2019-10-31

Zaqueo: hoy se ha salvado esta casa


31º Domingo Ordinario - C


Lecturas:
Sabiduría 11, 22-12
Salmo 144
2 Tesalonicenses 1, 11 - 2, 2
Lucas 19, 1-10

Homilía


El evangelio de este domingo nos cuenta la historia de Zaqueo, el recaudador de impuestos convertido tras la visita de Jesús. Un hombre codicioso, amante del dinero, experimenta tal cambio que decide devolver lo injustamente cobrado, e incluso con creces. Jesús dice: «Hoy se ha salvado esta casa», porque realmente en ella se ha producido un milagro. Un adorador del dinero se ha convertido en un hombre generoso. Que una persona cerrada en sí, volcada en sus propios asuntos, se abra a los demás y se preocupe por el bien de otros es, sin duda, el mayor de los milagros. Y el cielo se alegra, porque otro hijo perdido ha vuelto al hogar.

Podemos extraer varias enseñanzas de este episodio. El primero es que todo ser humano, por miserable que nos parezca, es hijo de Dios. Jesús va a buscar a las ovejas perdidas, y en este caso la oveja perdida es un hombre rico. El personaje de Zaqueo nos resulta simpático desde la distancia, pero si fuera hoy… Pensemos en alguien que se ha enriquecido a costa de los demás, usando del fraude, la extorsión y el abuso. En alguien que ha explotado a sus trabajadores, o se ha valido de enchufes y sobornos para lucrarse. ¿Qué sentiríamos hacia todos los Zaqueos que nos rodean?

Jesús llama a Zaqueo y lo mira, no como a un odioso recaudador, sino como a un ser humano. Y es esta mirada la que empieza a sacudir el mundo interior de Zaqueo. Sin embargo, él ya buscaba algo. Cuando Zaqueo se encarama a la higuera para poder ver a Jesús, es porque se ha dado cuenta de que en la vida no todo es el dinero y la riqueza. El alma humana pide algo más.

Dios jamás nos fuerza ni nos obliga, pero cuando advierte que tenemos sed de él, corre a darnos su agua de vida. Jesús ve en el corazón de Zaqueo ese deseo que todos tenemos de amistad, de sentir que nuestra vida es útil y marca una diferencia para alguien. En el fondo, lo que anhelamos no son los bienes materiales, sino que nuestra vida tenga sentido y que esté unida a la de otros. A veces, por miedo o malas experiencias, nos encastillamos en nuestro mundo y luchamos sólo por tener: dinero, recursos, seguridades. Pero esa lucha por sobrevivir y enriquecernos acaba por cerrarnos las puertas a una vida plena de verdad. Y Jesús vino a traernos esta vida que todos anhelamos.

Sepamos mirar a los demás con ojos de Jesús. Ricos y pobres, vecinos y extranjeros, personas afines a nuestras ideas y personas que piensen diferente, o incluso lo contrario, creyentes y ateos, famosos y desconocidos. Sepamos ver en cada persona ese ser humano que quiere amar y ser amado. Sepamos mirarlos como nos gustaría ser mirados a nosotros: con amor, con aceptación, con comprensión. Es esa mirada que tan bellamente se describe en la primera lectura de hoy, del libro de la Sabiduría. Es la mirada del Dios madre-padre que nos crea y nos sostiene en la existencia, por puro amor: «… tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida. Pues tu soplo incorruptible está en todas ellas.»

Sí, todos tenemos un soplo divino que nos alienta y nos hace existir. Reposemos en este soplo, en esta mirada, y abrámonos a su amor. Floreceremos, y podremos ofrecer lo mejor de nosotros a los demás.

2019-10-25

Ten compasión de este pecador


30º Domingo Ordinario - C


Lecturas:

Eclesiástico 35, 12-18
Salmo 33
2 Timoteo 4, 6-18
Lucas 18, 9-14


Homilía


En la tradición de las iglesias ortodoxas hay una oración muy querida, llamada la oración de Jesús, que los devotos repiten cientos, hasta miles de veces, en toda situación. Les aporta paz y claridad interior, y no son pocos los santos que la recomendaron. Son justamente las palabras que hoy escuchamos en el evangelio, las que repite una y otra vez el publicano pecador, en la sinagoga: «Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador».

