2022-08-26

El que se enaltece será humillado


22º Domingo del Tiempo Ordinario - C

Eclesiástico 3, 17-29
Salmo 67
Hebreos 12, 18-24
Lucas 14, 1. 7-14

La semana pasada Jesús decía que muchos últimos serán primeros. Hoy las lecturas nos proponen este «mundo al revés» que parece desvelarse en la Biblia hebrea y en los evangelios. Un mundo donde los humildes son enaltecidos, donde se premia la pequeñez y la sencillez. Un mundo donde los invitados al banquete son los pobres que no pueden corresponder. Un mundo donde los «importantes», los ricos y los soberbios no caben. Un cielo donde millares de ángeles hacen fiesta con los pobres, las viudas, los huérfanos, los desposeídos de la tierra. Ellos son los primeros en el banquete de Dios.

¿Es que Dios alienta la pequeñez, la miseria y el dolor, como denunciaban los filósofos de la sospecha y los vitalistas ateos? ¿Es el cristianismo un consuelo para mediocres y fracasados? ¿Una religión victimista y resentida contra los que buscan la grandeza? Esta preferencia de Dios por los pobres ¿no será una forma de enemistad contra el desarrollo del potencial humano?

Cuando leemos un trozo de los evangelios o de la Biblia no podemos aislarlo del resto, pues podemos correr el riesgo de no comprenderlo bien. ¿Cómo Jesús, que no dejó de aliviar, curar y consolar, puede representar a un Dios que ama lo miserable, lo ruin y lo enfermo? No, no es así. Dios quiere dignificar al ser humano y darle vida para que florezca en su esplendor. Al mismo tiempo, es tierno y compasivo como una madre, de ahí su especial predilección por los más débiles y sufrientes. Dios no puede soportar el dolor: Jesús se apiada de los que más padecen. Y aunque las personas que sufren no puedan devolvernos jamás el favor o la ayuda prestada, Jesús nos insta a que las atendamos y les abramos las puertas de nuestras casas e iglesias. Ellos son los primeros invitados al banquete del reino. Quizás serán, también, los que más agradecidos se sentirán, pues no tienen nada y lo reciben todo.

En cambio, la Biblia nos previene contra la actitud arrogante del cínico o del que se cree grande y merecedor de todo: honor, reconocimiento, primeros puestos en los banquetes… Cuántas veces nos peleamos por estar en primera línea, por «salir en la foto», porque nos cuelguen medallas o reconozcan lo que hacemos. Incluso en nuestros servicios pastorales, en las parroquias, no estamos exentos de la tentación vanidosa. El libro del Eclesiástico dice que la herida del cínico es de mal curar. Porque el cínico, en el fondo, es el que se basta y se sobra, nadie tiene que enseñarle nada. Es impermeable al consejo del sabio, pero también al amor y a la compasión. No necesita nada y acaba aislado en su orgullo, lamiéndose sus heridas en la más completa soledad.

Jesús nos previene. La humildad, donde uno reconoce sus límites y nadie se erige por encima de los demás, es un camino seguro hacia el reino de Dios. Y san Pablo habla con imágenes muy bellas de cómo será el banquete celestial: «ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo… asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo».  

2022-08-19

Últimos que serán primeros

21º Domingo Tiempo Ordinario - C


Isaías 66, 18-21
Salmo 116
Hebreos 12, 5-7. 11-13
Lucas 13, 22-30

Las lecturas de hoy vuelven a cuestionar la calidad de nuestra fe. En Isaías leemos versos alentadores para el pueblo dispersado por el exilio. El profeta anuncia un día en que Dios será proclamado en toda tierra y ese pequeño resto de Israel volverá a reunirse. Es un Dios que recoge, rescata, llama y anima a sus hijos. No deben rendirse.

Pablo, como Isaías, también se dirige a una comunidad que atraviesa dificultades. Y utiliza una comparación: como un padre que ama a su hijo y lo corrige, así Dios permite las pruebas para que su pueblo amado se forje a fuego, crezca y madure. Los problemas no son un castigo, sino una enseñanza que puede fortalecer a la comunidad.

