2009-01-25

La Conversión de San Pablo

En aquel tiempo se apareció Jesús a los Once y les dijo: “Id al mundo entero y proclamad el evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará…
Mc 16, 15-18

Pablo es un hombre con una enorme fuerza. La voz de Dios cambió su vida. Ya era un creyente fervoroso, pero en su vida se produjo un cambio. Si antes era devoto de Dios, en un momento dado se dejó penetrar por Cristo. Con él, descubre la esencia del Cristianismo. Después de un tiempo de ceguera, comienza a ver de otra manera. Empieza a ver desde la claridad de Cristo. Deja de ser un orgulloso fariseo para convertirse en un humilde y entusiasta predicador del evangelio.

Un giro radical

Su conversión significa el momento en que pasó a creer en Jesús como eje y centro de su existencia. Esto lo cambió de arriba abajo. Los cambios espirituales son radicales, auténticos y profundos. No sirve querer cambiar un poquito, para ser más buenas personas. El cambio es una unión total con Cristo; el cambio es optar por la santidad, y esto significa mirar de otra manera el mundo y los hombres.

Venir a misa y cumplir con el precepto religioso no debe suponer limitarnos a seguir una rutina y, como mucho, ir modificando pequeños aspectos en nuestra vida. Hemos de dejar que Dios penetre profundamente en nuestro corazón. Esto nos hace renacer. No se trata de un pequeño cambio, sino de un giro de 180 grados, un cambio de mentalidad, una visión diferente de la realidad.

Este fue Pablo: un hombre lleno de pasión, entusiasmo, talento y creatividad. Una persona que llegaba al corazón de la gente. El Cristianismo nace con Jesús de Nazaret, pero es Pablo de Tarso quien lo expande más allá de Judea. Lo animaba la certeza de saber que Cristo vivía en él.

La misión de los cristianos

Para nosotros, ésta es la conversión: que Cristo viva en nosotros, reine en nuestra vida, nos empape con su palabra, que nos enamore.

Pablo hace suya la misión que Jesús da a los suyos: id a proclamar el evangelio a todo el mundo. A continuación, Jesús pronuncia unas palabras que pueden asustarnos: “El que crea se salvará, el que no crea se condenará”. ¿Por qué lo dice? Porque habrá personas que, teniendo la ocasión de ir a la luz, no la quieren y permanecen en la oscuridad. El que se cierra a la luz, a la bondad de Dios, cae en el abismo, en la nada; pierde hasta su propia identidad como persona.

“A los que crean”, sigue diciendo Jesús, “les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y si beben un veneno mortal no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos”.

Todas estas capacidades las tenemos los cristianos, aunque a veces de forma muy latente. Hemos recibido el don del Espíritu Santo en el Bautismo, que nos da la potestad para arrojar fuera el mal de nuestra existencia y de la de los demás.

Sanar el cuerpo y el alma

Hablarán lenguas nuevas… Sí, porque tenemos el don de hablar un lenguaje universal: el de la caridad. Cuando uno ama, descubre qué siente el otro, comprende el idioma de su existencia, de su psicología, de sus necesidades y deseos. El amor abre la frontera del corazón. Su fuerza nos hace capaces de traspasar las barreras del ser humano y de comunicarnos.

Cogerán serpientes… ¡Dios nos protege! Nos cuida y evitará que las mordeduras malignas nos dañen. ¡Dios puede mucho más que eso!

Beberán un veneno mortal y no les hará daño. El pecado y el egoísmo son picaduras que envenenan la existencia. Pero Cristo nos protege, está siempre con nosotros y nos ayudará a atravesar los temporales del mal.

Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos. Los cristianos tenemos, por la fe, el don de sanar, no sólo espiritualmente, sino incluso físicamente. ¡Cuántas enfermedades tienen su origen en dolencias del alma, en faltas de amor! Con una mirada tierna, con calidez, comprensión, ¿no creemos que el amor es tan potente que podemos ayudar a la gente enferma? El amor nos puede dar el don de la sanación. No sólo curan los médicos. Cura Dios. Curan los demás.

Quien tiene experiencia de una grave enfermedad, una vez sale del túnel, lo ve todo diferente. Los rayos de sol se ven distintos. La experiencia del dolor y la postración nos abren los ojos a realidades que, antes, no percibíamos. La luz de Cristo nos puede limpiar.

Creamos de verdad en él. Participemos de la eucaristía sintiendo su presencia, eterna, entre nosotros.

