2019-04-26

Paz a vosotros

2º Domingo de Pascua - C

Lecturas:
Hechos 5, 12-16
Salmo 117
Apocalipsis 1, 9-19
Juan 20, 19-31

Homilía

En esta segunda semana de Pascua, leemos la aparición de Jesús al grupo de sus discípulos. Los relatos de las apariciones de Jesús no dejan de ser sorprendentes. Explican un hecho único y nunca antes sucedido en la historia. Los amigos de Jesús no esperaban que volviera a la vida de esta manera, y los evangelios recogen su desconcierto y sus sentimientos, que pasan del temor a la sorpresa y del susto a la alegría.

El papa Benedicto, en su libro sobre Jesús, subraya esta dificultad de los apóstoles para explicar algo insólito que cambió sus vidas. Los encuentros con Jesús resucitado son la base de nuestra Iglesia, una comunidad de hombres y mujeres llamados a ser amigos de Dios y a compartir su misma vida. Una vida que no termina con la muerte y que se prolongará, un día, permitiéndonos conservar no sólo el alma, sino también un cuerpo.

Muchos son los que piensan que la resurrección es algo simbólico y que, en realidad, estos episodios no son más que fábulas o formas de explicar una experiencia mística, una vivencia interior de los apóstoles y los allegados de Jesús. Hay muchos modernos Tomases, incluso entre los cristianos, que no pueden aceptar la resurrección de la carne, aunque la proclamamos cada domingo en el Credo. Pero si Jesús no hubiera resucitado de verdad, tal como lo cuentan los evangelios, nos encontraríamos ante un grave problema. En primer lugar, los evangelios serían un fraude y estarían mintiendo. En segundo lugar, ¿dónde está el cuerpo de Jesús? Si la tumba apareció vacía, y esto es algo en lo que concuerdan cristianos y no cristianos, ¿a dónde fue a parar? ¿No sería una profanación impensable para un judío robar su cuerpo y hacerlo desaparecer? Nadie haría eso con una persona tan amada y respetada. En tercer lugar, si Jesús no resucitó, ¿cómo afirmar que es realmente Dios? Y si no era Dios, ¿qué valor tuvo su muerte, aparte de ser una enorme injusticia?  Todo el mensaje de Jesús se derrumba si la resurrección no fue tal. Su muerte pierde todo valor redentor. Los continuos avisos a sus discípulos, previendo su muerte y su resurrección, ¿fueron falsos, entonces? Como afirma san Pablo: Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe y nosotros somos los más desgraciados de los hombres, además de estafadores.

Jesús sabía que a los suyos les costaría creer en lo que estaban viendo con sus propios ojos. Por eso no se limitó a dejarse ver: los discípulos lo tocaron, comieron con él y lo vieron comer. Un fantasma no come, ni tiene un cuerpo físico y palpable. Fijémonos bien en esto: Jesús no pide una fe ciega ni absurda. Pide que creamos en él, pero nos da pruebas una y otra vez. Es real, está vivo. De ahí las diversas apariciones a los suyos. Y, ante la incredulidad de Tomás, le deja tocar sus pies y sus manos, y meter la mano en la llaga del costado.  

Pero de aquí surgen dos preguntas. Si Jesús da pruebas y señales a sus amigos, ¿por qué dice a Tomás «dichosos los que crean sin ver»? Jesús quiere que Tomás, igual que nosotros, ahora, creamos en el testimonio de los que sí le han visto. Quiere que aprendamos a confiar. La fe, en realidad, no es una creencia imposible, sino una confianza en quien ha dado muestras de que podemos fiarnos de él. Jesús murió por sus amigos. Los apóstoles dieron su vida por él. ¿Quién muere por una idea falsa, por una ilusión o por una mentira? En cambio, se puede entender que se muera por amor a otra persona. Por esto y por el testimonio de los primeros tiempos de la Iglesia, por las vidas renovadas de los apóstoles y los primeros cristianos, podemos confiar plenamente en la veracidad de los evangelios y en estos relatos sobre la resurrección. Una experiencia mística o interior puede causarnos un impacto emocional más o menos duradero. Pero sólo un encuentro real puede cambiar la vida de tal manera.

