Lecturas:
Isaías 42, 1-7
Salmo 28
Hechos 10, 34-38
Lucas 3, 15-22
Homilía
Este blog pretende reflexionar sobre los evangelios dominicales de los tres ciclos litúrgicos, proporcionando un material que ayude a laicos y a sacerdotes a hacer una lectura del mundo de hoy a la luz de la palabra de Dios.
Evangelio: Juan 18, 33b-37
«El rey de los judíos»: con esta acusación, los sacerdotes
del Templo lograron convencer a Pilato de que Jesús era un líder peligroso que amenazaba
el poder romano y que había que condenarlo a muerte.
En el diálogo que reproduce el evangelio de Juan vemos las
serias dudas de Pilato: ¿De verdad ese hombre callado, maltratado y de mirada
profunda, del que hasta ahora no había tenido noticia, es un peligro para Roma?
¿Ese hombre tiene pretensiones de realeza? Pilato pregunta a Jesús directamente
para cerciorarse de dictar una justa sentencia. Y Jesús replica y le viene a
decir: ¿De dónde sale esto? ¿Lo crees tú o es que otros te lo han dicho?
Pilato le inquiere de nuevo, ¿Qué has hecho? La respuesta de
Jesús no puede ser más clara, y echa por tierra cualquier intento de politizar
la figura de Jesús. «Mi reino no es de este mundo», le dice. Su realeza no
tiene nada que ver con el poder mundano, con la ambición de poder, o con el
deseo de gobernar sobre su pueblo para hacer justicia. Nada más lejos de su
intención. El reino de Jesús es el alma humana, el reino de Dios, y su único
poder es el amor capaz de convertir los corazones más duros.
Pilato intuye algo, por eso teme, pero no llega a comprender
la verdad. Los sacerdotes que han entregado a Jesús saben algo más, y por eso
también temen. Porque la verdad que Jesús trae derrumba su sistema de rituales,
normas y costumbres gracias al cual viven y exprimen al pueblo, enriqueciéndose
y ganando poder. Por eso necesitan acabar con él, y por eso necesitan que sea
Pilato quien le condene. Porque, si Jesús muere como profeta, el pueblo que lo
ama lo venerará y aún podría rebelarse. Pero
si Jesús muere como un sedicioso, un criminal político (hoy diríamos, un
terrorista), su buena fama se perderá, su muerte será vergonzosa y su nombre caerá
en el olvido.
Jesús renuncia al poder. Su trono es la cruz; su corona es
una tiara de espinas; las manos que empuñan el cetro serán clavadas y
desgarradas; morirá como un delincuente. Sin ejército que lo defienda: sus
propios seguidores lo abandonan y lo dejan solo. Apenas quedan a su lado unas
pocas mujeres y el discípulo amado, que sólo pueden mirar de lejos y llorar.
Pero Dios siempre tiene un plan reservado. De la muerte
cruel, injusta y vergonzosa, su hijo saldrá victorioso a una vida imperecedera.
Esta es la respuesta de Dios ante el mal del mundo: no va a castigar a los homicidas
que matan a su hijo, va a derrotar a la misma muerte. Por eso san Pablo y el
Apocalipsis, recogiendo las imágenes proféticas de Daniel, explican que Dios
Padre lo coloca a su derecha, como un rey coloca a su heredero junto al trono,
envuelto en gloria. Es una visión triunfante que a los creyentes perseguidos,
que sufrieron y algunos murieron por su fe, los llenaba de esperanza.
En la fiesta de «Cristo Rey» podemos caer en dos extremos
que se alejan del evangelio. Podemos politizar a Jesús, en un sentido u otro.
Algunos quieren ver la realeza de Jesús como un poder sobre el mundo, encarnado
en las instituciones eclesiales o humanas que legitiman su autoridad en Dios.
Otros quieren ver a Jesús como el guerrillero rebelde contra Roma, cabecilla de
una revolución de pobres donde los grandes serán abatidos, pero con la fuerza
de la violencia, que no deja de ser otro poder. Tanto uno como otro «Cristo» justificaría
el uso de la fuerza, incluso de las armas, para conseguir implantar el reino de
Dios en la tierra. Las dos posiciones son desviaciones y se alejan de este
Jesús que, ante Pilato, afirma que su reino no es de este mundo.
