2016-07-29

Tener o vivir

18º Domingo Tiempo Ordinario - C

Eclesiastés 1, 2; 2, 21-23
Salmo 89
Colosenses 3, 1-5; 9-11
Lucas 12, 13-21


Todas las lecturas de este domingo son preciosas lecciones del arte de vivir: nos invitan a dejar de obsesionarnos por el tener y a abrazar el ser. Pero no sólo nos afanamos por el tener… Occidente está enfermo de activismo, también nos aqueja la fiebre del hacer y hacer. Conseguir objetivos, alcanzar méritos, acumular cargos, medallas, títulos, hazañas. ¿Para qué? El autor del Eclesiastés es crudo y realista. Para nada, ¡vanidad de vanidades! Todo pasa, nada queda.

El salmo nos invita a ser sabios aprendiendo a contar nuestros años. Gestionar el tiempo es un paso para aprender a vivir con sentido. No se trata de aprovechar el tiempo con avaricia ni de atiborrar nuestras agendas, sino de vivir el presente, saboreando cada momento, mirando a los ojos a quien tenemos delante, poniendo los seis sentidos y toda nuestra pasión en lo que hacemos. Es gracias a Dios que existimos. Es su amor el que nos da las fuerzas y la inteligencia para actuar. Nuestras obras deberían ser actos de gratitud y adoración a él. ¡Cómo cambiaría el mundo si todos trabajáramos con esta consciencia! Adiós chapuzas, adiós trabajos inútiles, adiós empresas con fines inhumanos, que no favorecen la vida ni la dignidad.

Jesús, en el evangelio, nos previene contra la codicia que rompe familias y amistades. Herencias, ganancias, lucro fácil… ¡Lo vemos cada día! ¿De qué sirve acumular bienes, dinero, ahorros, casas y tierras? ¿Ha añadido intensidad, belleza y amor a nuestra vida? Una gran trampa del diablo en nuestros días es justamente esta: nos quiere convencer de que trabajando a destajo «nos ganamos la vida», cuando ocurre lo contrario. Si no sabemos poner límites al trabajo y a la ambición acabaremos perdiendo el tiempo, la salud y lo más valioso: el amor de nuestros seres queridos.

¿Tener o ser? ¿Hacer o vivir? Claro que hay que tener lo necesario para vivir dignamente, y claro que el trabajo es bueno y edificante. Quien no trabaje, que no coma, dijo San Pablo en una ocasión. Pero el mismo apóstol nos recuerda que nuestra vida vale más que las pertenencias materiales y los afanes egoístas. ¿A qué dedicamos nuestra vida? ¿Gastamos más tiempo en ganar dinero que en estar con Dios, o con los seres amados? ¿Estamos adorando al dinero o a nuestras obras?

Tenéis una vida con Cristo, escondida en Dios, dice Pablo. ¡Qué hermoso! Nuestra vida es semilla divina y está ahí, acurrucada en el corazón de Dios. Estamos llamados a ser hombres nuevos, resucitados. Llamados a vivir en plenitud. Desde Dios podemos reenfocar toda nuestra vida, nuestro trabajo, nuestras posesiones. Entonces viviremos de verdad.

Descarga aquí la reflexión de este domingo.

2016-07-22

Dios es Padre

17º Domingo Tiempo Ordinario - C

Génesis 18, 20-32
Salmo 137
Colosenses 2, 12-14
Lucas 11, 1-13

En la lápida funeraria de una gran mujer puede leerse esta inscripción: «Dios es Padre». Como si toda su vida se resumiera en esta frase, tan simple, tan corta en palabras pero tan inmensa en significado. Descubrir que Dios es Padre puede realmente marcar un hito y transformar por completo la historia de cada ser humano.

Muchos creen en Dios. Pero ¿en qué Dios? ¿El todopoderoso juez, que puede condenar una ciudad o una cultura? ¿El Dios terrible ante el que hay que arrodillarse y someterse? ¿Un Dios inaccesible cuyos designios jamás llegaremos a comprender? ¿Un poder que mueve el universo? ¿Es Dios una «fuerza»? ¿Una energía bondadosa, pero impersonal y difusa?

La Biblia, con Abraham, ya nos muestra algo distinto de estas ideas: Dios es una persona. Con él podemos dialogar, ¡incluso regatear! Dios es un tú con quien hablar, en quien confiar y a quien pedir. Dios escucha.

