Jesús capta inmediatamente sus intenciones y responde con inteligencia, sin atacar la relación del pueblo judío con Roma, una relación de dominio y opresión.
Quieren atrapar a Jesús pidiéndole su opinión acerca del poder romano, pero él se desmarca de la polémica y esquiva la trampa.
Ante las preguntas que nacen fruto de la desconfianza, para sonsacarnos y utilizar nuestras opiniones como arma arrojadiza, Jesús nos enseña a actuar de manera lúcida e inteligente. En primer lugar, no se deja embaucar por sus palabras lisonjeras. “Hipócritas”, les dice, “¿por qué me tentáis?”. Luego, les responde con otra pregunta y les obliga a encontrar ellos mismos la respuesta. Pidiéndoles un denario romano, les dice: “¿De quién son esta cara y esta inscripción?”. Ellos responden: “Del César”. Y entonces él pronuncia esta frase rotunda: “Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

¿Qué es del César?

¿Qué es del César y qué es de Dios? Con su respuesta, Jesús marca una clara separación entre el poder divino y el humano, avanzándose en muchos siglos a lo que hoy conocemos como “separación de poderes” o laicidad del estado.
Ser cristianos no nos exime de las obligaciones de cualquier otro ciudadano. Dar al César lo que le corresponde es aportar nuestros impuestos para la construcción de servicios, equipamientos y obras públicas necesarias en nuestros países. Es decir, ser buenos ciudadanos, responsables y solidarios, contribuyendo a la mejora de toda la sociedad.
Pero no podemos dar al César nuestra libertad, nuestros pensamientos, nuestro corazón. Nuestra conciencia y nuestro ser no pertenecen a los poderes humanos sino que son un don de Dios.

¿Qué es de Dios?

A Dios, ¿qué podemos darle? Dios nos lo ha dado todo. Nos ha dado la existencia, la familia, los amigos, nuestra libertad, incluso nuestro patrimonio, poco o mucho. Pero, por encima de todo esto, nos ha dado el don de la fe y el regalo de la promesa de la eternidad. ¿Cómo corresponder a tantos dones? Nunca podremos hacerlo.
Dios no nos pide dinero y nunca nos obligará a dar aquello que no queramos dar, ni nos castigará por ello. Pero aquel que tuvo la iniciativa de hacernos existir y nos ha dado todo cuanto tenemos, ¿no merece que le entreguemos generosamente algo de nosotros?
¡Cuántas veces regateamos ante él, porque olvidamos que nos ha dado la misma vida!
Dar a Dios lo que es de Dios significa trabajar por la paz, construir la fraternidad, cuidar de los más débiles. Son de Dios la comunión y la amistad. Cuando actuamos así, le estamos ofreciendo nuestro pequeño tributo en tiempo, en vida, en esfuerzo y en pasión. Será entonces cuando llevaremos inscrita en nuestro corazón la imagen de un Dios Padre generoso que nos lo ha dado todo.

Libertad interior

Con su respuesta, Jesús pone de manifiesto su auténtica libertad frente a la religiosidad judía y al gobierno opresor de Roma. Por encima de una y otro, Jesús sitúa a Dios.
El cristiano ha de aprender a estar en el mundo que le toca vivir, cumpliendo con sus obligaciones cívicas, pero con la mirada puesta más alto. Hemos de vivir nuestra vida de manera trascendida. Sólo así manifestaremos la verdadera libertad de los seguidores de Jesús y podremos exclamar, con el profeta Isaías (Is 45, 1.4.-6), que Dios es el Señor, y no hay otro; fuera de él, no hay dios.
Esta ha sido la libertad de los santos y de tantas personas que han entregado su vida porque en su corazón han tenido muy claro qué es de Dios.

2011-10-08

Dios nos invita


28º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A

La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis convidadlos a la boda.
Mt 22, 1-14

Una historia de amor al hombre

La relación de Dios con el hombre es una bella historia de amor. Dios no se cansa de ir en nuestra búsqueda para sentarnos a su mesa. Es un Dios enamorado de su criatura. Como bien leemos en la lectura del Antiguo Testamento (Is 25, 6-10), él “preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos…”, “Aniquilará para siempre la muerte”, “enjugará las lágrimas de todos los rostros”. “Aquí está nuestro Dios… Celebremos y gocemos con su salvación. La mano de Dios se posará sobre este monte”.
Las escrituras ya nos revelan ese amor apasionado de Dios por su pueblo escogido, Israel. También arrojan luz sobre cómo es ese reino de los cielos: allí donde reina Dios es una fiesta donde hay abundancia de bienes, donde la tristeza, la muerte y el llanto se alejan. Reinan su amor y su magnificencia. Por eso es comparado con un banquete espléndido.