2009-01-18

La llamada

2º Domingo del Tiempo Ordinario – ciclo B

Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que le seguían, les pregunta: “¿Qué buscáis?” Ellos le contestan: “Rabí, ¿dónde vives?” Él les dijo: “Venid y lo veréis”. Entonces fueron, y vieron donde vivía, y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde.
Jn 1, 35-42

Juan pasa el relevo

Juan Bautista preparó a su pueblo para la venida del Mesías. Lo dispuso para que lo recibiera como la única esperanza que culminaba sus expectativas. Hoy, Juan nos lo señala, tal como hizo en su momento a los discípulos: “Este es el Cordero de Dios”. Es un gesto profundamente simbólico.

Con este gesto, Juan Bautista pasa el relevo a Jesús de Nazaret, animando a sus propios discípulos a que sigan al nuevo maestro. Se desprende de sus seguidores porque reconoce que Jesús es el que tiene que llegar, el Mesías de su pueblo, y el único maestro al que hay que seguir.

Los discípulos de Juan se van con Jesús. En estos momentos se está fraguando el primer núcleo apostólico. Los primeros llamados son los pescadores Andrés y Pedro, y dos hermanos, Santiago y Juan, que lo dejan todo para seguir al maestro. Serán un mosaico de vocaciones que llegará a formar un grupo compacto alrededor de Jesús.

Una vocación, paso a paso

Veamos en qué consiste la historia de una vocación como la de estos hermanos, que siguieron a Jesús sin dudar.

En primer lugar, es necesario tener inquietud para conocer. Cuando ya existe un anhelo profundo de trascendencia, podríamos decir que la semilla de Dios ha brotado en nuestro interior. Dios ha logrado que lleguemos a desearlo. El hambre de Dios nos lleva a buscarlo. En el texto, leemos que los discípulos de Juan se fijan en Jesús, aunque no lo parezca. Jesús siempre pasa por nuestra vida. Quizás aparece en un momento crucial, cuando más ansiábamos el encuentro con él. Siempre está cercano para arrojar luz en nuestras vidas, especialmente cuando buscamos y no encontramos, o cuando nos falta coraje para tirar adelante. En el momento justo, él pasa, cruzándose en nuestro camino. Hemos de estar atentos y saberlo reconocer, pues a veces las prisas nos hacen pasar de largo. El texto dice: “… y fijándose en Jesús…” Hemos de fijarnos bien, porque él pasa cada día y sólo él puede responder a nuestros deseos. Cuántas veces caminamos sin rumbo, hacia ninguna parte. O vamos caminando tan aprisa que no reconocemos a quienes se cruzan con nosotros y nos preguntamos, ¿quién es? Andamos tan ensimismados pensando en nuestros asuntos que nos alejamos de la realidad y de los demás. El estrés y el hedonismo nos alejan de Dios y de las otras personas.

Los dos discípulos tienen ganas de conocer a Jesús, eso ya es una ventaja, y entonces les dice Juan: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Llegamos al segundo paso de la vocación. Juan señala a Jesús como el único al que hay que seguir, el que se entregará como cordero llevado al matadero, el que será capaz de dar la vida por amor, pasando por la muerte, para nuestra redención. Morirá para limpiarnos de todo pecado; su sangre derramada será el precio de nuestra liberación.

Juan sabe muy bien quién es Jesús y así se lo indica a sus discípulos. Los conduce hasta un buen pastor. Y llegamos al tercer paso: ellos seguirán valientemente a Jesús y, más tarde, también se convertirán en mártires que darán testimonio de su fe.

Los primeros apóstoles tuvieron la valentía de seguir a Jesús, aunque seguramente abrigaban lógicos reparos. Sin embargo, se atrevieron. Jesús les dice: “¿Qué buscáis?” Ellos lo llaman maestro. Lo han buscado y por fin lo encuentran, cara a cara. Le preguntan dónde vive, porque están dispuestos a seguirle a donde vaya. Y Jesús responde: “Venid y lo veréis”. Después de un corto e intenso diálogo Jesús los acoge como los primeros discípulos. Ya están preparados para caminar con él. Aún les hará más preguntas para verificar la disposición de su corazón. Sabe que han encontrado lo que buscaban, su guía, e iniciará con ellos una vida en común. Quizás ellos empiecen con incertidumbre, pero con la alegría de saber que han encontrado su estrella.

