2024-04-19

Doy mi vida libremente

4º Domingo de Pascua B

Evangelio: Juan 10, 11-18

En el evangelio de este domingo encontramos otra imagen que Jesús se da a sí mismo: la del buen pastor. Para el pueblo de Israel, la imagen del pastor evocaba al mismo Dios: el Señor es mi pastor, nada me falta… (salmo 23). Es el Dios protector que cuida a sus hijos, los acompaña y los conduce a un buen lugar. Pero la imagen también recuerda a los profetas y líderes que, en momentos cruciales, supieron orientar al pueblo, enseñarle la voluntad de Dios y el mejor camino a seguir.

Los profetas ya alertaron acerca de los malos pastores, falsos guías que conducían al pueblo a la perdición. Jesús habla de los asalariados. El pastor cuida a sus ovejas y las guía, las conoce y ellas le siguen, porque son suyas. Forman parte de su vida, son algo muy querido y las lleva en el corazón. El asalariado trabaja por dinero. Le importa su vida y su bolsillo, no las ovejas. Por eso, al primer peligro que llega, escapa y abandona al rebaño. Así son los falsos profetas, falsos líderes y guías. Todo lo hacen para su beneficio propio, pero dejan a las ovejas desprotegidas y a merced de los lobos que las arrebatan y las dispersan.

¿Quiénes son los asalariados, hoy? ¿Quiénes son los lobos? ¿Estamos a merced de lobos con piel de cordero? ¿Seguimos a profetas que no son más que mercenarios?

Nos queda siempre Jesús y aquellos que le son fieles. ¿Cómo reconocer hoy a los buenos pastores, los que actúan con el espíritu de Jesús?

El evangelio nos da la clave. El buen pastor conoce a cada persona por su nombre y la trata como a alguien único y valioso. Potencia sus valores y talentos. Busca su bien, y no el del propio pastor.

El buen pastor da la vida: tiempo, energía, trabajo, creatividad, lo mejor que tiene, por los demás. No le importa perder.

Y, como Jesús, lo hace porque quiere, no porque le obliguen. Doy mi vida libremente, nadie me la quita. La vocación al servicio de los demás nunca es una imposición, sino un acto de libertad.

Jesús habla también de otro redil. ¿A qué se refiere? En el contexto judío, se trata de abrir la salvación a otros pueblos, otras gentes del mundo gentil y pagano. La misión es universal. De la misma manera, un buen pastor, hoy, no se cierra a un solo grupo, a una institución o movimiento. Está abierto a toda clase de personas, de dentro y de afuera de su comunidad. La Iglesia está formada por parroquias, grupos, movimientos y comunidades. Pero todas deberían estar conectadas y con las puertas abiertas, sin olvidar que forman parte de una única gran familia: la de los hijos de Dios que siguen a Jesús, el único y verdadero buen pastor. 

2024-04-12

Vosotros sois testigos de esto

3r Domingo de Pascua B

Evangelio: Lucas 24, 35-48



La semana pasada leíamos el relato de la aparición de Jesús a sus discípulos según san Juan. Hoy nos la relata Lucas, de modo un poco diferente, pero con muchas coincidencias.

Sin duda, la resurrección de Jesús fue vivida como una experiencia profunda y desconcertante por sus seguidores. ¿Qué pensar cuando han visto morir al maestro, clavado en cruz, y a los tres días lo encuentran vivo, caminando, hablando y hasta comiendo en su presencia? ¿Cómo reaccionaríamos nosotros si viéramos que una persona difunta, de pronto, se nos aparece tan viva y palpable como nosotros mismos?

Lucas, como Mateo, Marcos y Juan, es realista: los discípulos dudan. Primero quedan aterrorizados, no pueden creerlo y piensan que es un fantasma. Jesús tiene que confirmarles que está vivo con los sentidos: ved, palpad. Les muestra las señales de los clavos y las marcas de las heridas para que no les quepa duda: es él mismo y no otro. Incluso come ante ellos. Jesús resucitado no es una visión, ni un espíritu: es un hombre con cuerpo físico, aunque este cuerpo tenga unas virtudes singulares que no tiene el cuerpo mortal.

Cuando los discípulos se cercioran de que es el mismo Jesús, vivo, tiene que abrirles la mente para que entiendan el sentido de todo lo que ha ocurrido. En su mentalidad hebrea, Jesús era un Mesías fracasado, vencido por el poder judío y romano. Sus sueños de restaurar el reino de Israel como potencia política, expulsando a Roma, habían ido al traste. Pero ahora Jesús les viene a decir que todo cuanto ha ocurrido ya estaba recogido en sus escrituras sagradas. Los profetas ya lo habían predicho. El Mesías no sería un guerrillero ni un líder político, sino el siervo sufriente de Dios, como decía Isaías (Is 42, 49 y 52), a quien el Señor, tras muchos padecimientos, ensalzaría para convertirlo en luz de las naciones. Jesús acaba con una frase que indica la universalidad de la salvación: su nombre se proclamará para la conversión de todos los pueblos. La misión de los apóstoles comenzará en Jerusalén, donde acabó la de Jesús, pero deberá expandirse por toda la tierra y a todas las gentes. Todos los hombres son llamados a ser hijos de Dios.

¿Qué nos dice esta lectura a los cristianos de hoy? Primero, nos llama a creer en Jesús resucitado. Y nos dice que la resurrección fue un hecho verídico, en cuerpo y alma, una vivencia asombrosa, pero cierta, que marcó un antes y un después en la historia de la humanidad. No se trata de una experiencia mística ni de un fruto de la imaginación o el deseo colectivo de ver a Jesús. Fue un encuentro real.

Después nos llama a comprender el sentido de nuestros textos sagrados. Jesús quiere que no sólo creamos, sino entendamos, como María, su madre, que discurría todas las cosas en su corazón. La fe no debe ser contraria a nuestra inteligencia y razón natural. ¡Creer es razonable! Y las escrituras contienen una verdad que estamos llamados a descubrir y meditar para que nos guíe en la vida.

Finalmente, Jesús nos llama a la misión y nos pide que nos despojemos de una mentalidad nacionalista, cerrada o elitista. La salvación no es sólo para los creyentes, los católicos o los miembros de una comunidad concreta. Toda la humanidad está llamada; Jesús vino para todos y su mensaje es válido para toda gente, de toda cultura y mentalidad. Seguir a Jesús no tiene color político, geográfico ni social. La liberación del pecado, es decir, del mal, de la atadura de la culpa y la esclavitud espiritual, es para todos. Todos tenemos la posibilidad de cambiar de vida y comenzar a vivir resucitados, ya en esta tierra.

