2019-05-29

¿Qué hacéis ahí plantados?

Domingo de la Ascensión del Señor - C

Lecturas:

Hechos 1, 1-11
Salmo 46
Efesios 1, 17-23
Lucas 24, 46-53

Homilía


En este domingo celebramos que Jesús, después de resucitar y pasar un tiempo acompañando y enseñando a sus discípulos, sube al cielo definitivamente. La imaginería popular y el arte nos muestran este momento como una escena gloriosa, entre nubes y rayos de luz, tal como los salmos relataban el ascenso de Dios a los cielos. En cambio, el evangelio la describe con una impresionante sencillez. Sin detalles, ni adornos, nada espectacular. Simplemente dice que Jesús se separó de ellos y subió al cielo. Dejó de estar, físicamente presente, entre ellos. ¿Qué había ocurrido?

Los discípulos comprendieron que Jesús iba a donde siempre les había dicho: con el Padre. Estaba lejos y a la vez muy cerca de ellos, en una dimensión que entonces no podían alcanzar, pero al mismo tiempo, muy próxima. Por eso su reacción no fue de tristeza ni de duelo, como si hubiera muerto, sino de alegría. Jesús se iba pero no se iba. Y fueron al templo a dar gracias a Dios.

Se necesita una luz interior muy grande para poder comprender, sólo un poco, el misterio. En realidad, nunca podremos abarcar el misterio de Dios con nuestra pequeña mente humana, pero si nos abrimos de corazón podremos hacer algo mejor que entender: abrazarlo. Y vivir envueltos en él.

Pablo lo explica muy bien en su carta a los Efesios. Las cosas del mundo físico las podemos entender con nuestra lógica. Pero ¿cómo entender las cosas sobrenaturales? En lo tocante a Dios, nuestra razón humana es limitada y no puede explicar muchas cosas. Por eso es necesario abrirse a una inteligencia mayor: «espíritu de sabiduría y revelación» para «iluminar los ojos del corazón». En el mundo judío, el corazón no era lo que hoy decimos sentimientos. El corazón era la sede de la sabiduría, del pensamiento y la voluntad. El corazón, para un judío, engloba lo que hoy llamamos mente, emociones y espíritu.

Pero ¿qué es lo que debemos comprender con esta inteligencia que nos viene del Espíritu Santo? Pablo usa tres palabras: esperanza, gloria y poder. Dios nos está brindando una promesa: la muerte no será nuestro fin. Nos está preparando una «riqueza de gloria», es decir, una vida luminosa, rebosante de dicha. Y nos está ofreciendo una «grandeza de poder», que es compartir la vida resucitada de su Hijo, Jesús. ¿Quién no sueña con ser feliz, con vivir para siempre, con una vida intensa y plena? Todo esto nos lo prepara Dios, por eso tenemos motivos para vivir, ya aquí, felices y esperanzados, llenos de paz y sin miedo. Dios cumple sus promesas y Jesús resucitado es la prueba.

Pero podríamos pensar que esa gloria y ese poder, esa resurrección, sólo son para Cristo… y quizás para algunos muy santos. No: todos estamos llamados a ser santos. Y la gloria es para todos los que están unidos a Jesús, su cuerpo, como dice Pablo. La Iglesia es el cuerpo de Jesús. Si Jesús resucita… ¡toda la Iglesia resucita!

Una parte de esa Iglesia triunfante ya está en el cielo. La otra, los que estamos aquí en la tierra, no podemos quedarnos embobados soñando en el cielo y mirando a lo alto. Como a los apóstoles, vendrá alguien que nos dirá: ¿Qué hacéis ahí plantados? Dejaos de mirar arriba y poneos manos a la obra. ¡El mundo espera una buena noticia! Y está en vuestras manos esparcirla. Jesús se fue, pero volverá. En realidad, siempre está con nosotros.

2019-05-23

Que no tiemble vuestro corazón

6º Domingo de Pascua - C

Lecturas:

Hechos 15, 1-2, 22.29
Salmo 66
Apocalipsis 21, 1-023
Juan 14, 23-29

Homilía


En estos tiempos en que ser cristiano comprometido resulta poco “políticamente correcto”, Jesús nos ofrece estas palabras, pronunciadas en su última cena, para darnos aliento.

