2019-01-23

Somos un cuerpo

3r Domingo Ordinario - ciclo C

Lecturas:
Nehemías, 8, 2-10
Salmo 18
1 Corintios 12, 12-30

Homilía

Las tres lecturas de este domingo contienen auténticos tesoros para nuestra fe. La primera, del libro de Nehemías, y el evangelio de Lucas, nos presentan dos escenas en las que la Palabra de Dios se lee en público. La carta de san Pablo recoge una imagen genial del apóstol para explicar qué es la comunidad cristiana. Si tuviéramos que destacar una frase de cada lectura podríamos subrayar estas tres:

«No estéis tristes, pues el gozo en el Señor es vuestra fortaleza.»
«Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír

Unidas, una tras otra, completan un mensaje hermoso: hoy se cumple una promesa, largamente esperada y transmitida en las escrituras. El reino de Dios ya no es un futuro, una esperanza ni una ilusión, sino una realidad, presente. La liberación ya está aquí, tal como proclama Jesús en la sinagoga. ¡No hay que esperar más! Con él, Dios ya está con nosotros. 

Y si Dios está con nosotros, ¡nada de llantos ni lamentos!, como dice la primera lectura. Nada de tristezas ni golpes de pecho: el gozo del Señor es vuestra fortaleza. Dios se goza con sus hijos, y sus hijos se gozan por el amor que reciben de su Padre. La presencia de Dios no es represora ni severa, sino que llena al hombre de alegría.

Pero Dios hace algo más que estar cerca, o con nosotros. Dios nos hace parte de él mismo, nos invita a compartir su propia vida. Con Jesús, ya no es que Dios sea nuestro aliado: es que nosotros formamos parte de Dios.

San Pablo ofrece esta metáfora audaz y precisa de lo que es la Iglesia: un cuerpo. Un cuerpo con muchas partes, que expresan su diversidad. Al igual que cada miembro es diferente, no hay dos personas iguales y todas pueden aportar algo bueno al grupo. Todas son dignas y buenas, y para que el cuerpo esté sano es importante que todas funcionen en armonía, coordinadas, a una. Esta unidad es la que nos hace crecer y desplegarnos.

La imagen de Pablo no sólo señala que la diversidad es buena, sino que es necesaria. No todos podemos hacer lo mismo; el cuerpo no es todo ojos, ni todo oídos o todo manos o pies. ¡Sería monstruoso! De la misma manera, una comunidad, una sociedad uniforme y cortada por el mismo patrón, sería un engendro mutilado, incapaz de funcionar y de producir obras buenas y creativas.

Buena reflexión para la Iglesia, pero también para el mundo político y social. En la arena política, la diversidad no debería verse como una guerra de enemigos, sino como una riqueza de pensamiento y experiencias que, en sintonía, puede mejorar la sociedad. Qué diferentes serían las cosas si los políticos, en vez de atacarse y luchar por el poder, consiguieran ponerse de acuerdo para gobernar con sensatez, buscando el bien común y no los intereses del partido. Qué madurez demostrarían si lograran gobernar coordinando personas de tendencias y mentalidades plurales.

En la naturaleza, libro que nos habla de Dios, también lo vemos. Toda forma biológica compleja, todo organismo, se ha formado uniendo partes diversas. La vida es diversidad y a la vez unión. Cuanto más diverso es un ecosistema, más fuerte y más sano es. En cambio, la uniformidad y la división traen la ruptura y la muerte.


Tenemos en nosotros todo el potencial para vivir, ahora, el reino de Dios. Es decir, para ser libres, para ser felices, para desplegar todos nuestros talentos y ponerlos al servicio de los demás. No hay excusas. Jesús nos apremia: Ese día ha llegado. Si queremos, podemos hacerlo posible ya. Dios está con nosotros, ¿hemos olvidado este gozo?

2019-01-17

Dios actúa en todos

2º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Isaías 62, 1-5
Salmo 94
1 Corintios 12, 4-11
Juan 2, 1-11

Homilía

¿A qué comparar el amor que Dios tiene a la humanidad? En la Biblia surge continuamente una imagen: amor esponsal. Una boda, la alegría de los esposos, el deseo de los amantes, la imagen de una novia que es recibida por el novio, cubierta de sedas y joyas, entre cánticos y danzas. Belleza, alegría, gozo íntimo. Dios quiere derramar su amor en nosotros, llenándonos la vida de fiesta.

Jesús también utilizó esta comparación: el reino de Dios es un banquete, una boda, una celebración llena de regocijo y belleza. Juan, en su evangelio, relata el primer “signo” del reino que hace Jesús. No es una curación ni un milagro espectacular, sino una señal festiva: convertir el agua en vino. Si alguien se hizo una imagen de un Dios severo y serio, ¡qué lejos está del evangelio! Dios es amigo de la alegría y de la fiesta.