Comunicar la alegría

Después del hallazgo, viene el júbilo. Aquel que vio el cielo abrirse sobre él, en el Jordán, y al que Dios llamó Hijo suyo, es su maestro. Esos momentos tan intensos marcan las vidas de los primeros discípulos. Nunca los olvidarán, y hasta la hora de la tarde en que fueron llamados quedará impresa en lo más hondo de su corazón. Los discípulos han encontrado en Jesús la razón y la alegría de su existencia.

Felices, comunican su descubrimiento. Andrés lo cuenta a su hermano, Pedro, y lo lleva corriendo ante Jesús para que lo conozca. Jesús lo mira profundamente y le dice: “Tú eres Simón, hijo de Jonás, y te llamarás Cefas (Pedro)”. En aquella mirada se empezó a gestar algo muy hondo. El cambio de nombre expresa mucho más que un simple apelativo: cambiar de nombre es convertirse en una persona nueva, comenzar de nuevo, dejando atrás raíces culturales y familiares. Este cambio de nombre presagia un vuelco en la vida de Pedro. Para ser líder del grupo de Jesús, tenía que estar dispuesto a todo, renunciando a su pasado y empezando otra vida con Jesús. Pedro se lanza de cabeza. Su empeño y su carácter brusco lo llevarán a contradecir a Jesús en algunas ocasiones, pero también lo seguirá fielmente, aunque lo niegue en la pasión. Pedro será la roca de su iglesia y llegará a morir por su vocación y por dar testimonio de su maestro.

Cada historia vocacional de aquellos discípulos es también la nuestra. Por eso la Iglesia sigue viva en el tiempo. Su fundamento es Cristo y él sigue llamando, a través de los siglos, a hombres y mujeres dispuestos a seguirle y a propagar su Reino.

2009-01-11

El Bautismo del Señor -B-

Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”.
Mt 1, 7-11


Con la celebración del Bautismo de Jesús cerramos el ciclo de Navidad. Dejamos atrás los bellos textos bíblicos que narran el misterio de la encarnación del hijo de Dios, un misterio que ha atraído la esperanza de la humanidad y ha llenado de luz el rostro del hombre. No dejemos que la esperanza ni la luz se desvanezcan. Que brillen con nuestro más alto deseo de plenitud.

El Hijo confía en el Padre

Hoy, la liturgia recoge otro momento epifánico, de manifestación de Dios. Jesús, ya adulto, es bautizado en el Jordán por Juan Bautista. Es un momento crucial para entender toda su vida, su ministerio público, su misión, su muerte y su resurrección. La escena en el Jordán es un momento íntimo de reconocimiento y sintonía con Dios Padre. Allí, Jesús vive la experiencia de filiación con Dios.

Después, Jesús empieza su misión con la certeza total de que Dios está en él. Esta certeza será constante a lo largo de su vida, hasta el momento de su muerte. Jesús confía plenamente en Dios.

La humildad de Juan Bautista

Juan, que había preparado al pueblo, lo reconoce como el Mesías, el esperado. El que ahora ha llegado, viene de las entrañas mismas de Dios, es su Hijo. Él bautizará con Espíritu Santo. Su vida es la manifestación del designio de Dios para su pueblo. El evangelista Juan dirá que el Bautista es testigo de la luz, pero Jesús es la luz misma que habita en las tinieblas, para iluminar a todo hombre.

Una investidura mesiánica

Jesús tiene muy clara su misión: anunciar la buena nueva de Dios. Pero, antes de iniciar su predicación por toda Judea, quiere bautizarse. Su camino se inicia en el Jordán con la viva presencia de la Trinidad. Estamos asistiendo a una investidura mesiánica, donde el Padre y el Espíritu Santo reconocen el momento histórico de este acontecimiento y proclaman al Hijo, predilecto y amado. El Padre habla con voz que rasga el cielo, y el Espíritu se posa sobre él, suave como una paloma.

Jesús ya está a punto para emprender su carrera hacia la cruz y la resurrección. Está preparado para el gran combate: convencer a su pueblo de que abra su corazón a Dios, y poder así crecer humana y espiritualmente. Dios desea la salvación de su pueblo y por ello entregará a su propio Hijo, con el fin de conducir a las gentes hacia su liberación del mal.

