2018-11-29

El Señor os haga rebosar de amor

1 Domingo de Adviento - ciclo C

Lecturas:
Jeremías 33, 14-16
Salmo 24
Tesalonicenses 3, 12, 4, 2.
Lucas 21, 25-36

Homilía:

Empezamos un nuevo año litúrgico, esta vez del ciclo C. En Adviento muchos nos hacemos propósitos, e incluso trazamos nuestro calendario de eventos para prepararnos a celebrar la Navidad con más hondura y sentido. Las lecturas de hoy nos pueden inspirar para ello, en especial la segunda, de san Pablo a los cristianos de Tesalónica.

Cuesta poco hacernos propósitos, incluso nos motiva y nos entusiasma. Pero cumplirlos no es tan sencillo. Fallamos, no somos constantes, cualquier cosa nos distrae o dificulta las cosas. El desánimo puede vencernos. Al final, acabamos haciendo lo de siempre.

Quizás es porque cuando nos proponemos algo contamos mucho con nuestras propias fuerzas, pero poco con la de Dios. Queremos invertir una buena dosis de voluntad, de creatividad, de esfuerzo. Pero somos más volubles y débiles de lo que pensamos. Y siempre hay excusas para abandonar. ¿Cómo mantenernos firmes en el camino?

Pablo nos da pistas en su carta. «Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y amor a todos». Este es el secreto: si estamos colmados del amor de Dios, seremos como una fuente que rebosa y no nos costará lo más importante, que es amar a los demás y transmitir bondad. Pero, además, el amor de Dios «afianza los corazones». Es su amor el que nos permite seguir fieles y nos da fuerzas más allá de nuestra capacidad. Un enamorado desafía el mundo por su amor; la persona que ama tiene un coraje sin límites.

¿Cómo llenarnos de este amor de Dios? Este puede ser un buen propósito de Adviento: acudir al Padre. Buscar espacios de silencio y de comunión con él. Dejarnos mecer en sus brazos, dejarnos llenar de su ternura. La oración es poderosa y llega más lejos que nuestra fuerza de voluntad. Pero para rezar, como para amar, hay que querer. Hemos de querer buscar esos momentos íntimos con Dios. Busquémoslos como los enamorados  buscan tiempo para estar juntos. Poco a poco iremos adquiriendo el gusto de la oración y ya no podremos vivir sin ella. Dios ama con gratitud y, por poco que le demos, compensará con creces. Pablo exhorta a que nos comportemos de manera que agrademos a Dios. Lo primero que agrada a Dios, de nosotros, es que pasemos un tiempo con él. Lo que le gusta somos nosotros, nuestra compañía, nuestra presencia. Sólo nos pide estar ahí. Que contemos con él. Y él nos dará la fuerza, la sabiduría y las virtudes necesarias para hacer todo lo demás.

Todos tenemos malos días en los que cuesta amar, cuesta ser amable y servicial, cuesta levantarse y ponerse a trabajar. Pablo nos da un consejo de buena psicología. No nos quedemos enredados en nuestros sentimientos: «comportaos así y seguid adelante». Es decir, actuad bien y el bien acabará llenándoos. Haced lo que tenéis que hacer. Aunque no nos apetezca, él sabrá sacar frutos de toda acción que emprendamos con buena voluntad.

2018-11-22

Nos ha convertido en un reino

Jesucristo Rey del Universo

Daniel 7, 13-14
Apocalipsis 1, 5-8
Salmo 92
Juan 18, 33-37

Descarga aquí la homilía en pdf.

«Aquel que nos ama y nos ha lavado con su sangre nos ha convertido en un reino de sacerdotes para su Dios y Padre». Son palabras del Apocalipsis que leemos hoy en la segunda lectura. Palabras que quizás nos suenen muy simbólicas, o quizás lejanas, o incomprensibles. ¿Entendemos de verdad la enorme verdad que encierran?