Un psicólogo moderno diría que esta frase es una especie de autoflagelación, apta para destruir nuestra autoestima o para convertirnos en peleles, manipulables y sometidos a una dictadura espiritual. Un moralista avanzado diría que no hay pecado, sino error, y que la frase hoy resulta anticuada y fuera de lugar.

Pero está en el evangelio, y Jesús nos dice que, después de esta oración, aquel hombre salió justificado, es decir, salvado. En cambio, el fariseo, que rezaba satisfecho de sí mismo, con la autoestima bien alta, diríamos hoy, contento de ser tan justo y ejemplar, ese no salió justificado. A los ojos de Dios, su plegaria no tuvo ningún valor. Tampoco sus supuestas buenas obras.

¿Qué nos está queriendo decir Jesús? ¿Acaso no vale para nada esforzarnos en cumplir los mandamientos, los preceptos, las leyes de buena ciudadanía? ¿De qué sirve ser buenas personas, si Dios prefiere a ese pecador, codicioso, corrupto, lleno de defectos y contradicciones? Para muchas personas esta lectura puede despertar la indignación. Si nos sentimos incómodos, quizás deberíamos preguntarnos si no somos un poco como ese fariseo tan creído de sí mismo.

Jesús nos está previniendo contra uno de los peores pecados: el orgullo de la fe. Es ese sentimiento que nos hace sentirnos superiores a otros, más buenos, más justos, más santos. Los cristianos corremos un alto riesgo de caer en él. Ante el mundo somos honrados, nuestra conducta es intachable, nos esforzamos por ser perfectos… Pero nuestro corazón se ha llenado de una negra mancha que somos incapaces de ver: la soberbia. Si todo lo hacemos bien, si nos salva nuestra fe y nuestras obras, ¿qué lugar hay para Dios? Estamos muy cerca de los humanistas agnósticos o ateos de hoy: si el hombre ya es perfecto, capaz de conseguir todo lo que se propone, con un potencial infinito a desarrollar, ¿de qué le sirve Dios? Ya no lo necesita.  Algunos señalan, incluso con ironía, que necesitamos menos oración y más acción, menos amor y más justicia, menos religión y más ciencia.

No podemos caer en los extremos. Ni la fe sola, ni las obras solas, nos salvan. No es bueno caer en un activismo: todo depende de nosotros, lo podemos todo. Cuando actuamos así, quizás inconscientemente, ya no actuamos por amor, sino por construir una buena imagen de nosotros mismos. Pero tampoco podemos caer en un fideísmo: como Dios me salvará, no necesito hacer nada. Y dejamos de esforzarnos.

Hay un equilibrio justo y virtuoso, que está en la humildad. La humildad me hace ser realista y conocerme a mí mismo como soy: veo que soy pecador, que fallo, que tengo debilidades, pero también veo que tengo fuerza y talentos: soy responsable de mis actos, puedo levantarme y cambiar de vida. No me hincho viendo sólo lo bueno en mí, ni me hundo viendo sólo lo malo. Pongo de mi parte todo mi esfuerzo, como san Pablo, que se vuelca en la gran maratón de su vida. Pero descanso en manos de Dios, porque él es mi fuerza. Es hermosa la frase que utiliza el apóstol: «estoy a punto de ser derramado en libación». Es decir, ha derramado su vida, sin reservarse nada, entregándose del todo.  Cuando nos entregamos así, totalmente, no importan nuestros fallos y defectos: Dios nos recibirá al otro lado, y nos entregará una corona. 

