2018-09-27

El que no está contra nosotros...

26º Domingo Ordinario  - B

Números 11, 25-29
Salmo 18
Santiago 5, 1-6
Marcos 9, 38-48

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El evangelio de hoy es muy rico en contenido y toca al menos tres temas importantes. La primera enseñanza enlaza con la primera lectura del libro de los Números. ¿Qué nos enseña Moisés, en el Antiguo Testamento, y Jesús en el Nuevo?

Nadie tiene la exclusiva de Dios


En la primera lectura vemos cómo Moisés y los ancianos se llenan del espíritu de Dios en el monte y empiezan a profetizar. Pero ¿qué ocurre en el campamento? Que dos hombres, que no se encuentran en ese grupo de ancianos selectos, también se llenan del espíritu divino y profetizan. Josué se lo quiere impedir, ¡con el celo propio de un discípulo fervoroso! Y Moisés lo reprende. ¿Quién somos los hombres para poner coto al espíritu de Dios? Es muy libre de descender e inspirar a quien quiera, aunque no forme parte de una élite de sacerdotes o profetas.

En el evangelio, los discípulos Juan y Santiago, los hermanos impetuosos, apodados hijos del Trueno, se enfadan porque han visto a uno curando en nombre de Jesús, «y no es de los nuestros». Se lo quieren prohibir, pero Jesús los reprende: «No se lo prohibáis, porque nadie que haga un milagro en mi nombre puede luego hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros está a favor nuestro».

En estos dos episodios podemos ver una actitud que es un riesgo en el que podemos caer los cristianos, tanto en las parroquias como en los movimientos. Por estar cercanos al Señor podemos creernos elegidos, especiales y favoritos. Entonces tendemos a cerrar nuestro círculo de adeptos y excluir a los que no son «de los nuestros». Es el elitismo propio de quienes se sienten superiores. Y, aunque ciertamente estemos cercanos al Maestro, no es esto lo que Jesús nos ha enseñado. Al contrario, Jesús nos muestra que quien quiera ser el primero debe ser el servidor de todos y ponerse atrás, no para dominar sino para ayudar. El orgullo de casta se aleja del espíritu cristiano.

El Espíritu Santo es libre y va a donde quiere y a quien quiere. Dios reparte con generosidad sus carismas y puede darlos a personas que quizás juzgamos como poco dignas, poco preparadas o alejadas de nuestra forma de pensar. El papa Francisco alerta contra una Iglesia cerrada en sí misma, autorreferencial, que se cree única en la posesión de la verdad. La Iglesia es familia querida por Dios, pero como grupo humano no podemos tener la pretensión de encerrar a Dios en nuestros muros. No podemos aprisionar al Espíritu Santo ni podemos poner barreras a su acción en el mundo. Nadie tiene la exclusiva de Dios. Él puede actuar por medio de las personas y situaciones más inesperadas.

No escandalizar, vencer el apego


A los que estamos comprometidos en la evangelización, Jesús nos dirige palabras exigentes. No demos escándalo a las gentes sencillas que creen con intención limpia. Seamos honestos y transparentes de intención. No nos aprovechemos de nuestra posición de autoridad, si la tenemos, o de nuestro ascendente moral, para servir a nuestros intereses.

Jesús sigue con un discurso que puede parecer muy duro: «Si tu mano te hace pecar, córtatela. Más te vale entrar manco en la vida que con las dos manos arder en el fuego que no se extingue…»

¿A qué se refiere Jesús? Hay que entender este lenguaje no en sentido literal, sino comprender qué significa esa mano pecadora, ese fuego. Jesús nos está hablando de todo aquello a lo que estamos apegados y que nos impide seguirlo, o entregarnos totalmente a hacer el bien. Son costumbres, adicciones, posesiones materiales y actitudes que se nos han pegado al alma y nos frenan en el crecimiento espiritual. Hay que ser dueño de lo que tenemos y mantener el espíritu libre y desprendido.


