2025-01-10

Ungidos por Dios

El Bautismo de Cristo  - ciclo C

Lecturas:
Isaías 42, 1-7
Salmo 28
Hechos 10, 34-38
Lucas 3, 15-22

Homilía

Las lecturas de hoy se centran en el bautismo, el primer sacramento de la fe cristiana. Todos hemos asistido a algún bautizo. No recordamos el nuestro, pues casi siempre éramos muy pequeños, pero hemos visto fotografías y recuerdos. Sabemos que el bautismo es la ceremonia que nos hace, oficialmente, cristianos, y en la que se nos da un nombre. También se nos enseña que por el bautismo somos lavados del pecado original. En el caso de los bautismos adultos, además borra todos los otros pecados. Pero más allá de las catequesis básicas, ¿ahondamos en el significado que tiene este evento? ¿Qué nos dice el bautismo?

Por otra parte, hoy celebramos el bautismo de Cristo. Puede parecer algo contradictorio. ¿Necesitaba bautizarse Jesús, si ya era Dios y no tenía pecado? ¿Por qué Jesús quiso bautizarse? ¿Qué significa esa voz salida del cielo, ese Espíritu que desciende sobre él como una paloma? ¿Qué ocurrió realmente en el Jordán?

La escena, que nos narra Lucas, explica que mientras era bautizado, Jesús oraba. Recibió el agua en un estado de oración, de unión íntima con el Padre. Y en ese momento es cuando desciende el Espíritu y la voz clama: «Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco».

Las pocas veces que el evangelio reproduce la voz de Dios Padre, el mensaje es casi siempre el mismo. Es una exclamación de amor y reconocimiento hacia su hijo. En el Bautismo, Jesús recibe un mensaje que lo llena de fuerza para iniciar su misión. Es la palmada en la espalda, el abrazo de despedida de su padre, el ¡ánimo, adelante!, que necesita.

San Pablo lo explica con estas palabras: «Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.» ¿Qué quiere decir ungido? Ungidos eran los reyes y los sacerdotes, con óleo santo, para ser consagrados. Ungido significa pertenecer a Dios. Pero ungir también es un acto de cuidado personal, con aceite fragante, nutritivo y protector. Ungido es ser acariciado, cuidado por Dios. Este amor es el que da toda la fuerza, todo el poder sanador y liberador de Jesús. Es el mismo amor que Jesús dio también a sus apóstoles, y el mismo que recibimos todos los cristianos al ser bautizados.

Sí, en el bautismo, Dios nos mira con amor y nos dice: Tú eres mi hijo amado, mi hija amada. Tú me llenas de alegría, ¡eres mi gozo! No nos da órdenes, ni nos dice «quiero que seas así», o «haz esto», o «pórtate de esta manera». Dios nos ama tal como somos, de forma incondicional. Su primer y más fundamental mensaje no es otro que este: «¡Te quiero!» Con la fuerza que nos da el ser tan amados, podemos crecer, podemos salir al mundo y atrevernos a dar lo mejor de nosotros mismos, sin miedo. Hay un amor más grande que todo el universo, un amor que ha sido derramado sobre nosotros con el agua bautismal, y este amor nos alimenta y nos sostiene, siempre.

2025-01-03

La luz y la palabra



En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba en Dios, y la Palabra era Dios... Por ella fueron hechas todas las cosas (…) En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Jn 1, 1-18

La palabra encarnada

La Navidad nos llama a reflexionar sobre la humanidad de Dios. San Juan comienza así su evangelio porque la palabra de Jesús ha calado hondo en su corazón, como una luz intensa. Esa fuerza lo impulsa a predicar.

Juan nos revela que Dios es comunicación. No es un ser extraño, alejado, centrado en sí mismo. Es un Dios que se comunica, que se relaciona, que sale de si mismo. Jesús es la palabra de Dios, una palabra que cala con fuerza, que es luz para nosotros. Cristo es la palabra de Dios que ilumina nuestro corazón, nuestra existencia, todo nuestro ser.

A través de él Dios nos comunica su amor. Las palabras que no comuniquen amor, que no iluminen nuestra vida, son palabras vacías, huecas, sin sentido. ¡Qué importante es recuperar el sentido de la palabra! Este mensaje nos interpela. Nos pide que todo aquello que seamos capaces de comunicar exprese justamente la voluntad de Dios.

Dios se hace pequeño

Sin lugar para hospedarse, José y María tienen que buscar refugio en una cueva. Es allí donde nace el Hijo de Dios. Este es el gran mensaje de la Navidad: la humildad de Dios. Nosotros, mortales y limitados, que creemos saber muchas cosas cuando en realidad no sabemos nada, a veces nos consideramos más que Dios.

Es evidente que las religiones muchas veces han generado conflictos por querer imponer sus criterios morales. En cambio, Jesús llega al mundo sin la intención de avasallar a nadie. En todo caso, viene a conquistarnos, a seducirnos con el inmenso amor de Dios. No viene a obligarnos a hacer nada que no nos guste, sino a que descubramos la dimensión trascendente de la vida.

Dios cuenta con la humanidad

Los teólogos afirman que, en Navidad, Dios se humaniza. Viene a ser uno como nosotros en Jesús de Nazaret. Al mismo tiempo, el hombre se diviniza, es decir, descubre la trascendencia que le depara el mismo Dios. Para venir al mundo Dios necesita de la humanidad. A través del ángel Gabriel, solicita su adhesión a María. Ella podía haber dicho no y, en cambio, responde: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”. Dios cuenta con la humanidad, con el hombre y con la mujer, para su misión redentora. Cuenta con nosotros para llevar a cabo su plan en nuestras vidas y para que muchas otras personas lleguen a conocerlo y a acercarse a Él.

La sencillez de María

En María vemos tres aspectos muy importantes. El primero es la sencillez. Estamos en un mundo donde predomina la cultura de los primeros. Vamos pegándonos codazos unos a otros, pugnando por adelantarnos.  En cambio, cuando Dios se hace niño, se sitúa detrás de todos. ¿Qué es un bebé? Es el último, pequeño y frágil, incapaz de sobrevivir solo; si lo abandonamos, se muere. Dios es ese gran indefenso, que renuncia a todo su poder para hacerse niño. Se hace último, como también lo será en la cruz donde, más allá de los golpes y las burlas, no tiene nada ni a nadie. ¿Qué consecuencias tiene esto? Podemos extraer implicaciones de tipo sociológico, político y cultural. ¿Cómo vivimos la virtud de la humildad? ¿Sabemos ser últimos?

Docilidad de espíritu

El segundo aspecto que quiero remarcar de María es su docilidad. En nuestra sociedad nos enseñan a competir por ser los primeros, queremos hacer siempre lo que nos da la gana sin preguntarnos qué quiere Dios de nosotros. Nuestro ego prevalece en todo momento, convirtiéndose en la brújula que nos orienta. Por el contrario, Jesús se manifiesta siempre dócil a la voluntad de Dios. María, su madre, también ha acatado esa voluntad: “Hágase en mi según tu palabra”. ¿Somos dóciles a lo que Dios quiere de nosotros? ¿Dejamos que se cumpla en nosotros lo que Él quiere?