Hoy celebramos esta realeza de Jesús: el don de su vida resucitada, un don que quiere compartir con todos nosotros. Es una realeza fundamentada en su firme unión con Dios; en la entrega hasta el límite, en el amor sin medida, en la renuncia al poder.
Evangelio: Marcos 13, 24-32
«Cielo y tierra pasarán, mis palabras no pasarán», repite el
estribillo de una canción, inspirada en esta lectura del evangelio.
Antes de morir, Jesús quiere dar a sus discípulos un mensaje
de aviso, de alerta y de esperanza. Les esperan tiempos difíciles, pero en
medio de las tribulaciones Su presencia brillará como estrella en la noche y
aquellos que lo sigan serán rescatados y reunidos.
¿Qué significan estas frases de Jesús, tan apocalípticas?
En primer lugar, habla de cataclismos naturales: el sol
oscuro, las estrellas que caen, son signos bíblicos que ya leemos en los
antiguos profetas. La conmoción cósmica es un reflejo de la tormenta interior
de los seres humanos. Por eso a los signos se añade una gran angustia. Este es
el principal azote.
Estas palabras son de gran actualidad. ¿No oímos, hoy,
hablar del cambio climático? Las recientes inundaciones en Valencia y en otros
lugares, la tragedia de las víctimas, huracanes, seísmos, volcanes… La
naturaleza enfurecida no es algo nuevo, como tampoco la gran crisis de ansiedad
que golpea a los seres humanos. Hoy vivimos una pandemia de depresión, tristeza
y enfermedades mentales. Más allá de los cielos y la tierra, es el alma humana
la que se sacude y tiembla, la que se ahoga en medio de una riada abrumadora de
miedos, incertezas y confusión.
Pero en medio de esta tribulación, dice Jesús, el hijo del
hombre vendrá con poder y gloria y reunirá a sus elegidos. ¿Qué sucede? Que en medio
de las peores catástrofes, la caridad y el amor salen a relucir. Brota lo mejor
de las personas y todos aquellos que luchen por el bien, por ayudar a los
demás, por rescatar a sus semejantes, se unirán. También lo estamos viendo
estos días en Valencia. Junto a lo peor, también vemos lo mejor del ser humano.
Jesús llamará a los suyos y juntos sobrevivirán. De todo cataclismo siempre
queda un resto fiel, semilla de renacimiento.
La parábola de la higuera es una imagen con la que Jesús nos
llama a vivir alerta y despiertos. Hoy, además de ansiedad e incerteza, es
fácil vivir dormidos. O más bien aturdidos, con tanta televisión, redes
sociales y el bombardeo de noticias, series, programas… El exceso de información
nos abruma y nos incapacita para reaccionar. El miedo nos paraliza. El exceso de ruido nos ensordece y
atonta. Así, no estamos preparados para afrontar los desafíos que vienen, ni
para salir adelante. Parece que los poderes del mundo nos quieren bien distraídos,
saturados de noticias e incapaces. Pero Jesús nos exhorta a abrir los ojos.
Mirad: ¿no veis las señales en el mundo? El momento se acerca.
Ahora bien, estar despiertos no quiere decir especular con
las fechas, ni jugar a ser adivinos. Jesús rechaza de plano todas las profecías
que señalan un día o una hora concreta. El día y la hora nadie lo conoce, ni
siquiera los ángeles ni el Hijo (o sea, él). Sólo lo sabe el Padre. Podemos
atisbar que se acerca, pero no lo sabemos. Por eso hay que vivir preparados
siempre.
Estamos esperando un tren y no sabemos a qué hora llegará.
Pero si nos distraemos, nos alejamos de la estación y no tenemos las maletas a
punto, cuando llegue lo perderemos. Si estamos preparados, atentos y con el
equipaje en orden, en el momento preciso llegará, subiremos e iniciaremos el
viaje hacia nuestro destino.
Vivamos despiertos, atentos, cuidándonos unos a otros,
ayudándonos y ayudando a que otros despierten. Jesús vendrá a buscarnos. Nos
encontrará listos y seremos libres.
No lo dudemos: sus palabras son válidas hoy y siempre. Todo
en este mundo acaba y pasa, pero sus palabras no pasarán.