Jesús da un paso más allá que el resto de su pueblo judío. Cuando sus discípulos le piden que les enseñe a rezar, él les muestra que Dios no sólo es «el-que-es», ser supremo, amor y sabiduría sin límites. Dios es «Padre» en el sentido más entrañable del término. Es nuestro origen, pero también es alguien que nos ama con entrañas de madre y padre. Alguien que comprende nuestra humanidad, nuestras necesidades vitales, desde el hambre de pan hasta el hambre de sentido. Es padre providente, que da lo mejor a sus hijos. Si nosotros, que somos malos, sabemos ser buenos y generosos… ¿cuánto más lo será Dios?

Los creyentes tenemos un problema: no acabamos de creer que Dios sea tan bueno, tan amoroso, y que nos ame tan incondicionalmente. Como nosotros juzgamos, premiamos, nos vengamos, castigamos y dosificamos nuestro amor, creemos que Dios también lo hace. ¡Qué equivocados estamos! Cuando Dios perdona, borra toda culpa y nos deja limpios. Cuando Dios ama, no es por nuestro mérito sino porque él quiere. Cuando nos regala algo, no pide nada a cambio ni nos ata con hipotecas ni deudas. Dios nos da todo cuanto necesitamos para vivir en plenitud pero, sobre todo, se nos da a sí mismo. Nos entrega a su Hijo, derrama sobre nosotros el Espíritu Santo. Podemos hablarle, podemos tocarlo, podemos acogerlo como un niño, podemos comerlo en la eucaristía. ¡Qué Dios tan asombroso el que se hace diminuto para poder entrar dentro de nosotros! Dios es Padre. Llamémosle así, como Jesús hacía: Abba. Papá. Papá querido. Esta es la oración más hermosa, más profunda y sanadora. Cuando ya no nos queden fuerzas para otra cosa, sepamos alzar los ojos al cielo y pronunciar esta sencilla palabra con la confianza de que somos escuchados: Abbá. Papá.

Descarga la reflexión en pdf aquí.

2016-07-15

Una sola cosa es importante

16º Domingo Tiempo Ordinario - C

Génesis 18, 1-10a
Colosenses 1, 24-28
Lucas 10, 38-42


La primera lectura de hoy es hermosa: nos cuenta cómo Dios visita a Abraham, en forma de tres viajeros misteriosos, y le hace una promesa: dentro de un año, tu esposa dará a luz a un niño. Abraham es hospitalario y espléndido con sus huéspedes. Los recibe en su tienda y les ofrece un banquete. Dios le responde con la mayor bendición que podían esperar un padre y una madre, en aquel tiempo: tener un hijo.

El evangelio nos muestra otra escena de acogida en casa de Lázaro, Marta y María, los amigos de Betania tan queridos por Jesús. Pero aquí vemos que hay dos tipos de hospitalidad: la de Marta, que se afana por las cosas materiales, la comida, el servicio, la casa…, y la de María, que sólo tiene ojos y oídos para el huésped, Jesús. Las dos acogidas son buenas y se complementan. Ofrecer un entorno agradable y buena comida al invitado siempre se agradece. Somos corporales y necesitamos techo y pan. Pero María hace más que preparar una mesa: ella prepara su corazón. Toda ella se entrega para escucharle, albergarle y recibir lo que él trae. María no da, recibe, y para Jesús esto es todavía más importante, porque le está recibiendo a él mismo.

En el amor, quizás es más difícil recibir que dar. Y con Dios, ¿cómo podremos nunca darle suficiente? En cambio, él se contenta con que nos abramos a recibirle. Como dice san Juan: en esto consiste el amor, en que él nos amó primero. Dejarse amar, dejarse visitar y habitar por Dios es el mayor regalo que podemos hacerle.