El silencio

La tercera cualidad de María es el silencio. Nuestro mundo está lleno de  ruido. La gente huye del silencio, porque en el silencio uno se encuentra consigo mismo y topa con sus propias limitaciones. Cuántas imperfecciones, lagunas y lacras personales tememos descubrir. El silencio tiene un alto componente educativo y espiritual. A la gente le da miedo sentarse un rato y pararse a pensar y a rezar. Necesitamos estar siempre corriendo porque huimos. ¿De quién? En el fondo, intentamos escapar de nosotros mismos. Hay muchas cosas que no nos gustan de nosotros y preferimos pasar al activismo.

Es muy importante saber estar quieto. ¿Por qué se produce en María el milagro de la recepción del mensaje por el ángel Gabriel? Porque la ha encontrado quieta, callada, en su lugar. Las personas a menudo no estamos en nuestro lugar. ¿Cómo vamos a descubrir lo que Dios quiere, si el ruido nos envuelve y nos aturde? El silencio nos causa pánico y lo desplazamos, llenando nuestras horas de bullicio y televisión, para no sentirnos solos. En cambio, María acoge al niño en el silencio de su corazón.

El sentido del regalo

Hoy se da mucha importancia a la cultura de los regalos. Tiene su función mercantil, es una dinámica en la que todos entramos y nos parece lo más normal del mundo.

En la noche de Navidad, Jesús se nos regala él mismo. Esto tiene una enorme consecuencia. Demos un sentido trascendente al regalo. El mejor obsequio es la ofrenda de nosotros mismos. Cristo, en la eucaristía, se nos ofrece a través del pan y vino. En la noche de Navidad se nos ofrece como niño. Por encima de los regalos que podamos brindar, Jesús nos invita a dar algo más: nuestro tiempo, un diezmo de nuestra vida y de nuestra libertad para ofrecer nuestra presencia y hacer algo solidario en favor de los que nos necesitan. Si no lo hacemos así, entraremos en el juego voraz del consumismo sin sentido.

Volvernos como niños

En los años 80 se hablaba de la revolución de los niños y se estudiaba la importancia de esta etapa de la vida. Jesús nos exhorta a descubrir las dimensiones de la infancia en cada uno de nosotros. “Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los cielos”. No olvidemos que, aunque somos adultos, tenemos un niño dentro y, potencialmente,  también un anciano. Es importante apearnos del orgullo y recuperar aquella bonita y fragante inocencia. Los adultos nos volvemos recelosos, raros, criticones. Tenemos que volver a nacer, volver a ser niños, desde la cueva de Belén. Los niños juegan sobre los cascotes después de las guerras, no tienen en cuenta las miserias, son capaces de romper barreras culturales y psicológicas. Para el niño lo más importante es  la ternura y la amistad, el amigo del colegio, el juego, poder levantarse cada día. Los niños no buscan cargar culpas ni rencores. Nos enseñan a mirar las cosas con ojos limpios. Nos enseñan a descubrir al prójimo con capacidad de perdón y reconciliación, nos enseñan a empezar de nuevo.

Esta es una de las grandes lecciones de la Navidad. Que todo ese envoltorio de luces y regalos no nos distraiga, y que esta fiesta nos ayude a penetrar en el misterio de la auténtica alegría.

2024-12-27

La familia, espacio sagrado


Fiesta de la Sagrada Familia – ciclo C

Eclesiástico 3, 2-6. 12-14.
Salmo 127
Colosenses 3, 12-21
Lucas 2, 41-52

Las tres lecturas de hoy son densas y hermosas: hablan de la realidad humana más entrañable y esencial, la familia. Todos hemos nacido en una familia. Más o menos estable, con traumas y con amor, con unión y rupturas, la familia es la tierra donde nuestra vida arraigó, y es la raíz de la que procedemos.

La Biblia nos exhorta a amar y honrar nuestras raíces, especialmente a los padres. Los psicólogos dicen que la persona no madura bien si su relación con los progenitores no es sanada y reconciliada. Hoy nuestras sociedades envejecen y vemos a muchísimos hijos que deben afrontar el deterioro físico y mental de sus mayores. En muchos casos esto supone un problema, una molestia, y los abuelos son aparcados, en casa o en asilos donde esperan la muerte en soledad y no siempre son tratados con dignidad. El Papa Francisco ha advertido muchas veces sobre la cultura del descarte, para la cual los ancianos, los impedidos, los que ya no son productivos, se convierten en una carga de la que nadie quiere ocuparse. Las instituciones asistenciales suplen de manera insuficiente la falta de humanidad, tiempo y cariño de unas familias desintegradas, donde cada cual persigue sus metas individuales sin ganas de sacrificarse y dedicar tiempo a los más frágiles.

Todos envejeceremos, todos seremos dependientes y falibles algún día. ¿Cómo aceptar esta vulnerabilidad? San Pablo en su carta a los Colosenses nos da pistas valiosas. Revestíos de misericordia, de bondad, de humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos. Bañad vuestras relaciones de afecto y ternura. Tened paciencia. Perdonad y dad todo el amor que desearíais. ¿Puede haber mejor consejo? Si las familias adoptaran este vestido que indica Pablo, cuántos problemas dejarían de serlo y se convertirían en situaciones desafiantes, sí, pero también en oportunidades para mostrar nuestro amor y reforzar los vínculos que nos unen.

Jesús mismo, siendo Dios, se sujetó a la vida familiar, aceptando la autoridad de sus padres y dejándose educar por ellos. Su escapada en el templo de Jerusalén es un atisbo de lo que sería su misión futura, marcada por la audacia, la libertad y el desapego de los lazos familiares. Pero, hasta que llegó su hora, Jesús demostró que podía cultivar su fidelidad al Padre del cielo sin dejar de amar y honrar a sus padres de la tierra.

Descarga la homilía en pdf aquí.

2024-12-20

Aquí estoy para hacer tu voluntad

4º Domingo de Adviento - C

Lecturas
Miqueas 5, 1-4
Salmo 79
Hebreos 10, 5-10
Lucas 1, 39-45

Homilía (descargar pdf)

La primera lectura de hoy es una profecía de Miqueas, que señala a Belén como el lugar donde nacerá un rey, que será pastor del pueblo y lo regirá con bondad y justicia. Pero ¿qué experiencia tenían los pueblos antiguos de sus reyes? Pocos eran realmente justos y benevolentes. Las monarquías antiguas podían ir desde la crueldad hasta la gloria, pero siempre exigían muchos sacrificios al pueblo sencillo. ¿Quién será el rey que se comporte con su pueblo como un buen pastor? El salmo es una oración al verdadero buen pastor, el que cuida de su gente, la defiende, no la explota ni permite que la depreden. El verdadero rey, el buen pastor, en realidad es Dios.

Estas lecturas presagian al “rey” que vendrá: Jesús. Es el mismo Dios, pero hecho hombre, y no será un rey tirano ni un conquistador. No se servirá de las armas ni de la fuerza, ni siquiera del oro ni del poder. Tampoco exigirá grandes sacrificios a su pueblo. No le pedirá nada, al contrario: se entregará a sí mismo por todos.