Es Dios quien nos invita

En el evangelio, Jesús nos explica con parábolas cómo Dios nos invita a su reino.
De entrada, la iniciativa parte siempre de Dios: es él quien busca al hombre. Nos busca a nosotros. Pero, como el pueblo de Israel, no escuchamos ni aceptamos la invitación. Los criados son los profetas que salen a los caminos para hablar a las gentes de la misericordia y el don de Dios. El mismo Cristo sale a la calle y nos llama a la conversión.  Quiere sentarnos a su mesa, a su ágape. Pero, ¿qué sucede?
No tenemos tiempo para Dios. Nos convida incesantemente, pero estamos tan metidos en nuestros asuntos, tan ajetreados, tan ensimismados, que no sólo no oímos, sino que tampoco aceptamos su invitación. Todo son excusas para no acudir a su llamada. Porque una llamada pide dar un sí, pide tiempo, dedicación… ¿Estamos dispuestos a responder? Incluso nos molesta que alguien, en nombre de Dios, nos pueda ayudar a discernir sobre nuestra vida. Como hicieron los convidados con los criados, los despedimos de mala manera y los apartamos.

Cuando rechazamos a Dios, el mundo se hunde

Con estas excusas, no nos extrañe que Dios parezca estar ausente. A menudo nos preguntamos, ¿dónde está Dios? Cuando, en realidad, él viene a nuestro encuentro cada día pero lo rechazamos, incluso insultamos y despreciamos a sus enviados. ¡Qué orgulloso se torna el mundo cuando prescinde de Dios y cree no necesitar de aquel que se lo ha dado todo!
Ese alejamiento de Dios tiene consecuencias devastadoras. La primera es la frialdad que nos hace insensibles al sufrimiento, al dolor. Después vendrán otras, que estamos viendo cada día en nuestro mundo de hoy. El hambre, las guerras y la violencia no son fruto del abandono de Dios, sino consecuencia de nuestro brusco rechazo a él.

Más allá del cumplimiento de la ley

Pero Dios sigue buscándonos. Envía a sus criados, nos abre las puertas de su casa y quiere que su mesa esté llena de invitados. Continúa seduciéndonos, insistiendo, porque nos ama.
En la parábola vemos que, finalmente, logra llenar su sala de comensales. Quienes escucharán a Dios a menudo serán gentes que, a nuestro juicio, quizás sean más despreciables, marginadas o incluso pecadoras. Serán aquellas que, en el fondo, tienen una especial sensibilidad para captar su llamada. Recordemos que esta parábola está dirigida a los judíos que ostentan el poder: “fuisteis llamados pero no vinisteis”. Su excesivo legalismo religioso les cierra el corazón y deja a un lado la misericordia y la bondad. ¿No creéis que nosotros, los creyentes de nuestro tiempo, reflejamos a veces esa actitud de desprecio ante la invitación? Siempre tenemos cosas más importantes que hacer. Estamos absorbidos por mil asuntos y hemos reducido nuestra fe a una mera práctica ritualista. ¿No habremos caído en el legalismo judío? ¿No hemos superado la Torá? Cristo revoluciona la ley, llevándola hasta las últimas consecuencias, y la supera yendo mucho más allá. No quiere perfectos cumplidores de la ley, sino corazones abiertos llenos de amor y misericordia. Claro que esto es más exigente que cumplir unos preceptos.

Vestirse de fiesta

Los cristianos acudimos cada domingo al ágape del Señor: la eucaristía es su banquete. Pero no creamos que por estar aquí ya tenemos el reino del cielo asegurado. El rey, nos cuenta Jesús, repara en un invitado que no lleva el traje de fiesta. En realidad, es su corazón el que no se ha revestido de fiesta, no está limpio ni convertido. Quizás este comensal no ha venido convencido al banquete. Dios nos quiere libres de toda esclavitud para participar en su fiesta. Y aquí el autor sagrado nos muestra la relación entre el sacramento de la reconciliación y la eucaristía. No podemos vivir la plenitud de la fiesta si antes no hemos perdonado y recibido el perdón. Nuestra liberación y nuestra pureza de corazón son el vestido de fiesta que nos permite sentarnos a la mesa con Cristo.

Muchos son los llamados…

Muchos son los llamados y pocos los escogidos. ¿Realmente los llamados seguimos a Jesús? En la medida que entreguemos nuestra vida a Dios seremos escogidos por él para anunciar su reino. Y esto supondrá ir a contracorriente, sortear dificultades y no temer nada, confiando siempre en Dios.
Los que participamos cada domingo del ágape eucarístico hemos de salir a los cruces de los caminos. Aunque no lo parezca, mucha gente está ansiosa de Dios, de ser escuchada, de recibir su amor. Nos lamentamos porque nuestras iglesias se vacían, pero no damos un paso para anunciar a Dios fuera de sus muros. No vengamos a misa sólo para escuchar su palabra: vivamos de su palabra. Nuestra misión es llamar a otros a vivir la experiencia de la amistad con Dios. Sólo de esta manera llenaremos de comensales nuestras eucaristías.