2016-09-30

Un grano de mostaza

27º Domingo Ordinario - C

Habacuc 1, 2-4
Salmo 94
Timoteo 1, 6-14
Lucas 17, 5-10

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Las lecturas de hoy nos hablan de la fe. ¡La fe! Virtud teologal, puntal de nuestra vida religiosa. ¿Cómo la entendemos y cómo la vivimos?

A menudo pensamos que la fe es creer que Dios existe. Pero eso es demasiado fácil. ¿Creemos que este Dios, además de existir, está cerca de nosotros? ¿Creemos que está vivo y que actúa en nuestra vida? ¿Creemos que es nuestro amigo, que nos ama y quiere nuestro máximo bien? A veces decimos creer en Dios pero nuestra actitud es de una terrible desconfianza. Actuamos como si fuera un juez castigador y le tenemos miedo; o bien decimos que nos envía pruebas, o que “permite” que nos sucedan desgracias, con lo cual lo estamos tachando de injusto o arbitrario. Otras veces nos afanamos y nos estresamos, queriendo controlarlo todo, sin dejar ni un poquito de margen a su gracia y a su ayuda. O nos angustiamos, olvidando que él está cerca. Y otras veces anteponemos nuestros planes a los suyos: planificamos sin contar con él y lo barremos de nuestra vida cuando no nos interesa pedirle favores.

Confiamos en amigos, en familiares, en nuestra pareja… ¿Y no sabemos confiar en Dios? ¿Por qué nos cuesta tanto creer que él puede cambiar nuestra vida? ¿Por qué nos resistimos a creer que él puede sanarnos, convertirnos, regenerar tanto nuestro cuerpo como nuestra alma? ¿O es que, en el fondo, no queremos estar sanos ni queremos renovarnos?

Jesús no nos pide una fe enorme. Bastaría una fe pequeñita como un grano de mostaza para mover montañas. ¿Ni siquiera tenemos esos poquitos gramos de fe? ¿Qué nos sucede? La fe es un regalo de Dios, cierto. Si no tenemos, podemos pedírsela. De todas las peticiones que le hagamos, seguro que es una de las que más le alegran. ¿Cómo va a dejar de dárnosla?

Tener fe obra milagros. El mayor milagro no es mover montes, sino mover almas y enternecer corazones de piedra, convirtiéndolos en corazones de carne capaces de amar y de perdonar. Una conversión de vida es un milagro. Y cuando uno ve su vida transformada por la fe no puede menos que convertirse en anunciador de la buena noticia. A lo mejor nuestro problema es que no queremos. Porque sabemos que recibir tanto amor nos compromete, y no queremos responder amando y haciéndonos apóstoles.

Ser profeta no siempre es cómodo. Lo vemos en el escrito de la primera lectura, donde Habacuc se queja a Dios por la dureza de su cometido. Jesús en el evangelio también da una lección de humildad a todos los que trabajan por su reino. No creamos ser importantes porque tengamos una tarea pastoral, misionera o evangelizadora. Somos siervos, portadores de un tesoro que no es nuestro, sembradores de una luz que hemos recibido y que se apagará si no la damos a otros. La humildad del sirviente, que no se cree grande y trabaja con fervor, da alegría y ayuda a perseverar. No temamos: si estamos con Dios, él está con nosotros. Nos dará todo lo que necesitemos para trabajar en su mies. Y lo mejor: ¡se nos da él mismo! Trabajamos de sol a sol, pero su pan nos alimenta cada día. Cristo fortalece nuestro cuerpo y reafirma nuestra fe.