2024-04-05

Paz a vosotros

2º Domingo de Pascua B

Evangelio: Juan 20, 19-31



La lectura de hoy es el primer final del evangelio de Juan. En este capítulo, el autor nos explica dos apariciones de Jesús a sus discípulos y concluye con un testimonio, explicando por qué se ha escrito este libro.

La tumba de Jesús está vacía; Pedro y el discípulo amado la han visto. Las mujeres explican que Jesús les ha salido al camino. María Magdalena les transmite un mensaje directo del Maestro. Confusos, asustados y con apenas esperanzas, los discípulos aguardan, hasta que Jesús también se aparece a ellos.

La aparición de Jesús es sencilla e impactante: simplemente entra allí donde están, encerrados por miedo a los judíos. Los discípulos se han cerrado de mente y de corazón, el miedo los paraliza. Pero Jesús puede penetrar todas las barreras. Es un hombre resucitado y entra: no hay muros, físicos ni mentales, que puedan frenarlo.

La frase con que los saluda está llena de sentido: Paz a vosotros. Paz, el shalom hebreo, es mucho más que calma y serenidad: es bendición, es gozo, es plenitud. Jesús está derramando su gracia sobre los discípulos. Y ellos se llenaron de alegría. Después, Jesús les otorga otro don: el Espíritu Santo, y una tarea: salir en misión y perdonar los pecados. Cuando Jesús suba al cielo, serán ellos quienes deberán ir por el mundo esparciendo la gracia y el amor de Dios, empujados por la fuerza del Espíritu.

Leamos esta frase dirigida a nosotros. ¡Cuántas veces somos como esos discípulos! Creyentes, sí, devotos quizás también, pero temerosos y encerrados, metidos tras los muros de nuestros miedos porque no queremos arriesgarnos a salir. Jesús nos viene a ver, nos da su paz y nos manda que salgamos. Estamos llamados a continuar su tarea y a liberar a las gentes del mal. ¿Es una misión enorme? Sí, pero Jesús no nos envía desarmados: nos provee con el mayor don y la mayor fuerza, el Espíritu Santo. Nuestra paz se cimenta en él.

La segunda aparición de Jesús nos muestra la resistencia de un discípulo, Tomás, que no estuvo presente en la primera. Tomás es también un espejo nuestro, tantas veces. Queremos creer, pero… si no vemos ni tocamos, no creeremos. No confiamos en el testimonio de otros, queremos experimentar por nosotros mismos. Muchos son los que piensan que, si pudieran viajar en el tiempo y ver a Jesús, haciendo milagros y pisando los caminos de Judea, creerían en él. Pero lo cierto es que muchos contemporáneos de Jesús lo conocieron, vieron y no creyeron. Las palabras de Jesús a Tomás se dirigen a todos los creyentes posteriores a su tiempo. No lo verán físicamente, pero recibirán el evangelio de boca de otros, gracias al testimonio que se transmite de generación en generación.

Jesús nos dice: Felices los que crean sin haber visto. Felices los que creen en testimonios fiables: dentro de la Iglesia, el de tantos sacerdotes buenos, cristianos convencidos, misioneros y santos. Muchos han entregado su vida por Jesús y han pasado por el mundo haciendo el bien, siguiendo los pasos de su Maestro. Felices los que, antes de ver y tocar, acogen la palabra de Jesús y la hacen vida de su vida.  

Leamos, por fin, la última frase del evangelio: Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo en él, tengáis vida en su nombre. Este es el gran anhelo de Jesús: que confiemos en él, que nos hagamos hijos del Padre y que así gocemos de una vida plena que no se acaba con la muerte, pues será eterna.

2024-03-15

Padre, glorifica tu nombre

5º Domingo de Cuaresma B

Evangelio: Juan 12, 20-33



La lectura de hoy nos lleva a Jerusalén, en los días antes de la muerte de Jesús. Él ha llegado a la ciudad con sus discípulos y predica en los atrios del templo. La gente se apiña a su alrededor para escucharlo y, entre ellos, aparecen unos griegos que se acercan a Felipe, el de Betsaida. ¡Queremos ver a Jesús!

¿Quiénes son estos griegos que han acudido a Jerusalén? Seguramente eran judíos de la Diáspora, de habla griega, que habían llegado para celebrar la Pascua. Y quizás se dirigen a Felipe y Andrés (dos discípulos que llevan nombres griegos) porque, siendo galileos, tal vez hablaban su lengua y podían entenderse con ellos. La petición de estos hombres es apremiante: quieren ver a Jesús. Es como un preludio de lo que será la futura misión de los apóstoles, que saldrán de Jerusalén y se esparcirán por el ancho mundo para saciar la sed de Dios de miles de almas.

Jesús se dirige a sus seguidores y los avisa. Si quieren ir tras él, deberán desprenderse de todo y ser libres para volcar su vida. Si se aferran a sus bienes, a sus miedos y seguridades, lo perderán todo. Esto es lo que significa «perder la vida y guardarla para la vida eterna». Jesús no habla de ninguna renuncia suicida ni de la autoaniquilación, sino de la entrega total.   

Después, viendo inminente la hora de su muerte, Jesús nos deja ver su lado más humano y se angustia. ¿Qué diré?, exclama, rezando ante su Padre del cielo, ¿Líbrame de esta hora? El debate interno que libró en Getsemaní empieza ahora, días antes. ¡Qué batalla debió librar Jesús en su interior! Porque humanamente era natural tener miedo y querer escapar del sufrimiento. Jesús conocía bien a los suyos, sabía ya que uno lo traicionaba y que las autoridades judías tarde o temprano acabarían con él. Pero no iba a escapar a su destino. Y convertiría su muerte en una ofrenda. No fallaría a su Padre. Por eso le pide: ¡Glorifica tu nombre! Es decir, muestra tu gloria, que todos vean cómo es el Dios que adoran. El Padre responde desde una nube, como un trueno, en una imagen muy bíblica. En el evangelio de Juan, es la primera vez que oímos la voz del Padre. En los otros evangelios la escuchamos cuando Jesús se bautizó, en el Jordán, y en el monte alto, durante la transfiguración. Jesús es fiel a su Padre; su Padre tampoco le fallará, aunque de por medio tenga que pasar una muerte muy dolorosa.