Santiago, en la segunda lectura, es mucho más claro. Él habla de la codicia y el apego al dinero, al confort, a la riqueza. Nos habla del afán de lucro y de la injusticia. Es muy humano anhelar una cierta holgura económica, y Dios no quiere que nos privemos de lo que necesitamos, y de algo más. Pero lo que nos mata el alma lentamente es considerar el dinero como lo central y lo más importante de la vida, en torno al cual gira y se supedita todo lo demás. Adorar al dinero y las riquezas nos pierde y nos aleja de Dios, y también nos aleja de los hermanos. Estos son las manos y los pies que Jesús nos pide que cortemos. Seamos libres para no dejarnos atar por ellos, y podremos entrar en el Reino de Dios sin lastre en el corazón. 

2018-09-20

La semilla de la guerra

25º Domingo Ordinario  - B

Sabiduría 2, 12. 17-20
Salmo 53
Santiago 3, 16 - 4. 3
Marcos 9, 30-37

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Las tres lecturas de hoy son muy agudas y nos hablan de la parte más oscura de la naturaleza humana. Todas, en el fondo, explican cuál es la raíz más profunda de las guerras y el mal que asola el mundo.
En la primera lectura, del libro de la Sabiduría, se nos presenta la forma de pensar de los magnates ante el profeta que denuncia verdades incómodas. Es una mentalidad de éxito y poder que, por desgracia, muchas personas comparten, no sólo las élites. Dicen: si esa persona es tan justa y buena, Dios la ayudará y tendrá una buena vida y un buen fin. Pero si las cosas le van mal, señal que Dios la ha abandonado, ¡no será tan buena!

Con esta idea se burlaron los judíos de Jesús, ante la cruz. Fueron capaces de gastar ironías e insultar a un hombre indefenso, torturado y agonizante. Podemos pensar que nosotros no somos así. Pero ¿qué pasa cuando vemos a alguien derrotado, injustamente acusado, perseguido, difamado e incluso encarcelado, y decimos: «Algo habrá hecho»? Asociar la bendición de Dios con el éxito puede ser un error. Los antiguos profetas lo tenían claro: cumplir su misión fielmente les traería el rechazo y hasta la muerte. Jesús lo tuvo claro y así lo transmitió a sus discípulos. Seguirle a él, cumplir la voluntad de Dios, no traerá el éxito inmediato, porque el mundo, aunque está sediento de él, es tan ciego que rechaza al mismo Dios; es tan inconsciente que mata al mismo amor.

Pero ¿dónde está la semilla de este mal? ¿De dónde proceden la violencia, la guerra, la injusticia y el rechazo al hombre bueno que dice la verdad?

La semilla del mal nace del orgullo y del querer ser más que los otros. Nace del afán de protagonismo y de poder sobre los demás. Ni siquiera los apóstoles se libraron de esto, y así lo vemos en el evangelio. Jesús está enseñando a sus amigos que el hijo del hombre padecerá y morirá… ¡y ellos pierden el tiempo discutiendo quién será el primero!

De ahí que Jesús los reprenda, tome a un niño y lo ponga como ejemplo. Un niño, hoy, es una personita mimada, con derechos y mucha protección. En aquel tiempo era casi nadie, sin voz ni voto, sin derechos, a merced de sus padres. Sólo tenía valor como futuro adulto y mano de obra casi gratis… Y Jesús elige a un niño como modelo: el pequeño, el último. También el que está abierto a crecer, el humilde que se deja querer y enseñar, el que no pretende pasar por delante de nadie. Un teólogo habló de la virtud de la «ultimidad». Santa Teresa insistía una y otra vez a sus monjas sobre este punto: humildad, humildad… Nada de pretender ser más que tus hermanos.

Sí, ahí está la raíz del mal, de las guerras, de la violencia. Incluso en medios muy laicos, hoy, se habla de esta tendencia humana. Dicen los psicólogos y los expertos en maltrato infantil y en violencia de género que en el origen de todo hay una creencia arraigada en el abusador y maltratador: se considera superior a su víctima y cree que puede utilizarla en su beneficio.