Al lado de estas dos comunidades sufrientes a las que hay que animar, el evangelio nos muestra la otra cara de la moneda: una comunidad muy apoltronada, muy segura en sus creencias y en su práctica, que cree tener garantizada la salvación. A estos acomodados Jesús los avisa: ¡cuidado! Porque quizás muchos creen estar salvados y serán arrojados fuera de la presencia de Dios. En cambio, muchos que se consideran perdidos, pecadores, alejados, serán acogidos en su gloria. «Muchos últimos serán primeros, y muchos primeros, últimos».

¿Qué quiere decirnos Jesús? Es un discurso severo que debería hacernos saltar de nuestra fe, a veces tibia y poco comprometida. ¿Quiénes son los primeros? Quizás son aquellos que piensan que la fe es cuestión de voluntad, perfeccionismo y méritos propios. Y la fe, claro que no es ociosa. Quien ama trabaja, sirve y actúa por el bien de los demás. Pero no es una carrera para acumular puntos ante Dios. ¿Qué podemos ofrecerle, comparado con lo que él nos da? El voluntarismo puede llenarse de orgullo. Del altruismo se pasa a la vanidad, y del servicio al poder. Como hago mucho, merezco mucho. Me he ganado la salvación. Pero a lo mejor resulta que en el cielo «no me conocen». He llenado mi vida de mí mismo, de mis conocimientos y mis obras —aun siendo valiosas—, y no he dejado espacio para Dios.

Los últimos ¿quiénes serán? Los humildes y los pobres de Dios. Aquellos que pueden pasar por la puerta estrecha, porque no tienen el ego hinchado. Aquellos cuya única riqueza no es lo que tienen ni lo que hacen, sino Aquel que los posee y obra en ellos. Aquellos cuyo único tesoro es Dios. Como dice san Pablo, «sólo me glorío en Jesucristo». Él es lo único que vale la pena en mi vida… y él no es mío: soy yo quien le pertenezco. Nada importan mis afanes y logros. Todo es por él y para él. Quizás en las puertas del cielo nos sorprenderá ver quiénes pasan por delante de nosotros. Quizás veremos a personas que hemos despreciado o hemos considerado menos que nosotros, incluso alejadas de la Iglesia y de Dios. Quizás nos pasarán por delante grandes pecadores, fracasados, desechados en el arcén de la vida… Almas de Dios. Para él, ni una sola está perdida.

Descarga la homilía en pdf aquí.

2022-08-12

He venido a prender fuego...

20º Domingo Ordinario - C


Jeremías 38, 4-10
Salmo 39
Hebreos 12, 1-4
Lucas 12, 49-53

Descarga la reflexión en pdf aquí.

¡Las lecturas de hoy son tremendas! Las tres nos sitúan ante el conflicto, la persecución, incluso la muerte. Nos acercan a los cristianos que, ahora mismo, sufren y mueren violentamente en tantos países. ¿Cómo explicar estas realidades atroces? ¿Qué respuesta nos da Jesús?

Vivir por la fe no es cómodo. Es más, intentar vivir según la voluntad de Dios en este mundo es complicarnos la vida. Nos va a traer problemas de fijo. A Jeremías, por anunciar la Palabra, lo echaron a un pozo. San Pablo anima a los cristianos de su tiempo porque sabe que están teniendo dificultades, y aún y así, les dice: «todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado». Jesús prevé su muerte violenta, la llama «bautismo», sabe lo que le espera por su coherencia y su fidelidad al Padre. Y estremecen sus palabras: «He venido a prender fuego en el mundo ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!» y «No he venido a traer paz, sino división». ¿Cómo entender esto?

No se puede sacar una frase de Jesús del contexto de todo el evangelio. Sólo así comprenderemos que un hombre pacífico, amigo de los pobres, las mujeres y los niños, un hombre compasivo, que se deja apresar e impide a los suyos que utilicen las armas, no puede referirse a la guerra como parte de su misión. No es este el mensaje ni debe utilizarse este discurso para justificar ningún tipo de violencia a la hora de propagar o defender la fe.