La venida de Jesús cambia todo el concepto antiguo de religión. Si Dios era concebido como un rey y los fieles como vasallos, ahora Dios es el que se convierte en servidor del hombre. ¿Y qué pide? Ya no pide holocaustos ni sacrificios. Se acabaron las religiones del ritual y la ofrenda. Lo único que podemos ofrecerle de valor es… ¡a nosotros mismos! Ya los profetas atisbaron esta nueva religión, que es una relación de amor y no de sumisión, y que se basa en la libre gratuidad, y no en el intercambio de favores.

San Pablo en la segunda lectura así lo recoge. Habla de Jesús y dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad».

Jesús se ofrece a sí mismo y nos marca el camino a seguir. ¿Queremos una relación armoniosa y auténtica con Dios? No se trata de acumular méritos, ni oraciones ni preceptos, sino de iniciar con él una gran amistad. Una amistad marcada por la entrega mutua, por la confianza, por el amor.

El evangelio nos relata el encuentro gozoso de dos mujeres que así lo entendieron y que también son modelo para nosotros. María e Isabel son dos amigas de Dios, que han ofrecido su vida y sus cuerpos para hacer la voluntad divina. En ellas se gestan dos niños llamados a hacer cosas grandes… En María se gesta el mismo Dios, hecho bebé. Cuando confiamos en Dios y ponemos nuestra voluntad en sintonía con la suya, todos quedamos «preñados» de cosas grandes y hermosas.

Igual que Jesús, igual que María, podemos decir: «Dios mío, no quieres de mí grandes cosas… pero tú me lo has dado todo: mi cuerpo, mi alma, la vida. Aquí estoy, ¡soy tuyo! Que sea en mí como tú deseas.» Nadie deseará algo más grande, más bello y mejor para nosotros que el mismo Dios.

2024-12-13

Alégrate, el Señor te renueva

3r Domingo de Adviento  - C

Lecturas

Sofonías 3, 14-18
Salmo 12
Filipenses 4, 4-7
Lucas 3, 10-18

Homilía

Este tercer domingo de Adviento se caracteriza por la alegría. Ya empezamos a saborear la buena noticia que se acerca. Me gustaría, hoy, recoger algunas frases de las tres lecturas, porque todas ellas desprenden luminosidad. Podemos leerlas como anuncios que se dirigen a nosotros, hoy. Cada uno de nosotros es el tú de estos mensajes.

La primera es la profecía de Sofonías. Y dice: «¡No temas! ¡Sión, no desfallezcas! El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador; se alegra y goza contigo, te renueva con su amor». Todos somos Sión. Criaturas de Dios que quizás han pasado por muchos avatares y desgracias. Quizás nos sentimos cansados, enfermos o rotos. Somos como una vieja ciudad, atacada por los problemas. Pero el Señor habita en nosotros y su amor basta para renovarnos. ¿Somos conscientes de ello? Cada domingo vamos a comulgar, recibimos al mismo Dios dentro de nuestro cuerpo… ¿Nos dejamos renovar y transformar por él?

La segunda lectura, de san Pablo, contiene dos exhortaciones y una promesa. La primera: «Alegraos en el Señor, os lo repito, ¡alegraos!». Si Dios está con nosotros, ¿acaso no es motivo de gozo? Es el gran invitado, que trae consigo la fiesta. Si él está cerca, no hay motivos para la tristeza, aunque pensemos que hay mil razones para preocuparnos y angustiarnos. Todas esas razones no son tan grandes como el huésped divino que viene.

«Nada os preocupe», sigue Pablo, sino que cualquier preocupación o petición, dejadla en manos de Dios. Poned en él los problemas y dolores, y también la gratitud por las cosas buenas que llenan nuestra vida.

Finalmente, Pablo nos dice que la paz de Dios, que supera todo juicio, reinará en nuestros corazones y en nuestros pensamientos. Fijaos que dice que esta paz «supera todo juicio», es decir, que está por encima de todos nuestros razonamientos, obsesiones e ideas reiterativas. Nuestro discurso mental puede ser muy hábil para justificar nuestro estrés, nuestra dispersión y nuestra angustia. Es fácil aparcar a Dios porque… ¡tenemos tanto qué hacer! Pero si descansamos y nos apoyamos en Dios, nos llenará una paz que supera todas estas inquietudes que nos roban las fuerzas y la alegría. Y tendremos lucidez mental y paz emocional.

Juan Bautista, en el evangelio, también nos da sus consejos. La gente que se bautiza le pregunta: Bien, ¿qué hemos de hacer, para preparar este reino de Dios que se acerca? Y Juan les habla de cosas muy sencillas, pero difíciles de hacer. Pide que los ricos compartan lo que tienen con los pobres, que los poderosos no abusen de su poder, que los soldados no ejerzan violencia, que todos destierren la mentira, la codicia y las envidias de sus vidas. En el fondo, lo que pide Juan es que la gente renuncie a sus miedos: miedo a no tener, miedo a perder, miedo a no ser nadie… Esos miedos son los que cierran el corazón y disparan las ambiciones de poder y dinero que mueven el mundo, ¡y que causan tanto daño! Hagamos lo que tenemos que hacer, seamos generosos y confiemos en Dios. Tendremos paz y esparciremos paz a nuestro alrededor. Y nos llenará un gozo inmenso, mucho más allá de toda razón, todo juicio y toda medida. Es el gozo exultante de la fiesta de Dios. Quitémonos de la mente que Dios nos quiere a todos serios, rígidos y uniformados. Dios es fiesta y su reino es un banquete de bodas al que todos estamos invitados. ¡Aceptemos la invitación y vistámonos el alma de gala!

2024-12-06

Inmaculada Concepción de María


En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David. La virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo…"
Lc 1, 26-38

Vivir con el corazón abierto


Celebramos hoy una gran fiesta arraigada en la comunidad cristiana: la Inmaculada Concepción de María. ¿Cómo podía ser de otra manera? María fue elegida por Dios como madre de su Hijo, por ello fue concebida sin mancha de pecado alguno.

El evangelio de hoy sienta las bases de la espiritualidad mariana. María es la mujer que supo disponer un hogar para Dios, un corazón cálido y abierto a su voluntad.

El ángel la saluda con estas palabras: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. María ya está llena de la presencia de Dios. Es algo cotidiano vivir atenta a su Espíritu. Porque conecta con él, recibe gracia sobre gracia. Su receptividad es tan grande que el Señor la inunda.

No temáis


No temas, María, continúa el ángel. María es llamada a una vocación muy alta: ser la madre del mismo Dios. Nosotros, los cristianos, también somos llamados. Dios entra a nuestra presencia si tenemos espacios diarios de silencio para él. La madurez espiritual permitirá que Dios cale en nuestra existencia y podremos escuchar su llamada. Dios también piensa en nosotros y confía en nuestra capacidad de respuesta. A María le anuncia que concebirá y dará a luz a un hijo que será la salvación del mundo. Cada cristiano abierto concebirá en su corazón un proyecto de Dios para colaborar en la redención que Jesús inició.