Santiago en su carta (segunda lectura) es clarísimo. Nos habla en un lenguaje muy directo: «¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, que luchan en vuestros miembros? Codiciáis y no tenéis; matáis, ardéis en envidia y no alcanzáis nada; os combatís y os hacéis la guerra. No tenéis, porque no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal, para dar satisfacción a vuestras pasiones». Estas pasiones no son deseos nobles ni aspiraciones de autorrealización, sino ambición de poder y supremacía sobre los demás. Son deseos desordenados, es decir, desbordados, salidos de su cauce, que pueden llegar a extremos peligrosos, olvidando el respeto al prójimo y pisoteando la libertad de los demás. De ahí vienen las guerras en familias, en grupos, en parroquias, en movimientos… y, a gran escala, las guerras entre naciones, etnias y pueblos. La violencia nace de ver al otro como un rival, un enemigo, una amenaza, un extraño. Cuando, en realidad, somos compañeros sobre este planeta, hermanos en la existencia, mucho más parecidos, en el fondo, de lo que creemos, con unos mismos deseos profundos, una misma hambre de amor y reconocimiento, y llamados a ser amigos.

No, lo más humano no es la guerra y la competencia feroz. Esto es natural, instintivo y animal. Y es verdad que las personas somos animales, con instintos y emociones muy potentes. Pero también somos racionales y espirituales, capaces de reconciliar intereses, de cooperar y de tener una visión de la realidad más amplia y más alta que el mero competir a ras de tierra. Podemos atisbar el valor de nuestras almas, podemos vernos formando parte de una gran familia y, por último, podemos vernos como hijos de un mismo Dios, «amigo de la vida», que desea nuestra felicidad y plenitud. Esto es ser plenamente humanos, y a esto estamos llamados. La guerra y la competición son un falso camino hacia el bienestar y la felicidad. La verdadera felicidad la encontramos no cuando «ganamos», sino cuando nos entregamos. Alcanzamos nuestra plenitud no cuando somos «más que» el otro, sino cuando nos sentimos hermanados y aprendemos el valor del servicio.

2018-09-13

La fe sin obras está muerta

24º Domingo Ordinario - B

Isaías 50, 5-9
Salmo 114
Santiago 2, 14-18
Mateo 8, 27-35

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Continuamos leyendo al apóstol Santiago en la segunda lectura. La de hoy es tan rotunda, tan clara y tan importante para los cristianos, que no podemos dejar de comentarla.

«¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar?»

El apóstol pone un ejemplo, algo que podemos vivir también hoy, que vemos tanta pobreza y necesidad a nuestro alrededor. Si tenemos fe en Dios pero no hacemos nada por socorrer al necesitado, ¡qué vacía y hueca es esta fe! Es como decir que amamos al Padre, pero ignoramos a nuestros hermanos. ¿Puede estar contento el padre cuando sus propios hijos son insolidarios entre ellos? ¿Qué mejor manera de amar a Dios que amándonos y cuidándonos unos a otros? Si realmente queremos a Dios como Padre, lo demostraremos queriendo lo que más quiere él, que son sus propios hijos.

Hay otras maneras de demostrar la fe verdadera con obras. En la primera lectura de hoy vemos un fragmento de uno de los llamados Cantos del Siervo del Señor, del profeta Isaías. El siervo, hombre que ha servido a Dios con su palabra y con su vida, se ve afrontando el rechazo, el desprecio y la burla de sus semejantes. Y, sin embargo, continúa firme en su misión. Es fácil tener fe cuando las cosas van bien, pero muchas personas pierden la fe cuando les sucede una desgracia, o cuando ser creyente supone ganarse el rechazo y los prejuicios de la sociedad. También es fácil tener una fe privada y cómoda, discreta, que no se atreve a anunciar a Dios ante el mundo. ¡Cuánto nos cuesta ser portadores de la buena nueva! La fe se revela en el coraje. Quienes perseveran en medio de las dificultades demuestran con su fidelidad que su fe va más allá de una ilusión. La auténtica fe se prueba en las tormentas.