Jesús se vuelve a dirigir a la multitud con palabras que suenan un poco misteriosas y que deben ser explicadas. La voz del Padre ha sonado para ellos, para que crean que Jesús viene enviado por el cielo. ¿Qué es el juicio del mundo y quién es el príncipe de este mundo? El príncipe representa a todos los poderes que rechazan a Dios y a Jesús, los que le condenarán a muerte. ¿Cómo serán juzgados? Con la resurrección. Después de su muerte en cruz (cuando «sea elevado»), Jesús atraerá a muchos: muchos serán los que creerán en él cuando sus discípulos comiencen a dar testimonio de su resurrección. Pero los que se cierren a su luz, los que lo rechacen, ya han sido juzgados. Ellos mismos se juzgarán, eligiendo vivir en la oscuridad y rechazando la vida que Jesús les ofrece. Permanecer en las tinieblas será su condena.

Hoy nosotros podemos reflexionar. Seguir a Jesús es nacer de nuevo e iniciar una vida con sentido e intensidad. Una vida desafiante, pero con una belleza y un gozo incesante. Una vida que empieza en la tierra y seguirá en la eternidad. Pero hay que dar el paso, y Jesús promete y no engaña, pero siempre avisa. Para lanzarse al mar hay que soltar lastre; para seguirlo hay que renunciar a las ataduras. Y la principal atadura es el egoísmo acompañado del miedo, que nos llevan a querer «guardar» nuestra vida, ahorrándola y dando lo mínimo, para no perder nada. Es la manera más fácil de acabar perdiéndolo todo. En cambio, quien es generoso para darse a los demás y sigue a Jesús sin reservas, lo ganará todo y mucho más de lo que pueda imaginar.

2024-03-08

Tanto amó Dios al mundo

4º Domingo de Cuaresma B

Evangelio: Juan 3, 14-21

El evangelio de hoy nos lleva a un diálogo nocturno, a escondidas, entre Nicodemo, jefe de los fariseos, y Jesús. Nicodemo ha conocido a Jesús en Jerusalén, lo ha oído predicar y ha visto cómo expulsaba a los mercaderes del Templo; quizás ha visto u oído de sus milagros y está asombrado e inquieto. Algo en su interior lo lleva a hablar con él porque intuye que en sus palabras late la verdad. Pero Nicodemo todavía vive atrapado en su esquema mental antiguo, en la Ley judía y en sus enseñanzas. Jesús, poco a poco, le irá abriendo el horizonte.

Y lo que Jesús le revelará es de una belleza y hondura vertiginosa. Dios, este Dios que todo buen judío debía adorar con todas sus fuerzas, llevando su ley impresa en el corazón, no es un juez. No es un rey autoritario, no mira el mundo con ira, esperando detectar a los pecadores para condenarlos. No está vigilando a ver si uno cumple o no cumple, si falla o acierta, si es puro o impuro, según las leyes rituales y las tradiciones. 

Jesús desvela un rostro diferente de Dios. En primer lugar, ama. Ama al mundo sin límites. En segundo lugar, ¡tiene un hijo! Dios es Padre, y su hijo es él mismo. Y en tercer lugar, Dios está dispuesto a sacrificar a ese hijo amado para que todos los demás seres humanos se salven.

En la mente de un hombre antiguo esto no podía caber. ¿Cómo Dios va a sacrificar a su propio hijo? ¿Cómo Dios va a dar algo por los hombres? ¿No debería ser al revés? Son los hombres los que deben entregarse, ofrecer sacrificios y adorar a Dios. Y he aquí que Jesús revela un Dios que está listo para hacer lo contrario, porque no quiere juzgar, sino salvar. Y no pide nada a cambio, más que confiar en él. Dios ofrece porque ama, y ama porque quiere. Lo único que necesita hacer el hombre es abrir su corazón a la luz.

Esta lectura enlaza con el prólogo de Juan, un poema bellísimo que contiene, condensado, todo el mensaje del cuarto evangelio. Jesús, enviado por Dios, es la luz que viene al mundo. Pero una parte del mundo la rechaza. ¿Por qué? La explicación es bien simple: la luz lo descubre todo, bueno y malo. La luz señala defectos, pecados e imperfecciones. Y nadie quiere verse totalmente expuesto. El orgullo y el miedo a menudo dominan la voluntad humana. Muchos quieren tapar sus sombras y les molesta la luz.

La misión de Jesús no es juzgar ni condenar, sino salvar. La luz también es una llamada a cambiar y a obrar el bien. Quienes rechazan la luz se pierden a sí mismos. La tiniebla es su condena, y no el decreto de Dios. Por eso Jesús avisa una y otra vez. Mientras dure nuestra vida, siempre nos llamará para que nos aproximemos a la luz y, con humildad, nos dejemos curar por su amor. 

2024-03-01

El celo de tu casa me devora

3r Domingo de Cuaresma B

Evangelio: Juan 2, 13-25

En este evangelio leemos la expulsión de los mercaderes del Templo, un gesto profético de Jesús en la línea de los sorprendentes gestos que profetas como Jeremías y Ezequiel hicieron, ante todo el mundo, para transmitir un mensaje de forma rotunda.

Los profetas rompían jarras, yugos y cadenas. Pero Jesús va a hacer algo que impactará en la sociedad judía de su tiempo. Tanto, que este episodio es recogido por los cuatro evangelios y, de una manera u otra, se insinúa que es uno de los motivos por los que las autoridades planearon su muerte.

El Templo de Jerusalén era un pilar de la fe de Israel. Era el lugar sagrado por excelencia, símbolo de la unidad del pueblo. Era el lugar donde se ofrecían sacrificios a Dios, donde los hombres se reconciliaban con el Señor y los sacerdotes hacían efectiva su presencia en medio del pueblo. El Templo era un puente entre el cielo y la tierra.

Pero también, hay que decirlo, era la sede de la autoridad religiosa, un inmenso mercado y un banco. El Templo de Jerusalén era el motor económico de Jerusalén y la comarca de Judea, feudo de cuatro grandes familias que se repartían el poder y los beneficios de la gestión del santuario. Reconstruido tras el exilio de Babilonia, ampliado y embellecido por Herodes el Grande, rodeado de inmensos pórticos y patios, el Templo de Jerusalén era un recinto fastuoso que ocupaba casi una cuarta parte de la superficie de la ciudad. Era la meca de todo judío devoto, al menos una vez al año. Para Jesús, desde los doce años, era también la «casa de su Padre». Pero ¿en qué se había convertido esta casa?