¿De qué fuego habla Jesús? Del fuego del Espíritu, el amor puro que transforma los corazones y cambia a las personas por dentro. ¡Ojalá el mundo ardiera de amor, y no de guerra! Sería, entonces, el reino de Dios en la tierra. ¿Y la división? ¿Acaso dividir y enfrentar a unos con otros no es propio del diablo? La división de la que habla Jesús no es voluntad de Dios, pero sí es una consecuencia de la rebeldía de todos aquellos que no la aceptan. El seguimiento a Jesús acarrea conflictos porque en ese camino no valen las medias tintas. Por eso una vocación respondida puede enfrentar a familias, amigos e incluso parejas. El amor de Dios pide corazones indivisos y, cuando se opta por él —que es una forma de optar por el amor incondicional a los demás— no hay egoísmos ni compromisos humanos que valgan.

Leyendo a Jeremías, a Pablo, a Lucas, uno puede caer en la tentación de pensar: ya que ser bueno y auténtico siempre nos va a llevar a la cruz, ¿vale la pena seguir a Jesús? ¿No es una tragedia que los buenos siempre acaben mal? ¿No será mejor una adhesión moderada, una vida de fe a medio gas, sin comprometerse del todo para evitar riesgos? ¿No será más razonable evitar los peligros de una entrega radical?

¡Ah, la moderación! Es la tibieza que mata más que el odio y adormece como un suave opio complaciente. ¡Por la moderación se pierden tantas personas! Siendo moderados somos como Pilatos, que no queremos condenar, pero tampoco nos atrevemos a ser justos. O como el rey Sedecías, que condena a Jeremías incitado por sus ministros y luego permite que otros lo liberen: ¡un títere sin carácter! No queremos seguir la corriente del mundo, pero nos asusta seguir la de Dios. Y acabamos, sin querer, causando más daño del que pretendíamos. Lo peor de todo es que dejamos que nuestra alma se adormezca y se congele, y esto nos hace incapaces de arder. Es decir, incapaces de amar de verdad.

Y donde no hay amor… ¿qué ocupará su lugar, sino el egoísmo, el odio y el aburrimiento? Allí donde los corazones se congelan hay pista libre para que todos los predadores del alma se ceben en las personas. Así encontramos sociedades enteras dormidas, manipuladas, complacientes y sumisas. De tanto en tanto un susto nos despierta, nos horroriza ver el mal que se desata en el mundo, hacemos un poco de aspavientos y algún gesto de duelo, pero de inmediato queremos volver a dormir, queremos volver a distraernos con mil tonterías porque es incómodo estar despierto, ver que hay tanto por hacer y no hacemos nada.

A los cristianos que no hemos llegado al martirio san Pablo nos alerta. Tenéis un maratón que correr. ¡No perdáis de vista la meta! Con los ojos fijos en ella ganaréis la fuerza necesaria. Venimos del amor de Dios, corremos hacia su amor. No, la meta del hombre bueno no es la muerte trágica. El fin de los buenos no es el absurdo. Cristo es el modelo: el hombre nuevo, resucitado, el que se entrega y al que Dios regala una vida eterna. Esta es nuestra meta. ¿Cuesta? ¿Encontramos oposición, incomprensión, dificultades? «No os canséis ni perdáis el ánimo». Porque todavía no hemos llegado a la sangre. Y no lo olvidemos. Jesús corrió este camino solo, y solo se enfrentó a la muerte. Nosotros no estamos solos, nunca. Él es nuestro compañero. Él carga la cruz más grande. Él nos da alimento para el camino. Su pan nos fortalece y nos sostiene.

Jesús tan sólo nos pide que confiemos en él y le sigamos. Que tomemos nuestra pequeñita cruz. Y que no nos apaguemos. Para entrar en el reino necesitamos arder. Como escribió José Luis Martín Descalzo, a Dios le gustan los ardientes.

2022-08-07

19º Domingo Ordinario - C


«No temáis, pequeño rebaño, porque mi Padre ha tenido a bien daros el Reino...»

Lucas 12, 32-48.