No temáis, hombres y mujeres del siglo XXI. Aunque el mundo parece girar al revés, sabiendo que Dios está con nosotros nunca hemos de temer a nada ni a nadie. María no teme. Está preparada para su misión: ser receptora del mismo Dios. Jesús, su hijo, será el redentor del mundo y dará su vida para salvar a toda la humanidad. La Iglesia, hoy, sigue siendo receptora de ese mensaje y continúa esta misión.

Para Dios nada es imposible


María se aturde, al principio, cuando oye al ángel. Nosotros también podemos turbarnos. ¡Dios mío! Es tan grande tu amor… ¡y yo soy tan pequeño! No soy nada, ¡y tú me das tanto! Pero el Espíritu Santo que aletea en el universo transforma esta nada convirtiendo nuestro corazón y nuestra vida en una realidad hermosa capaz de emprender obras extraordinarias.

¿Cómo será eso, pues no conozco varón?, se pregunta María. También nosotros podemos preguntarnos: ¿Cómo podremos hacer lo que Dios nos pide, si somos tan limitados?

Dios puede. El Espíritu Santo vendrá sobre nosotros y la fuerza del Altísimo nos cubrirá con su sombra. Recibiremos su aliento y nuestra vida será renovada.  Es el mismo Espíritu Santo que se alberga en el corazón de María. Para Dios nada es imposible.

María estaba dispuesta y era inmaculada en su interior. Nosotros también estamos limpios por la misericordia del Padre y por el sacramento de la penitencia. Para él no es imposible lavar nuestras culpas, pese a nuestras dificultades, nuestros pecados, egoísmos e historias pasadas. Dios puede convertir un corazón de piedra en otro de sangre, que palpite de vida, derramando amor.

Somos hijos de Dios. Como los hijos se parecen a los padres, ¿en qué nos parecemos a Dios? Justamente en esa inmensa capacidad de amor. Aunque nuestra cultura hace hincapié en los aspectos más negativos de la naturaleza humana, no dudemos que el hombre guarda tesoros hermosos en su corazón y es capaz de entregarse hasta el límite. Dios puede penetrar en nuestros vericuetos emocionales, iluminar nuestras sombras, llenar nuestras lagunas, nuestros vacíos… Los condicionantes biológicos y psicológicos quedan superados por lo espiritual.

Hágase en mí según tu palabra


María dice sí a Dios, sí a su plan, a su designio. Sin ese sí valiente, generoso, libre, el misterio de la encarnación no habría sido posible. El sí de María hace posible la revolución del cristianismo.

Dice María: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Hay que leer la palabra esclava en su contexto.  No se puede obrar el bien sin libertad.  El concepto de esclavitud aquí significa disposición, entrega, un decir: mi vida es para ti, soy tuya; me entrego libremente, porque quiero. No se trata de someterse a Dios, él jamás quiere siervos, y aún menos quiere que María sea una esclava sojuzgada. Dios ama al hombre libre y pide una respuesta desde la libertad. En lenguaje de hoy, podríamos traducir esta frase como: Aquí está la amiga del Señor.  O también: He aquí la hija del Señor.

Decir sí a Dios comporta un compromiso que se reafirma cada día, como el de los esposos. Ese sí debe fortalecerse, perfumarse y alimentarse con la oración diaria. Decir sí a Dios es aceptar que su palabra sea nuestra vida, que penetre en lo más hondo de nuestro ser, que se haga en nosotros todo cuanto él sueña. Y ese sí debe darse libremente, porque sólo libremente podemos ser invadidos por el amor de Dios.

Del paraíso al reino de Dios


El evangelio de la anunciación del ángel a María contrasta con la primera lectura de hoy, del Génesis, que nos relata cómo el hombre cae tentado por el demonio y es expulsado del Edén. En este pasaje, vemos cómo Adán y Eva no se fían de Dios y se sienten desnudos ante él. La desconfianza trae consigo la ruptura entre el hombre y Dios.

María, en cambio, se convierte en el paraíso de Dios. Sus entrañas serán el lugar donde se lleve a cabo la redención.

Adán huye corriendo del paraíso. María, que se fía, no escapa. Espera. Dios se alberga en su corazón, y ella se convierte en casa de Dios.

2024-11-29

Estad despiertos


1 Domingo de Adviento – ciclo C

Jeremías 33, 14-16.
1 Tesalonicenses 3, 12 - 4, 2.
Lucas 21, 25-36.

Iniciamos el tiempo de Adviento, tiempo de espera activa, de preparación para una de las dos grandes fiestas del año cristiano: la Navidad.

Las lecturas de este domingo nos hablan de un anhelo de justicia y de paz constante en todas las épocas, especialmente en tiempos de crisis. El profeta Jeremías anuncia una promesa al pueblo de Israel, perdido en el exilio. Llegará un día en que vendrá un líder que instaure la justicia en la tierra. San Pablo va más allá y ya no habla de justicia, sino de amor: el amor es toda la ley y en él se contiene y se supera toda la justicia. Sin amor mutuo, el gran mandamiento de Cristo, todo esfuerzo por hacer justicia será inútil. San Pablo ruega encarecidamente a sus comunidades que se amen. Así agradarán a Dios: «proceded así y seguid adelante».

Jesús, en el evangelio, habla de signos apocalípticos: guerras y angustia, catástrofes naturales y cósmicas. ¿No resultan familiares estas imágenes? Hoy vivimos en una crisis mundial. Guerras, catástrofes naturales, amenazas climáticas y terroristas azotan nuestros países. El miedo se infiltra en nuestras sociedades y nos paraliza. A diario somos bombardeados por noticias que nos hacen sentirnos impotentes y nos quitan la alegría y la esperanza. ¿Qué podemos hacer? 

Jesús nos da pistas. No durmáis, dice. Velad. Estad despiertos. Que no se os embote la mente, ni con evasiones fáciles y placeres, ni con agobios y angustia. Nos está diciendo que no valen las actitudes escapistas: diversión y vientres llenos. Pero tampoco sirve de nada angustiarse y vivir estresado, corriendo sin saber a dónde. Ni negar la realidad ni dejarse abrumar por ella. Ni miedo paralizante ni diversión narcotizante. «Estad despiertos, pidiendo fuerzas, y manteneos en pie ante el Hijo del hombre.» ¿Qué es mantenerse en pie? Seguir firmes. Ser responsables: responder ante las necesidades y el dolor. Permanecer activos. Incluso en las peores circunstancias, siempre podemos hacer algo. Aunque solo sea acompañar, apoyar, estar ahí, ante la humanidad que sufre. De pie, amando siempre. Y sin perder la esperanza. Mientras estemos vivos, hay un amor que nos sostiene, mucho más grande que todos los males que parecen azotar el mundo. Escuchemos a Jesús: ¡vivamos despiertos y conscientes! 

Descarga la reflexión en pdf aquí.


2024-11-22

Mi reino no es de este mundo

34º Domingo
Jesucristo Rey del universo

Evangelio: Juan 18, 33b-37

«El rey de los judíos»: con esta acusación, los sacerdotes del Templo lograron convencer a Pilato de que Jesús era un líder peligroso que amenazaba el poder romano y que había que condenarlo a muerte.