La segunda pregunta que surge, y que el papa Benedicto expone, es la siguiente. Si Jesús quería que todos creyeran en la resurrección, ¿por qué se apareció sólo a unos pocos? ¿Por qué no se mostró en público ante las multitudes de Jerusalén? La respuesta nos viene si comprendemos toda la historia de Jesús. El estilo de Dios no es espectacular ni impresionante. Dios no quiere avasallarnos con prodigios ni señales estruendosas. No quiere, ni por un momento, que perdamos la lucidez y la libertad. Quiere que le sigamos por amor, porque queremos, sin sentir presión ni coacción alguna. Por eso nace en la humildad de un pesebre, y por eso actúa con esa discreción misteriosa. El reino de Dios no surge con un Big Bang, sino que brota como una pequeña semilla, la más diminuta de todas, pero que con el tiempo se hará árbol inmenso. Así ha sido la Iglesia. De una docena escasa de hombres asustados y unas pocas mujeres fieles, ha brotado una familia universal de dos mil millones de seres humanos… ¿No debería admirarnos? Pese a todos los errores y pecados cometidos, la historia de la Iglesia es un milagro. Que nosotros estemos hoy aquí, celebrando a Jesús vivo y resucitado, es un milagro.

Cuatro palabras y un final


Volviendo a las apariciones de Jesús resucitado, vale la pena subrayar sus palabras, dirigidas a los suyos, porque también nos las dirige a nosotros hoy. Son sus mensajes más importantes, a tener en cuenta si queremos ser fieles a nuestra misión como cristianos.

«Paz a vosotros» es la primera frase. Jesús nos da la paz, su presencia nos da serenidad, su amor nos sostiene. Jesús quiere que, sobre todo, tengamos paz y alegría interior. No podemos hacer nada si no está sustentado en este gozo íntimo. Y él nos lo da.

«Recibid el Espíritu Santo» es la segunda. Jesús se irá con el Padre, pero su presencia permanecerá con el Espíritu Santo, ese aliento de Dios que nos inspira y nos da toda la fuerza y todas las capacidades que necesitamos.

«A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados…» Esta frase puede resultar un poco enigmática o quizás demasiado obvia. ¿Qué significa? Hay que situarse en aquel tiempo, y en toda la polémica que se generó en torno a Jesús por esta cuestión del perdón de los pecados. Para un judío, sólo Dios podía perdonar los pecados. Jesús, perdonando, se equiparaba a Dios… Y ahora, resulta que Jesús otorga este poder ¡a sus discípulos! Nos da el Espíritu de Dios y nos otorga el poder de perdonar. Jesús no se ha reservado nada para sí, quiere compartirlo todo con nosotros. Y nos enseña que nuestro poder no ha de ser de dominio sobre los demás, sino de liberación, porque quien perdona está liberando.

¿Y qué significa retener los pecados? Aquí, Jesús nos está hablando del poder de la libertad, que también nos otorga Dios. Podemos equivocarnos y podemos retener los pecados… Hasta tal punto Dios se fía de nosotros. Lo que hacemos en la tierra, tendrá su repercusión en el cielo.

«No seas incrédulo, sino creyente.» Esta frase ya la hemos comentado. Jesús no pide que seamos ingenuos y que nos lo creamos todo, pero sí nos pide que confiemos en quien nos ha dado pruebas más que suficientes de quién es. Creyente no es lo mismo que crédulo o cándido. Creyente es alguien capaz de confiar. Y quien confía, es porque ama. Si no amamos a otra persona, siempre acabaremos desconfiando de ella. Si la amamos, creeremos incondicionalmente en ella, pase lo que pase.