Jesús se dirige a sus discípulos en tono íntimo: los llama «pequeño rebaño». La expresión revela cariño: Jesús se muestra como pastor de los suyos, y les avisa para que no caigan en ciertas actitudes o tendencias que se apartan del proyecto que tiene para ellos. Y ¿qué les dice? Primero, que «vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino». Ya de entrada, ellos han dicho que sí al seguimiento, a la llamada, a la vocación. El gran regalo es el Reino, es para ellos. Pero a cambio les exigirá: «vended vuestros bienes y dad limosnas». No es que tengan grandes bienes porque, en realidad, ya son pobres. Pero les alerta para que no sean codiciosos cuando ejerzan sus responsabilidades más adelante, porque cuando uno desempeña un cargo de autoridad es muy fácil caer por el tobogán de la avaricia y la codicia. Jesús alerta a los suyos.

También les dice que atesoren riquezas en el cielo. ¿Qué significa esto? Un tesoro inagotable en el cielo son las buenas obras de caridad. Estamos en una situación social y económica en la que, si no tienes algo, no eres nada ni nadie. No puedes ir por el mundo mostrándote vulnerable. Sin embargo, Jesús llama a sus discípulos a esta vulnerabilidad espiritual. No hay que ser puritano con el tener, pero sí hay que tener cuidado con la avaricia. Por tanto, el tesoro inagotable en el cielo son las cosas buenas que estamos haciendo, porque estas obras buenas contribuyen a hacer reino de los cielos en medio del mundo.

Jesús sigue: «Tened ceñida la cintura». Estamos, como he dicho, en una situación social compleja. Los continuos vaivenes generan crisis y ansiedad en mucha gente. Problemas económicos serios, la falta de soberanía energética, la dificultad de que la nación pueda generar sus fuentes de energía y tenga que depender de otros lugares, comprando a precios muy elevados. Estamos en medio de un conflicto bélico: Rusia, Ucrania... Suenan tambores de guerra entre China y Taiwán. Y todo esto en medio de una corrupción terrible en el ámbito político y económico. Pero Jesús nos dice: «No temáis». Y luego añade: «Encended las lámparas». No nos achiquemos, no dejemos que esta situación nos haga sentir completamente desvalidos o incluso faltos de esperanza en un horizonte nuevo. Sabemos que Jesús está con nosotros. Por eso es bueno alertar de tanto en tanto. Esta situación, esta crisis económica, sanitaria, bélica, esta afirmación del orgullo del hombre poniéndose en lugar de Dios, puede generar vértigo. Pero si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? Algunos grupos y corrientes filosóficas pueden pensar que el mundo lo llevan ellos, lo manipulan señores, diosecitos que toman las grandes decisiones a nivel mundial, pero pensad que esto no es verdad. Aunque ellos crean que sí y utilicen todos sus medios de comunicación, su arsenal mediático, enorme, que va infiltrándose en nuestras televisiones para lograr una manipulación sin precedentes. Están ciertamente marcando una tendencia psicológica y existencial para apabullarnos por completo. No podemos consentirlo de ninguna manera. No podemos arrodillarnos ante el miedo. No podemos postrarnos ante esa gente que está al otro lado, en la oscuridad, orquestando el futuro de nuestro mundo.

¿Dónde está Dios? ¿Se ha dormido en la barca, como aquel día que navegaban por el mar y estalló una tormenta? Las olas de las mentiras y la manipulación, las olas de la desinformación, el culto al cientificismo, nos están llevando a la incapacidad de dialogar. Todo se censura y todos los medios dicen lo mismo, ¡todos!, empezando por Europa y acabando por los países asiáticos.

Jesús nos dice: No tengáis miedo. No digo que no seamos prudentes y cautelosos. Pero lo que está pasando, según los estudiosos en psicología y sociología, es un sometimiento absoluto por parte de nuestra cultura occidental ante a los poderes de este mundo, esta unión de globalistas que se han casado con el poder político y las grandes corporaciones.

No tengáis miedo. Encended las lámparas de vuestra fe, las lámparas de vuestra alegría, las lámparas de vuestra certeza. No podemos rendimos ante el miedo, ante todo este impacto reiterativo, que hoy podemos llamar terrorismo informativo, las 24 horas del día. Hemos pasado la pandemia, ahora estamos con el cambio climático. No podemos idolatrar a los políticos y a los ideólogos. No podemos creer todo lo que la prensa dice, porque nos están abduciendo. Nos están sometiendo, estamos perdiendo la soberanía, no sólo nacional, sino incluso personal. Cuando uno pierde su identidad como persona se deshace, se desequilibra, se rompe. Pierde la capacidad de pensar, de razonar, de discutir. No pasa nada por discutir a los políticos. ¡Ellos no son científicos!  No les demos una categoría de dioses, como si nunca se equivocaran. No podemos arrodillarnos ante los poderes de nuestro mundo.