Pero en el relato de las bodas de Caná hay muchos detalles que podemos aplicar a nuestra vida. Fijémonos en María, la madre de Jesús, siempre atenta a lo que ocurre. María es modelo de mujer despierta, que percibe las necesidades de los demás y actúa. En este caso, como no puede hacer otra cosa, avisa a su hijo. Y se vale de los criados para empujarlo a actuar, al estilo de las decididas matriarcas bíblicas, que no se detienen ante nada cuando se trata de perseguir un buen fin.

¿Por qué se resiste Jesús? No ha llegado su hora, dice. No quiere precipitar las cosas, el reino debe construirse poco a poco… Pero Jesús no resiste la petición insistente de una madre, ni el sufrimiento de los novios que pueden quedar avergonzados, ni la decepción de los invitados. Si algo puede precipitar la acción de Dios, es el dolor humano y una súplica ferviente.

Pero Dios nunca actúa solo. Como dice san Pablo en su carta, él actúa en todos, y es a través de nuestro esfuerzo y creatividad como va a resolver las cosas. Nuestros carismas son regalos de Dios que nosotros hemos de regalar a los demás. En las bodas de Caná, estos talentos son representados por las tinajas de agua: agua clara que purifica. El agua simboliza nuestro esfuerzo y nuestra voluntad. Pero sin la acción de Dios, nunca se convertiría en vino. De la misma manera, nuestros esfuerzos, sin la gracia de Dios, son derroche vano. ¿Qué hacer? Como los criados, hemos de presentar nuestras tinajas ante Dios. Ofrezcámosle lo que somos y hacemos. Pongamos ante él nuestra vida, nuestros sueños, nuestros talentos y empeños. Y él lo transformará, haciendo que dé frutos buenos.

En la lectura de Pablo se refleja una realidad de las primeras comunidades, trasladable a nuestras parroquias y comunidades de hoy. Cada cual tiene sus carismas, dones y habilidades. Podemos reservárnoslos para nosotros mismos, o para acrecentar nuestros propios intereses, ya sea de crecimiento económico, profesional, prestigio… Los talentos de Dios usados en bien propio pueden llenarnos momentáneamente. Pero se agotan y se pierden, como el vino que se acaba. En cambio, si los ponemos al servicio de los demás, de forma generosa y humilde, Dios los mejorará y los multiplicará, como ese vino de gran calidad que nadie esperaba al final de la boda. Y muchos más podrán beneficiarse y alegrarse con nosotros.

2019-01-10

Ungidos por Dios

El Bautismo de Cristo  - ciclo C

Lecturas:
Isaías 42, 1-7
Salmo 28
Hechos 10, 34-38
Lucas 3, 15-22

Homilía

Las lecturas de hoy se centran en el bautismo, el primer sacramento de la fe cristiana. Todos hemos asistido a algún bautizo. No recordamos el nuestro, pues casi siempre éramos muy pequeños, pero hemos visto fotografías y recuerdos. Sabemos que el bautismo es la ceremonia que nos hace, oficialmente, cristianos, y en la que se nos da un nombre. También se nos enseña que por el bautismo somos lavados del pecado original. En el caso de los bautismos adultos, además borra todos los otros pecados. Pero más allá de las catequesis básicas, ¿ahondamos en el significado que tiene este evento? ¿Qué nos dice el bautismo?

Por otra parte, hoy celebramos el bautismo de Cristo. Puede parecer algo contradictorio. ¿Necesitaba bautizarse Jesús, si ya era Dios y no tenía pecado? ¿Por qué Jesús quiso bautizarse? ¿Qué significa esa voz salida del cielo, ese Espíritu que desciende sobre él como una paloma? ¿Qué ocurrió realmente en el Jordán?

La escena, que nos narra Lucas, explica que mientras era bautizado, Jesús oraba. Recibió el agua en un estado de oración, de unión íntima con el Padre. Y en ese momento es cuando desciende el Espíritu y la voz clama: «Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco».

Las pocas veces que el evangelio reproduce la voz de Dios Padre, el mensaje es casi siempre el mismo. Es una exclamación de amor y reconocimiento hacia su hijo. En el Bautismo, Jesús recibe un mensaje que lo llena de fuerza para iniciar su misión. Es la palmada en la espalda, el abrazo de despedida de su padre, el ¡ánimo, adelante!, que necesita.

San Pablo lo explica con estas palabras: «Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.» ¿Qué quiere decir ungido? Ungidos eran los reyes y los sacerdotes, con óleo santo, para ser consagrados. Ungido significa pertenecer a Dios. Pero ungir también es un acto de cuidado personal, con aceite fragante, nutritivo y protector. Ungido es ser acariciado, cuidado por Dios. Este amor es el que da toda la fuerza, todo el poder sanador y liberador de Jesús. Es el mismo amor que Jesús dio también a sus apóstoles, y el mismo que recibimos todos los cristianos al ser bautizados.