Los bautizados, nuevos cristos

La celebración de hoy es un recuerdo para cada bautizado: nosotros también somos hijos de Dios. Él nos reconoce como algo muy suyo, somos parte de su corazón. Los bautizados que son plenamente conscientes de este don tienen una relación de confianza con Dios. Podríamos decir que en ellos se ha dado un mayor crecimiento espiritual, que viven de una manera madura su compromiso cristiano. Esta adultez de Jesús en el Jordán le hace adquirir plena consciencia de su misión. El cristiano que celebra su fe y vive en caridad, también se ha convertido en otro Cristo adulto, que sabe y es consciente de que su misión en el mundo es la misma de Cristo: llevar a Dios a la gente. Y también asume el largo itinerario de Jesús en su vida, es decir, revive el acontecimiento salvífico en sus propias coordenadas. El cristiano ha de anunciar, hoy y aquí, que Dios nos ama. Cada bautizado está investido por la fuerza del sacramento de la Confirmación. Con la asistencia del Espíritu Santo y el vigor de los sacramentos, tenemos todo lo necesario para afrontar cualquier desafío. Cristo es nuestra meta, como decía Pablo.

Sólo si nos sentimos hijos del Padre, hermanos de Cristo y templo del Espíritu Santo, lograremos participar del misterio de la revelación de un Dios que es uno y trino, que se descubre ante el mundo y nos ofrece su amor sin reservas.

2009-01-06

El sentido de la fiesta de los Reyes

La fiesta de los que buscan

La fiesta de hoy es la fiesta del encuentro del hombre con ese Dios humano que es Jesús Niño. Los magos eran sabios que buscaban el sentido del universo tras el conocimiento y la ciencia. Y en su búsqueda encuentran un bebé. La estrella que los guía sólo se detiene ante un niño.

Esta es la fiesta de todas aquellas personas, incluso no creyentes, que buscan insistentemente y no se rinden. Indagan para encontrar el sentido a la vida, y Dios lo revela en su plenitud. Es la búsqueda de Dios y también es la espera de Dios, que aguarda al hombre. Esta fiesta interpela a los científicos. Detrás de la hermosura del universo y de las fórmulas matemáticas se esconde nada menos que un niño pequeño. Descubren, al final, la humildad. Es un gran hallazgo: sin humildad, el horizonte de toda búsqueda nunca será claro.

En su búsqueda de la felicidad humana, los magos llegan hasta Dios, que es la fuente misma del amor. Una búsqueda que no vaya orientada a lo que hace feliz al ser humano, a su bien, a su servicio, será estéril o inútil. La ciencia debe estar al servicio del amor, del bien y de las personas. Cuántas veces idolatramos otras cosas, incluso a nosotros mismos. Es el Niño Dios a quien debemos dar culto, pues sólo él nos ayudará a encontrar lo que buscamos.

Los cristianos ya hemos encontrado la estrella, que ya ilumina la Iglesia. Es una estrella diferente: la del amor, la caridad. Hemos de ser estrella, foco, luz. Antes fuimos como los magos, buscamos y alguien –una madre, un catequista, un sacerdote... – nos guió hasta encontrarnos con Jesús. ¡Qué dicha más grande! Dios se hace vida y ahora se nos hace presente para siempre a través de la Eucaristía. La luz de Dios se convierte en alimento, en vida espiritual. Recemos por las gentes que buscan y no encuentran, errando por el camino, hundidas en el abismo existencial, intentando hallar un sentido a su vida. Nosotros tenemos la dicha de haberla encontrado.

El sentido cristiano del regalo

Los tres regalos de los magos a Jesús simbolizan diferentes aspectos de la vida humana. El oro es el valor del esfuerzo, del trabajo, de los bienes materiales. El incienso significa la vida espiritual, la proyección hacia el trascendente, hacia el infinito. La mirra, hierba aromática empleada para la curación, es signo de la salud, necesaria para el servicio, el amor y el bienestar. La salud y el cuidado del cuerpo y del espíritu también son un gesto de generosidad hacia los demás.

Pero el gran regalo de esta fiesta es Dios, que se nos da. Nosotros también hemos de convertirnos en regalos para los demás. Podemos regalar tantas cosas que son necesarias para vivir: desde saber escuchar, caricias, ternura, amistad, compañía...

La sociedad parece querer arrebatar el sentido religioso de esta fiesta. Las compras compulsivas y el ritmo que se impone en la calle nos arrastran. Ojalá muchos esfuerzos que se dedican a comprar regalos se gastaran en algo que valga la pena. Invirtamos en aquello que realmente hace feliz a la persona. En regalo expresa algo más que el simple objeto: es señal de cariño. Pero lo más importante no son las cabalgatas y los regalos, sino descubrir que nuestro tiempo también debe convertirse en un regalo para los demás. No perdamos el sentido religioso de esta fiesta. Estamos celebrando precisamente la humildad de Dios, que se hace niño. Celebramos su sencillez y sobriedad, la pobreza. En cambio, caemos en la vorágine y el culto consumista, que nos roban con un zarpazo el sentido de la fiesta.