No nos dejemos llevar, no temamos, pequeño rebaño. Somos de Jesús. Somos de la gran corporación que es la Iglesia, extendida por todo el mundo. Ojalá en estos momentos seamos un poco más valientes frente a estas élites radicalizadas en su ideología. No sé si sabéis que el marxismo y el comunismo han provocado más de cien millones de muertos en el mundo. ¿Sabéis lo que es esto?

Encendamos esas lámparas de la fe en Dios que nos ama para que llene de sentido todo lo que hacemos y decidimos.

Para acabar, Jesús dirá algo más, con esa exigencia que a veces nos molesta, incluso a los curas. Es la exigencia que se deriva del evangelio y que nos apela a todos, desde el Papa hasta el último bautizado. «A quien mucho se le da, mucho se le exigirá.» Yo pienso: estamos aquí, sentados, celebrando la eucaristía porque se nos ha dado mucho. El mismo Jesús se nos da cada domingo en la eucaristía: el mismo Jesús murió por amor. ¡No digáis que no se nos ha dado mucho! La Iglesia nos da los sacramentos: se nos pedirá mucho. Es como a un niño pequeño, cuyos padres se vuelcan en él, lo aman con profundidad, le dan todo y más para que crezca con alegría. Sin embargo, cuántos jóvenes desprecian a sus padres y cuántos desprecian a sus abuelos. No responden a aquello que se les ha dado tan generosamente.

Nosotros hemos recibido el don de la vida, el don de los amigos, el don de la esposa, de los hijos; el don de la fe, el don de la vida sobrenatural, el don de los sacramentos. ¡Claro que se nos tiene que exigir! ¿Qué hacemos? ¿Nos mantenemos con las luces apagadas, porque nos da vértigo enfrentarnos a un mundo increyente, despiadado, que señala permanentemente, matando a los profetas de nuestro tiempo? Incluso, y perdonad, dentro de la Iglesia.

Mucho se le exigirá al que mucho se le confió. Se nos ha confiado administrar esa maravillosa herencia que Dios nos ha dado por medio de Jesús de Nazaret. ¿Qué hacemos con ese legado tan extraordinario? ¿O es que nos hemos adormecido? ¿Y si todo lo que está pasando en el mundo sucede para que nos durmamos y nadie diga nada, nadie quiera cambiar nada, y se autoconfine permanentemente? No lo digo yo: lo dicen obispos, teólogos, médicos y filósofos cristianos.

Por tanto, mantengamos con firmeza nuestra fe. Porque es la única manera de brillar en medio de la oscuridad, en medio de la desesperanza, en medio de la profunda tristeza y ansiedad que hoy embarga a mucha gente. Esto no se explica, pero sabed que ha habido muchos suicidios producidos por las medidas restrictivas (que han sido más políticas que sanitarias) ante la pandemia, especialmente entre la adolescencia y la juventud, tantos como muertos por la enfermedad. Esto es trágico y los medios no lo explican, porque no interesa. ¿Sabéis cuántas personas están muriendo como consecuencia de las inoculaciones y las medidas tomadas? La prensa está completamente vendida. Ha renunciado a decir la verdad. Y cuando renuncia a decir la verdad, está sirviendo al poder diabólico, a la mentira y a la desinformación.

Si algo quiere Jesús, y si algo quiere el cristianismo desde el principio es la libertad. La libertad es un don de Dios que nadie, bajo ninguna circunstancia real o ficticia, nos puede arrebatar, nadie. No temamos, como nos dice Jesús. A pesar de las crisis, las olas y las dificultades, él siempre está con nosotros y con él nada tenemos que temer. Así sea.

Barcelona, 7 de agosto de 2022

2022-08-05

19º Domingo Ordinario - C


No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino...