Estamos finalizando el año litúrgico, y las lecturas nos hablan de un final y a la vez de un principio. Nuestro mundo terminará, como nuestra vida terrena. Pero la realidad no acaba aquí, como tampoco nuestra vida termina en la tumba. Hay una realidad más amplia, más honda e infinita que todo lo sostiene con su aliento amoroso. Es Dios, que está fuera del tiempo y del espacio y que nos ha destinado, un día, a compartir su eternidad y su luz.

Somos de Dios y estamos llamados a ser parte de él. Venimos del amor y al amor vamos. Este es, en el fondo, el mensaje de Jesús y esta es la misión de todo cristiano convencido: anunciar al mundo una vida plena que se está gestando ahora mismo, un reino que ya ha sido plantado como semilla y está creciendo, con dificultades y contra viento y marea, pero sin cesar.

¿Qué significa ser reino? Que somos reyes desde el momento en que Jesús nos abre las puertas del cielo. Todos estamos llamados a esta realeza que es la de ser hijos de Dios. No tiene nada que ver con la realeza y el poder del mundo. Cuando Jesús dice a Pilato que su reino no es de este mundo le está diciendo que su poder no se basa en la dominación. No usa de la violencia ni de la manipulación. El reino de Dios jamás se sostiene sobre las armas y la propaganda, y si alguna vez la Iglesia o algunas religiones así lo han pretendido, es porque se han alejado del camino de Jesús. Dios no se impone a nadie ni quita la libertad a nadie.

El poder de Dios es el poder de amar. Y, aunque parezca muy vulnerable, es el único que perdura. Ante Pilato, Jesús es acusado y después torturado, azotado, humillado. ¿Puede haber una imagen más impotente de Dios? ¿Cómo podemos hablar de Cristo Rey cuando tenemos ante los ojos a un hombre reducido, atado, maltratado y condenado a muerte?

Ese es el misterio. Dios se deja matar por amor. Jesús obedece hasta el fin… Pero la última palabra no la tienen los poderes de este mundo. Tampoco la muerte. La resurrección de Jesús inaugura este reino que se va gestando poco a poco. El final será glorioso, y todos estamos invitados.

¿Qué significa ser sacerdote? No me refiero al orden sacerdotal, sino a este sacerdocio que todos los cristianos compartimos, por el solo hecho de ser bautizados. Somos un reino de sacerdotes, dice san Juan en el Apocalipsis. Y se hace eco de otras palabras muy queridas de la Torá, en las que el pueblo de Israel es descrito como nación consagrada a Dios.

Ser sacerdote, en este sentido, es justamente esto: consagrar nuestra vida entera, entregarla a Dios. Ser sacerdote es pertenecer a Dios y volcar todos nuestros esfuerzos en su reino. Ser sacerdote es seguir a Jesús y continuar su labor: tender puentes entre el cielo y la tierra, para invitar a las gentes a formar parte del reino de Dios.


Ante Pilato, Jesús dice que para esto ha venido: para ser testigo de la verdad. La verdad, para los cristianos, no es una teoría ni una doctrina. La verdad es una persona. O mejor dicho, una comunidad de personas: Dios. La verdad es el Padre creador, que todo lo hace existir. La verdad es Jesús, rostro humano de Dios. La verdad es el Espíritu de amor que todo lo anima y todo lo une. La verdad es la corona que nos hace reyes y el alimento que sostiene nuestra vida. Somos reyes y reinas, hijos del Rey de reyes, y estamos llamados a seguir su camino. Un camino que pasa por la cruz, pero que termina en la gloria.

2018-11-15

Donde hay perdón no hay ofrenda

33º Domingo Ordinario - B

Daniel, 12, 1-3
Salmo 15
Hebreos 10, 11-18
Marcos 13, 24-32

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La primera lectura de hoy y el evangelio son lecturas sobrecogedoras y a la vez inquietantes. Visiones del fin del mundo y catástrofes que sacuden a la humanidad preceden un futuro en el que resplandecerá la gloria de Dios y «los justos brillarán como estrellas». Estas lecturas pertenecen al género apocalíptico, un género que llama poderosamente la atención, pero que pocas veces se entiende bien.