Quien me ama guardará mis palabras, dice Jesús. El amor no es cuestión de sentimientos ni de promesas. El amor se traduce en acción, y guardar las palabras es convertirlas en vida. Quien ama no es el que solamente cree, escucha y predica, sino el que obedece y sigue a Jesús hasta el final. Esto significa guardar las palabras.

Por tanto, si nos decimos cristianos, debe notarse en nuestra vida, en nuestras decisiones y en nuestra forma de estar en el mundo. No se trata tanto de proclamar sino de dar testimonio con nuestro vivir cada día, tal como señaló el papa Pablo VI: el mundo escucha mejor a los que dan testimonio que a los que enseñan. Y si escucha a los que enseñan, es porque dan ejemplo de lo que dicen.

¿Cómo escuchar lo que nos dice Jesús? ¿Cómo entender sus palabras? Él mismo nos lo revela: el Defensor, el Espíritu Santo, nos dará la inteligencia para comprender. Cuando Jesús explicaba todo esto a sus discípulos aún no había muerto ni resucitado, ¡todavía les faltaba entender unas cuantas cosas! Pero con el tiempo lograron captar el significado de todo lo que les había enseñado Jesús, lo hicieron carne de su carne y lo esparcieron por el mundo.

Mi paz os dejo, mi paz os doy. Esta frase que oímos tantas veces en la misa la pronunció Jesús en ese momento, a punto de morir. Sabía que sus discípulos caerían y quedarían abatidos por la tristeza y el miedo. Por eso quiere dejarles otro regalo precioso: la paz. Pero esta paz no es como la del mundo, señala Jesús. ¿Por qué no? En primer lugar, no es una calma absoluta, no es falta de problemas, no es una paz psicológica o mental. Ese tipo de paz se puede conseguir con diversas técnicas de relajación y se da espontáneamente cuando las cosas van bien. Pero cuando la vida se agita como un mar tempestuoso ¿dónde encontrar la paz? ¿Dónde está la paz en medio de la tormenta? ¿Dónde encontrar la paz en medio de las dificultades?

Jesús nos la da justamente en esos momentos. Porque su paz no es calma mental, sino un fundamento sólido donde arraigar nuestra vida. Su paz es el amor del Padre creador, que nos sostiene en la existencia. Su paz es su presencia, siempre con nosotros. Su paz es un pilar que jamás cae ni se tambalea. Nosotros podemos vacilar… pero su paz nos aguantará siempre. Por eso Jesús añade: Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde.

No temáis, nos dice Jesús hoy. No tembléis, no dejéis que los vendavales del mundo os lleven. Modas, imposiciones políticas, tendencias culturales, falacias disfrazadas de bien, persecuciones… Hay mil vientos que nos quieren arrastrar como hojas secas. Si estamos arraigados en Jesús, no podrán. No tembléis.

Jesús añade que se va con el Padre. Y deberíais alegraros porque el Padre es más que yo. ¿Por qué lo dice? En ese momento Jesús está hablando ante sus amigos como hombre mortal, y el Padre, como Dios, es más. Pero con esa frase nos está diciendo que toda persona que muere, sobre todo si muere como él, firme en su lugar, sin desfallecer en su misión, también va al Padre. Nos presenta la muerte como un encuentro gozoso, y no un final trágico. Hay otra vida, otro universo, otra dimensión más allá. Dios nos espera a todos allí. Desde los brazos del Padre, el Hijo siempre está con nosotros. Con esta certeza, ¿qué sentido tiene tener miedo? Podemos temblar y dudar, pero si nos anclamos en él, no hay motivos.

Que no tiemble vuestro corazón… Confiad en mí.

2019-05-16

Todo lo hago nuevo

5º Domingo de Pascua - C

Lecturas:

Hechos 14, 21-27
Salmo 144
Apocalipsis 21, 1-5
Juan 13, 31-35

Homilía

Las tres lecturas de hoy son profundamente alegres. Nos hablan de ese reino de Dios, que Jesús había predicado como una pequeña semilla enterrada, brotando y creciendo. Las promesas se hacen realidad.