Finalmente, Juan acaba su evangelio con una frase transparente: «Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo tengáis vida en su nombre.» Esta conclusión resume la finalidad del evangelio. Juan cuenta lo que han visto, oído, tocado y comprobado. No nos vende humo ni fantasías. Quiere que creamos por la solidez de los testimonios. Y quiere que creamos, no para convencernos ni ganar adeptos, sino «para que tengáis vida en su nombre», es decir, para que todos podamos disfrutar de esa vida gozosa, inmensa, infinita, a la que nos llama Jesús. La vida de Dios, que quiere compartir con todos nosotros.

2019-04-19

Vuestra vida está escondida en Dios

Domingo de Pascua de Resurrección - C

Lecturas:

Hechos 10, 34. 37-43
Salmo 117
Colosenses 3, 1-4
Juan 20, 1-9

Homilía

En este domingo de Pascua, el más importante del año, no celebramos un evento simbólico o una experiencia mística, sino un hecho real que cambia la vida de toda la humanidad. Un hecho que también cambia nuestra vida.

La resurrección de Jesús es un acontecimiento misterioso, porque no sabemos cómo sucede, pero real, porque sus consecuencias revolucionaron a una comunidad de personas, los apóstoles, y los llevaron a extender por todo el mundo el mensaje de Jesús, su maestro. El evangelio surge de la resurrección, y la Iglesia nace de la resurrección de Jesús. Sus discípulos inauguraron una nueva forma de vivir, un camino, que era como se le llamaba en los primeros tiempos al cristianismo. Y esta nueva forma de vivir reúne a una gran comunidad que ha crecido con el paso de los siglos: la Iglesia. ¿Qué nos une? Una persona, Jesús, que es hombre y a la vez es Dios. ¿Qué nos funda como familia? Su resurrección. San Pablo lo dice muy claro: «Si Jesús no resucitó, vana es nuestra fe».

¿Cuál es la novedad del cristianismo respecto de otras religiones o filosofías humanistas? Son muchas las que han predicado el amor al prójimo y una vida íntegra y honesta, como nos propone el Antiguo Testamento con los Diez Mandamientos. Lo novedoso y distintivo del cristianismo es la persona de Jesús y el mensaje de la resurrección. Jesús no sólo nos ofrece una vida buena, sino una vida eterna, que rebasa las fronteras de la muerte. Nos abre las puertas del cielo, baja a Dios a la tierra, hecho carne, hecho hombre, hecho pan. Ya no tenemos que esforzarnos por “elevarnos”: él mismo viene. Dios busca la unión con su criatura y le ofrece su misma vida: una vida imperecedera y hermosa, como no podemos imaginar.

Muchas personas pueden pensar: Bien, Jesús resucitó, porque era Dios, finalmente. Pero ¿vamos a resucitar nosotros? ¿De qué manera nos afecta todo esto?

San Pablo lo explica con una imagen muy sugerente. Nuestra vida en la tierra es como la vida de una semilla, enterrada en el campo. Cuando muramos, la semilla romperá la frontera entre la tierra y el aire y se abrirá echando ramas, hojas y flores, convirtiéndose en una planta que crecerá bajo el cielo y la luz del sol. Así será nuestra vida resucitada, comparada con la mortal. Con la diferencia de que esta vida, siendo divina, no se acabará nunca.

En la segunda lectura de hoy Pablo nos dice que «hemos muerto con Cristo, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios». ¿Qué significa? Que al aceptar a Jesús y su mensaje, ya hemos muerto al hombre viejo, a la mujer vieja, a la persona que éramos antes para renovarnos por dentro. Nuestra vida eterna ya está, latente, creciendo en el seno de Dios. Escondida para estallar el día que muramos y resucitemos.

¿Qué consecuencias tiene esto? Pues que ya podemos vivir en la tierra como si fuera en el cielo: llenos de alegría, confianza, sin miedo, con toda la creatividad y generosidad posible. ¡Jesús nos ha conseguido el cielo, no tenemos nada que perder! Podemos vivir derrochando vida por amor, como lo hizo él, y esta es la verdadera vía para alcanzar la felicidad en este mundo. No nos ahorrará problemas, pero sí nos dará la capacidad para vivir cabalgando sobre las olas de la vida, y no hundiéndonos en ellas.