A golpe de látigo, Jesús purifica el templo. ¿Son los animales, las monedas o los mercaderes los que lo mancillan? ¿No se ganan la vida estas buenas gentes, vendiendo los animales que las familias van a ofrecer en sacrificio? ¿No son necesarios los cambistas para que judíos de toda la Diáspora puedan cambiar sus monedas extranjeras por los shekels del Templo? ¿Qué culpa tienen los bueyes, los corderos y las palomas? ¿Por qué Jesús estorba el culto en el lugar santo?

Jesús, con su gesto profético, está diciendo algo mucho más profundo. Apela a la limpieza de corazón, a la rectitud de intenciones y a una fe honesta y libre de intereses. El culto que quiere Dios es un corazón lleno de amor, solidario con los pobres, sincero y fraterno, humilde y compasivo. A Dios no se le puede comprar con ofrendas ni sacrificios, como bien rezan los salmos penitenciales. Dios quiere misericordia y no sacrificios, como decían los profetas. Jesús, en el fondo, está atacando la religiosidad mercantil: Yo te doy para que tú me des. Con mis rituales y ofrendas compro la salvación. Y, de paso, nutro el negocio del Templo.

Una casa de oración, lugar de encuentro con Dios, se convierte en un mercado. El edificio acaba siendo un gigantesco ídolo. Cuando los judíos piden a Jesús un signo de autoridad, reconociendo el gesto profético, él responde con una frase enigmática que nadie entiende: Destruid este santuario y en tres días lo levantaré. Sólo sus discípulos entenderán, tiempo más tarde, que el santuario es su cuerpo.

El verdadero santuario es Jesús, su cuerpo, su vida. El santuario está también en nosotros, que somos templo del Espíritu Santo. Lo demás, el culto externo, el edificio, los adornos de la liturgia, está bien, pero no es imprescindible. No idolatremos las formas, la estructura, las paredes y el ritual por encima de lo esencial. A Dios se le puede adorar, en espíritu y en verdad, en todas partes. Y en ninguna mejor que allí donde estamos amando a los demás, encarnando el amor generoso de Dios como Jesús nos enseñó.

2024-02-23

Este es mi hijo amado

 2º Domingo de Cuaresma B

Evangelio: Marcos 9, 2-10

En los evangelios sinópticos hay dos ocasiones en las que se deja oír una voz del cielo: la voz del Padre, que se dirige a la tierra. Y en ambas ocasiones dice casi exactamente lo mismo: Este es mi hijo amado. La segunda vez añade: ¡Escuchadlo!

Son dos momentos que los teólogos llaman epifánicos, o de manifestación de la divinidad de Jesús. En esos momentos Jesús se revela no sólo como el hombre galileo que habla y actúa como un gran profeta, sino como el auténtico enviado de Dios, su propio hijo.

La primera vez es en el Jordán, después del bautismo. La segunda vez es en un monte alto. Por cierto, el evangelista nunca dice que sea el Tabor, en realidad no sabemos de qué montaña se trata y no pocos biblistas piensan que tal vez era el Hermón, al norte de la región de Cesarea de Filipo, a donde Jesús se había desplazado con sus discípulos.

Un monte alto: en la Biblia, siempre es un lugar sagrado, un lugar de encuentro con Dios y un lugar donde Él transmite un mensaje. En el Sinaí Moisés recibió la Ley; en el Horeb, Elías fue reafirmado en su misión por Dios; en el pequeño monte Sion, al lado de Jerusalén, David instaló el Arca de la Alianza y Salomón construyó su templo. Sinaí, Sion… y ahora, un monte alto sin nombre, donde Jesús sube con tres de sus discípulos, los más destacados del grupo: Pedro, Santiago y Juan.

La luz blanquísima es signo de la presencia divina, igual que la nube, que cubre el rostro de Dios y los envuelve. Los tres discípulos caen asustados y están fuera de sí, no saben cómo reaccionar, la potencia celestial los abruma. Pero en medio del resplandor divisan dos figuras que dialogan con Jesús: Moisés y Elías. Son las dos columnas de la fe de Israel: el transmisor de la Ley y el primero entre los grandes profetas. Ley y profetismo, palabra de Dios y enseñanza de su voluntad, rodean a Jesús. En Jesús se aúnan la dimensión profética y líder de Moisés y Elías. Pero Jesús es más que un amigo de Dios, como Moisés, más que un guía, y más que un profeta como Elías. Jesús es el Hijo amado. Y no es él, sino el mismo Padre quien lo dice.

Si había dudas, los discípulos ahora saben quién es Jesús. Ya no sólo creen: han visto y oído. Han tocado el cielo con sus dedos y han caído en tierra, incapaces de moverse. Sólo Pedro se atreve a hablar, ¿y qué dice? Señor, ¡qué bueno estar aquí! Hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.

¿Qué significa esta propuesta insólita de Pedro?

Se han dado muchas interpretaciones de las tres tiendas. Pero volvamos al trasfondo bíblico del monte santo. La tienda no es una mera tienda de campaña: es un tabernáculo, un templo, un lugar santo donde la divinidad pueda habitar y donde pueda ser adorada. Pedro, extasiado, pretende levantar nada menos que tres santuarios para meter en ellos a Jesús, al pastor y al profeta.

No sabía lo que decía, comenta el evangelista. No, no lo sabía. Cuando David quiso construir un templo a Dios, este le respondió, por voz del profeta Natán: Yo soy el creador de todo el universo y te lo he dado todo, ¿y tú me vas a construir un templo a mí?

Construir un templo es encerrar, poseer y controlar a la divinidad, y Dios no se deja atrapar tan fácilmente. Tampoco lo hará Jesús. Pedro está viendo y oyendo, pero aún no comprende del todo y pesa en él su religión judía, centrada en torno al culto del Templo. Sus compañeros, Santiago y Juan, están como él, atónitos y desconcertados.

Pero Jesús les ha querido mostrar un pedacito de su gloria. Y después los avisa: No contéis nada hasta que el hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos. ¿Por qué? Porque en ese momento la gente no entiende nada, todavía. Los seguidores de Jesús aún ven en él a un mesías político, guerrero y triunfante sobre los poderes de este mundo. No imaginan un rey que será condenado a muerte y que se dejará abatir por los poderosos. No imaginan a su Mesías en la cruz. Aún es pronto. Pero el recuerdo ha quedado grabado dentro de ellos. Llegará el día en que comprenderán. Y entonces esa revelación luminosa en el Tabor adquirirá para ellos su pleno significado.

¿Qué nos dice hoy esta lectura? En primer lugar, nos habla del amor del Padre hacia su hijo. Si escuchamos sus palabras, ¿qué nos dice Dios? ¡Que escuchemos a Jesús! Este es el único e inmenso consejo, lo que nos pide Dios a lo largo de todo el evangelio. ¡Escuchad a mi hijo! Seguidlo. Haced lo que él hace. Porque él es mi amado, y vosotros también lo sois, y aún estaréis más cerca de mi corazón si seguís mis pasos.