2016-09-23

Conquistar la vida eterna

26º Domingo Ordinario - C

Amós 6, 1-7
Salmo 145
Timoteo 6, 11-16
Lucas 16, 19-31


Este domingo las lecturas siguen tratando el tema de la riqueza y la pobreza. El profeta Amós predice que quienes ahora se regodean en su opulencia, un día serán llevados a rastras y se acabará su orgía. Y así fue, cuando Israel cayó bajo el dominio asirio y babilonio. Pero ¿sucede siempre así, con los ricos? Hoy, más bien vemos que los ricos son cada vez más ricos y no hay crisis ni desgracia que los afecte, al menos a muchos…

La parábola de Jesús, sobre el rico Epulón y el pobre Lázaro, premia al pobre con el cielo eterno, mientras que Epulón, «que ya recibió sus bienes en vida», es castigado con el infierno. Aquí también puede parecer que la moraleja es muy simple. ¿Van a condenarse todos los ricos? ¿Está prohibido tener bienes y disfrutarlos en esta tierra? ¿Es que Dios es tan aguafiestas que solo ama a los pobres y a los que sufren? ¿Por qué no los ayuda en la vida terrena, en vez de hacerlos esperar a la vida celestial?

Es fácil caer en lecturas simplistas y desacertadas. Necesitamos ahondar más. Dios no es un masoquista, ni un aguafiestas, ni un vendedor de promesas en el futuro más allá. Dios quiere que todos seamos felices, aquí, ahora, en esta tierra y por supuesto en el cielo. Si su voluntad no se cumple es porque la libertad del hombre tuerce las cosas. ¡Y Dios respeta tanto nuestra libertad! El tema más hondo de estas lecturas es justamente la vida eterna. La vida eterna no es solamente la de después de la muerte. Empieza aquí en la tierra y podría traducirse por una vida plena, profunda, llena de sentido. Para ello no podemos caer en la adoración del dinero y las riquezas, en la autocomplacencia y la satisfacción egoísta de nuestros deseos. Los otros grandes temas de hoy son el materialismo y el egoísmo.

El ser humano está hambriento de infinito. Solo Dios puede llenarlo, porque es el único ser «que habita en la luz inaccesible», como dice San Pablo, y nos llama a compartir su vida eterna. Pero hay muchas cosas que nos despistan y engañan, y fácilmente buscamos llenar ese vacío de dos cosas: o de uno mismo o de cosas. Y como uno mismo y las cosas nunca nos sacian… ¡siempre queremos más! Qué insensatez, nos dicen Jesús y el profeta Amós. Si vivimos persiguiendo riquezas y sucedáneos de plenitud acabaremos bien vacíos, en ese infierno que no es más que la terrible soledad del egoísta, que se quema en su propia sed.

¿Necesitamos ser pobres y desgraciados como Lázaro para alcanzar la vida eterna? Dios, sin duda, tiene debilidad por los pobres y se apiada de ellos, como una madre que tiene especial mimo por el hijo más débil y necesitado de amor. Pero hay otro camino. Seamos ricos o pobres, materialmente hablando, todos podemos ser pobres de espíritu: humildes y conscientes de que todo cuanto tenemos es un regalo gratuito y hemos de compartirlo. Seamos agradecidos y generosos. Como dice san Pablo, llevemos una vida de «justicia, piedad, fe, amor, paciencia, delicadeza» para conquistar la vida eterna a la que todos somos llamados. 

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2016-09-16

Los astutos hijos del mundo

25º Domingo Ordinario - C

Amós 8, 4-7
Salmo 112
Timoteo 2, 1-8
Lucas 16, 1-13

Las lecturas de hoy tocan un tema candente: el dinero y la justicia social. Es candente porque, lo queramos o no, el dinero hoy es un «dios» y hasta los creyentes, sin darnos cuenta, algunas veces le rendimos culto. ¡Estamos tan angustiados por el miedo a la pobreza y nos apegamos tanto a los bienes materiales! Nuestra mentalidad de carencia nos hace afanarnos y trabajar para conseguir más y más dinero. La mayoría lo hacemos honradamente, pero algunos toman atajos y hacen trampa, como el administrador astuto de la parábola que cuenta Jesús. Muchos son los que saben de «ingeniería financiera» y se embarcan en negocios muy lucrativos, auténticos «pelotazos» que les aportan ganancias cuantiosas casi sin esfuerzo, jugando con el dinero ajeno. La crisis mundial que sufrimos es en parte fruto de estos abusos. Pero en parte es debida a que casi todos, ricos y pobres, acabamos idolatrando el dinero. Si fuera posible, ¡cuántos querrían ser millonarios y ganar mucho haciendo poco esfuerzo!