En la primera lectura, de los Hechos de los Apóstoles, se nos relatan los fecundos viajes de Pablo y Bernabé por Asia Menor. De ciudad en ciudad, van fundando comunidades y fortaleciéndolas con su oración y su apoyo. Y en todas ellas surgen consagrados, presbíteros y diáconos, al servicio de la comunidad. La semilla se ha convertido en un joven árbol y empieza a echar ramas, hojas y frutos.

En la segunda lectura, del Apocalipsis, san Juan nos ofrece una visión de esa semilla convertida en un árbol frondoso y resplandeciente. Un árbol que sobrepasa los límites de la muerte y se arraiga en el más allá. La visión de la Jerusalén celestial, como una novia ataviada para su esposo, es la visión de la humanidad cuando se encuentre definitivamente con Dios. La unión con el Creador será una fiesta de inimaginable grandiosidad y belleza.

¿Cómo hacer crecer esta semilla del reino de Dios? Jesús la plantó con todo su amor y volcó en ella su vida entera. En la última cena dio a sus amigos el mandato, o quizás podríamos decir la fórmula, la receta, o el secreto para que esa semilla crezca. Es un secreto a voces, pero no hay verdad más grande, más cierta y más segura. Si queremos que las cosas buenas crezcan, es lo único necesario. Y si queremos reconstruir lo que está roto, enfermo o medio muerto, es el único remedio.

Amaos unos a otros como yo os he amado. El amor será agua, será luz y será tierra fértil para hacer crecer la semilla. El amor nos llevará a convertirnos en esa humanidad nueva de la que habla el Apocalipsis. El amor, al modo de Jesús, es decir, como entrega total, hará posible ese cielo nuevo y esta tierra nueva. El amor, que todo lo creó, es lo único que puede renovarlo todo.

Necesitamos creer en la fuerza regeneradora del amor. Y necesitamos vivirlo en el día a día. Hablar del amor y predicarlo no basta. Hay que agacharse, lavarse los pies, mancharse de tierra y de sangre, curando heridas, aliviando el cansancio y el dolor de otros. Hay que aprender a renunciar a uno mismo para poder amar con corazón libre. ¿Es imposible? No lo es, Jesús nos dio ejemplo, y él, aun siendo Dios, también era humano como nosotros.


No podemos llamarnos cristianos, ni discípulos, ni amigos de Jesús, si no seguimos esta enseñanza. Aunque no seamos perfectos y nos cueste, hemos de trabajar cada día por acercarnos a este amor que nos pide, ni más ni menos, que amar como Dios. Un amor que se traduce en servicio y en cuidado por el otro. Un amor que se cultiva cada día, paso a paso, hora a hora, con mil pequeños gestos. El amor, en realidad, no es más que hacer lo que tenemos que hacer, lo ordinario, lo de siempre, pero con la máxima excelencia, cuidado y cariño. Poniendo intención y atención a todo. Pensando en el bien de los demás. Quien vive y trabaja así, lo hace todo nuevo y renueva el mundo a su alrededor. Como decía el poeta Joan Maragall, quien ama su trabajo y pone en él toda su devoción está contribuyendo a salvar el mundo, aunque no lo sepa. 

2019-05-09

Nadie os arrebatará de mi mano

4º Domingo de Pascua - C

Lecturas:

Hechos 13, 14-52
Salmo 99
Apocalipsis 7, 9-17
Juan 10, 27-30

Homilía


Hoy podríamos relacionar las tres lecturas siguiendo un mismo hilo conductor: la alegría y la fortaleza del que se siente unido a Dios. El amor que recibe es tan grande que puede superar todos los obstáculos y problemas.

En la primera lectura, de los Hechos de los apóstoles, escuchamos las peripecias de Pablo y Bernabé por las ciudades de Asia Menor. En un principio, empiezan predicando el evangelio en las sinagogas, en los círculos judíos, sus compatriotas. Pero cuando estos empiezan a rechazarlos, Pablo da un giro y empieza a anunciar el evangelio a los gentiles. ¿Os cerráis a la gracia? ¿No queréis recibir la buena nueva? ¡Pues la comunicaremos a otros! Y Pablo recoge una frase del profeta Isaías donde se atisba la misión universal de la Iglesia: los receptores del mensaje ya no serán solamente el “pueblo elegido”. Toda la humanidad será elegida y destinataria de la noticia. Y los gentiles, que los acogen, «se llenan de alegría y alaban a Dios».