En segundo lugar, la escena en el monte nos dice que, para llegar a la resurrección, a la gloria, antes hay que ascender una cuesta. Antes hay que pasar por la cruz. Si queremos resurgir en nuestra vida, hemos de aceptar una renuncia, un dejar atrás muchas cosas que quizás nos obstaculizan seguir libremente el camino de Jesús. Muchas cosas que también nos alejan de los demás. Porque en la entrega a los demás también encontramos a Dios. 

Finalmente, el monte también es una llamada a buscar, cada día, espacios de encuentro con Dios. Allí, en el silencio, en las alturas, podremos contemplar nuestra vida en perspectiva, poner cada cosa en su lugar y ofrecerlo a nuestro Creador. Jesús nos invita a subir cada día a la montaña, aunque vivamos en medio de la ciudad. Cada capilla, cada iglesia o santuario abierto es un pequeño Tabor donde él nos espera.

2024-02-16

Convertíos y creed en la buena nueva

1r Domingo de Cuaresma B

Evangelio: Marcos 1, 12-15



El evangelio de Marcos es breve, pero intenso como un cuadro impresionista. Hoy, con cuatro pinceladas nos traza dos escenarios: Jesús en el desierto, preparándose para su misión, y Jesús en camino, por Galilea, iniciando su tarea.

Como un buen caballero de la antigüedad, Jesús se prepara antes de la batalla. Los caballeros medievales pasaban una noche en vela y oración antes de ser armados. Jesús pasa cuarenta días en el desierto, en vela y oración, para revestirse de la fuerza divina.

Cuarenta es un número simbólico que expresa el periodo necesario para un cambio. Cuarenta fueron los años de peregrinaje de Israel por el desierto. Cuarenta años representan dos generaciones: periodo suficiente para que se dé un cambio cultural. Curiosamente, cuarenta son los días, según los neurólogos, que tarda en consolidarse un nuevo hábito en nuestras redes neuronales.

Pero ¿qué sucede en el desierto? En los espacios de oración y silencio nunca estamos solos. Jesús está rodeado de la naturaleza salvaje, como Adán en el paraíso. Pero también recibe una visita menos amable: la de Satanás, el Enemigo, que lo tienta, tratando de apartarlo de su camino, o incitándolo a conseguir sus metas de forma torcida. Jesús batalla con el ángel caído, pero su Padre también le envía otros ángeles amigos que lo sirven. Jesús en el desierto aparece como un auténtico hijo de Dios: rodeado de las fieras salvajes, que simbolizan la creación; batallando con el Maligno y servido por los ángeles.

Jesús supera la prueba. Y «después que Juan fue entregado», marchó a Galilea a proclamar el evangelio de Dios.

Recordemos que Jesús estuvo con Juan en la ribera del Jordán. Se hizo bautizar por él. Marcos y los sinópticos no lo recogen, pero el cuarto evangelio nos habla de Jesús conviviendo con Juan Bautista y compartiendo sus primeros discípulos con él. Al final, Jesús forma un grupo que se va distanciando del Bautista. Y sólo cuando Juan es encarcelado, por orden de Herodes, Jesús inicia definitivamente su misión.

La misión de Jesús se diferencia de la de Juan. Ambos piden conversión: un cambio de mentalidad, un cambio de vida. Pero Juan añadía: penitencia. Arrepentimiento, bautismo purificador y espera del juicio que ha de llegar.

Jesús añade: creed. Creed en la buena noticia. ¿Cuál es? El texto original del evangelio dice literalmente: «ha llegado el Reino de Dios». Ya no es algo del futuro, ya no es una promesa, sino una realidad. El reino está aquí porque Dios está con vosotros. Y su presencia se concreta en el mismo Jesús. El reino ha plantado su semilla en esta tierra y ahora sólo necesita manos y corazones abiertos que crean y trabajen por él.  

2024-02-09

Ve y queda limpio

6º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 1, 40-45.


Entre las curaciones que Jesús practicaba, podríamos distinguir varias: curaciones de enfermos de diversas dolencias, rehabilitación de paralíticos, sordos y ciegos, y purificación de leprosos.

La lepra era una enfermedad considerada impura: al sentido físico se le añadía una carga moral. Un leproso no sólo era un enfermo, sino un impuro. No podía formar parte de la comunidad, tenía que vivir aislado y lejos de los demás, pregonando su impureza por los caminos y sobreviviendo de la mendicidad. La vida de los leprosos, además de precaria y penosa, era desoladora, porque se sentían totalmente excluidos de la sociedad. La lepra cortaba sus vínculos familiares y sociales. Independientemente de su conducta, se consideraba que Dios los había castigado con la enfermedad, de modo que eran igual a pecadores malditos.

Hoy nos escandaliza y subleva esta creencia, que era habitual en la antigüedad: asociar enfermedad a pecado y a castigo divino. Jesús rompe con esta idea curando a los leprosos. Por eso los textos hablan de “purificación”. Sanando al leproso, Jesús lo restablece física y espiritualmente, lo devuelve al seno de su familia y de su comunidad. Lo reintegra en el mundo de los vivos. La sanación es mucho más que corporal.

Podemos hacer una lectura espiritual y más profunda del texto. Leproso puede ser alguien que tiene el corazón sucio, enfermo o herido. Podemos hablar de una “lepra interior” que nos carcome por dentro. Traumas no resueltos, odios, resentimientos, miedos, rupturas… Todo esto va minando nuestra fuerza espiritual y nos impide crecer, cultivar nuestros talentos y vivir con paz y alegría. ¡Necesitamos purificarnos!

Y Jesús lo hace. Él puede sanar nuestro corazón de golpe, tocándonos con su mano y con una palabra suya: ¡Quiero, queda limpio! Nos está diciendo: Quiero, queda libre, queda sano, queda perdonado. Empieza de nuevo con el alma limpia. ¡Yo lo quiero! ¿Y tú?

La sanación comienza dándonos cuenta de que estamos enfermos de alma. El siguiente paso es pedir ayuda, suplicar con insistencia, como el leproso. Jesús se compadecerá y nos devolverá la fuerza y la salud. ¿Cuál es el próximo paso?

Dar testimonio. Tendemos demasiado a hablar mal y quejarnos, y en cambio nos cuesta mucho divulgar lo bueno y elogiar a quien nos ayuda.