Solemos quedarnos con la parte más espantosa del mensaje: un final tremendo y un juicio sobre la humanidad. Algunos grupos religiosos se apoyan en estos relatos para infundir pavor y reforzar la adhesión de sus fieles, fomentando en ellos una consciencia de elegidos o salvados si cumplen las normas o preceptos establecidos. El miedo como arma moral y pedagógica no es lo más indicado para el crecimiento espiritual, pero es muy eficaz para influir y dominar a las personas.

Sin embargo, no es esta la intención del libro de Daniel, ni tampoco la de Jesús cuando habla del fin del mundo. Catástrofes naturales y guerras provocadas por el hombre siempre las ha habido: cualquier época podría considerarse cercana al fin del mundo, si lo pensamos despacio. Jesús quiere que sus discípulos aprendan a vivir despiertos, atentos a los signos de los tiempos. Del mismo modo que los labradores miran el campo y el cielo para predecir los cambios climáticos que afectarán a la cosecha, los seguidores de Jesús hemos de estar atentos a lo que ocurre en la sociedad para detectar las necesidades y desafíos que se nos plantean, y para tomar decisiones libres y responsables, y no seguir ciegamente lo que dictan las modas, la costumbre, los medios de comunicación o el gobierno. 

Jesús nos llama a vivir en libertad y en plenitud, como hijos de Dios. Por desgracia, los poderes del mundo no quieren tanto que seamos libres y felices, como que seamos sumisos y buenos consumidores, para extraer todo lo que puedan de nosotros. Por ello se idolatran el individualismo, el confort y toda clase de distracciones y entretenimientos, que las nuevas tecnologías nos ofrecen en abundancia. Jesús nos llama a vivir despiertos, pero el «mundo» nos quiere dormidos e inconscientes.
 
En un mundo donde la sociedad se ve arrastrada por las modas y las ideologías, ser cristiano significa, muchas veces, ir a contracorriente. Y a veces es muy duro, sobre todo si hay hijos que educar. Jesús nos recuerda que todas estas tendencias pasan, y que los cristianos hemos de sostenernos en lo que no pasa nunca. «Cielos y tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». Jesús es nuestra roca firme, el valor seguro que no caduca ni es vencido por el tiempo. Las alegrías pasan, también pasarán las crisis y los dolores. Al final, lo que perdura es el amor, llama viva de Dios dentro de nosotros. Jesús es la única certeza que tenemos.

Quisiera acabar comentando dos frases de la carta a los hebreos, que leemos en la segunda lectura. Habla del sacerdocio de Cristo, comparándolo con el de los antiguos sacerdotes judíos: «Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a lo que van siendo consagrados. Donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados».

Cuando somos conscientes del mal del mundo y de nuestro propio mal, nuestros pecados, tendemos a buscar formas de purgar y compensar por el daño hecho, como una forma de limpiarnos y obtener la salvación. Este es el sentido antiguo del sacrificio: la ofrenda es un gesto destinado a «lavarnos» de la culpa y a quedar sanos y salvos. Los sacrificios ofrecidos por los sacerdotes purgan una y otra vez las culpas, suyas y de los demás.

Pero, como bien observa el apóstol, por muchos sacrificios que ofrezcan, siempre habrá nuevos pecados, nuevas culpas, nuevos males que purgar. Siempre habrá que ir haciendo ofrendas… Es como ir lavando las manchas que inevitablemente se hacen en una ropa blanca. ¡Un nunca acabar! Y esto, lógicamente, mantiene el funcionamiento del templo y de las religiones antiguas. Si no hubiera pecado que lavar, ¡no harían falta ofrendas ni sacrificios!

El apóstol nos revela algo que lava todo mal y toda culpa, de una vez para siempre: sólo Dios puede hacerlo, y lo hace mediante el perdón y la reconciliación. El perdón de Dios es un regalo inmenso porque elimina la necesidad de cualquier ofrenda y sacrificio. Ya no tenemos que ofrecer nada para lavar nuestra culpa, ¡él mismo nos limpia! ¿Cuál es el precio? Jesús en la cruz.