En el diálogo que reproduce el evangelio de Juan vemos las serias dudas de Pilato: ¿De verdad ese hombre callado, maltratado y de mirada profunda, del que hasta ahora no había tenido noticia, es un peligro para Roma? ¿Ese hombre tiene pretensiones de realeza? Pilato pregunta a Jesús directamente para cerciorarse de dictar una justa sentencia. Y Jesús replica y le viene a decir: ¿De dónde sale esto? ¿Lo crees tú o es que otros te lo han dicho?

Pilato le inquiere de nuevo, ¿Qué has hecho? La respuesta de Jesús no puede ser más clara, y echa por tierra cualquier intento de politizar la figura de Jesús. «Mi reino no es de este mundo», le dice. Su realeza no tiene nada que ver con el poder mundano, con la ambición de poder, o con el deseo de gobernar sobre su pueblo para hacer justicia. Nada más lejos de su intención. El reino de Jesús es el alma humana, el reino de Dios, y su único poder es el amor capaz de convertir los corazones más duros.

Pilato intuye algo, por eso teme, pero no llega a comprender la verdad. Los sacerdotes que han entregado a Jesús saben algo más, y por eso también temen. Porque la verdad que Jesús trae derrumba su sistema de rituales, normas y costumbres gracias al cual viven y exprimen al pueblo, enriqueciéndose y ganando poder. Por eso necesitan acabar con él, y por eso necesitan que sea Pilato quien le condene. Porque, si Jesús muere como profeta, el pueblo que lo ama lo venerará y aún podría rebelarse.  Pero si Jesús muere como un sedicioso, un criminal político (hoy diríamos, un terrorista), su buena fama se perderá, su muerte será vergonzosa y su nombre caerá en el olvido.

Jesús renuncia al poder. Su trono es la cruz; su corona es una tiara de espinas; las manos que empuñan el cetro serán clavadas y desgarradas; morirá como un delincuente. Sin ejército que lo defienda: sus propios seguidores lo abandonan y lo dejan solo. Apenas quedan a su lado unas pocas mujeres y el discípulo amado, que sólo pueden mirar de lejos y llorar.

Pero Dios siempre tiene un plan reservado. De la muerte cruel, injusta y vergonzosa, su hijo saldrá victorioso a una vida imperecedera. Esta es la respuesta de Dios ante el mal del mundo: no va a castigar a los homicidas que matan a su hijo, va a derrotar a la misma muerte. Por eso san Pablo y el Apocalipsis, recogiendo las imágenes proféticas de Daniel, explican que Dios Padre lo coloca a su derecha, como un rey coloca a su heredero junto al trono, envuelto en gloria. Es una visión triunfante que a los creyentes perseguidos, que sufrieron y algunos murieron por su fe, los llenaba de esperanza.

En la fiesta de «Cristo Rey» podemos caer en dos extremos que se alejan del evangelio. Podemos politizar a Jesús, en un sentido u otro. Algunos quieren ver la realeza de Jesús como un poder sobre el mundo, encarnado en las instituciones eclesiales o humanas que legitiman su autoridad en Dios. Otros quieren ver a Jesús como el guerrillero rebelde contra Roma, cabecilla de una revolución de pobres donde los grandes serán abatidos, pero con la fuerza de la violencia, que no deja de ser otro poder. Tanto uno como otro «Cristo» justificaría el uso de la fuerza, incluso de las armas, para conseguir implantar el reino de Dios en la tierra. Las dos posiciones son desviaciones y se alejan de este Jesús que, ante Pilato, afirma que su reino no es de este mundo.

Hoy celebramos esta realeza de Jesús: el don de su vida resucitada, un don que quiere compartir con todos nosotros. Es una realeza fundamentada en su firme unión con Dios; en la entrega hasta el límite, en el amor sin medida, en la renuncia al poder. 

2024-11-15

Mis palabras no pasarán


33º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 13, 24-32

«Cielo y tierra pasarán, mis palabras no pasarán», repite el estribillo de una canción, inspirada en esta lectura del evangelio.

Antes de morir, Jesús quiere dar a sus discípulos un mensaje de aviso, de alerta y de esperanza. Les esperan tiempos difíciles, pero en medio de las tribulaciones Su presencia brillará como estrella en la noche y aquellos que lo sigan serán rescatados y reunidos.

¿Qué significan estas frases de Jesús, tan apocalípticas?

En primer lugar, habla de cataclismos naturales: el sol oscuro, las estrellas que caen, son signos bíblicos que ya leemos en los antiguos profetas. La conmoción cósmica es un reflejo de la tormenta interior de los seres humanos. Por eso a los signos se añade una gran angustia. Este es el principal azote.

Estas palabras son de gran actualidad. ¿No oímos, hoy, hablar del cambio climático? Las recientes inundaciones en Valencia y en otros lugares, la tragedia de las víctimas, huracanes, seísmos, volcanes… La naturaleza enfurecida no es algo nuevo, como tampoco la gran crisis de ansiedad que golpea a los seres humanos. Hoy vivimos una pandemia de depresión, tristeza y enfermedades mentales. Más allá de los cielos y la tierra, es el alma humana la que se sacude y tiembla, la que se ahoga en medio de una riada abrumadora de miedos, incertezas y confusión.

Pero en medio de esta tribulación, dice Jesús, el hijo del hombre vendrá con poder y gloria y reunirá a sus elegidos. ¿Qué sucede? Que en medio de las peores catástrofes, la caridad y el amor salen a relucir. Brota lo mejor de las personas y todos aquellos que luchen por el bien, por ayudar a los demás, por rescatar a sus semejantes, se unirán. También lo estamos viendo estos días en Valencia. Junto a lo peor, también vemos lo mejor del ser humano. Jesús llamará a los suyos y juntos sobrevivirán. De todo cataclismo siempre queda un resto fiel, semilla de renacimiento.

La parábola de la higuera es una imagen con la que Jesús nos llama a vivir alerta y despiertos. Hoy, además de ansiedad e incerteza, es fácil vivir dormidos. O más bien aturdidos, con tanta televisión, redes sociales y el bombardeo de noticias, series, programas… El exceso de información nos abruma y nos incapacita para reaccionar. El miedo nos paraliza. El exceso de ruido nos ensordece y atonta. Así, no estamos preparados para afrontar los desafíos que vienen, ni para salir adelante. Parece que los poderes del mundo nos quieren bien distraídos, saturados de noticias e incapaces. Pero Jesús nos exhorta a abrir los ojos. Mirad: ¿no veis las señales en el mundo? El momento se acerca.

Ahora bien, estar despiertos no quiere decir especular con las fechas, ni jugar a ser adivinos. Jesús rechaza de plano todas las profecías que señalan un día o una hora concreta. El día y la hora nadie lo conoce, ni siquiera los ángeles ni el Hijo (o sea, él). Sólo lo sabe el Padre. Podemos atisbar que se acerca, pero no lo sabemos. Por eso hay que vivir preparados siempre.

Estamos esperando un tren y no sabemos a qué hora llegará. Pero si nos distraemos, nos alejamos de la estación y no tenemos las maletas a punto, cuando llegue lo perderemos. Si estamos preparados, atentos y con el equipaje en orden, en el momento preciso llegará, subiremos e iniciaremos el viaje hacia nuestro destino.