Una última reflexión sobre el gesto de Jesús: “lo tocó diciendo”. Jesús toca a un impuro, algo prohibido. Hoy diríamos que rompe el confinamiento, la distancia social. Si queremos imitar a Jesús, hemos de salvar esas distancias que nos separan y nos aíslan. No podemos amar, curar y ayudar si no es desde la proximidad y el contacto real, cara a cara, mano a mano, mirándonos a los ojos y sintiendo a nuestro lado una presencia cálida y amiga.

2024-02-02

Sanar y anunciar

5º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 1, 29-39


La lectura de este domingo nos presenta un día típico en la «agenda de Jesús». Enseña en la sinagoga, donde anuncia el Reino de Dios. Después, cura a los enfermos y endemoniados. Libera a las personas de la fragilidad de cuerpo y de alma. Jesús libra una batalla contra el mal, mandando callar y echando a los demonios que lo reconocen. Mientras tanto, las multitudes lo rodean y requieren su atención. Apenas lo dejan reposar.

¿De dónde saca Jesús la energía para poder afrontar estas jornadas? El evangelio también nos lo cuenta. Jesús madruga, se levanta antes del alba y sale a rezar a lugares solitarios y apartados. Ese tiempo precioso, en intimidad con el Padre del cielo, es la fuente de todo cuanto hace y predica. En esas horas de oración también planea sus próximos pasos.

Cuando Simón y sus compañeros van a buscarlo, Jesús les dice que irán a otros lugares. La gente lo busca, lo reclama, pero él no se ata a un solo lugar: el mundo es grande y muchos otros esperan la buena noticia. «Para esto he salido», dice. No se cierra a una única ciudad, a una sola comunidad, a un solo grupo de gente. Recorre Galilea y sigue predicando y expulsando demonios.

¿Cómo entender esto y aplicarlo a nuestra realidad de hoy? Nosotros somos seguidores de Jesús. Estamos llamados a salir, como él. Y nos enseña qué hemos de hacer. La agenda de Jesús también puede ser la nuestra, adaptada a la situación de cada cual.

Lo primero es madrugar. Antes de salir el sol, orar ante nuestro Padre, con confianza y amor, poner el día en sus manos y ofrecerle cuanto hagamos.

Lo segundo es trabajar, convirtiendo nuestra tarea en servicio que contribuya al bien de los demás. Es una forma de sanar y expulsar el mal del mundo: contribuir a dar salud, ánimo, alegría, consuelo y compañía a quienes nos rodean. Y anunciar, si no con palabras, con nuestra vida, que tenemos muchos motivos para vivir agradecidos y contentos, pese a todo.

Finalmente, en nuestra vida diaria también nos tendremos que enfrentar al mal, que viene disfrazado de mil maneras. Pueden ser tentaciones, miedo, pereza, la trampa del egoísmo y el interés personal. Todo cuanto nos aleja de Dios y de los demás, pudiendo causar un daño, es sospechoso. Necesitaremos ser enérgicos y decididos, como Jesús, para acallar esas voces, internas o externas, que nos quieren apartar del amor y del servicio, de la entrega a los demás. Podemos sufrir una fiebre espiritual que nos paralice y nos postre, como a la suegra de Pedro, impidiéndonos amar y servir. En esos momentos necesitaremos la mano de Jesús que nos levante. Sanados y liberados, tendremos fuerzas y alegría para ponernos a servir, de inmediato.

2024-01-26

Una enseñanza nueva

 4º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 1, 21b-28

El evangelio de hoy nos presenta una escena con tres momentos claves: enseñanza de Jesús en la sinagoga, exorcismo y fama que se extiende por la comarca. Y se desarrolla en tres lugares: Cafarnaúm, la sinagoga y toda Galilea.

¿Qué ocurre aquí? Un hombre poseído por un espíritu inmundo comienza a gritar, increpando a Jesús y proclamando su identidad como Hijo de Dios. Es curioso que son los demonios los primeros que reconocen a Jesús como un hombre santo, que actúa por el poder de Dios, quizás porque ven en él la mayor amenaza. Jesús lo hace callar con una orden rotunda: ¡Calla y sal de él! El demonio se va. Jesús, que ya despertaba admiración por su forma de enseñar, ve cómo su fama se extiende por toda la región.

La enseñanza de Jesús, el anuncio del reino, siempre va acompañado de signos y obras que demuestran su autenticidad. Jesús nos trae a Dios, y por eso expulsa las fuerzas del mal que quieren destruir a la persona. El reino de Dios es liberación, salud, alegría; por eso el mal debe ser echado afuera.

La posesión diabólica, además de su sentido literal, puede leerse como un símbolo de todas las esclavitudes humanas. Los poseídos son esclavos, están atados, enfermos, mudos, ciegos o sordos, enajenados, fuera de sí. Jesús viene a liberarnos de todo lo que nos ata y nos devuelve la salud, la identidad, la voz y la cordura.

Jesús, tan humano y comprensivo con las personas, especialmente con los pecadores, no tiene contemplaciones ante el Maligno. No admite réplica: ¡Calla y sal! Con el mal no hay negociación posible. Dialogar es rendirse a su juego. Esta autoridad de Jesús impresiona a las gentes. ¿Por qué la enseñanza de Jesús es nueva? Porque va acompañada de hechos. No es palabrería ni repetición de las escrituras, como solían hacer los escribas y los maestros de la Ley. Jesús actúa con su palabra y habla con sus obras.

Hoy podemos preguntarnos cuántas esclavitudes nos atan, limitan nuestra alma y oscurecen nuestra vida. ¿De qué tenemos que liberarnos? Pidamos ayuda a Jesús. Enfrentémonos a las sombras de nuestra alma y miremos el mal de frente. Sepamos decir con valentía, como Jesús: ¡Calla! ¡Sal fuera! Y pidamos su ayuda para que nos haga libres para seguirlo, libres para ser nosotros mismos, libres para amar.

2024-01-19

Pescadores de hombres


3r Domingo Ordinario B

Lecturas

Jonás 3, 1.5-10; Salmo 24; 1 Corintios 7, 29-31; Marcos 1, 14-20.

Los primeros apóstoles

Jesús comienza su misión, pero comprende algo importante que todo líder o fundador debe tener presente. No puede trabajar solo, y tiene que enseñar a otros para que, el día que falte, continúen su labor. Por eso Jesús llama a un equipo de hombres que le ayuden en su tarea de extender el Reino de Dios. Primero estarán con él, aprendiendo: serán discípulos. Después, los enviará a la misma tarea que él: serán enviados o apóstoles. ¿A qué? La frase con la que Jesús resume la misión es única e impactante, y no deja de ser un poco misteriosa: venid tras de mí y os haré pescadores de hombres.