¡Cuántas veces nos esforzamos por llevar la palabra de Dios a nuestros feligreses, familiares, personas queridas y cercanas, y la rechazan! No tengamos miedo, como Pablo y Bernabé. No nos importe el rechazo. Si unas puertas se cierran, otros caminos se abrirán. Abrámonos al ancho mundo, incluso a los ambientes aparentemente alejados de la fe. A veces, quienes parecen más lejos tienen el corazón mucho más abierto y están muy cerca del reino. Sólo necesitan alguien que se lo muestre.

La segunda lectura, del Apocalipsis, nos da la visión de miles de personas vestidas de blanco, con palmas en las manos: «los que vienen de la gran tribulación… lavados con la sangre del cordero». Están ante el trono de Dios y jamás se apartan de él. Nada les hará daño, el Cordero los saciará con su agua viva y Dios enjugará todas sus lágrimas. ¿Qué significa esta visión? ¿Quiénes son estos hombres y mujeres vestidos de blanco? San Juan nos ofrece un retrato de los mártires, tanto los que han muerto por la fe como los que han dedicado su vida a comunicar el evangelio. Misioneros, sacerdotes, laicos, personas fieles imitadoras de Jesús, padres y madres, catequistas, cristianos valientes que han sabido testimoniar su fe en medio del peligro y la persecución… Si pensamos que esta es una imagen de otros tiempos, estamos equivocados. Las noticias nos llegan con frecuencia, aunque los grandes medios no siempre las difundan. Doscientos millones de cristianos corren peligro, hoy, por creer en Jesucristo. La cifra supera en mucho la de los primeros mártires en el Imperio Romano. ¿Somos conscientes de la heroicidad de estos hermanos nuestros? ¿Nos solidarizamos con ellos? ¿Rezamos por ellos? La visión de san Juan, sin embargo, es de esperanza. ¿Qué mueve a estas personas a seguir fieles aun arriesgando su vida? La alegría de saberse amados, unidos a Dios. El agua viva de Cristo les da una fuerza tan grande que disuelve todo miedo y vacilación. Es un misterio grande, pero cierto: en medio de las tribulaciones, se puede ser feliz y disfrutar de una dicha inmensa. Sólo quienes lo viven lo comprenden.

El evangelio, breve, resume el núcleo de estas dos lecturas. Jesús recoge de nuevo la parábola del buen pastor y nos da tres frases. En la primera, expresa nuestra unión con él. Unidos a Cristo, él nos da la vida eterna: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano.»

La segunda expresa nuestra unión con el Padre del cielo: «Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre». Somos suyos, y nadie nos podrá apartar de su amor. La tercera expresa su unión con el Padre: «Yo y el Padre somos uno.» Por tanto, si estamos unidos a Cristo, estamos unidos a Dios. Jesús nos incluye en esta unidad tan fuerte que es el mismo Dios, uno solo en tres personas. Nosotros bebemos su vida eterna, abrazados por esta unidad inquebrantable del Padre y del Hijo.

Vivimos arropados por Dios. ¡No tengamos miedo! El niño que se sabe y se siente amado es feliz, ríe, explora, se expande y crece. Los creyentes que nos sabemos y nos sentimos amados ¡nada menos que por Dios!, deberíamos tener alas en los pies… y en el alma. ¿Nos damos cuenta?

2019-05-02

¿Me amas? Sígueme

3r Domingo de Pascua - ciclo C

Lecturas:
Hechos 5, 27-41
Salmo 29
Apocalipsis 5, 11-14
Juan 21, 11-19

Homilía

En este tercer domingo de Pascua se nos relata una aparición de Jesús a sus discípulos. En ella hay tres momentos que podemos ir desgranando para entender qué significan para nosotros, hoy, dos mil años después.

