2022-09-30

27º Domingo Ordinario C - Señor, auméntanos la fe

Los discípulos piden a Jesús que les aumente la fe. Él responde con una parábola, y a continuación les habla del servicio: cuando se trabaja por Dios, con total confianza, con humildad, se pueden lograr cosas grandes. La fe va de la mano del espíritu de servicio.



Descarga aquí la homilía para imprimir.

Las lecturas de hoy nos hablan de la fe. ¡La fe! Virtud teologal, puntal de nuestra vida religiosa. ¿Cómo la entendemos y cómo la vivimos?

A menudo pensamos que la fe es creer que Dios existe. Pero eso es demasiado fácil. ¿Creemos que este Dios, además de existir, está cerca de nosotros? ¿Creemos que está vivo y que actúa en nuestra vida? ¿Creemos que es nuestro amigo, que nos ama y quiere nuestro máximo bien? A veces decimos creer en Dios pero nuestra actitud es de una terrible desconfianza. Actuamos como si fuera un juez castigador y le tenemos miedo; o bien decimos que nos envía pruebas, o que “permite” que nos sucedan desgracias, con lo cual lo estamos tachando de injusto o arbitrario. Otras veces nos afanamos y nos estresamos, queriendo controlarlo todo, sin dejar ni un poquito de margen a su gracia y a su ayuda. O nos angustiamos, olvidando que él está cerca. Y otras veces anteponemos nuestros planes a los suyos: planificamos sin contar con él y lo barremos de nuestra vida cuando no nos interesa pedirle favores.

Confiamos en amigos, en familiares, en nuestra pareja… ¿Y no sabemos confiar en Dios? ¿Por qué nos cuesta tanto creer que él puede cambiar nuestra vida? ¿Por qué nos resistimos a creer que él puede sanarnos, convertirnos, regenerar tanto nuestro cuerpo como nuestra alma? ¿O es que, en el fondo, no queremos estar sanos ni queremos renovarnos?

Jesús no nos pide una fe enorme. Bastaría una fe pequeñita como un grano de mostaza para mover montañas. ¿Ni siquiera tenemos esos poquitos gramos de fe? ¿Qué nos sucede? La fe es un regalo de Dios, cierto. Si no tenemos, podemos pedírsela. De todas las peticiones que le hagamos, seguro que es una de las que más le alegran. ¿Cómo va a dejar de dárnosla?

Tener fe obra milagros. El mayor milagro no es mover montes, sino mover almas y enternecer corazones de piedra, convirtiéndolos en corazones de carne capaces de amar y de perdonar. Una conversión de vida es un milagro. Y cuando uno ve su vida transformada por la fe no puede menos que convertirse en anunciador de la buena noticia. A lo mejor nuestro problema es que no queremos. Porque sabemos que recibir tanto amor nos compromete, y no queremos responder amando y haciéndonos apóstoles.

Ser profeta no siempre es cómodo. Lo vemos en el escrito de la primera lectura, donde Habacuc se queja a Dios por la dureza de su cometido. Jesús en el evangelio también da una lección de humildad a todos los que trabajan por su reino. No creamos ser importantes porque tengamos una tarea pastoral, misionera o evangelizadora. Somos siervos, portadores de un tesoro que no es nuestro, sembradores de una luz que hemos recibido y que se apagará si no la damos a otros. La humildad del sirviente, que no se cree grande y trabaja con fervor, da alegría y ayuda a perseverar. No temamos: si estamos con Dios, él está con nosotros. Nos dará todo lo que necesitemos para trabajar en su mies. Y lo mejor: ¡se nos da él mismo! Trabajamos de sol a sol, pero su pan nos alimenta cada día. Cristo fortalece nuestro cuerpo y reafirma nuestra fe.

2022-09-23

Un abismo infranqueable


26º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Amós 6, 1-7
Salmo 145
Timoteo 6, 11-16
Lucas 16, 19-31

Homilía

Descargar en pdf aquí.

La parábola que leemos este domingo es muy conocida. El rico Epulón que ignora al hambriento y el pobre Lázaro, hundido en la miseria, mueren. Y en la otra vida descubren que Dios revierte los papeles: el que banqueteaba y disfrutaba de la vida despreocupadamente ahora sufre en el infierno, mientras que el pobre enfermo que sufría ahora goza en la gloria.

Es fácil sacar conclusiones demasiado simples: que Dios castiga a los ricos y premia a los pobres. Pero esta parábola es mucho más densa en contenido. Jesús enraíza directamente con el profetismo de Israel.

Amós, el profeta de quien leemos la primera lectura, podríamos decir que es el profeta de la justicia de Dios. Pocos discursos oiremos, tan duros y despiadados, contra los ricos que oprimen al pueblo empobrecido. Nuestros políticos de hoy se quedan cortos, al lado del profeta, a la hora de denunciar las injusticias y la desigualdad. Amós arremete contra los que viven nadando en lujo y les promete un futuro espantoso: caerán bajo el ejército enemigo y todo su mundo se derrumbará. Sufrirán la suerte del rico Epulón, un tormento eterno, mucho más terrible aún si lo comparan con la vida placentera que han llevado hasta entonces.