Este vivir en Dios, como afirma Pablo, significa que ya no podemos perseguir las metas del mundo viejo —fama, dinero, conocimientos o bienes materiales…— sino los bienes imperecederos del cielo, pues ya somos ciudadanos de este reino de Dios. Igual que una madre embarazada se cuida y cuida a su bebé en el vientre, para que crezca y nazca bien, nosotros, en la tierra, hemos de cuidar esta vida eterna que tenemos para que un día pueda florecer a la luz del cielo.

Esta es la doble buena noticia de la Pascua cristiana: no sólo que Jesús ha resucitado y vive, sino que nosotros también resucitaremos con él. Saber esto, sentirlo y ser conscientes cada día puede transformar completamente nuestra vida.

2019-04-11

Un rey en la cruz

Domingo de Ramos - Pasión del Señor

Lecturas:

Isaías 50, 4-27
Salmo 21
Filipenses 2, 6-11
Lucas 22, 14; 23, 56

Homilía

Tras las cinco semanas de Cuaresma, llegamos al Domingo de Ramos, o de la Pasión del Señor. Entramos en la semana más importante del año litúrgico, la que nos devuelve a las raíces de nuestra fe y nuestra vivencia como cristianos. Sin la pasión, muerte y resurrección de Jesús, no estaríamos aquí, celebrando la Vida con mayúscula.

Los judíos celebraban la Pascua como la fiesta de la liberación de la esclavitud y el nacimiento del pueblo de Israel, como tal. La Iglesia celebra la Pascua cristiana como otra liberación aún más profunda: la del mal y de la muerte. Y lo que surge no es una nación sino una familia, un pueblo de dimensiones universales: toda la humanidad está llamada a esta vida nueva que nos ofrece Cristo.

Los tres días centrales, el Triduo Pascual, recuerdan tres grandes momentos de la vida de Jesús. El Jueves Santo, con la celebración de la cena del Señor, Jesús nos revela la intimidad de su corazón y nos deja su único mandato, el del amor. Con el lavatorio de pies nos enseña que su misión es servir, y no mandar. Con el gesto de dar el pan y el vino se nos entrega, totalmente y para siempre. Y en sus oraciones al Padre expresa el deseo de que sus amigos, y los que creerán en ellos —nosotros— estemos con él, unidos como él y el Padre lo están.

El Viernes Santo recordamos la pasión y la muerte. La consecuencia de un amor total lleva a Jesús hasta su aniquilación, física y moral. Maltratado, torturado y herido, es condenado a morir de la peor muerte, tras un juicio precipitado y delirante, donde los hombres llegan a condenar a Dios. Jesús muere solo, despreciado y tratado como un criminal, y no como un profeta. Ni siquiera se le permite conservar la dignidad de morir como un mártir heroico. ¿Entendieron los judíos lo que estaban haciendo? ¿Llegaron a captar la enormidad de sus actos? Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Pero, entre quienes le ven morir, brota la exclamación inesperada del centurión romano. Queda impactado porque quizás, al ser extranjero, ve con más objetividad lo absurdo e injusto de aquella muerte. ¡Verdaderamente, este hombre era justo! La muerte de Jesús traza una herida profunda en el mundo. Hay un antes y un después de esa tarde de viernes, en el Gólgota.

El Sábado Santo, tras la muerte y el silencio del sepulcro, surge la luz. Jesús, ante la sorpresa, el miedo y la incredulidad de todos los suyos, desaparece de la tumba. Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos… Y se aparece a los suyos. Poco a poco, por grupos, con discreción y envuelto en misterio y a la vez sencillez. Camina a su lado, come con ellos, habla con ellos. ¿Qué ha ocurrido? Los discípulos y las mujeres tardarán un tiempo en comprenderlo, pero están seguros de una cosa: Jesús está vivo. Y con su resurrección, esa herida profunda que sangraba el mundo ha quedado restañada y sanada. Quienes se adhieran a él, ya no experimentarán la muerte definitiva. Jesús nos reconcilia con el Padre y nos abre las puertas del cielo. Un cielo que empieza aquí, en la tierra. Todos estamos llamados a esta vida. 