Los discípulos han regresado a Galilea. Quieren rehacer su vida y vuelven a sus ocupaciones de antes. Jesús ha muerto y, aunque le han visto resucitado, no saben muy bien qué hacer. Así que regresan a sus barcas, a su pesca, a su tarea ordinaria. Todavía están muy desorientados.

Y de nuevo, como les sucedió años antes, Jesús aparece a orillas del lago y los llama. Esta vez les pregunta si tienen algo qué comer. La respuesta es no. Han faenado duro, sin fruto. A veces las personas pensamos que hemos de separar nuestra vida laboral de nuestra fe, nuestro espíritu de nuestro cuerpo y nuestra devoción de la economía. Creemos que nuestro esfuerzo basta para conseguir el éxito. Pero las cosas no siempre funcionan así. Hasta para pescar, hasta para ir a nuestro trabajo cotidiano, contar con Jesús marca una diferencia. Él les indica que echen las redes del otro lado. Le obedecen, como la otra vez… y la pesca es tan abundante que las barcas casi zozobran por el peso de los peces. Es entonces cuando reconocen a Jesús.

Y Pedro, el que dudó, el que lo negó, se arroja al agua para ir a su lado. Es un gesto de coraje, pero también de amor. ¿Quién se lanza al encuentro de un amigo? El que ama, y ama mucho.

Jesús no ha estado ocioso: les prepara un ágape en la playa. Jesús, como vemos, sigue siendo un amante de la amistad, del encuentro, del compartir algo tan sencillo y tan importante como una comida. Las cosas que nos gustan a los seres humanos también le gustan a Dios.

Después del ágape Jesús llama a Pedro aparte. Pedro, que alardeó de dar su vida por el maestro; Pedro, que lo negó tres veces; Pedro, que fue nombrado jefe, roca del grupo, y que se tambaleó y falló durante la Pasión, ahora debe pasar su triple examen. Tres veces negó a Jesús, por tres veces ahora Jesús le pregunta.

Decimos que Pedro fue el primer papa de la Iglesia. El primer líder después de Jesús, el pastor, el padre, el guía… ¿Qué le pidió Jesús? No lo examinó de sagradas escrituras, ni de leyes, ni siquiera de sus virtudes. Tampoco requirió un perfil psicológico perfecto, ni una gran madurez emocional. Pedro, como cualquiera de nosotros, estaba muy lejos de la perfección. Jesús sólo le preguntó una cosa: ¿Me amas? Esa es la única prueba, el único examen, lo único que le importa a Dios. ¿Me amas?

Porque quien ama, aunque sea cobarde, se lanza; quien ama supera sus limitaciones; quien ama sabe comunicar, aunque no sea un orador; quien ama se atreve, quien ama es fiel. Quien ama de verdad, da la vida por sus amigos. Da la vida por su maestro. Sólo quien ama es capaz de entregar lo más valioso, lo único que de verdad posee: la vida.

Pedro y todos los discípulos de Jesús dieron la vida. Salvo Juan, todos murieron violentamente. Pero vivieron con pasión y alegría esta nueva llamada de Jesús a seguirlo y a expandir su mensaje de gozo. Sus vidas ardieron como llamaradas, dando luz a muchos. Dieron fruto abundante, como la buena semilla. Y murieron sin temor, sabiendo que los esperaba el Padre de Jesús y Padre de todos ellos, la misma fuente de la vida, el amor sin fin.


Todos nosotros somos llamados en nuestra Galilea de hoy: en el trabajo, en casa, en el barrio, en la familia o entre amigos. Jesús nos llama a vivir y actuar de otra manera: echad las redes al otro lado. Cambiad. A todos nosotros Jesús nos ofrece su amistad y nos prepara un banquete: cada domingo nos invita a su ágape, a la misa. Y nos da su alimento para que tengamos fuerzas. Después, a todos nosotros nos invita a seguirlo. Quizás un día descubramos que también nos está preguntando, en lo hondo de nuestro corazón: ¿Me amas? Si somos capaces de responder, como Pedro, si afirmamos que sí, que le amamos, entonces él nos pedirá algo más. ¿Sabremos seguirlo?