Una sola cosa es importante, le dice Jesús a Marta, tan afanosa, tan estresada, queriendo llegar a todo. Cuántas veces los cristianos nos parecemos a ella. Queremos hacer muchas cosas, queremos abarcarlo todo, somos perfeccionistas y activistas, quizás un poco para que nos reconozcan, quizás para sentirnos bien, aunque no lo admitamos. Tenemos buena voluntad, pero nos olvidamos de lo más importante. Cuando estemos cansados y agobiados, Jesús nos recuerda este episodio. No os afanéis tanto. No os multipliquéis. Haced lo que tenéis que hacer, pero con calma. Una sola cosa es importante. ¿Cuál? Recibirle a él. Acogerle. Hacernos uno con él. Crecer con él. ¡Dejarnos amar! Desde esa unión íntima y profunda seguramente saldrán frutos: tareas y apostolados fructíferos y llenos de sentido. O quizás una vocación diferente a lo que imaginábamos. Pero trabajaremos de otra manera, no ya para realizarnos nosotros, sino para ayudar en la obra de Dios. Su obra, y no nuestra hazaña. Desde el amor, sabiéndonos tan amados, y desde la gratitud, podremos vivir de otra manera, más pacífica y humilde. Más gozosa. Sin tener que reclamar la atención de nadie ni reprochar a nadie que sea diferente, que no nos siga o no nos ayude… Cada cual tiene su propia llamada, única. A quien sabe escucharla, no le falta nada más. Ha elegido la mejor parte, y no le será quitada.

Descarga la homilía en pdf aquí.

2016-07-01

Los envió de dos en dos

14º Domingo Tiempo Ordinario – C

Isaías 66, 10-14
Salmo 65
Gálatas 10, 14-18
Lucas 10, 1-20

Descarga la meditación en pdf aquí.

Los envió por delante, de dos en dos. Jesús envía a sus discípulos en misión. ¿A qué? Les da instrucciones muy claras y concretas, y dos cometidos: curar a los enfermos y anunciar que el reino de Dios está aquí. Esta, y no otra, es la misión de todos los cristianos, de todos.

Quizás no nos paramos mucho a pensar qué significa enviarnos de dos en dos. Jesús no pide nada imposible a sus amigos. Ni siquiera los envía solos. La misión de Jesús no es una hazaña para héroes solitarios. Sabe que las personas necesitamos compañía, ayuda y sostén en los momentos de debilidad. Sabe que necesitamos afecto y comprensión. La misión de Jesús se sostiene en la amistad. Por eso no envía a nadie solo, sino en equipo. ¡Qué diferente es trabajar codo a codo con alguien cercano, amigo, con quien compartir el propósito de tu vida y los avatares de cada día, alegrías y penas, salud y enfermedad! Los matrimonios que duran largos años saben bien de esto, así como esas pocas y valiosas amistades que casi todos cultivamos y conservamos como auténticos tesoros en nuestra vida.

No estamos solos. Dios es una comunión de tres y nos ha hecho a su imagen: creados para compartir, convivir, dar y recibir amor. El mismo Jesús no fue un solitario: contó con un grupo para iniciar su gran familia humana, la Iglesia. Y un grupo que, como todos, estaba lleno de defectos y fragilidades. Los discípulos no eran mucho mejores que nosotros, humanamente hablando, ni estaban mejor preparados que nosotros. Aún y así, Dios contó con ellos. Y cuenta con nosotros hoy. Pero podemos protestar: tal como está el mundo, ¿cómo predicar el reino de Dios? En medio de tanta guerra, terrorismo, corrupción política, hambre y refugiados… ¿Dónde está el reino de Dios? Quizás ni siquiera nosotros terminamos de creer en él.

¿Cómo anunciar algo en lo que no creemos? El evangelio, ¿no suena a fábula buenista o a opio para adormecer las conciencias? ¿No será un «consuelo para tontos»? Pues no. No lo era hace dos mil años y no lo es hoy. El reino de Dios es real y está por todas partes, ¡qué ciegos y torpes somos de no verlo! ¿Dónde? Allí donde lo dejamos crecer. Allí donde haya dos o más en mi nombre, allí estoy yo. Allí donde dos o más se aman allí está el reino. Allí donde un matrimonio, dos amigos, dos hermanos o dos desconocidos que se quieren y se ayudan, allí hay cielo. ¡Hay tantos cielos escondidos en el mundo! Como pequeñas hogueras, es nuestro deber alentarlas, comunicarlas y prender otras nuevas. Esa es nuestra misión. Acompañados de Jesús, el amigo que siempre está presente en la eucaristía. Nunca estamos solos. Y siempre hay lugares donde anunciar el reino. Como dice el salmo: ¡Alegrémonos con Dios! Tenemos muchos motivos para ello. Cuando trabajamos por el reino, sin cesar y sin desfallecer, aunque podamos equivocarnos, Dios tiene en cuenta nuestra voluntad y nuestro esfuerzo: nuestros nombres están inscritos en el cielo.