La buena noticia de la resurrección llega hasta hoy, y necesita nuevas voces que la anuncien. Nuestro mundo está agonizante, viviendo una larga pasión que se alarga a través de la historia. Cada día se reproduce la pasión de Cristo en miles de personas que sufren. Cada día es necesario que se diga que Dios no nos deja solos, aunque a veces parezca que calle. Cada día es necesario anunciar la resurrección. Cada día, también, se producen pequeñas resurrecciones cuando una persona se abre al amor de Dios y se convierte, cambiando desde adentro, dejando que la vida nueva brote en ella.

Necesitamos que la Iglesia, cada año, recorra su ciclo litúrgico. Necesitamos recordar esos momentos, como los matrimonios que recuerdan cada año su aniversario de bodas y el nacimiento de sus hijos. Nosotros necesitamos recordar ese gesto de amor de Jesús, que se desposa con la humanidad. Necesitamos recordar su entrega hasta morir y su resurrección, el nacimiento a una vida eterna.

Esta Semana Santa revivamos de nuevo, y como si fuera la primera vez, los acontecimientos que han marcado la vida de nuestros padres y antepasados, de tantos santos conocidos y anónimos, tantas personas fieles y buenas que han visto su vida transformada por Jesús. Que sean para nosotros, también, días de conversión, de alimento espiritual y de renovación.

Un comentario a la segunda lectura de Pablo


El fragmento de San Pablo que leemos hoy es muy conocido, y se canta incluso en algunas liturgias. Pablo explica que Jesús, siendo Dios, no sólo se hizo humano, sino que se rebajó hasta la muerte más cruel y vergonzosa, una muerte de cruz.

Los humanos, en cambio, hacemos lo contrario. Queremos divinizarnos y ensalzarnos, queremos tocar el cielo y ser grandes. No soportamos humillarnos ni que nos humillen. Incluso las personas que dicen ser humildes o tener la autoestima baja, si alguien las ofende o desprecia, saltan heridas en su amor propio. ¡Todos queremos engrandecernos! Y acabamos resultando patéticos, pues la fama, el honor o el éxito conseguido, son efímeros o pueden derrumbarse en cualquier momento. A la hora de la verdad, todos tenemos fragilidades y una gran vulnerabilidad. ¡No somos dioses!

Pero ¿qué sucede? Jesús lo dijo con palabras claras: quien se enaltece será humillado, quien se humilla será enaltecido. No se trata aquí de autoflagelarnos ni de exhibir falsa modestia. Tampoco de maltratarnos y odiarnos, nada de eso. Simplemente se trata de reconocer con realismo quiénes somos: inmensos por existir y por tener un cuerpo y una mente maravillosos, pero a la vez insignificantes en medio del universo creado. Con un enorme potencial, pero con un enorme límite: la muerte. No somos nada, como decían nuestros mayores. Sí, somos algo, aunque pequeños. Cuando reconocemos con alegría que es algo inmenso existir, pero que somos poquita cosa, podemos sentir una liberación enorme. Podemos agradecer cada día como un regalo inmenso y abrirnos a la gracia de Dios.

Y entonces, ¿qué sucede? Que, cuando somos humildes, es él, nuestro Padre del cielo, quien nos hace grandes y capaces de cosas inimaginables. Solos no podéis nada, conmigo lo podéis todo.

Aprendamos esta humildad de Jesús. Si él es nuestro modelo y guía, el discípulo no es menos que el maestro. No queramos que nos ensalcen ni subir a un pedestal. El único trono de Jesús fue la cruz, su mejor gesto de realeza fue lavar los pies, su corona fueron unas espinas, sus aplausos fueron insultos. Pero los tronos, los aplausos y el servilismo del mundo no duran ni son sólidos. En cambio, el Dios que nos sostiene y nos ama nos eleva. Servir, amar, entregarse. Esta es la realeza de Jesús, y la nuestra.