Vivamos despiertos, atentos, cuidándonos unos a otros, ayudándonos y ayudando a que otros despierten. Jesús vendrá a buscarnos. Nos encontrará listos y seremos libres.

No lo dudemos: sus palabras son válidas hoy y siempre. Todo en este mundo acaba y pasa, pero sus palabras no pasarán.

2024-11-08

Escribas, ricos y viudas


32º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 12, 38-44

Situémonos en Jerusalén, en los porches del Templo donde enseñaban los rabinos, días antes de la Pascua. Jesús está enseñando allí, rodeado de multitudes curiosas y ávidas de escuchar, y también de saduceos, fariseos y letrados recelosos, que le acechan con el ánimo de ponerlo a prueba.

Tras superar las preguntas insidiosas de unos y otros, Jesús contraataca y habla a las gentes: ¡Cuidado con estos escribas y letrados! Y pasa a describir, no sin ironía, su actitud de superioridad moral y de vanidad religiosa.

Hoy Jesús quizás diría: ¡Cuidado con ciertos sabios y teólogos! Cuidado con algunos maestros, que hacen alarde de sus estudios bíblicos y doctrinales y les gusta ser reconocidos, respetados e invitados a lugares de honor. También podría decir: ¡Cuidado con los devotos que llaman la atención! A estos les gusta exhibir su cumplimiento riguroso de los preceptos de la Iglesia, aparentan gran fervor y recaudan mucho dinero, a veces de gentes muy sencillas, para causas supuestamente piadosas.

Son dos riesgos de la religión: la soberbia espiritual y la avaricia disfrazada de limosna. Jesús alerta a la gente de algo que todos debían intuir, en el fondo. Muchos ricos y devotos en realidad eran sepulcros blanqueados que ostentaban su superioridad frente a la multitud. Presumían de entregar generosos donativos, pero en realidad daban de lo que les sobraba porque tenían inmensas fortunas.

En contraste con ellos, Jesús elogia a una pobre viuda: una mujer que se acerca al cofre de las ofrendas y echa dos moneditas. Muchas viudas, si estaban solas, vivían de la mendicidad; aquellas monedas quizás eran la mitad o más de la limosna que había recaudado aquel día. Quizás lo eran todo. ¡Qué importaba pasar un día sin comer! Al día siguiente, alguien le daría algo más, pero aquella mujer no quería faltar a su deber con el Templo, el lugar santo, la morada de su Señor.

«Ella ha dado más que todos», dice Jesús, «porque los otros dan lo que les sobra mientras que ella da lo que tiene para vivir.»

Esta es la verdadera generosidad, nos enseña Jesús. No es dar calderilla o lo que te quieres quitar de encima, sino dar algo que, sin dejarte necesitado, te cuesta dar, algo podrías gastar en otras cosas. Algo que te suponga un esfuerzo.

Las iglesias viven de las aportaciones de los fieles. No hay un impuesto religioso, como lo había en tiempos de Jesús, que requería destinar una cantidad fija por familia al Templo. Nuestras parroquias se mantienen por la generosidad de quienes aportan su donativo, de manera voluntaria. Quien quiere da; quien no, puede venir igualmente y beneficiarse de todo lo que ofrece la Iglesia, sin pagar nada. Nada se exige, sólo se pide la buena voluntad. ¿Tendremos la suficiente generosidad, como la viuda, como para dar algo que nos cuesta un poco y permitir que nuestra parroquia pueda sostenerse con dignidad? El gesto de desprendimiento de la viuda pobre debería hacernos meditar. Ojalá Jesús pueda elogiarnos, a cada uno de nosotros, como lo hizo con la viuda. No echemos en la cesta lo que nos sobra; demos una parte de nuestra vida, fruto de nuestros esfuerzos. Dios, que lo ve todo, sabrá cómo recompensarnos.

2024-11-01

El primer mandamiento

31º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 12, 28-34

Esta lectura del evangelio nos sitúa en Jerusalén. Jesús está enseñando en los atrios del Templo, rodeado de multitudes, y las autoridades, los fariseos y los escribas quieren ponerlo a prueba. Le preguntan sobre temas polémicos, lo retan, lo quieren hacer caer en algo de qué acusarlo. Pero Jesús sale airoso de las pruebas.

Esta vez quien lo aborda es un escriba o letrado, un experto en las sagradas escrituras. Hoy, diríamos un teólogo, un biblista o un experto en doctrina. ¿Qué le pregunta a Jesús? Algo básico, para ver si responde conforme a la ortodoxia judía. ¿Cuál es el primer mandamiento?

En la pregunta del escriba podemos atisbar que quizás la respuesta no era tan fácil; debía de haber algún debate entre los maestros de la Ley y los escribas, o quizás este hombre esperaba que Jesús añadiera algo nuevo a la doctrina. ¿Quién sabe?

La respuesta de Jesús es impecable: recita el gran mandato del Deuteronomio, el Shemá Israel, «Escucha, Israel, el Señor tu Dios es el único Señor; amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas…» Y a continuación añade el segundo gran mandamiento, del Levítico: «Amarás al prójimo como a ti mismo.»

Amar a Dios, el Dios de la alianza con su pueblo, y amar al prójimo como a uno mismo, la regla de oro presente en tantas culturas del mundo. Estos dos mandamientos son el broche de oro y resumen de toda la Ley. En otras palabras: esto es lo que Dios quiere, y cumplir su voluntad es justamente esto, ni más ni menos.

Quizás el matiz que añade Jesús es esta frase que casi se nos desliza sin darnos cuenta: «El segundo es este». Jesús añade un segundo mandamiento, equiparándolo al primero. «No hay mandamiento mayor que estos [dos]». Es decir, no pueden separarse el uno del otro, son como las dos caras de una moneda. Jesús nos viene a decir que amar a Dios es igual a amar al prójimo. Consecuencia: tal como amas a tu hermano, así es como amas a Dios. Y al revés: si no amas al otro, tampoco amas a Dios, por mucho que digas que sí. El amor al prójimo es la medida de tu amor a Dios.

Toda religión tiene riesgos, y uno de los mayores es creer y cumplir de palabra, pero no de corazón ni de obra. Podemos sabernos de memoria la Ley de Dios, la doctrina, el catecismo, pero si no lo vivimos, de nada sirve. Es como aprender un código legal y luego infringir las normas. O conocer las reglas del juego y saltárselas. O saber las normas del tráfico y pasar un semáforo en rojo. ¿De qué nos sirve saber, si no hacemos? ¿De qué sirve decir y predicar, si no cumplimos en nuestra vida?

El escriba que interroga a Jesús lo comprende muy bien. Por eso añade que amar a Dios y al prójimo es más importante aún que todos los sacrificios y holocaustos. Está en la más pura línea profética: Dios detesta los sacrificios y ofrendas si no van acompañados de una conducta íntegra, de atención a los pobres y misericordia con los demás. El culto es puro ritual hipócrita si no va acompañado de bondad en la práctica cotidiana. Jesús asiente: «No estás lejos del reino de Dios».

Y nosotros, hoy, ¿cómo estamos? ¿Somos como los sacerdotes y los escribas, buenos conocedores y malos practicantes? ¿Somos como los fariseos, devotos y cumplidores, pero duros y negligentes con los demás en nuestra vida diaria? ¿Somos todo imagen, apariencia benéfica, y por dentro estamos corrompidos? Nadie es perfecto, pero ¿nos esforzamos por vivir lo que creemos?