Si fuéramos conscientes del valor que esto tiene para nosotros saltaríamos de alegría. ¡No más culpas, no más ataduras! Jesús, muriendo por nosotros, acabó con eso de una vez y para siempre. Sólo nos falta, por nuestra parte, acoger su perdón y dejarnos liberar por su amor. Somos amados, infinitamente. Es lo único que podrá cambiarnos y convertirnos por dentro, desde lo más hondo del corazón.

2018-11-08

La mejor ofrenda

32º Domingo Tiempo Ordinario - B

1 Reyes 17, 10-16
Salmo 145
Hebreos 9, 24-28
Marcos 12, 38-44


La primera lectura y el evangelio de este domingo nos presentan a dos mujeres que tienen algo en común: las dos son viudas, las dos son pobres. Y las dos son generosas. La viuda de Sarepta acoge al profeta Elías y, aunque apenas tiene nada en su despensa, le amasa un pan y le da de comer. La viuda del evangelio echa en el cepillo del templo todo cuanto tiene. Las dos mujeres han dado lo que tenían, incluso lo que les hacía falta. ¿Cuál será su recompensa? El profeta Elías dice: «La orza de harina no se vaciará, ni la alcuza de aceite se agotará…». Jesús elogia a la viuda que ha echado más que nadie. ¡Dios tomará en cuenta su ofrenda! A quien es generoso, incluso privándose de algo que necesita, no le faltará nada cuando llegue el momento.

Las lecturas de Elías y el evangelio son un canto a la generosidad. En el mundo hay muchas situaciones de carencia, la diferencia entre ricos y pobres aumenta y la desigualdad salta a la vista. A los ojos de Dios, esto es una injusticia que no puede pasarse por alto. Él, defensor del huérfano y la viuda, es decir, de los más pobres y vulnerables, «ama al justo», como dice el salmo. En este contexto el justo no es quien imparte justicia, sino el generoso, el que socorre a los pobres. El justo según la Biblia es magnánimo de corazón y no mide ni cuenta: da en abundancia, como el mismo Dios. La justicia bíblica va más allá del merecimiento y la retribución. Dios es generoso con todos y a todos nos da: así también espera que seamos nosotros.

Curiosamente, las personas más generosas no son las que más tienen ni las que más podrían ayudar. A menudo son las que tienen lo justo, o incluso poco, las que más dan. Lo vemos en las parroquias y en las comunidades. Cuando se trata de ayudar y contribuir económicamente a alguna necesidad, las primeras en reaccionar son las mujeres, y muy a menudo las mujeres mayores, con una economía muy modesta. Ellas son las modernas viudas del evangelio. ¡Dios las ama y las bendice! La Iglesia se sostiene por ellas.

Se dice que las personas son generosas con una causa cuando confían en ella y en las personas que piden ayuda. En el caso de la Iglesia, la causa no es otra que Jesús, y quienes piden, están pidiendo por el amor de Dios, para expandir su reino. De modo que la generosidad está midiendo nuestro grado de adhesión a Jesús, la confianza en él y en su providencia, la gratitud por sentirnos tan amados.

En la segunda lectura, la carta a los hebreos, el apóstol señala cuál ha sido la ofrenda de Cristo: su propia vida, su cuerpo y su sangre. ¿Qué más nos puede dar? Con su vida, nos abre las puertas del cielo, una vida eterna. ¡Jamás podremos agradecer un don tan grande! Por eso, toda ayuda que podamos ofrecer a la Iglesia será poca. No sólo económica, sino de tiempo, de creatividad, de esfuerzo personal. Si realmente nos sentimos amados y salvados por Jesús, nuestra colaboración deberá salir de forma espontánea, voluntaria y entusiasta. Es generoso quien está agradecido.

Descarga aquí la homilía en pdf.

2018-11-01

Verdadero sacerdocio, verdadero amor

31º Domingo Ordinario - B

Deuteronomio 6, 2-6
Salmo 17
Hebreos, 7, 23-28
Marcos 12, 28-34

(Aquí, la homilía en pdf).

Una frase muy conocida y hermosa resuena en la primera lectura de hoy y en el evangelio. Es el precepto más amado por los judíos: Escucha, Israel, amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas… A este precepto se le añade una consecuencia: y al prójimo como a ti mismo.