Evangelio: Marcos 12, 38-44
Situémonos en Jerusalén, en los porches del Templo donde
enseñaban los rabinos, días antes de la Pascua. Jesús está enseñando allí, rodeado
de multitudes curiosas y ávidas de escuchar, y también de saduceos, fariseos y letrados
recelosos, que le acechan con el ánimo de ponerlo a prueba.
Tras superar las preguntas insidiosas de unos y otros, Jesús
contraataca y habla a las gentes: ¡Cuidado con estos escribas y letrados! Y
pasa a describir, no sin ironía, su actitud de superioridad moral y de vanidad
religiosa.
Hoy Jesús quizás diría: ¡Cuidado con ciertos sabios y
teólogos! Cuidado con algunos maestros, que hacen alarde de sus estudios
bíblicos y doctrinales y les gusta ser reconocidos, respetados e invitados a
lugares de honor. También podría decir: ¡Cuidado con los devotos que llaman la
atención! A estos les gusta exhibir su cumplimiento riguroso de los preceptos
de la Iglesia, aparentan gran fervor y recaudan mucho dinero, a veces de gentes
muy sencillas, para causas supuestamente piadosas.
Son dos riesgos de la religión: la soberbia espiritual y la
avaricia disfrazada de limosna. Jesús alerta a la gente de algo que todos
debían intuir, en el fondo. Muchos ricos y devotos en realidad eran sepulcros blanqueados
que ostentaban su superioridad frente a la multitud. Presumían de entregar
generosos donativos, pero en realidad daban de lo que les sobraba porque tenían
inmensas fortunas.
En contraste con ellos, Jesús elogia a una pobre viuda: una
mujer que se acerca al cofre de las ofrendas y echa dos moneditas. Muchas
viudas, si estaban solas, vivían de la mendicidad; aquellas monedas quizás eran
la mitad o más de la limosna que había recaudado aquel día. Quizás lo eran todo.
¡Qué importaba pasar un día sin comer! Al día siguiente, alguien le daría algo
más, pero aquella mujer no quería faltar a su deber con el Templo, el lugar
santo, la morada de su Señor.
«Ella ha dado más que todos», dice Jesús, «porque los otros
dan lo que les sobra mientras que ella da lo que tiene para vivir.»
Esta es la verdadera generosidad, nos enseña Jesús. No es dar
calderilla o lo que te quieres quitar de encima, sino dar algo que, sin dejarte
necesitado, te cuesta dar, algo podrías gastar en otras cosas. Algo que te
suponga un esfuerzo.
Las iglesias viven de las aportaciones de los fieles. No hay
un impuesto religioso, como lo había en tiempos de Jesús, que requería destinar
una cantidad fija por familia al Templo. Nuestras parroquias se mantienen por
la generosidad de quienes aportan su donativo, de manera voluntaria. Quien
quiere da; quien no, puede venir igualmente y beneficiarse de todo lo que
ofrece la Iglesia, sin pagar nada. Nada se exige, sólo se pide la buena
voluntad. ¿Tendremos la suficiente generosidad, como la viuda, como para dar
algo que nos cuesta un poco y permitir que nuestra parroquia pueda sostenerse
con dignidad? El gesto de desprendimiento de la viuda pobre debería hacernos
meditar. Ojalá Jesús pueda elogiarnos, a cada uno de nosotros, como lo hizo con
la viuda. No echemos en la cesta lo que nos sobra; demos una parte de nuestra
vida, fruto de nuestros esfuerzos. Dios, que lo ve todo, sabrá cómo
recompensarnos.
Evangelio: Marcos 12, 28-34
Esta lectura del evangelio nos sitúa en Jerusalén. Jesús
está enseñando en los atrios del Templo, rodeado de multitudes, y las
autoridades, los fariseos y los escribas quieren ponerlo a prueba. Le preguntan
sobre temas polémicos, lo retan, lo quieren hacer caer en algo de qué acusarlo.
Pero Jesús sale airoso de las pruebas.
Esta vez quien lo aborda es un escriba o letrado, un experto
en las sagradas escrituras. Hoy, diríamos un teólogo, un biblista o un experto
en doctrina. ¿Qué le pregunta a Jesús? Algo básico, para ver si responde conforme
a la ortodoxia judía. ¿Cuál es el primer mandamiento?
En la pregunta del escriba podemos atisbar que quizás la
respuesta no era tan fácil; debía de haber algún debate entre los maestros de
la Ley y los escribas, o quizás este hombre esperaba que Jesús añadiera algo
nuevo a la doctrina. ¿Quién sabe?