Las palabras de Jesús pueden parecer un poco ambiguas. ¿Es que acaso nos invita a ser como estos timadores? No, porque termina diciendo con rotundidad: no puedes servir a Dios y al dinero. Entonces, ¿a qué se refiere? También lo explica: los hijos del mundo son más astutos que los hijos de la luz. Es decir, los adoradores del dinero fácil, del éxito, del poder y la riqueza son muy inteligentes y trabajan sin descanso, empleando toda su creatividad para sus fines egoístas. Nosotros, que queremos un mundo mejor y tenemos una hermosa misión en la tierra, a veces somos todo lo contrario: perezosos, torpes, pánfilos, poco ingeniosos y faltos de entusiasmo y motivación. ¿Qué nos pasa? La inteligencia y la astucia no están reñidas con el bien: hay una astucia bondadosa que está al servicio de la caridad, y hemos de descubrirla. De hecho, cuando amamos sinceramente el Espíritu Santo nos inspira y nos brinda dones preciosos: la inteligencia, el entendimiento, el consejo… Jesús alaba a los ricos y a los negociantes en eso: en su diligencia, en su habilidad y en el uso de sus talentos. Y nos invita a ser como ellos en esto.

En cuanto al fin de nuestros esfuerzos, Jesús siempre fue claro: servimos al otro, buscamos su bien, queremos construir reino de Dios en este mundo. Un reino de justicia, donde los deseos y el clamor de los salmos y de los profetas se hacen realidad. En la primera lectura, el profeta Amós arremete contra los usureros y los ricos propietarios que explotan al pueblo con sus impuestos y engañan en sus transacciones comerciales. El problema no es el dinero en sí, sino endiosarlo. Bien utilizado, es un gran medio. Pero nunca debe ser el fin que perseguimos. La meta de todo negocio y todo trabajo siempre ha de ser el bien del ser humano.

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2016-09-09

Dios tuvo compasión y se fió de mí

24º Domingo Ordinario - C

Éxodo 37, 7-14
Salmo 50
Timoteo 1, 12-17
Lucas 15, 1-32


Las lecturas de hoy son preciosos broches en este Año de la Misericordia. Todas nos muestran distintos retratos de Dios, visto desde diferentes lados. Pero todas nos muestran que nuestro Dios, Padre, tiene un corazón tierno de madre, incapaz de juzgar y de condenar. Siempre está dispuesto a perdonar y a olvidarlo todo, listo para festejar el regreso del hijo que se alejó y vuelve al hogar.

En la lectura del Éxodo vemos cómo el pueblo en el desierto se cansa y se pone a idolatrar un dios-novillo, una imagen fabricada en oro. Es como si hoy adoráramos algo visible, material, el fruto de nuestro esfuerzo y nuestro trabajo, nuestra propia obra. Moisés se enfurece, ¡defiende la causa de Dios! Pero Dios no se enfada como él y se muestra paciente. ¿Cómo va a castigar al pueblo que ama? Igualmente hoy podríamos pensar que Dios no se irrita contra los ateos, los materialistas y los despistados que corren en pos de diosecillos falsos (fama, dinero, confort, tecnología o bienestar material…) En cambio, se muestra paciente y pide a los creyentes que sepamos dar un testimonio de auténtica caridad y empatía con los dramas que sufren nuestros contemporáneos. Queremos ser más exigentes que Dios… ¡qué osados!

San Pablo relata con honestidad conmovedora su conversión. Se describe como un arrogante, descreído y violento. Pero Dios tampoco lo castigó. Lo miró con compasión, lo llamó… ¡y se fió de él para darle una gran misión! De perseguidor a apóstol ferviente. La conversión de Pablo debería animarnos a todos: si Dios pudo obrar tal cambio en él, ¿qué no podrá hacer en nosotros, si nos dejamos? Ah, pero falta que, como Pablo, caigamos de nuestro caballo y escuchemos la llamada.