El mejor regalo es dedicar tiempo a los que amamos: nuestra familia, nuestros amigos, nuestra comunidad... Se está paganizando una fiesta religiosa. No olvidemos que estamos celebrando que Dios entra en nuestra vida: esto es lo más importante.

2009-01-04

Jesús, la palabra de Dios - II domingo de Navidad, ciclo B

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios… En la palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. (Jn 1, 1-18 )

Dios nos quiere hijos

En este segundo domingo de Navidad, la liturgia nos vuelve a proponer el prólogo del evangelio de San Juan. Con su propio estilo teológico y literario, Juan expresa que Dios asume la naturaleza humana. Dios rompe su silencio para manifestarse plenamente en Jesús, la Palabra de vida eterna. Con la encarnación del amor, en el corazón del hombre aparece la bondad de Dios y un nuevo horizonte, lleno de luz, da sentido pleno a toda su existencia. Dios se hace hombre y la humanidad anhela la trascendencia. Dios se hace cercano y el hombre se eleva en su dignidad. En la humanidad de Jesús, Dios nos hace hijos suyos. Este es su deseo más genuino: que pasemos a formar parte de su corazón, de su intimidad, de su familia, junto con Cristo.

La respuesta al anhelo más profundo

A partir de ahora, el hombre anhelará, más que nunca, a Dios, porque el afán de búsqueda está inscrito en su propia genética espiritual. Y, como decía San Agustín, no descansará hasta que lo descubra.

Dios desea la plenitud del hombre y su felicidad. La realización plena del ser humano llegará cuando se abra totalmente a Dios, cuando entienda que su vida está íntimamente ligada a su Creador. Conformar nuestra vida a la de Dios es identificarse con Cristo. Entonces emergerá en nosotros otro Cristo, convertido en luz para los que viven en la oscuridad.

Palabra iluminadora

San Juan, en su estilo circular y reiterativo, expresa la naturaleza del mismo Dios. Desde su origen, Dios es comunicación, es Palabra, y también es vida y luz que alumbra a todo hombre. Y Jesús, que desde siempre estuvo a su lado, es el mismo Dios encarnado, la palabra clara e iluminadora. Está lleno de Dios y sus palabras penetrantes son comunicación viva, osadía, fuerza, testimonio, amor. Por eso la palabra de Dios es clara, dinámica, rotunda. Expresa todo cuanto es él y su vida.

A lo largo de su ministerio público, Jesús dijo muchas cosas. Su discurso siempre estuvo conectado con su íntima experiencia de Dios. Por tanto, sus palabras eran obras y su vida hablaba de él. Se convirtió en imagen viva de Dios.

Palabra que brota de la unión

Cuántas veces hablamos y no decimos nada, y cuántas veces decimos mucho hablando poco. Jesús predicaba siempre desde el silencio de su oración con el Padre. Los cristianos también somos palabra de Dios siempre y cuando estemos unidos a él. Al igual que Jesús, entre lo que decimos y lo que vivimos no puede haber un divorcio. Jesús leva al límite su coherencia, dando la vida por los demás. El cristiano será creíble en la medida en que su palabra y su vida sean un eco de su experiencia íntima con Dios.

Cuando utilizamos la palabra para insultar, criticar, deformar o para destruir, estamos alejándonos de la bondad y la estamos prostituyendo. Santa Teresa decía siempre: “o hablar de Dios o no hablar”. ¡Cuánta palabrería llena nuestro corazón! Las palabras que no se pronuncian con amor son como regalos pisoteados y echados al sumidero del absurdo.

Palabra transformadora

En un mundo invadido por la frivolidad, sólo podemos rescatar la palabra desde el silencio cálido de la contemplación. Las palabras que salen de nuestro abandono en Dios serán transformadoras porque sabremos decir lo justo, en el momento justo y a la persona indicada. Sólo así nuestra palabra será penetrante y fecunda. Si, además, va unida al testimonio y a la caridad, la haremos fructificar con toda su potencia espiritual.

El cristiano tiene que recuperar el sentido genuino de la palabra. Si ésta surge de la intimidad con Dios, será vivificante, como el rocío del amanecer, como lluvia de primavera que riega los campos. Toda palabra ha de ser benévola, bella, creativa y llena de amor auténtico.