¿Pescadores de hombres? Aquellos hombres: Simón, Andrés, Santiago y Juan, eran pescadores de peces. Era su medio de vida y para los peces, ser pescado es la perdición: significa ser capturado y comido. Pero para un ser humano, perdido y flotando en las aguas, la cosa cambia. Ser «pescado» es ser rescatado. Y en la antigüedad, en el mundo judío y en el imaginario bíblico, el mar y su oleaje a menudo eran una imagen del mal, del peligro, de la muerte.

De manera que ser pescadores de hombres se convierte en sinónimo de ser rescatadores de vidas.

Toda la escena del evangelio de Marcos es preciosa y está llena de simbolismos. El mar y la playa son el escenario de nuestra vida: allí donde vivimos, nos movemos y trabajamos. Las redes y las barcas son nuestro trabajo, pero también las ataduras que a veces nos imponemos (o dejamos que nos impongan) y nos impiden vivir en plenitud y en libertad. La llamada de Jesús es siempre la misma: ¡Venid tras de mí! Es decir: Seguidme. Quedaos conmigo, convivid conmigo, aprenden a mi lado. Y después… haréis lo mismo que hago yo.

Jesús nos llama. En nuestro ámbito cotidiano, a cada cual en el suyo. Y podemos seguirlo de mil maneras. Cada cual tiene su vocación y sus capacidades. Lo que importa es nuestra respuesta: ¿somos capaces de soltar las redes, las ataduras, las esclavitudes, para ir tras él? ¿Aceptamos convertirnos, como él, en anunciadores de la buena nueva y portadores de vida, de alegría, de paz, en este mundo?

El mensaje de Jesús es muy sencillo, pero inmenso: El reino de Dios está aquí. Dios está aquí, entre vosotros y por vosotros. No sólo existe: os ama, le importáis y quiere vuestro máximo bien. Creedlo y convertíos: ¡cambiad de vida! No viváis como víctimas, como huérfanos, como criaturas perdidas faltas de sentido. Sois amados y llamados a la plenitud. Escuchar la llamada es el primer paso para convertirse. Y convertirse es renacer.

2024-01-12

¿Qué buscáis?


2º Domingo Ordinario B

Lecturas

1 Samuel 3, 3b-19; Salmo 39; 2 Corintios 6, 13-20; Juan 1, 35-42

La primera llamada

Cuando vivimos un encuentro que nos cambia la vida, siempre recordaremos el día y la hora. En nuestra memoria quedarán impresas las imágenes, como una escena imborrable: el lugar, el ambiente, las voces, los gestos…, la mirada de aquella persona que nos impactó y que ha dado un vuelco a nuestra existencia.

Así lo vivieron aquellos primeros llamados. Eran discípulos de Juan Bautista, buscadores del reino de Dios. Cuando este señaló a Jesús, fueron tras él.

Jesús ve que lo siguen y les pregunta: ¿Qué buscáis?

¿Qué buscamos? Esta es la pregunta que todos podríamos hacernos hoy. Parece que vivimos en una era de buscadores… ¿Qué estamos buscando? ¿O a quién?

Tal vez estamos buscando un lugar donde ser nosotros mismos, donde vivir de verdad, donde encontrarnos.

Tal vez ese lugar no es tanto un espacio físico como una presencia, una compañía. Quizás ese lugar sean los otros: aquellas personas con quienes abrir el corazón y compartir un destino.

Jesús conoce la naturaleza humana. Lee el corazón y ve más allá de las apariencias. Percibe la sed y la búsqueda de aquellos discípulos de Juan: Andrés y otro cuyo nombre no se da, pero que sabremos más tarde, por el evangelio, que es aquel «a quien amaba Jesús». Son los dos primeros; los sedientos de sentido, de propósito, de vida plena.

Jesús también conoce nuestra búsqueda, nuestra sed. Y ¿qué hace? Venid y lo veréis, dice a los dos galileos. También a nosotros, hoy, nos dice: Venid y veréis.

No obliga, no fuerza, ni siquiera persuade. Sólo invita. Este es el estilo de Jesús. Ven, mira lo que hay y, si quieres, quédate. Andrés y su compañero fueron, se quedaron y ya no volvieron a separarse de él.

¿Hemos conocido de verdad a Jesús? ¿O tan sólo lo conocemos de oídas, de lecturas, de escuchar homilías y cumplir con el precepto? Quizás conocemos a Jesús por fe, por estudio, por esperanza o por devoción… Pero, ¿nos hemos encontrado con él? ¿Ha cambiado nuestra vida, como cambió la de sus discípulos? ¿Hemos oído su llamada? ¿Nos ha impulsado a salir, como a Andrés, para llamar a otros y decir: ¡Lo hemos encontrado!?

Señor, ¡enciende en nosotros el deseo de conocerte! ¡Despierta en nosotros el anhelo de buscarte! Vamos tan perdidos, buscándonos a nosotros mismos… Encontrarte a ti es encontrarnos.

2024-01-05

Pasar la vida haciendo el bien

El Bautismo de Cristo


Isaías 42, 1-7
Salmo 28
Hechos 10, 34-38
Marcos 1, 7-11

Hoy el evangelio de Marcos nos relata el episodio del bautismo de Cristo, el inicio de su misión, acompañado por la voz potente del Padre y la presencia del Espíritu. La Trinidad al completo se abraza para dar al Hijo la fuerza y el ímpetu que va a necesitar.

La segunda lectura nos sitúa en los inicios del cristianismo, cuando Pedro comienza a hablar de Cristo ante las gentes. Su mensaje es una buena noticia, para todos sin excepción. Aunque Jesús predicó a los israelitas y no se movió de su país, su mensaje es para todo el mundo. Basta que la persona acoja a Dios y practique la justicia, “sea de la nación que sea”.

Pedro, como el resto de los apóstoles, no se inventa un discurso bonito sobre la vida y la eternidad, con el fin de atraer a las multitudes. Pedro habla a partir de su experiencia, de su vivencia personal con Jesús, y de su descubrimiento, tras la resurrección, de que aquel maestro al que había seguido durante años por los caminos de Galilea es realmente Dios. Un Dios cercano, amigo, que ama y que llama a todos los hombres y mujeres a vivir de una forma nueva y plena.