La respuesta de Jesús es impecable: recita el gran mandato
del Deuteronomio, el Shemá Israel, «Escucha, Israel, el Señor tu Dios es
el único Señor; amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma,
con todas tus fuerzas…» Y a continuación añade el segundo gran mandamiento, del
Levítico: «Amarás al prójimo como a ti mismo.»
Amar a Dios, el Dios de la alianza con su pueblo, y amar al
prójimo como a uno mismo, la regla de oro presente en tantas culturas del
mundo. Estos dos mandamientos son el broche de oro y resumen de toda la Ley. En
otras palabras: esto es lo que Dios quiere, y cumplir su voluntad es justamente
esto, ni más ni menos.
Quizás el matiz que añade Jesús es esta frase que casi se
nos desliza sin darnos cuenta: «El segundo es este». Jesús añade un segundo
mandamiento, equiparándolo al primero. «No hay mandamiento mayor que estos
[dos]». Es decir, no pueden separarse el uno del otro, son como las dos caras
de una moneda. Jesús nos viene a decir que amar a Dios es igual a amar al
prójimo. Consecuencia: tal como amas a tu hermano, así es como amas a Dios. Y
al revés: si no amas al otro, tampoco amas a Dios, por mucho que digas que sí.
El amor al prójimo es la medida de tu amor a Dios.
Toda religión tiene riesgos, y uno de los mayores es creer y
cumplir de palabra, pero no de corazón ni de obra. Podemos sabernos de memoria la
Ley de Dios, la doctrina, el catecismo, pero si no lo vivimos, de nada sirve.
Es como aprender un código legal y luego infringir las normas. O conocer las
reglas del juego y saltárselas. O saber las normas del tráfico y pasar un
semáforo en rojo. ¿De qué nos sirve saber, si no hacemos? ¿De qué sirve decir y
predicar, si no cumplimos en nuestra vida?
El escriba que interroga a Jesús lo comprende muy bien. Por
eso añade que amar a Dios y al prójimo es más importante aún que todos los
sacrificios y holocaustos. Está en la más pura línea profética: Dios detesta
los sacrificios y ofrendas si no van acompañados de una conducta íntegra, de atención
a los pobres y misericordia con los demás. El culto es puro ritual hipócrita si
no va acompañado de bondad en la práctica cotidiana. Jesús asiente: «No estás
lejos del reino de Dios».
Y nosotros, hoy, ¿cómo estamos? ¿Somos como los sacerdotes y
los escribas, buenos conocedores y malos practicantes? ¿Somos como los
fariseos, devotos y cumplidores, pero duros y negligentes con los demás en
nuestra vida diaria? ¿Somos todo imagen, apariencia benéfica, y por dentro
estamos corrompidos? Nadie es perfecto, pero ¿nos esforzamos por vivir lo que
creemos?
Evangelio: Marcos 10, 46-52
Jesús sale de Jericó: está camino de Jerusalén. Será su última subida a la ciudad santa, antes de morir. Este es su último trayecto. Saliendo de la ciudad de las palmeras, la primera ciudad que conquistó Josué al entrar en la Tierra Prometida, Jesús se encuentra con un ciego que le ruega, insistentemente, que tenga piedad de él.
En el cielo Bartimeo hay más que un enfermo discapacitado.
Es el símbolo de una sociedad ciega, que sufre en medio de las tinieblas y ya
no puede más: la oscuridad, la falta de visión, la ignorancia, engendran miedo
y angustia. Le vida se vuelve aterrorizante para quien no puede ver.
Hoy vivimos en un mundo con grandes recursos y avances
tecnológicos, pero con una enorme confusión y oscuridad espiritual. Ante las
inquietudes humanas hay tantas alternativas y respuestas que, al final, muchos
acaban bloqueados, sin saber hacia donde ir, perdidos y desesperados.
«Ten compasión de mí, hijo de David», grita el cielo. Lo
llama por su título mesiánico. Este hombre espera en el Mesías de Israel, un sucesor
de David que restaurará el reino perdido. Con la restauración política espera,
quizás, una restauración de su salud, de su vista, de su firmeza.
Jesús le pregunta qué puede hacer por él. ¿Por qué pregunta?