El profeta Amós se indigna ante la injusticia y declara que Dios no puede querer eso. Hoy podríamos decir que tampoco Dios quiere ese abismo tan grande que se abre entre pobres y ricos, tampoco quiere el hambre y la miseria, tampoco le gusta el lujo desmesurado en el que viven los ricos, los famosos y los gobernantes de muchos países.

Pero tanto Jesús como el profeta van más allá del discurso político y social.  Porque, si lo miramos bien, quienes protestan contra los ricos, en realidad, quisieran disfrutar de esa riqueza que no tienen. Todos, ricos o pobres, estamos obsesionados con el dinero y el tener. El problema de fondo no es la riqueza y los bienes materiales, sino nuestra actitud: hemos puesto como meta de nuestra vida la prosperidad, y adoramos al dios dinero. Todo lo que hacemos, incluso rezar, es para tener más abundancia material.

Ese es el gran pecado de Epulón. Olvidar que la vida no se termina en lo material. Olvidar que, además de cuerpo, tenemos un alma. Olvidar que todo lo físico perece y que estamos llamados a algo más que a acumular bienes. Cuando esto se acabe… ¿qué nos quedará? El que ha vivido únicamente para su bienestar se encontrará, en la otra orilla, con una soledad tremenda. Se encontrará solo en el infierno del egoísmo, donde no hay lugar más que para él. Él y sólo él. Ese es el peor de los tormentos. Ese es el abismo infranqueable que no se puede salvar, porque el puente para cruzarlo lo destruyó él mismo.

El sentido de nuestra vida no puede limitarse a estudiar, para poder trabajar, para ganar dinero, para vivir cómodamente y, si podemos, ir escalando posiciones y ganar cada vez más. En esto podemos caer todos, pobres y ricos. Es más, se nos educa para que aspiremos a esto. Incluso en las familias, a menudo, parece que priorizamos el éxito material por encima de otros valores, y así lo inculcamos a nuestros hijos.

San Pablo nos da la clave para vivir de otra manera y abrir las puertas del cielo: «Hombre de Dios, busca la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre. Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna, a la que fuiste llamado».

No nos dejemos engañar por la publicidad, por los medios, por el cine y todo lo que corre por las redes sociales. No caigamos en la banalidad y en perseguir bienes perecederos, que sólo alimentan nuestro ego. No nos dejemos arrastrar por el consumismo compulsivo.

¿Cuál es el camino a seguir? Cultivar esas virtudes de las que habla el apóstol: justicia, piedad, amor, paciencia… Son las virtudes que abren nuestro corazón, nos acercan y nos vinculan a los demás. Cultivar el tesoro de la amistad, las sanas relaciones familiares, el amor, la generosidad. Acumular paciencia, escucha atenta, cariño, horas de entrega y horas de cuidado. Esta es, sin duda, la mejor inversión. Quien vive así está construyendo un pequeño cielo en la tierra. Cuando muera, tan sólo tendrá que dar unos pocos pasos para entrar en el otro cielo, el definitivo.

2022-09-16

25º Domingo Ordinario - C - No podéis servir a Dios y al dinero

Nadie puede servir a dos amos. Pero cuando hablamos de dinero, en seguida saltan todas las alertas. ¿Por qué nos duele tanto? Jesús, siempre pedagógico, explica con la parábola del sirviente astuto y varias comparaciones cómo no es posible entregar el alma a Dios si el dinero, en vez de ser un medio útil, se convierte en el fin y en el centro de nuestra vida.
Al mismo tiempo, nos invita a usar con inteligencia nuestros recursos e invertir dinero para el bien.

Evangelio: Lucas 16, 1-13.


Descarga en este enlace la homilía completa.

2022-09-09

24º Domingo Ordinario - C

«Os digo que habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.»

Lucas 15, 1-32



Las lecturas de hoy nos presentan distintos retratos de Dios. Pero todas nos muestran que nuestro Dios, Padre, tiene un corazón tierno de madre, incapaz de juzgar y de condenar. Siempre está dispuesto a perdonar y a olvidarlo todo, listo para festejar el regreso del hijo que se alejó y vuelve al hogar.

En la lectura del Éxodo vemos cómo el pueblo en el desierto se cansa y se pone a idolatrar un dios-novillo, una imagen fabricada en oro. Es como si hoy adoráramos algo visible, material, el fruto de nuestro esfuerzo y nuestro trabajo, nuestra propia obra. Moisés se enfurece, ¡defiende la causa de Dios! Pero Dios no se enfada como él y se muestra paciente. ¿Cómo va a castigar al pueblo que ama? Igualmente hoy podríamos pensar que Dios no se irrita contra los ateos, los materialistas y los despistados que corren en pos de diosecillos falsos (fama, dinero, confort, tecnología o bienestar material…) En cambio, se muestra paciente y pide a los creyentes que sepamos dar un testimonio de auténtica caridad y empatía con los dramas que sufren nuestros contemporáneos. Queremos ser más exigentes que Dios… ¡qué osados!