Moisés lo recuerda al pueblo y pide que graben estas palabras en su memoria para hacerlas realidad cada día. Jesús, conversando con un escriba, las recuerda. Y el escriba saca la conclusión correcta: si lo primero es amar a Dios, y amar a Dios equivale a amar al prójimo… entonces, más que todos los sacrificios y ofrendas, lo importante es amar, a Dios y al prójimo. Jesús le contesta que no está lejos del reino. Ha entendido lo más importante.

En la carta a los hebreos, el apóstol nos habla de la diferencia entre los sacerdotes del Antiguo Testamento y Jesús, el único y auténtico sacerdote de la Nueva Alianza. Los primeros se valían de rituales y sacrificios para expiar sus culpas y las del pueblo. Jesús ya no pide sacrificios a nadie. Se ofrece él mismo, su vida, y ya no tiene sentido seguir sacrificando animales ni quemando ofrendas. Con él todos estamos salvados, él nos abre las puertas del reino a todos… Si no todos quieren entrar, es porque quizás ignoran esta salvación. O les ha sido mal comunicada y la rechazan. Pocas personas entienden que Jesús tuviera que sacrificarse ante Dios. ¿Cómo Dios puede pedir eso a su hijo? Lo entenderemos si leemos el evangelio en clave de amor y de entrega. ¿Qué no hará una madre, un padre, por su hijo? ¿Qué no hará un esposo o una esposa por su amado? Por aquellos a quien amas, darías la vida. Si nosotros, humanos, lo haríamos, ¡cuánto más Dios! Dios ama hasta morir. Literalmente, muere de amor por nosotros. Es así como hemos de entender el “sacrificio” de Jesús. No como un holocausto para aplacar a un Dios iracundo, sino como una entrega total de la vida.

Y así estamos llamados a amar nosotros. No por exigencia u obligación, sino porque en el amar nos va la vida. Amando somos felices, nos completamos, crecemos y alcanzamos nuestra plenitud. ¡Estamos hechos para el amor! Ahora bien, a la hora de cumplir este mandato, amar a Dios y a los hombres, a menudo se nos plantean algunos obstáculos.

Amar a Dios. Para muchos creyentes está claro y es fácil. Dios es bueno, Dios es padre y está ahí… Nos lo da todo, ¿cómo no amarlo? Pero amar al prójimo, que no siempre es bueno, no siempre nos complace y a veces nos importuna o nos ofende, ¡cuesta bastante más!

Para otros, en cambio, cuesta más amar a Dios. ¿Cómo amar a un Dios al que no vemos, al menos físicamente? Jesús lo deja muy claro: amar al prójimo equivale a amar a Dios. No se puede hacer lo uno sin lo otro. Ni a Dios solo, ni al prójimo solo. Porque Dios está en el interior de cada ser humano, y la única manera que tenemos de amarlo, al menos en esta tierra, es a través de los demás, sus hijos.
Ahora bien, a los demás hemos de amarlos como amaríamos a Dios. Sin querer manipularlos, poseerlos o dominarlos. Sin sentirnos superiores a ellos. Sin ataduras emocionales, pero sí con un compromiso fiel. De la misma manera, a Dios podemos amarlo con la ternura y la pasión que prodigamos hacia nuestros seres más amados.

Para las personas no creyentes o de otras religiones, este amor al prójimo es la llave del cielo. Por las razones que sea no han creído en Dios, o no han podido conocerle. Pero si han amado, entregando su tiempo, su vida y sus esfuerzos por el bien de los demás, Dios los reconoce y los llamará a su lado. Y al contrario, una persona muy creyente, con mucha fe y que haya cumplido fielmente los preceptos de la Iglesia, si no ha amado y su vida ha transcurrido entre el egoísmo y la dureza, ¡cuánto le costará entrar en el Reino!

El amor es la llave. Es la llave para entender el evangelio y la Biblia entera. Es la llave para vivir una vida que valga la pena vivir. Y es la llave para entrar en el cielo. Jesús no dejó de enseñárnoslo, con su palabra y con su ejemplo. ¡Aprendamos practicando cada día!