¿Acaso no lo sabe? Quiere oírlo de sus propios labios. Quiere que el ciego
formule su deseo, su aspiración más profunda. Y Bartimeo responde: «Maestro,
que pueda ver».
La respuesta de Jesús la conocemos; la hemos oído en otras
ocasiones, en el evangelio. Es como un estribillo de la fe: «Anda, tu fe te ha
curado».
Y ante esta respuesta nos quedamos pensativos. ¿Basta tener fe para curarse? Los racionalistas escépticos dirían que la curación es un efecto placebo, una sugestión, una consecuencia de la fuerza de voluntad. ¿Es la fe una cuestión de poder mental?
Ante esto podemos preguntarnos: ¿Es la fe la que me cura? ¿O
es más bien la confianza en la persona que nos ayuda? ¡Se puede tener fe en
tantas cosas! Hasta la fe en mí mismo podría curarme. Pero el ciego Bartimeo
confió en Jesús. Necesitaba oír su voz, sentir su cercanía.
A veces no sanamos porque no nos atrevemos a pedir lo bueno
y lo mejor. No lo esperamos. No nos atrevemos a pedir a Jesús que tenga
compasión de nosotros. Y sólo cuando estamos desesperados, gritamos como el ciego.
Tenemos que tocar fondo para pedir ayuda.
Entonces quizás Jesús nos pregunte: ¿Qué quieres que haga
por ti?
Pidamos, como Bartimeo, no que arregle nuestros problemas, o que solucione todas nuestras carencias. No pidamos a Jesús que aparte de nosotros los desafíos o las dificultades. Ni siquiera la enfermedad, porque a veces son experiencias que hemos de pasar para aprender algo importante.
Pidámosle lo mismo que el ciego: Haz que vea, Señor. Danos
lucidez, discernimiento, serenidad.
Y, viendo, sabremos lo que hemos de hacer.
Evangelio: Marcos 10, 35-45
Podemos. No, no es un eslogan publicitario ni el nombre de un partido político. Es la frase que ha inmortalizado a los hermanos Zebedeos, quizás los dos discípulos más atrevidos y belicosos de Jesús. En la tumba de Santiago apóstol, esta frase consta inscrita en latín: possumus. Es la respuesta que ambos hermanos dan a Jesús cuando este les pregunta si están dispuestos a pasar por el mismo trance que él pasará: la muerte dando testimonio de su fe. ¡Podemos!, exclaman Santiago y Juan, muy seguros de sí. Jesús no lo duda. Pero tiene algo que añadir. ¿Os dará esto más gloria? ¿Os garantizará un lugar a mi derecha y otro a mi izquierda? Esto no me toca a mí concederlo, sólo el Padre lo decidirá.
A continuación, alecciona a sus discípulos. ¿En qué contexto se da esta conversación? Los dos hermanos han pedido a Jesús dos lugares de honor cuando llegue su reino. Se lo piden con “asertividad”, diríamos hoy: Queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir. ¿Quizás se creen con el derecho a ello? ¿Han sido tan fieles que piensan ser mejores que los demás? Lógicamente, el resto del grupo se indigna contra ellos: ¡de nuevo las luchas por el poder! Todos quieren ser el primero, el favorito de Jesús, a quien imaginan muy próximo a ser rey y a sentarse en el trono de Israel. Qué poco imaginan que su trono será una cruz y su gloria se verá bañada en sangre.
“Quien quiera ser grande, sea vuestro servidor; quien quiera ser el primero, sea esclavo de todos”. Esta frase lapidaria de Jesús, que recogen los tres evangelios sinópticos, se ha interpretado muy mal. No es una defensa de la pequeñez y la mediocridad, no es un ataque a la búsqueda de la excelencia y la mejora personal. Es innato en el ser humano crecer, desarrollarse, ascender. Y en nuestra cultura está impreso el afán por ser el primero, el mejor, el triunfador. Un profesor decía que Occidente vive desgarrado entre estos dos impulsos: el “Sé el primero, sé el mejor”, heredado de la cultura griega, con el “ser último y servidor de todos” del evangelio. ¿Qué hemos de hacer? Desde niños se nos inculcan estos dos ideales: esforzarnos por ser el mejor pero, al mismo tiempo, ser humildes y serviciales.