2024-10-25

Haz que pueda ver

30º Domingo B

Evangelio: Marcos 10, 46-52

Jesús sale de Jericó: está camino de Jerusalén. Será su última subida a la ciudad santa, antes de morir. Este es su último trayecto. Saliendo de la ciudad de las palmeras, la primera ciudad que conquistó Josué al entrar en la Tierra Prometida, Jesús se encuentra con un ciego que le ruega, insistentemente, que tenga piedad de él.

En el cielo Bartimeo hay más que un enfermo discapacitado. Es el símbolo de una sociedad ciega, que sufre en medio de las tinieblas y ya no puede más: la oscuridad, la falta de visión, la ignorancia, engendran miedo y angustia. Le vida se vuelve aterrorizante para quien no puede ver.

Hoy vivimos en un mundo con grandes recursos y avances tecnológicos, pero con una enorme confusión y oscuridad espiritual. Ante las inquietudes humanas hay tantas alternativas y respuestas que, al final, muchos acaban bloqueados, sin saber hacia donde ir, perdidos y desesperados.

«Ten compasión de mí, hijo de David», grita el cielo. Lo llama por su título mesiánico. Este hombre espera en el Mesías de Israel, un sucesor de David que restaurará el reino perdido. Con la restauración política espera, quizás, una restauración de su salud, de su vista, de su firmeza.

Jesús le pregunta qué puede hacer por él. ¿Por qué pregunta? ¿Acaso no lo sabe? Quiere oírlo de sus propios labios. Quiere que el ciego formule su deseo, su aspiración más profunda. Y Bartimeo responde: «Maestro, que pueda ver».

La respuesta de Jesús la conocemos; la hemos oído en otras ocasiones, en el evangelio. Es como un estribillo de la fe: «Anda, tu fe te ha curado».

Y ante esta respuesta nos quedamos pensativos. ¿Basta tener fe para curarse? Los racionalistas escépticos dirían que la curación es un efecto placebo, una sugestión, una consecuencia de la fuerza de voluntad. ¿Es la fe una cuestión de poder mental?

Ante esto podemos preguntarnos: ¿Es la fe la que me cura? ¿O es más bien la confianza en la persona que nos ayuda? ¡Se puede tener fe en tantas cosas! Hasta la fe en mí mismo podría curarme. Pero el ciego Bartimeo confió en Jesús. Necesitaba oír su voz, sentir su cercanía.

A veces no sanamos porque no nos atrevemos a pedir lo bueno y lo mejor. No lo esperamos. No nos atrevemos a pedir a Jesús que tenga compasión de nosotros. Y sólo cuando estamos desesperados, gritamos como el ciego. Tenemos que tocar fondo para pedir ayuda.

Entonces quizás Jesús nos pregunte: ¿Qué quieres que haga por ti?

Pidamos, como Bartimeo, no que arregle nuestros problemas, o que solucione todas nuestras carencias. No pidamos a Jesús que aparte de nosotros los desafíos o las dificultades. Ni siquiera la enfermedad, porque a veces son experiencias que hemos de pasar para aprender algo importante.

Pidámosle lo mismo que el ciego: Haz que vea, Señor. Danos lucidez, discernimiento, serenidad.

Y, viendo, sabremos lo que hemos de hacer.

2024-10-18

Podemos


29º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 10, 35-45

Podemos. No, no es un eslogan publicitario ni el nombre de un partido político. Es la frase que ha inmortalizado a los hermanos Zebedeos, quizás los dos discípulos más atrevidos y belicosos de Jesús. En la tumba de Santiago apóstol, esta frase consta inscrita en latín: possumus. Es la respuesta que ambos hermanos dan a Jesús cuando este les pregunta si están dispuestos a pasar por el mismo trance que él pasará: la muerte dando testimonio de su fe. ¡Podemos!, exclaman Santiago y Juan, muy seguros de sí. Jesús no lo duda. Pero tiene algo que añadir. ¿Os dará esto más gloria? ¿Os garantizará un lugar a mi derecha y otro a mi izquierda? Esto no me toca a mí concederlo, sólo el Padre lo decidirá. 

A continuación, alecciona a sus discípulos. ¿En qué contexto se da esta conversación? Los dos hermanos han pedido a Jesús dos lugares de honor cuando llegue su reino. Se lo piden con “asertividad”, diríamos hoy: Queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir. ¿Quizás se creen con el derecho a ello? ¿Han sido tan fieles que piensan ser mejores que los demás? Lógicamente, el resto del grupo se indigna contra ellos: ¡de nuevo las luchas por el poder! Todos quieren ser el primero, el favorito de Jesús, a quien imaginan muy próximo a ser rey y a sentarse en el trono de Israel. Qué poco imaginan que su trono será una cruz y su gloria se verá bañada en sangre.

“Quien quiera ser grande, sea vuestro servidor; quien quiera ser el primero, sea esclavo de todos”. Esta frase lapidaria de Jesús, que recogen los tres evangelios sinópticos, se ha interpretado muy mal. No es una defensa de la pequeñez y la mediocridad, no es un ataque a la búsqueda de la excelencia y la mejora personal. Es innato en el ser humano crecer, desarrollarse, ascender. Y en nuestra cultura está impreso el afán por ser el primero, el mejor, el triunfador. Un profesor decía que Occidente vive desgarrado entre estos dos impulsos: el “Sé el primero, sé el mejor”, heredado de la cultura griega, con el “ser último y servidor de todos” del evangelio. ¿Qué hemos de hacer? Desde niños se nos inculcan estos dos ideales: esforzarnos por ser el mejor pero, al mismo tiempo, ser humildes y serviciales.

Creo que se pueden compaginar ambos. La humildad bien entendida es la clave. Humildad no es encogimiento ni mediocridad, sino realismo y tocar de pies a tierra. Ser el mejor tampoco ha de convertirse en motivo de vanagloria para pisar a los demás. Ser el servidor no nos ha de convertir en el felpudo donde todos restriegan los pies. Ni mezquindad ni arrogancia; ni soberbia ni encogimiento. Jesús no dice a sus discípulos que dejen de esforzarse por ser el primero y el más grande. ¿Queréis ser grandes? Sedlo, pero en el servicio y en el amor. ¿Queréis crecer? Vivid volcados a los demás, a su bien, a su crecimiento. De esta manera seréis grandes y adelantaréis en la carrera hacia el reino de Dios.

Santiago y Juan no sabían lo que pedían. Pero lo supieron más tarde. Santiago fue el primero de los Doce apóstoles en beber el cáliz del Señor. Ante la espada que lo ejecutó, debía recordar muy bien aquellas palabras de su Maestro.

2024-10-11

Cumplir o entregarse

 
28º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 10, 17-30

Leamos despacio la escena de hoy. Jesús va hacia Jerusalén y, por el camino, uno se le acerca corriendo. ¡Corre! Tiene ansia por ver a Jesús, por hablar con él, por preguntarle. Y la pregunta no es trivial: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?