2019-10-18

A tiempo y a destiempo



29º Domingo Ordinario - C


Lecturas
Éxodo 17, 8-13
Salmo 120
2 Timoteo 3, 14-4, 2
Lucas 18, 1-8

Homilía


La segunda lectura de este domingo nos presenta una frase que se ha hecho célebre: «proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo; arguye, reprocha y exhorta con toda magnanimidad y doctrina». Es un consejo de Pablo a su discípulo y ayudante, Timoteo. Lo anima a seguir anunciando el evangelio sin cansarse, con la ayuda valiosa de las sagradas escrituras. Es un consejo que sigue vigente para todo cristiano de hoy.

No debemos entenderlo mal, en sentido fundamentalista. No se trata de machacar a los demás con un discurso repetitivo y echando bronca. Si cansamos a la gente y la humillamos con nuestra presunta superioridad moral, nos aborrecerán y rechazarán lo que tengamos que decir. Ni siquiera querrán oír el mensaje. Pablo recomienda insistir y no cejar nunca, pero también añade: con magnanimidad y doctrina, es decir haciendo uso de la razón, de la inteligencia y de la bondad. No podemos imponer el evangelio a la fuerza, y mucho menos con violencia y malos modos. Magnanimidad significa tener grandeza de corazón, saber escuchar, acoger y ser tolerante con los demás. Habrá quienes no quieran escucharnos o tengan motivos para no hacerlo, y hay que respetarlos.

Pero tampoco podemos caer en la otra actitud, que es la más habitual del pueblo cristiano. Con el pretexto de ser prudentes y de respetar, nos callamos y hasta ocultamos nuestra fe. Tenemos miedo a no ser políticamente correctos, a ir a contracorriente. Pero una cosa es esgrimir nuestra fe como un hacha de guerra y otra cosa es comunicarla con naturalidad. Podemos evangelizar con alegría, con belleza, con amabilidad. Invitando, y no obligando; enamorando y no imponiendo; mostrando, y no abrumando con discursos que la mayoría de personas ya no comprenden. Como decía el papa Pablo VI, el testimonio de los cristianos, nuestra forma de vivir y de estar en el mundo, será más eficaz que la mejor predicación.

Jesús en el evangelio explica la parábola de la viuda insistente y el juez inicuo. Al final, a base de persistir y hacerse pesada, la viuda logra su objetivo. Jesús nos exhorta a ser así, pero no ante los hombres, sino ante Dios. Es decir, no nos cansemos de pedir a Dios. Pero pidámosle cosas de justicia, no fruto de nuestro capricho e interés. A veces no sabemos bien qué pedir, Dios nos está enviando lo que necesitamos en este momento… ¡y no sabemos verlo!

Jesús apunta a uno de los motivos de la falta de oración. No rezamos lo suficiente, no pedimos lo bastante porque quizás nos falta fe. Si no creemos que Dios nos dará lo que pedimos, ¿para qué intentarlo? ¿Hemos olvidado que Dios es un Padre bueno? La insistencia demuestra no sólo fe, sino un verdadero deseo de conseguir aquello que pedimos. Es cierto que a veces tenemos que reenfocar nuestras oraciones. Pero si lo que pedimos es bueno, no dudemos que Dios nos lo concederá, en el momento más oportuno.

Por último, un comentario sobre la primera lectura, la batalla en la que Israel vence a Amalec en el desierto. Mientras Moisés alza los brazos, en el monte, los israelitas ganan. Cuando los baja, pierden. Entonces van Aarón y Jur, lo sientan en una roca y le sostienen los brazos, uno a cada lado. Esta escena épica es una imagen de la perseverancia. Cuando uno falla y se cansa, los compañeros lo sostienen. La fe no puede vivirse en soledad. Es bueno contar con hermanos de camino que, en los momentos de debilidad, nos sostienen y alientan nuestra fe. Recordemos que Jesús nunca nos envía solos, sino, como mínimo, de dos en dos… Así es como podremos perseverar mejor.