Creo que se pueden compaginar ambos. La humildad bien entendida es la clave. Humildad no es encogimiento ni mediocridad, sino realismo y tocar de pies a tierra. Ser el mejor tampoco ha de convertirse en motivo de vanagloria para pisar a los demás. Ser el servidor no nos ha de convertir en el felpudo donde todos restriegan los pies. Ni mezquindad ni arrogancia; ni soberbia ni encogimiento. Jesús no dice a sus discípulos que dejen de esforzarse por ser el primero y el más grande. ¿Queréis ser grandes? Sedlo, pero en el servicio y en el amor. ¿Queréis crecer? Vivid volcados a los demás, a su bien, a su crecimiento. De esta manera seréis grandes y adelantaréis en la carrera hacia el reino de Dios.
Santiago y Juan no sabían lo que pedían. Pero lo supieron más tarde. Santiago fue el primero de los Doce apóstoles en beber el cáliz del Señor. Ante la espada que lo ejecutó, debía recordar muy bien aquellas palabras de su Maestro.
Evangelio: Marcos 10, 17-30
Leamos despacio la escena de hoy. Jesús va hacia Jerusalén y, por el camino, uno se le acerca corriendo. ¡Corre! Tiene ansia por ver a Jesús, por hablar con él, por preguntarle. Y la pregunta no es trivial: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?
Este hombre reconoce a Jesús como maestro, por eso se dirige
a él. Y su anhelo no es pequeño: quiere conseguir, nada menos, que la vida
eterna. Esto es, la plenitud de la vida, la vida inagotable que no se acaba con
la muerte. Este hombre quiere el cielo. Es un hambriento de Dios.
Jesús, como buen maestro, refrena sus ímpetus. Muchas
personas expresan su deseo de Dios con vehemencia, pero a la hora de
comprometerse y actuar, todo se queda en palabras. Así que Jesús primero le
propone lo que cualquier rabino le diría: ¡Cumple la Ley de Dios! Este es el
camino que todo buen judío debe seguir, no necesitas otra cosa.
Él replica: Ya lo he cumplido todo desde mi juventud. ¿Qué
me falta?
Es entonces cuando Jesús lo mira con amor. Siente afecto
porque reconoce en él la sed de algo más que una religión de la ley y el culto.
Quiere algo más que ser una buena persona. Quiere algo más que ser un devoto
cumplidor. ¿Qué le falta?
Véndelo todo y sígueme, le dice Jesús. Ya eres un hombre piadoso
y justo. Ahora, entrégate. Y es aquí cuando el joven se echa atrás. Porque «tenía
muchas riquezas».
Su gran problema es el apego. Es relativamente fácil cumplir
los preceptos. Pero entregarse pide desprendimiento total, generosidad y no aferrarse
a nada, más que a Dios. Seguir a Jesús pide colocar a Dios en el centro y estar
dispuesto a la aventura. Sabiendo que la Providencia siempre vela por sus
fieles, pero sin tener seguridades de ningún tipo, más que la confianza en
Dios.
De ahí que Jesús pronuncie la sentencia de los ricos, la
aguja y el camello. ¡Qué difícil es para alguien apegado a sus bienes entrar en
el reino!
A nosotros, hoy, esta lectura nos incomoda tanto como al
joven rico y a los apóstoles. Necesitamos dinero y bienes para vivir. ¿Es que
Jesús se opone a la propiedad privada, a tener recursos, a una vida decente e
incluso próspera?
Tener dinero o riqueza no es malo, pero el problema es
cuando colocamos los bienes en el centro de nuestra vida. Subimos el dinero a
un altar y todo lo que hacemos está condicionado por la economía. Entonces Dios
nunca podrá estar en primer lugar.
Jesús no desprecia tener recursos, pero nos pide libertad.
Pedro y sus compañeros supieron qué era renunciar. «Nosotros lo hemos dejado
todo», dice Pedro. Y Jesús también debió mirarlo con afecto, a él y a los
demás. Y afirma: a quien lo deja todo por el reino no le faltarán hogares, pan
en la mesa ni recursos. Tampoco compañía, hermanas y hermanos, padres y madres
que cuidarán de él. El reino es otra gran familia donde nadie sufre soledad y
carencia. Aunque, eso sí, habrá dificultades y persecuciones. Jesús nos dice
que cuando ponemos el amor y el servicio a los demás en el centro, creamos una
red de apoyo que nos sostendrá y obtendremos recursos que nos permitirán vivir
dignamente.