La fe también se prueba en la cruz. En el evangelio encontramos un conocido episodio: Jesús pregunta a sus discípulos quién dice la gente que es… para, después, preguntarles directamente quién es él para ellos. Hoy también podríamos hacernos esta pregunta. ¿Quién es Jesús para nosotros? No valen las respuestas aprendidas del catecismo, de nuestras lecturas, de lo que nos han enseñado… ¿Qué significa, de verdad, Jesús en nuestra vida?

La respuesta de Pedro está inspirada por la fe, un regalo de Dios. Pedro cree que Jesús es el Hijo de Dios, su enviado, su ungido. Pero la fe de Pedro es aún débil. Es una fe marcada por el éxito: Jesús es un maestro reconocido y admirado por sus predicaciones y sus milagros. Todo parece ir sobre ruedas y ellos, los discípulos, son abanderados de un líder triunfante. ¡Qué poco imaginan lo que sucederá en Jerusalén!

Por eso Jesús les quita el velo de los ojos. «El hijo del hombre tiene que padecer mucho… ¡Quita de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!»

Son palabras duras, pero realistas. Sí, es fácil tener fe en Jesús en medio del éxito. Pero ¿y ante el fracaso? ¿Mantendrán su fe ante la persecución, ante la tortura, ante la muerte? Decimos que es humano buscar el éxito y huir del dolor. Pensar como los hombres es lógico. Pero los cristianos estamos llamados a algo más: a pensar como Dios. Y pensar como Dios es mantenerse fiel en medio de la borrasca, cuando parece que no hay motivos para creer; es fiarse cuando no se ven razones para confiar; es esperar contra toda esperanza. Como decía san Juan de la Cruz, la auténtica fe es creer en la noche, sin tener evidencias, a oscuras. Claro que sabemos que al final vendrá la alborada. Jesús también avisó a sus discípulos que, tras la muerte, resucitaría. Pero en aquel momento no pudieron entenderlo. Tampoco lo entendieron en las horas de la Pasión, cuando todos huyeron acobardados y aquel Pedro, que había confesado su divinidad, lo negó tres veces.

Es hermoso y duro admitir que nuestra Iglesia se sustenta sobre pilares tan frágiles… Tan vulnerables y movedizos como nosotros mismos, ¡tan humanos!, pero sobre una piedra angular firme, que es Jesús, y que nadie podrá abatir.

¿Qué podemos hacer hoy, para fortalecer nuestra fe? Alimentarla con obras, como nos exhorta el apóstol Santiago. La fe como sentimiento es voluble; como idea sola es fría. Si la llenamos de buenas obras, de compasión, de atención al pobre, de generosidad, entonces le daremos corazón a la fe. Será una fe viva y con cuerpo. Pondremos nuestra vida real, de cada día, en armonía con lo que creemos. ¿Cuesta hacerlo? Tenemos el mejor alimento, el mejor motivador, que cada semana nos espera en la eucaristía para fortalecernos e inspirarnos. ¡No le fallemos!

2018-09-07

No juntéis la fe y el favoritismo

23º Domingo Ordinario - B

Isaías 35, 4-7
Salmo 145
Santiago 2, 1-5
Marcos 7, 31-37

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La primera lectura de hoy, del profeta Isaías, y el evangelio, de la curación de un sordo, nos hablan de la liberación que trae Dios. Los milagros de Jesús son llamados «signos» porque no son meros prodigios, ni favores que Jesús hace a la gente para que lo sigan, sino señales que el reino de Dios ha llegado. Dios ama la salud, la alegría, la fuerza, la vitalidad. Dios quiere que nuestra vida sea completa y digna, y esto es lo que resaltan tanto el profeta como Jesús. Ahora bien, para que Dios obre el milagro es necesario que se dé lo que Jesús grita ante el sordo: ¡Ábrete!