Sí, en el bautismo, Dios nos mira con amor y nos dice: Tú eres mi hijo amado, mi hija amada. Tú me llenas de alegría, ¡eres mi gozo! No nos da órdenes, ni nos dice «quiero que seas así», o «haz esto», o «pórtate de esta manera». Dios nos ama tal como somos, de forma incondicional. Su primer y más fundamental mensaje no es otro que este: «¡Te quiero!» Con la fuerza que nos da el ser tan amados, podemos crecer, podemos salir al mundo y atrevernos a dar lo mejor de nosotros mismos, sin miedo. Hay un amor más grande que todo el universo, un amor que ha sido derramado sobre nosotros con el agua bautismal, y este amor nos alimenta y nos sostiene, siempre.

2019-01-03

Hemos seguido su estrella

Epifanía del Señor - ciclo C

Lecturas:
Isaías 60, 1-6
Salmo 71
Efesios 3, 2-6
Mateo 2, 1-12

Homilía/reflexión


En medio de estas fiestas, tan ajetreadas entre comidas, viajes, regalos y visitas, podemos olvidar fácilmente el auténtico sentido del día de hoy, Epifanía del Señor. Popularmente, decimos que es la Fiesta de los Reyes y estamos pensando más en cabalgatas, roscos y regalos que en otra cosa. Nos enternece la ilusión de los niños e incluso los adultos disfrutamos comprando y envolviendo regalos para nuestros seres queridos. Dar y recibir es algo que proporciona mucha alegría, es verdad. Hasta para quienes no creen en el sentido religioso de esta fiesta, hay algo de entrañable en ella.

Pero las luces de las calles y las cabalgatas no deberían eclipsar la verdadera estrella que luce hoy para todos. Al menos los cristianos no deberíamos perderla de vista, como los magos.

La fiesta de hoy es el gran regalo que Dios ofrece a la humanidad. La estrella que hoy luce no es la de los árboles de Navidad, sino la carita de un niño envuelto en pañales. La cabalgata no es de carrozas entre lluvias de caramelo, sino un largo viaje que cada uno emprende, y que dura toda la vida.

Hoy celebramos que Dios se nos regala, hecho niño, hecho humano, de la misma pasta que nosotros, para que todos, un día, lleguemos a florecer y a tocar el cielo. Jesús nos enseña lo más grande y hermoso que puede llegar a ser la humanidad. Y no lo hace envuelto en espectáculo ni en riqueza, no lo hace con gran poder ni con pompa. Lo hace con la sencillez de un hogar cotidiano, modesto, incluso pobre económicamente, aunque rico en alegría.

Si leemos despacio las lecturas de hoy, veremos que la primera, de Isaías, y el salmo, nos regalan con imágenes radiantes: una Jerusalén gloriosa, a donde peregrinan caravanas de reyes, príncipes y gentes de todo el mundo; una ciudad hermosa y triunfante. En cambio, en el evangelio, nos encontramos con la sorprendente historia de los magos, que se ponen en camino desde oriente persiguiendo una estrella. Llegan a Jerusalén, buscando al recién nacido rey, y no lo encuentran en el magnífico palacio de Herodes, sino en una humilde casita en Belén. Quizás esperaban adorar a un mesías grandioso, envuelto en gloria… ¡y se encuentran con un bebé!

El contraste entre las profecías y la realidad que se encuentran los magos es rotundo. José Luis Martín Descalzo lo describe con palabras preciosas en su libro sobre Jesús: 

«El esperado… ¿podía ser aquello? Los reyes no son así, los reyes no nacen así. ¿Y Dios? Habían imaginado al dios tonante, al dios dorado de las grandes estatuas. Mal podían entenderlo camuflado de inocencia, de pequeñez y pobreza… Pero fue entonces cuando sus corazones se reblandecieron […] No era Dios quien se equivocaba, sino ellos imaginándose a un Dios solemnísimo y pomposo. Si Dios existía, tenía que ser aquello, aquel pequeño amor, tan débil como ellos en el fondo de sus almas. Sí, Dios no podía ser otra cosa que amor y el amor no podía llevar a otra cosa que a aquella caliente y hermosa humillación de ser uno de nosotros. El humilde es el verdadero. Un Dios orgulloso tenía que ser forzosamente un Dios falso. Se arrodillaron y en aquel mismo momento se dieron cuenta de dos cosas: de que eran felices, y de que hasta entonces no lo habían sido nunca. Ahora ellos reían, y reía la madre, y el padre, y el bebé».

El regalo de Dios no viene envuelto en lujo ni en brillantes colores. Viene disfrazado de pequeñez, tierna y vulnerable como un recién nacido. Pero a quienes saben descubrir este regalo, les cambia la vida. Por eso le ofrecen sus tesoros, lo mejor que tienen, y regresan a su hogar «por otro camino». Ya no volverán a ser los mismos.

¿Nos atreveremos, hoy, a ponernos en camino? ¿Nos atreveremos a seguir la estrella del Niño Dios? ¿Nos atreveremos a recibir su regalo, y a dejar que nos cambie? Y… ¿le ofreceremos ya no sólo lo mejor que tenemos, sino lo mejor que somos?