Acoger la palabra

San Juan sigue diciendo que la Palabra vino al mundo y a aquellos que la recibieron les dio el poder de ser hijos suyos. La fe es un regalo, que nos es dado más allá de nuestro esfuerzo. Sólo si acogemos de todo corazón a Dios, experimentaremos la alegría de sentirnos amados por él, por su propia iniciativa. El sí a Dios, a todas, engendra en el hombre una vida nueva que brota del mismo corazón del Creador. Su gracia invadirá toda nuestra existencia, haciendo de nuestra vida un cielo aquí en la tierra.

2009-01-01

Santa María, Madre de Dios

Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabando a Dios por lo que habían visto y oído…
Lc 2, 16-21

María, madre de Dios y de la Iglesia

Celebramos hoy la fiesta de santa María, madre de Dios. El misterio de la encarnación de Jesús es posible gracias a su actitud dócil y generosa. En ella se culmina el deseo de Dios para la humanidad. Ella hace posible que la esperanza de su pueblo sea una realidad, no un sueño o un mero deseo.

El sí y la disponibilidad de María la hacen también madre de la Iglesia y de todos los bautizados. María se convierte en imagen viva de la Iglesia de Cristo y su regazo acoge a todos los cristianos.

Admirar y anunciar la buena nueva

La narración de san Lucas, llena de imágenes plásticas, nos revela un profundo contenido teológico. Los pastores, que pasaban la noche al raso, recibieron el anuncio del nacimiento del Mesías. A nosotros también se nos anuncia esta bellísima noticia: Dios ha llegado, encarnado en un niño. No podemos quedarnos en la mera visión estética de aquel hecho histórico. Lo hemos de vivir como el principio de nuestra salvación. La liturgia nos recuerda que hemos de ir más allá de propio recuerdo: hemos de sentir que gracias a ese momento de la historia, nosotros, hoy, somos cristianos; y sin María, José y los pastores, Simeón, Ana y tantos otros, estaríamos vagando, quizás sin esperanza, sin atisbar la luz del amor de Dios.

La Navidad y estas fiestas que celebramos no son sólo hechos repetitivos: son el origen de nuestro ser cristiano. Por eso hemos de ahondar en este misterio. Nuestra vida ha empezado a tener sentido. Como los pastores, hemos de ir corriendo, ilusionados y contentos, a postrarnos ante el misterio del que emana la fuente de nuestra felicidad. La luz de Dios ha entrado en la humanidad, este es nuestro gozo.

Dios nos ha amado y se nos ha dado en un niño. Dice el evangelio que todos cuantos oían hablar de aquel niño se admiraban. Los cristianos de hoy también hemos de alegrarnos, admirarnos y contemplar la belleza de Dios, encarnada en el seno entrañable de una familia humana, la familia de Nazaret.

María nos enseña el valor del silencio

María nos enseña a meditar y a descubrir en el silencio las cosas de Dios. Ante un mundo que ha caído en el culto a la hiperactividad, María nos recuerda a la Iglesia que el ruido y el frenesí nos alejan de Dios. Los cristianos corremos el riesgo de caer en el activismo pastoral desmesurado. La oración, la formación, el silencio y la humildad, aunque no lo parezca, nos harán ser más fecundos. La Virgen es un ejemplo, podríamos decir que es María del silencio y de la escucha. Ella abrió su corazón al misterio divino y contempló un nuevo horizonte al entregarse a Dios.

María sabe interiorizar todo lo que recibe de Dios. Desde el sosiego más profundo y abandonado, disfruta de una paz que sólo puede venir de él. Por eso será llamada Reina de la Paz.

Dios, origen de la paz

Como nos recordaba Benedicto XVI en la jornada mundial de la paz, todos hemos de contribuir a trabajar por los pobres y por los excluidos. Sin un mínimo básico para subsistir con dignidad se hace muy difícil vivir en paz. Por lo tanto, es urgente que nos pongamos en marcha sin demora. En muchas zonas de nuestro planeta las gentes pasan hambre y la pobreza sacude letalmente a millones de seres que viven bajo el yugo de la miseria.

¿Qué podemos hacer los cristianos? En la medida en que nos abramos a Dios, origen de la paz, seremos capaces de contribuir desde la justicia y el amor a que toda persona, por el simple hecho de existir, tenga derecho a los recursos y servicios básicos que le permitan vivir dignamente. Que María, madre de Jesús, príncipe de la paz, nos enseñe desde el silencio a vivir una fraternidad universal.