San Pablo relata con honestidad conmovedora su conversión. Se describe como un arrogante, descreído y violento. Pero Dios tampoco lo castigó. Lo miró con compasión, lo llamó… ¡y se fió de él para darle una gran misión! De perseguidor a apóstol ferviente. La conversión de Pablo debería animarnos a todos: si Dios pudo obrar tal cambio en él, ¿qué no podrá hacer en nosotros, si nos dejamos? Ah, pero falta que, como Pablo, caigamos de nuestro caballo y escuchemos la llamada.

Jesús, ante los criticones que le acusan de comer con pecadores, responde con tres parábolas sencillas y de gran hondura. Los pecadores somos ovejas descarriadas del rebaño, monedas perdidas, tesoros extraviados. Somos hijos pródigos que hemos dilapidado nuestra vida (el gran bien que Dios nos ha dado) invirtiendo nuestro tiempo y energía quizás en cosas que no valen la pena. No hace falta gastar el dinero en juego y en mujeres para ser hijos perdidos. Podemos gastar la vida estresándonos en tareas inútiles, dispersos con el Whatsapp, Netflix, las redes sociales o los comadreos frívolos de la tele. Podemos derrochar el tiempo amasando una fortuna para nada, descuidando nuestras relaciones con la pareja, los hijos, la familia… Dios tiene paciencia. Dios nos espera, como el padre de la parábola. Jesús nos busca, como el pastor valiente o la mujer que barre su casa. ¿Puede una madre condenar al más criminal de sus hijos? Pues Dios, que es aún más amoroso que una madre, tampoco lo hará. Ablandemos nuestro corazón y descubriremos que Dios tiene su corazón abierto de par en par para recibirnos, siempre.

2022-09-02

23º Domingo Ordinario C

«Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.»

Lucas 14, 25-33


Las tres lecturas de hoy son un poco incómodas. El libro de la Sabiduría nos dice que las cosas de Dios son demasiado altas e inalcanzables para comprenderlas si su Espíritu no nos ilumina. ¿Quién rastreará las cosas del cielo? O bien son muy utópicas: San Pablo le pide a Onésimo que reciba a su esclavo fugitivo, ahora como hombre libre, hermano en la fe. ¿Es posible saltar por encima de las clases sociales? Las cosas de Dios también pueden ser demasiado difíciles: Jesús dice que nadie puede seguirlo si no pospone a su familia, a sus padres e hijos, a su cónyuge. ¿Es posible valorar a alguien por encima de los de nuestra propia sangre? Admitámoslo: aún entre los creyentes, nuestro primer valor casi siempre es la familia, por encima de Jesús y de la fe.

Nos quedamos con esas frases del evangelio y nos decimos que son demasiado para nosotros. Solo unos pocos “elegidos” son capaces de renunciar a tanto. ¿Cómo vamos a preferir a Jesús por encima de nuestros propios padres, hijos o esposos? El seguimiento a Jesús es para los curas, los religiosos o los misioneros, no para mí.

Pero Jesús añade algo que seguramente se nos pasa por alto: para seguirle también hay que posponerse… ¡a uno mismo! Y ahí tenemos la clave: quien vive para sí no puede seguir a Jesús. Ante Dios no valen las idolatrías: se le adora a él, o se adora a otro. Y ese otro casi siempre es uno mismo. Cuando yo soy el centro de mi vida, todo cuanto gira a mi alrededor es importante siempre que me aporte algo. Muchas veces valoramos la familia por las ventajas y la seguridad que nos aporta: nos hace sentirnos importantes, arropados, queridos, necesarios; nos protege y da buena imagen ante el mundo…

Jesús no engaña a sus seguidores. No les promete éxito fácil ni complacer los deseos del ego. Les pone la comparación del hombre que calcula sus gastos y el general que mide las fuerzas de su ejército y del enemigo. Si queremos seguir a Jesús hemos de darlo todo y estar dispuestos a todo. Necesitamos desprendernos del afán posesivo, de cosas y de personas. Esto significa que centro mi vida, no en mí mismo, sino en él. Me “des-centro” y me vuelco en amar al otro. Porque amar a Jesús y amar al prójimo son sinónimos. Si me pospongo a mí para seguirle, no debo temer. No sólo amaré a Dios;  amaré a los demás sin condiciones, y amaré mucho mejor a mi familia y a mis amigos si dejo de vivir centrado en mí. Porque lo primero que me pedirá Dios será, justamente, que ame al prójimo como Jesús nos amó. Con un amor bueno, sano, entregado, generoso, y no posesivo o condicionado por mil cosas, como suele suceder. 

¿Es imposible? Si lo intentamos solos, quizás sí. Pero no estamos solos. Cada uno lleva su cruz, pero la cruz más pesada la lleva Cristo. Él camina con nosotros, él nos ayuda y nos alimenta con su pan.