Lucas 12, 38-42

La semana pasada, las lecturas nos invitaban a no sucumbir a la ansiedad por los bienes materiales y a aspirar a los bienes del cielo, esos bienes espirituales que son los que llenan de sentido la vida entera. Esta semana, las lecturas ahondan en este tema.

¿Dónde está nuestro tesoro? Jesús dice que allí donde esté nuestro tesoro está nuestro corazón. ¿Cuál es nuestro tesoro? ¿Qué nos afanamos por acumular? ¿A qué dedicamos más tiempo, más desvelos y esfuerzos en nuestra vida?

El afán excesivo por acumular dinero y cosas suele venir del miedo. Tenemos miedo a la pobreza y a la carencia, y este miedo a veces está justificado, pero otras veces es una actitud general de desconfianza. No creemos en la Providencia. Por eso, por si acaso, queremos acumular más de lo que nos es necesario, pensando en el día de mañana o en emergencias que quizás nunca sucederán. Es bueno ser previsor, pero muchas veces sobrepasamos la prudencia necesaria y acabamos totalmente agobiados y obsesionados por tener más y más.

Jesús nos invita a confiar en Dios: No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. ¿Qué es el reino? Mucho más que todos los bienes que podamos atesorar. Mucho más que tener lo necesario para vivir. El reino de Dios no es pura supervivencia, sino vida plena y hermosa. El reino de Dios es una vida que vale la pena ser vivida. Una vida que es entrega, generosidad, apertura al amor. Esta vida incluye, y sobrepasa, nuestras necesidades materiales de cada día.

Por eso Jesús nos invita a buscar ese reino, acumulando un tesoro en el cielo. Para ello hemos de estar bien despiertos, como esos sirvientes fieles y en vela, que, aunque el amo está ausente, siguen cumpliendo su deber con la máxima responsabilidad.

Tampoco nosotros vemos a Dios, pero él está en todas partes y está dentro de nosotros. Un buen ejercicio espiritual, que recomiendan muchos santos, es actuar, en todo momento, en presencia de Dios, siendo conscientes de que él nos mira y nos acompaña. No como un juez inquisidor, controlándonos, sino como un Padre amoroso que contempla a sus hijos con inmenso afecto. Ante esa mirada llena de amor, ¿cómo no vamos a hacer las cosas de la mejor manera posible, con calidad, con belleza, con tacto y con cuidado? Si actuamos así seremos como ese servidor fiel y prudente del que habla Jesús en su parábola de hoy. Y Dios nos hará responsables de una pequeña o gran misión en su reino.

San Pablo en su carta a los hebreos, que hoy leemos, nos invita a tener la fe de los patriarcas: Abraham, Isaac, Jacob se fiaron totalmente de la Providencia. Pablo repasa la historia bíblica y explica algo que vale la pena meditar. Todos ellos, dice, salieron de su patria sin saber qué les esperaba. Se fiaron de las promesas de Dios, que les ofrecía otra tierra mejor. La fe es justamente esto: fiarse de lo que te dice alguien digno de confianza. Escuchar a quien te encomienda algo, aunque luego no veas los resultados. Cuando Dios nos llama a una misión, quizás nunca veremos sus frutos. Tan sólo seremos sembradores y otros cosecharán. Pero cuando la misión es muy grande, hemos de aceptar que su cumplimiento necesita más tiempo que el breve intervalo de una vida humana, y hemos de seguir trabajando con ganas y esperanza. No se trata de un fiarse a ciegas, sino de un confiar en quien sabemos que es digno de fe. ¿Y quién más digno de fe que el Creador que nos sostiene y nos acompaña en nuestro existir?

Pero ¿cuál es esa patria, esa tierra prometida que los patriarcas buscan? Ellos venían de Mesopotamia, una tierra rica y fértil, donde tenían todo lo que querían y sus mismas raíces familiares. ¿Qué puede ser mejor que esto? ¿Quién abandona su país, si no es para llegar a un destino mejor? Pablo explica el significado de esta peregrinación de los patriarcas: «Es claro que los que así hablan están buscando una patria; pues si añoraban la patria de donde habían salido, estaban a tiempo para volver. Pero ellos ansiaban una patria mejor, la del cielo.»