2019-04-04

Olvida lo pasado, corre hacia lo nuevo

5º Domingo de Cuaresma - C

Lecturas:

Isaías 43, 16-21
Salmo 125
Filipenses 3, 8-16
Juan 8, 1-11

Homilía


En este quinto domingo de Cuaresma una idea dominante recorre las tres lecturas: dejar atrás lo viejo, el pasado, las ataduras del antes, y empezar de nuevo, lanzándose a correr un camino que lleva a la libertad.

La libertad palpita detrás de todo el mensaje cristiano. Jesús vino para liberar, y no para cargarnos de culpas y remordimientos. En el evangelio de este domingo vemos cómo Jesús libera a la mujer adúltera, acusada en público y condenada a morir apedreada. Los escribas y fariseos querían tenderle una trampa a Jesús. Si exculpaba a la mujer, iba contra la ley. Pero si cumplía la ley con ella, ¿dónde estaba la misericordia de Dios que tanto predicaba? La respuesta de Jesús, tan inteligente, los puso en evidencia. ¿Quién está libre de pecado? ¿Quién puede condenar a nadie? Pero también puso en evidencia cómo es Dios: ¿quién si no él puede absolver y perdonar? Jesús perdona a la mujer y la libera doblemente: de una ley rigurosa e inclemente y del pecado. La avisa: Ve en paz, estás libre. Y no peques más. Porque lo que nos ata, tanto como una ley injusta, es el mismo pecado.

La primera lectura de Isaías relata la alegría del pueblo que empieza de nuevo. Israel, en el exilio, sobrevivió porque entendió las pruebas como una especie de castigo pedagógico. Dios estaba entrenando a su pueblo a ser fiel, preparándolo para salir reforzado de la dura experiencia. Pero tras el periodo de prueba, como un parto doloroso, llega el gozo. «Mirad que hago algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?» La vida puede castigarnos, las consecuencias de nuestros actos nos pueden golpear. Si nos equivocamos escribiendo las páginas de nuestra vida, tendremos que pagar el error. Pero Dios siempre nos da una página nueva, en blanco, para empezar de nuevo. Con Dios siempre tenemos otra oportunidad. Nuestra capacidad de regeneración es inmensa, ese es su regalo.

San Pablo también nos habla de la renovación interior que él mismo vivió. De ser un fariseo estricto, apegado a la ley, se convirtió en un hombre libre, enamorado y seguidor de Cristo. Ya no lo movía el celo legal, sino el amor. Y por Cristo emprendió su gran carrera. Pablo era muy consciente de sus limitaciones y sabía que con la conversión no había conseguido ningún premio. Era apenas un atleta iniciando su maratón, aprendiendo y tropezando cada día, pero corriendo con entusiasmo, sin desfallecer, hacia la meta.

«Sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, hacía el premio, al cual me llama Dios desde arriba en Cristo Jesús.»

Ojalá podamos hacer nuestras estas palabras. Dejemos atrás el pasado. Olvidemos nuestra historia de fracasos, miedos, errores y limitaciones. ¡Fuera lastres! La vida no se camina mirando hacia atrás, sino hacia adelante. Y Pablo no camina, ¡corre! Porque quien ama, corre.

¿Cuál es esa meta? Los brazos de Dios, que lo llama a través de su Hijo. Jesús nos está llamando cada día, indicándonos el camino. Un camino hacia nuestra propia felicidad, hacia la cima de nuestra existencia. ¿Nos atreveremos a seguirlo? Si lo hacemos, estaremos viviendo cada día con una intensidad y un gozo que nunca hubiéramos creído posibles. A esto nos llama Jesús: a una vida libre, hermosa y llena de plenitud. Esa es nuestra meta. ¡No nos quedemos a medio camino!