Jesús, ante los criticones que le acusan de comer con pecadores, responde con tres parábolas sencillas y de gran hondura. Los pecadores somos ovejas descarriadas del rebaño, monedas perdidas, tesoros extraviados. Somos hijos pródigos que hemos dilapidado nuestra vida (el gran bien que Dios nos ha dado) invirtiendo nuestro tiempo y energía quizás en cosas que no valen la pena. No hace falta gastar el dinero en juego y en mujeres para ser hijos perdidos. Podemos gastar la vida estresándonos en tareas inútiles, dispersos con el whatsapp, Internet, la tele o los comadreos frívolos, amasando una fortuna para nada, descuidando nuestras relaciones con la pareja, los hijos, la familia… Dios tiene paciencia. Dios nos espera, como el padre de la parábola. Jesús nos busca, como el pastor valiente o la mujer que barre su casa. ¿Puede una madre condenar al más criminal de sus hijos? Pues Dios, que es aún más amoroso que una madre, tampoco lo hará. Ablandemos nuestro corazón y descubriremos que Dios tiene su corazón abierto de par en par para recibirnos, siempre. 

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2016-09-03

Si alguno quiere seguirme...

23º Domingo Ordinario - C

Sabiduría 9, 13-18
Salmo 89
Filemón 9b-10. 12-17
Lucas 14, 25-33

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Las tres lecturas de hoy son un poco incómodas. El libro de la Sabiduría nos dice que las cosas de Dios son demasiado altas e inalcanzables para comprenderlas si su Espíritu no nos ilumina. ¿Quién rastreará las cosas del cielo? O bien son muy utópicas: San Pablo le pide a Onésimo que reciba a su esclavo fugitivo, ahora como hombre libre, hermano en la fe. ¿Es posible saltar por encima de las clases sociales? Las cosas de Dios también pueden ser demasiado difíciles: Jesús dice que nadie puede seguirle si no pospone a su familia, a sus padres e hijos, a su cónyuge. ¿Es posible valorar a alguien por encima de los de nuestra propia sangre? Admitámoslo: aún entre los creyentes, nuestro primer valor casi siempre es la familia, por encima de Jesús y de la fe.

Nos quedamos con esas frases del evangelio y nos decimos que son demasiado para nosotros. Solo unos pocos “elegidos” son capaces de renunciar a tanto. ¿Cómo vamos a preferir a Jesús por encima de nuestros propios padres, hijos o esposos? El seguimiento a Jesús es para los curas, los religiosos o los misioneros, no para mí.

Pero Jesús añade algo que seguramente se nos pasa por alto: para seguirle también hay que posponerse… ¡a uno mismo! Y ahí tenemos la clave: quien vive para sí no puede seguir a Jesús. Ante Dios no valen las idolatrías: se le adora a él, o se adora a otro. Y ese otro casi siempre es uno mismo. Cuando yo soy el centro de mi vida, todo cuanto gira a mi alrededor es importante siempre que me aporte algo. Muchas veces valoramos la familia por el estatus y la seguridad que nos aporta: nos hace sentirnos importantes, arropados, queridos, necesarios; nos da buena imagen ante el mundo…

Jesús no engaña a sus seguidores. No les promete éxito fácil ni complacer los deseos del ego. Les pone la comparación del hombre que calcula sus gastos y el general que mide las fuerzas de su ejército y del enemigo. Si queremos seguir a Jesús hemos de darlo todo y estar dispuestos a todo. Necesitamos desprendernos del afán posesivo, de cosas y de personas. Esto significa que centro mi vida, no en mí mismo, sino en él. Me “des-centro” y me vuelco en amar al otro. Porque amar a Jesús y amar al prójimo son sinónimos. Si me pospongo a mí para seguirle, no debo temer. No sólo amaré a Dios;  amaré a los demás sin condiciones, y amaré mucho mejor a mi familia y a mis amigos si dejo de vivir centrado en mí. ¿Es imposible? Si lo intentamos solos, quizás sí. Pero no estamos solos. Cada uno lleva su cruz, pero la cruz más pesada la lleva Cristo. Él camina con nosotros, él nos ayuda y nos alimenta con su pan.