Este hombre reconoce a Jesús como maestro, por eso se dirige a él. Y su anhelo no es pequeño: quiere conseguir, nada menos, que la vida eterna. Esto es, la plenitud de la vida, la vida inagotable que no se acaba con la muerte. Este hombre quiere el cielo. Es un hambriento de Dios.

Jesús, como buen maestro, refrena sus ímpetus. Muchas personas expresan su deseo de Dios con vehemencia, pero a la hora de comprometerse y actuar, todo se queda en palabras. Así que Jesús primero le propone lo que cualquier rabino le diría: ¡Cumple la Ley de Dios! Este es el camino que todo buen judío debe seguir, no necesitas otra cosa.

Él replica: Ya lo he cumplido todo desde mi juventud. ¿Qué me falta?

Es entonces cuando Jesús lo mira con amor. Siente afecto porque reconoce en él la sed de algo más que una religión de la ley y el culto. Quiere algo más que ser una buena persona. Quiere algo más que ser un devoto cumplidor. ¿Qué le falta?

Véndelo todo y sígueme, le dice Jesús. Ya eres un hombre piadoso y justo. Ahora, entrégate. Y es aquí cuando el joven se echa atrás. Porque «tenía muchas riquezas».

Su gran problema es el apego. Es relativamente fácil cumplir los preceptos. Pero entregarse pide desprendimiento total, generosidad y no aferrarse a nada, más que a Dios. Seguir a Jesús pide colocar a Dios en el centro y estar dispuesto a la aventura. Sabiendo que la Providencia siempre vela por sus fieles, pero sin tener seguridades de ningún tipo, más que la confianza en Dios.

De ahí que Jesús pronuncie la sentencia de los ricos, la aguja y el camello. ¡Qué difícil es para alguien apegado a sus bienes entrar en el reino!

A nosotros, hoy, esta lectura nos incomoda tanto como al joven rico y a los apóstoles. Necesitamos dinero y bienes para vivir. ¿Es que Jesús se opone a la propiedad privada, a tener recursos, a una vida decente e incluso próspera?

Tener dinero o riqueza no es malo, pero el problema es cuando colocamos los bienes en el centro de nuestra vida. Subimos el dinero a un altar y todo lo que hacemos está condicionado por la economía. Entonces Dios nunca podrá estar en primer lugar.

Jesús no desprecia tener recursos, pero nos pide libertad. Pedro y sus compañeros supieron qué era renunciar. «Nosotros lo hemos dejado todo», dice Pedro. Y Jesús también debió mirarlo con afecto, a él y a los demás. Y afirma: a quien lo deja todo por el reino no le faltarán hogares, pan en la mesa ni recursos. Tampoco compañía, hermanas y hermanos, padres y madres que cuidarán de él. El reino es otra gran familia donde nadie sufre soledad y carencia. Aunque, eso sí, habrá dificultades y persecuciones. Jesús nos dice que cuando ponemos el amor y el servicio a los demás en el centro, creamos una red de apoyo que nos sostendrá y obtendremos recursos que nos permitirán vivir dignamente.   

Pero, sobre todo, nos pide un acto de confianza en él y en el Padre. Jesús nos está pidiendo superar la religión mercantil del “cumplir para ganar el cielo”. Más allá del cumplimiento está la entrega. A quien todo lo da, Dios le devolverá el ciento por el uno.

2024-10-04

Una sola carne

26º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 10, 2-16


El evangelio de hoy incomoda a muchos. Sobre todo porque, hoy, el divorcio es algo tan común que se acepta como normal e incluso se considera que es un derecho positivo. La ruptura de las parejas, que antes era excepcional, hoy parece la norma y cuando Jesús habla de este tema, nos parece demasiado exigente.

Pero leamos despacio el texto, sin prejuicios. El divorcio era tan común hace dos mil años como hoy. En la Ley de Moisés estaba perfectamente legislado. En otras culturas antiguas también. ¿Cuál era el problema, entonces? El problema, que no se refleja en todas las traducciones del texto evangélico, era la causa. ¿Por qué motivo era lícito repudiar a una mujer? Y aquí había divergencias en la interpretación de la ley. Los fariseos, por ejemplo, tenían la manga muy ancha y consideraban que cualquier motivo era suficiente para despedir a la esposa. Bastaba que al marido ya no le gustara, o le molestara su forma de cocinar, de hablar o de vestir. Otros grupos eran más estrictos y opinaban que sólo por causas mayores, como el adulterio o la prostitución, era correcto divorciarse.

A todo esto podríamos preguntarnos: ¿y la mujer? ¿Podía ella divorciarse? Se suele decir que no, que la ley era desigual y favorecía al hombre, pero Jesús dice claramente: “Y si ella repudia a su marido…” Por tanto, sí, la mujer, en algunos casos, podía decidir divorciarse y regresar con su familia. Por ejemplo, en caso de maltrato.

Jesús se posiciona y dice que no: no se puede dar un divorcio por cualquier motivo. Pero va más allá del debate y aporta una enseñanza más profunda. La ley es correcta y necesaria para regular la convivencia. Pero a menudo la ley es un parche para resolver heridas y conflictos. Si un buen judío quiere cumplir la ley de Dios, ¿qué es lo primero? Jesús se dirige a los fariseos: Vosotros, que sois tan escrupulosos y queréis agradar a Dios, ¿pensáis que le alegra veros cómo gestionáis vuestro divorcio, siguiendo escrupulosamente los pasos que dicta la ley?

No. Lo que Dios quiere es el amor. Un divorcio correcto es un mal menor, pero Dios quiere el bien mayor. Y el bien del hombre, su felicidad, su plenitud, está en el amor y la comunión con el otro. Jesús les recuerda el primer libro de la Torá: el Génesis, y el plan de Dios para la humanidad. La imagen humana de Dios son un hombre y una mujer que se unen formando “una sola carne”, es decir, que caminan juntos entregándose mutualmente y compartiendo su proyecto de vida. Del amor surge el gozo y la alegría, de Dios y del ser humano.

“Por la dureza de corazón” Moisés legisló sobre el divorcio. También podríamos decir, hoy, que las leyes evitan que la dureza de corazón cause mayores desastres en las personas, en las familias, en los hijos de padres divorciados. Sí, las leyes son el plan B cuando las cosas fracasan, pero el plan inicial de Dios es el plan “A”, de Amor con mayúscula.

Sin embargo, Dios es misericordioso. Ve nuestras luchas y miserias, nuestros errores y rupturas. Ve que, a veces, es inevitable la separación y el divorcio porque hay uniones que no se fundamentaron bien, la convivencia se hace imposible, hay violencia y es mejor alejarse. Como en un cuerpo, cuando el cáncer ha ido demasiado lejos, hay que amputar. Y, después, hay que reparar heridas y recomenzar de nuevo. Sí, nuestra historia está hecha de rasguños y cicatrices, cosidos y descosidos, y Dios acepta planes B, C, D y muchos más.

Pero no perdamos de vista la enseñanza de Jesús. Porque el amor humano, el amor completo y fiel, el amor para siempre, es posible. No sólo es deseable, sino que es aquello para lo que está hecho nuestro corazón. Si lo queremos, lo haremos realidad.