Pero, sobre todo, nos pide un acto de confianza en él y en el Padre. Jesús nos está pidiendo superar la religión mercantil del “cumplir para ganar el cielo”. Más allá del cumplimiento está la entrega. A quien todo lo da, Dios le devolverá el ciento por el uno.
Evangelio: Marcos 10, 2-16
El evangelio de hoy incomoda a muchos. Sobre todo porque, hoy, el divorcio es algo tan común que se acepta como normal e incluso se considera que es un derecho positivo. La ruptura de las parejas, que antes era excepcional, hoy parece la norma y cuando Jesús habla de este tema, nos parece demasiado exigente.
Pero leamos despacio el texto, sin prejuicios. El divorcio
era tan común hace dos mil años como hoy. En la Ley de Moisés estaba
perfectamente legislado. En otras culturas antiguas también. ¿Cuál era el
problema, entonces? El problema, que no se refleja en todas las traducciones
del texto evangélico, era la causa. ¿Por qué motivo era lícito repudiar a una
mujer? Y aquí había divergencias en la interpretación de la ley. Los fariseos,
por ejemplo, tenían la manga muy ancha y consideraban que cualquier motivo era
suficiente para despedir a la esposa. Bastaba que al marido ya no le gustara, o
le molestara su forma de cocinar, de hablar o de vestir. Otros grupos eran más
estrictos y opinaban que sólo por causas mayores, como el adulterio o la
prostitución, era correcto divorciarse.
A todo esto podríamos preguntarnos: ¿y la mujer? ¿Podía ella
divorciarse? Se suele decir que no, que la ley era desigual y favorecía al
hombre, pero Jesús dice claramente: “Y si ella repudia a su marido…” Por tanto,
sí, la mujer, en algunos casos, podía decidir divorciarse y regresar con su
familia. Por ejemplo, en caso de maltrato.
Jesús se posiciona y dice que no: no se puede dar un divorcio
por cualquier motivo. Pero va más allá del debate y aporta una enseñanza más
profunda. La ley es correcta y necesaria para regular la convivencia. Pero a
menudo la ley es un parche para resolver heridas y conflictos. Si un buen judío
quiere cumplir la ley de Dios, ¿qué es lo primero? Jesús se dirige a los
fariseos: Vosotros, que sois tan escrupulosos y queréis agradar a Dios, ¿pensáis
que le alegra veros cómo gestionáis vuestro divorcio, siguiendo
escrupulosamente los pasos que dicta la ley?
No. Lo que Dios quiere es el amor. Un divorcio correcto es
un mal menor, pero Dios quiere el bien mayor. Y el bien del hombre, su
felicidad, su plenitud, está en el amor y la comunión con el otro. Jesús les
recuerda el primer libro de la Torá: el Génesis, y el plan de Dios para la
humanidad. La imagen humana de Dios son un hombre y una mujer que se unen
formando “una sola carne”, es decir, que caminan juntos entregándose
mutualmente y compartiendo su proyecto de vida. Del amor surge el gozo y la
alegría, de Dios y del ser humano.
“Por la dureza de corazón” Moisés legisló sobre el divorcio.
También podríamos decir, hoy, que las leyes evitan que la dureza de corazón
cause mayores desastres en las personas, en las familias, en los hijos de
padres divorciados. Sí, las leyes son el plan B cuando las cosas fracasan, pero
el plan inicial de Dios es el plan “A”, de Amor con mayúscula.
Sin embargo, Dios es misericordioso. Ve nuestras luchas y
miserias, nuestros errores y rupturas. Ve que, a veces, es inevitable la
separación y el divorcio porque hay uniones que no se fundamentaron bien, la
convivencia se hace imposible, hay violencia y es mejor alejarse. Como en un
cuerpo, cuando el cáncer ha ido demasiado lejos, hay que amputar. Y, después,
hay que reparar heridas y recomenzar de nuevo. Sí, nuestra historia está hecha
de rasguños y cicatrices, cosidos y descosidos, y Dios acepta planes B, C, D y
muchos más.
Pero no perdamos de vista la enseñanza de Jesús. Porque el amor humano, el amor completo y fiel, el amor para siempre, es posible. No sólo es deseable, sino que es aquello para lo que está hecho nuestro corazón. Si lo queremos, lo haremos realidad.