El cielo se abre… pero ¿seremos nosotros capaces de abrir nuestro corazón para que nuestra vida quede transformada? Muchas personas no son ciegas, ni sordas, ni cojas, pero sufren otro tipo de enfermedades, otras cegueras y otras sorderas. Muchos de nosotros, cristianos, somos mudos a la hora de evangelizar, sordos a la hora de cambiar o de escuchar lo que no nos gusta oír, ciegos a la hora de mirar lo que nos molesta. ¡Vivimos atados por tantos miedos! Muchos de ellos imaginarios.
Dios nos libera de todos. Como dice Isaías: «Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona y os salvará». ¿Quién sino él puede convertir en un jardín el yermo árido que a menudo es nuestro corazón?

Quisiera centrarme ahora en la segunda lectura, del apóstol Santiago. Santiago el Menor, pariente de Jesús y cabeza de la comunidad de Jerusalén, escribe teniendo muy en cuenta la convivencia del día a día en la familia cristiana, y sus cartas están llenas de consejos prácticos y muy profundos, arraigados en la enseñanza de Jesús. Son de total actualidad para las comunidades y parroquias de hoy.

Santiago dice: «No juntéis la fe en nuestro Señor Jesucristo con el favoritismo». ¡Cuántas veces caemos en esto! Pensamos que por ser creyentes y practicantes somos algo así como elegidos, privilegiados por Dios. Y nos fiamos demasiado de las apariencias. Nos encantan las personas bien vestidas, con empaque, elegantes y que aparentan una gran dignidad. Es normal que sea así, porque la belleza siempre es atrayente. Cómo nos gusta ver nuestras iglesias llenas de personas bien vestidas e incluso adineradas. En cambio, los pobres, los que piden a la puerta, los que gritan por la calle, los que vienen a nuestros comedores sociales o a recoger bocadillos solidarios… ¡Cómo nos molestan! Como mucho, les damos una moneda, o algo de comer, y nos alejamos en seguida; queremos que desaparezcan pronto de nuestra vista. Tampoco nos gustan las gentes con poca formación, los que piensan diferente, e incluso a veces manifestamos prejuicios y rechazo hacia los que vienen de afuera, los inmigrantes, los extranjeros, los que no «son de los nuestros».

Todas estas actitudes son impropias de un seguidor de Cristo, porque, como señala el apóstol, Jesús vino a mostrar que Dios tiene una especial predilección por los pobres: «Si hacéis eso, ¿no sois inconsecuentes y juzgáis con criterios malos? … ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman?»

Jesús dedicó toda su vida a evangelizar, no a los ricos, ni a los personajes influyentes, a lo que hoy podríamos decir el mundo de la cultura, de la política, de la economía o del pensamiento.  Jesús no se movió entre las élites, las que tenían poder para cambiar el sistema. No se codeó con las altas esferas religiosas ni quiso convertirse en un gurú mediático. Jesús gastó casi toda su vida viviendo en una diminuta aldea, como obrero artesano. Luego pasó unos pocos años, apenas tres, predicando, enseñando y curando a las masas de gentes sencillas de Galilea, y después de Judea y Jerusalén. Jesús no se dirigió a la «gente guapa», a la jet set o a los influencers. Se quedó con el pueblo llano, el que los ricos y poderosos despreciaban y al que consideraban un hatajo de ignorantes y pecadores. Pensemos en los grupos sociales más denigrados hoy: si Jesús viniera ahora, posiblemente iría con ellos. Y los feligreses de misa dominical quizás nos escandalizaríamos, igual que los fariseos de hace dos mil años.

No juntéis vuestra fe y el favoritismo, nos recuerda Santiago. Si queremos ser fieles a Jesús, juntémonos, como lo hizo él, con los que no son favoritos de nadie. Estemos a su lado. Seamos para ellos buena noticia, apoyo, amigos. «Prefiramos» a los que nadie quiere, porque estos son los predilectos de Dios.