Jesús actuaba “ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo”, dice Pedro, y esto es lo que se expresa en el bautismo. La autoridad de Jesús le viene de Dios Padre, y la autoridad de Pedro y sus compañeros les viene de Jesús. No hablan por sí mismos, sino que transmiten lo que han recibido de Jesús.

“La cosa empezó en Galilea…” Cuántos recuerdos y episodios debían llenar la memoria de Pedro y de los otros apóstoles. Toda persona que ha sido llamada por Dios y ha respondido recuerda muy bien dónde y cuándo empezó todo. Recuerda, como el discípulo Juan, hasta el día y la hora. Esos momentos, como un primer enamoramiento, nunca se olvidan.

¿Qué hizo Jesús? Pedro resume su vida: “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo”. Esta frase es todo un programa de vida para los cristianos. En este año que comienza, ¿nos hemos propuesto pasar por el mundo haciendo el bien? ¿Nos hemos propuesto aliviar, ayudar y consolar a las personas que sufren a causa del mal? Nuestro mundo enfermo de guerras, crisis y malos gobernantes necesita esperanza y manos dispuestas a sostener y a liberar. ¿Convertimos el programa de Jesús en nuestro propio modelo de vida?

La fiesta del bautismo de Cristo es buen momento para revivir el propio bautismo. Los que fuimos bautizados muy pequeños no podemos acordarnos, pero con el sacramento de la confirmación tenemos ocasión de renovar nuestro sí a ser cristianos, no sólo de nombre, sino convencidos, con el deseo de vivir imitando a Cristo. Y cada vez que celebramos esta fiesta podemos renovar nuestro sí a Dios. Él es el primero que, con la gracia del bautismo, nos da su sí, como se lo dio a Jesús: “Tú eres mi hijo amado”.

Todos somos hijos amados de Dios. Pero cuántos vivimos ignorándolo u olvidándolo. Cuántos lo desconocen, o lo niegan. Vivir sintiendo y sabiendo que somos tan inmensamente amados nos puede cambiar la vida. Ser conscientes de que recibimos tanto amor nos puede convertir en personas agradecidas, que siempre saben sacar algo bueno de cualquier circunstancia. Y esto no sólo nos transforma a nosotros, sino que va sembrando semillas de vida a nuestro alrededor.

Descarga aquí la reflexión en pdf.

2023-12-29

Mis ojos han visto la salvación

Fiesta de la Sagrada Familia - ciclo B

Lectura del evangelio: Lucas 2, 22-40

En los llamados evangelios de la infancia, Lucas traza un paralelo entre la historia de Jesús y grandes personajes del Antiguo Testamento, cuyo nacimiento se vio envuelto de promesas: todos ellos fueron niños tocados por la mano de Dios y estaban destinados a una gran misión entre su pueblo.

Este es el caso de Jesús. A los ocho días de nacer, como todo niño judío, lo llevan a circuncidar. Y su madre, a los cuarenta días del parto, habiendo cumplido su purificación, va a llevar una ofrenda al Señor. También deben pagar el rescate del primogénito, pues según la Ley de Moisés, todo hijo varón, el primer nacido de su madre, está consagrado a Dios.

Este evangelio nos muestra la humanidad de Jesús: un hombre hijo de su tiempo y de su cultura, el mundo judío del siglo I, bajo el Imperio romano. Aunque tengamos muy presente su divinidad, los cristianos no deberíamos olvidar esta faceta humana, histórica y real de Jesús.

Los padres de Jesús lo llevan al Templo: es el lugar sagrado para todo judío, la morada del Señor. Y es en este lugar donde se encuentran con dos ancianos que representan el resto fiel de Israel, que sigue esperando las promesas de Dios a su pueblo. El Templo es el escenario: un lugar santo. Y los ancianos, Simeón y Ana, encarnan la fidelidad y la devoción. Por eso, como los pastores, pueden recibir un aviso, en este caso una inspiración del Espíritu Santo, que los mueve a ir al encuentro de ese niño, que, entre muchos otros, será presentado a los sacerdotes por sus padres.

Simeón alaba a Dios: es viejo, pero antes de morir Dios le ha permitido ver la promesa cumplida. Ha visto al Salvador, el enviado definitivo de Dios, el que iniciará una era de paz y libertad para el pueblo. Pero en la profecía de Simeón hay luz y sombra. No le oculta a María, la madre, la dura verdad: Jesús será una «bandera disputada», motivo de división y conflicto, y finalmente ella sufrirá como si una espada le partiera el alma, porque verá morir a su hijo en la plenitud de la vida.

Años después, Jesús diría de sí mismo que «no he venido a traer la paz, sino la espada» (Mt 10, 34-36). Y Juan en su prólogo afirmaría que la luz «vino a los suyos, y los suyos no la recibieron» (Juan 1, 11). Esta es la cruda realidad: no todo el mundo aceptará a Jesús. Lo rechazarán y querrán matarlo. Su mensaje de liberación es tan novedoso, tan radical y bello que desafiará abiertamente al poder, que quiere mantener a las gentes sometidas y esclavizadas. El poder religioso, las autoridades de ese mismo Templo donde es presentado de niño, matará a Jesús. Simeón está vaticinando la sangre derramada. Jesús predicará en el Templo y por orden de los custodios del Templo será juzgado y llevado a la muerte.

Pero esa muerte no tendrá la última palabra. Por eso Simeón y Ana, aún pudiendo prever el futuro dolor y el rechazo, se alegran al ver al niño.

Unas últimas palabras sobre Ana, la profetisa. Ana es una viuda que lleva toda su vida frecuentando el Templo. Es una mujer hambrienta de Dios, que le dedica su tiempo y su energía. Ana representa a todas aquellas mujeres fieles que han sostenido a la Iglesia durante siglos. En épocas de crisis, de persecución, de caída de la fe, de grandes desviaciones y divisiones, la fidelidad de las mujeres ha sostenido la Iglesia desde abajo, desde la comunidad. Y aún hoy siguen siendo un puntal indispensable. ¿Qué sería de la Iglesia sin las mujeres? Basta observar quiénes asisten hoy a las eucaristías, quiénes se ofrecen voluntarias para colaborar en tareas pastorales, en catequesis, en toda clase de apostolados… ¡La mayoría son mujeres! Y no hay edad ni condición que sea obstáculo. Ana es una viuda anciana. Quizás puede hacer poco, pero al menos está ahí. No le falta la voz y un rostro amable para acoger a los que vienen y para alabar a Dios. Todos, a cualquier edad, podemos hacer algo por Dios, por Jesús, por la Iglesia. Todos podemos ser transmisores de la buena noticia, como Ana. Pensémoslo.