2019-10-10

La palabra de Dios no está encadenada

28º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
2 Reyes 5, 14-17
Salmo 97
2 Timoteo 2, 8-13
Lucas 17, 11-19

Homilía

La palabra de Dios es poderosa. Es creadora. Es sanadora. Y es regeneradora. En las lecturas de esta semana vemos cómo el poder de esta palabra puede sanar incluso a los considerados enfermos incurables, los leprosos. Para un leproso, ser curado no era sólo verse libre de una terrible enfermedad, sino verse «limpio», purificado y apto para volver a integrarse en la sociedad. Curarse de la lepra era salir de la marginación y regresar a la comunidad.

Muchas personas invocan a Jesucristo pidiendo la sanación. Pero no todas tienen la misma actitud. Es comprensible la desesperación y el dolor de los gritan pidiendo ayuda al cielo, cuando la ayuda humana parece incapaz de resolver la situación. Dios muestra su misericordia de muchas maneras, a menudo a través de sus enviados, los profetas. En Jesús, Dios mismo actuó, aliviando el sufrimiento y curando a muchos enfermos. Pero la actitud de las personas sanadas no siempre fue la misma. Vemos cómo la sanación de cuerpo no siempre comporta una sanación del alma, o lo que llamamos salvación.

Naamán el sirio, un pagano, es curado por el profeta Eliseo. Su reacción es inmediata. Desde ese momento, adorará al Señor de Israel y a ningún otro. Más allá del agradecimiento, en Naamán se ha dado una conversión.

En cambio, cuando Jesús cura a diez leprosos, sólo uno vuelve a dar las gracias. ¿Qué ha sucedido con los otros nueve? ¿No fueron todos curados? Sí, lo fueron. Y nosotros aún podríamos añadir: ¿acaso Jesús no era más que el profeta Eliseo? Pues bien, esos nueve hombres sanados no lo supieron ver. Y tampoco supieron agradecer algo tan grande. Hay personas que sólo rezan para pedir el milagro. Cuando obtienen lo que querían, se olvidan de Dios. Hay personas que sólo piden favores al cielo. Pero su corazón no cambia, ni su vida experimenta una conversión. Siguen igual que antes. Esto nos lleva a la última frase de Jesús en el evangelio de hoy: «Tu fe te ha salvado».

No nos salva el milagro, ni la curación. Nos salva la actitud interior de apertura a Dios. Porque fe es confianza en una persona. Quien no confía no puede amar. Nos salva dejar que Dios actúe en nosotros, de la manera que quiera. A veces será con una sanación, otras veces será con un don o una gracia especial. Pero hay algo por lo que siempre deberíamos estar agradecidos, y es la vida misma. El hecho de levantarnos cada mañana debería bastarnos para saltar de gozo y gratitud ante Dios. Y esta actitud agradecida, confiada, es la que nos salva y regenera nuestra vida.

Quisiera detenerme en la lectura de san Pablo, que escribe desde la cárcel, sin perder su brío y su ánimo. «La palabra de Dios no está encadenada», dice. Entre barrotes, Pablo conserva la libertad para seguir proclamando esta palabra salvadora. Su adhesión a Cristo es tal, que por él está dispuesto a sufrirlo todo, sin que le importe nada. Estar con él le basta: «si morimos, viviremos con él; si perseveramos, reinaremos con él». Nosotros podemos fallar y traicionarle, pero él siempre es fiel, porque no puede dejar de serlo. En la naturaleza de Dios está el amor y la fidelidad: por eso no puede dejar de amar nunca. Esta es la fortaleza que sostuvo al apóstol y la que nos sostiene a nosotros, siempre. Unirnos a Cristo nos permitirá superarlo todo.

2019-10-04

Un espíritu de fortaleza


27º Domingo Ordinario - C

Lecturas:

Habacuc 1, 2-3; 2, 2-4
Salmo 94
2 Timoteo 1, 6-14
Lucas 17, 5-10

Homilía

Vivimos tiempos difíciles. Pero ¿cuándo no lo han sido? ¿Cuándo no hemos pasado épocas de crisis, personal y social? ¿Cuándo no ha habido desastres naturales, violencia, corrupción, injusticia social y derrumbe de valores? ¿Cuándo el mundo ha sido una balsa de aceite?

