Este blog pretende reflexionar sobre los evangelios dominicales de los tres ciclos litúrgicos, proporcionando un material que ayude a laicos y a sacerdotes a hacer una lectura del mundo de hoy a la luz de la palabra de Dios.
2022-09-30
27º Domingo Ordinario C - Señor, auméntanos la fe
2022-09-23
Un abismo infranqueable
Lecturas:
Amós 6, 1-7
Salmo 145
Timoteo 6, 11-16
Lucas 16, 19-31
Homilía
2022-09-16
25º Domingo Ordinario - C - No podéis servir a Dios y al dinero
2022-09-09
24º Domingo Ordinario - C
Las lecturas de hoy nos presentan distintos
retratos de Dios. Pero todas nos muestran que
nuestro Dios, Padre, tiene un corazón
tierno de madre, incapaz de juzgar y de condenar. Siempre está dispuesto a
perdonar y a olvidarlo todo, listo para festejar el regreso del hijo que se
alejó y vuelve al hogar.
En la lectura del Éxodo
vemos cómo el pueblo en el desierto se cansa y se pone a idolatrar un
dios-novillo, una imagen fabricada en oro. Es como si hoy adoráramos algo
visible, material, el fruto de nuestro esfuerzo y nuestro trabajo, nuestra
propia obra. Moisés se enfurece, ¡defiende la causa de Dios! Pero Dios no se
enfada como él y se muestra paciente. ¿Cómo va a castigar al pueblo que ama?
Igualmente hoy podríamos pensar que Dios no se irrita contra los ateos, los
materialistas y los despistados que corren en pos de diosecillos falsos (fama,
dinero, confort, tecnología o bienestar material…) En cambio, se muestra
paciente y pide a los creyentes que sepamos dar un testimonio de auténtica
caridad y empatía con los dramas que sufren nuestros contemporáneos. Queremos
ser más exigentes que Dios… ¡qué osados!
San Pablo relata con
honestidad conmovedora su conversión. Se describe como un arrogante, descreído
y violento. Pero Dios tampoco lo castigó. Lo miró con compasión, lo llamó… ¡y
se fió de él para darle una gran misión! De perseguidor a apóstol ferviente. La
conversión de Pablo debería animarnos a todos: si Dios pudo obrar tal cambio en
él, ¿qué no podrá hacer en nosotros, si nos dejamos? Ah, pero falta que, como
Pablo, caigamos de nuestro caballo y escuchemos la llamada.
Jesús, ante los criticones que le acusan de comer con pecadores, responde con tres parábolas sencillas y de gran hondura. Los pecadores somos ovejas descarriadas del rebaño, monedas perdidas, tesoros extraviados. Somos hijos pródigos que hemos dilapidado nuestra vida (el gran bien que Dios nos ha dado) invirtiendo nuestro tiempo y energía quizás en cosas que no valen la pena. No hace falta gastar el dinero en juego y en mujeres para ser hijos perdidos. Podemos gastar la vida estresándonos en tareas inútiles, dispersos con el Whatsapp, Netflix, las redes sociales o los comadreos frívolos de la tele. Podemos derrochar el tiempo amasando una fortuna para nada, descuidando nuestras relaciones con la pareja, los hijos, la familia… Dios tiene paciencia. Dios nos espera, como el padre de la parábola. Jesús nos busca, como el pastor valiente o la mujer que barre su casa. ¿Puede una madre condenar al más criminal de sus hijos? Pues Dios, que es aún más amoroso que una madre, tampoco lo hará. Ablandemos nuestro corazón y descubriremos que Dios tiene su corazón abierto de par en par para recibirnos, siempre.
2022-09-02
23º Domingo Ordinario C
Las tres lecturas de hoy
son un poco incómodas. El libro de la Sabiduría nos dice que las cosas de Dios
son demasiado altas e inalcanzables para comprenderlas si su Espíritu no nos
ilumina. ¿Quién rastreará las cosas del cielo? O bien son muy utópicas: San
Pablo le pide a Onésimo que reciba a su esclavo fugitivo, ahora como hombre
libre, hermano en la fe. ¿Es posible saltar por encima de las clases sociales? Las
cosas de Dios también pueden ser demasiado difíciles: Jesús dice que nadie
puede seguirlo si no pospone a su familia, a sus padres e hijos, a su cónyuge.
¿Es posible valorar a alguien por encima de los de nuestra propia sangre?
Admitámoslo: aún entre los creyentes, nuestro primer valor casi siempre es la
familia, por encima de Jesús y de la fe.
Nos quedamos con esas
frases del evangelio y nos decimos que son demasiado para nosotros. Solo unos
pocos “elegidos” son capaces de renunciar a tanto. ¿Cómo vamos a preferir a
Jesús por encima de nuestros propios padres, hijos o esposos? El seguimiento a
Jesús es para los curas, los religiosos o los misioneros, no para mí.
Pero Jesús añade algo que
seguramente se nos pasa por alto: para seguirle también hay que posponerse… ¡a uno
mismo! Y ahí tenemos la clave: quien vive para sí no puede seguir a Jesús. Ante
Dios no valen las idolatrías: se le adora a él, o se adora a otro. Y ese otro
casi siempre es uno mismo. Cuando yo soy el centro de mi vida, todo cuanto gira
a mi alrededor es importante siempre que me aporte algo. Muchas veces valoramos
la familia por las ventajas y la seguridad que nos aporta: nos hace sentirnos
importantes, arropados, queridos, necesarios; nos protege y da buena imagen
ante el mundo…
Jesús no engaña a sus seguidores. No les promete éxito fácil ni complacer los deseos del ego. Les pone la comparación del hombre que calcula sus gastos y el general que mide las fuerzas de su ejército y del enemigo. Si queremos seguir a Jesús hemos de darlo todo y estar dispuestos a todo. Necesitamos desprendernos del afán posesivo, de cosas y de personas. Esto significa que centro mi vida, no en mí mismo, sino en él. Me “des-centro” y me vuelco en amar al otro. Porque amar a Jesús y amar al prójimo son sinónimos. Si me pospongo a mí para seguirle, no debo temer. No sólo amaré a Dios; amaré a los demás sin condiciones, y amaré mucho mejor a mi familia y a mis amigos si dejo de vivir centrado en mí. Porque lo primero que me pedirá Dios será, justamente, que ame al prójimo como Jesús nos amó. Con un amor bueno, sano, entregado, generoso, y no posesivo o condicionado por mil cosas, como suele suceder.
¿Es imposible? Si lo intentamos solos, quizás sí. Pero no estamos solos. Cada uno lleva su cruz, pero la cruz más pesada la lleva Cristo. Él camina con nosotros, él nos ayuda y nos alimenta con su pan.