Es cierto que hoy estamos viviendo una época de cambios acelerados a nivel global, y quizás nos sentimos poco preparados para lo que puede venir… Pero sepamos mantener la calma y tomar un poco de distancia. Serenémonos, en silencio, ante Dios. Contemplemos nuestra vida, y el mundo, desde lo alto. Demos la justa medida a las cosas. Entonces veremos que no hay motivos para hundirse, acobardarse o esconderse en un agujero. Al contrario, nuestra época, como la época de los primeros cristianos, es un tiempo convulso, pero abierto a la esperanza.

Podríamos extraer algunas frases de las tres lecturas de hoy. Son todas lecturas de tiempos de crisis. La primera, del profeta Habacuc, nos lleva al siglo VIII antes de Cristo. El reino de Israel está a punto de sucumbir ante los ejércitos asirios. La derrota fue tan estrepitosa que este reino desapareció del mapa para siempre. Muchos israelitas fueron muertos, otros deportados, y la tierra fue repoblada con gentes venidas de otras partes. Ante el panorama devastador, el profeta Habacuc grita ante Dios. ¿Hasta cuándo tendrá que sufrir tanta violencia, tanta destrucción? La voz de Dios lo tranquiliza. La historia es una sucesión de luchas por el poder. Pero el que hoy vence, puede ser derrotado mañana. Nadie perdura por siempre en su pedestal: «el altanero no triunfará; pero el justo por su fe vivirá». Perdurarán quienes confíen y sigan luchando por vivir, de la manera más íntegra y honesta posible, confiando en Dios. Mientras haya vida, habrá esperanza.

San Pablo escribe a Timoteo, uno de sus ayudantes, desde la cárcel. Vemos al apóstol en otra situación precaria, de incerteza y riesgo. Y escribe animando a su discípulo, él que está preso, a perseverar y a no desfallecer: «Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza». Lo alienta para que siga fiel en su apostolado y se apoye bien fuerte en Jesús. El amor de Dios y la misión a la que nos llama son más grandes que todas las dificultades que podamos afrontar. Cuando uno vive para algo más grande que sí mismo, no hay obstáculos que lo detengan. No se rinde nunca. Lo afronta todo con gallardía y serenidad.

Jesús hoy nos presenta dos imágenes poderosas y que no parecen guardar relación, pero la tienen, y mucha. Por un lado, oímos la comparación tan conocida sobre la fe: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería.» La fe es confianza en Dios. Cuando nos afianzamos en él, nada nos detiene y poseemos una fuerza y un coraje que todo lo superan. La confianza es el mejor antídoto para el miedo.

A continuación, Jesús compara al apóstol (al misionero, al discípulo), con un criado que sirve a su amo. El criado no se enorgullece de su trabajo, ni reclama a su amo que le sirva y le reconozca. No pide honores ni privilegios, simplemente ha hecho su trabajo. Igual hemos de ser nosotros cuando trabajamos por el reino de Dios. ¿Esperamos que nos aplaudan? ¿Esperamos reconocimiento, halagos, que nos sirvan? ¡Nada de eso! El mejor privilegio es poder servir a Dios, con humildad, con sencillez, sin querer que nos pongan medallas.

¿Qué tiene que ver esto con la fe? Mucho. Quien sirve con amor, nada espera y nada reclama. Su premio es poder servir. Y ese amor es el que genera una fe y una confianza sin límites. No es posible tener fe en alguien si no hay un amor sincero. Y tampoco es posible servir con alegría sin este amor incondicional, que no busca recompensas. ¿Es así como amamos a Dios? El premio que nos da es el Espíritu Santo, con todos sus dones: fortaleza, sabiduría, coraje, alegría… Y esto es lo que verdaderamente hace que podamos vivir una vida dichosa, aunque esté llena de dificultades, y muy, muy plena.