2008-04-27

Yo estoy con mi Padre, y vosotros conmigo

6º Domingo de Pascua –A–
“El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama, lo amará mi
Padre y yo también lo amaré, y me revelaré a él”
Jn 14, 15-16

El amor se traduce en unión

“Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”. Jesús, en la vigilia de su muerte, abre su corazón y comunica a los suyos cosas importantísimas para ellos y el futuro de la Iglesia. Amar implica adherirse totalmente a las palabras de Jesús. El concepto de mandamiento, en la cultura semita, no es tanto una obligación o una orden que hemos de obedecer, como una urgencia, unas palabras o hechos de vital trascendencia.

Jesús exhorta a los suyos a guardar sus mandamientos. ¿Cuáles son estos mandamientos? Se refiere al mandamiento del amor: amad como yo os he amado; a la petición de ser uno con el Padre, como él, y a ser perfectos en el amor como el Padre lo es. Son consignas definitivas para el cristiano, y de éstas se derivan otras: ama a tus enemigos, haz el bien incluso a quien te persigue, no juzguéis y no seréis juzgados…

Especialmente, Jesús nos pide que seamos unos con él. El pequeño grupo de los apóstoles creció con toda su potencia porque se mantuvo unido y en comunión. Si amar nos cuesta, mantenernos unidos y buscar la perfección son retos aún mayores, pero fundamentales para nuestro crecimiento personal y para la cohesión como Iglesia.

El Espíritu Santo, fuerza que aglutina

Jesús continúa: “Le pediré al Padre que os dé otro defensor, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad”. Sabe que el impacto de su muerte puede desorientar y entristecer a los suyos, y les dice que intercederá al Padre por ellos, para que les envíe al Consolador que siempre los acompañe. Quizás sin la fuerza del Espíritu Santo, como veremos en Pentecostés, el grupo nunca se hubiera aglutinado. Era necesaria su presencia, que llenó de coraje a los discípulos para empujarles a salir en misión.

Con la recepción del Espíritu Santo, los apóstoles tienen muy claro que Dios está con ellos. “Yo estoy con mi Padre, y vosotros conmigo y yo con vosotros”, dice Jesús. Esa triple unión actúa como correa de transmisión que los lanzará al mundo a evangelizar.

Con estas palabras, el autor sagrado se refiere al misterio insondable de la Trinidad, el mismo corazón de Dios. Está aludiendo al Padre creador, al Hijo, la palabra encarnada por amor, y al Espíritu Santo, que es la fuerza y el compromiso.

El Hijo, transparencia del Padre

Los mandamientos no sólo deben ser guardados como un precioso legado espiritual, sino que los cristianos hemos de cumplirlos, vivirlos y sentirlos, hasta hacerlos carne de nuestra carne. Sólo de esta manera estaremos unidos a la propia Trinidad. Sólo cuando amamos de verdad el amor del Padre y del Hijo también llegará a nosotros, y el Hijo se revelará en toda su plenitud.

El Hijo es la transparencia del Padre, la manifestación plena y total de Dios. Los cristianos no necesitamos nada más. Tenemos suficientes argumentos, como bien dice san Pedro en su carta, para dar razón de nuestra esperanza. Cada domingo, el pan sacramentado que comemos es suficiente motivo para hacernos estallar de alegría y empujarnos a nuestro trabajo misionero de anunciar a Cristo resucitado.

Vivir con hondura los sacramentos

¿Qué nos ocurre? Sucede que, por rutina, por haber caído en una práctica religiosa ritualizada e inmersa en nuestra cultura, nos cuesta vibrar ante el sacramento. Hemos envuelto tanto el regalo que no acabamos de encontrarlo bajo las capas que lo recubren. Venimos a misa casi por inercia, por costumbre o por sentido del deber, pero no somos totalmente conscientes de lo que hacemos. Tal vez sí lo sabemos, pero no experimentamos en nuestro interior este amor inmenso de Dios que se nos entrega. No captamos la trascendencia, nos falta alegría. Nos quedamos en el mero gesto, pero no ahondamos lo bastante en su significado. Y de ahí que nuestras liturgias, faltas de esa vivencia, corran el riesgo de convertirse en ritos vacíos.

No se trata de culpar a la liturgia o de eliminar su solemnidad. Los ritos son necesarios para las personas. Un regalo tan grande merece un buen envoltorio. Pero no podemos quedarnos en él. Nuestra religión, antes que una doctrina, es una vivencia. Nace de la experiencia de Jesús resucitado, transmitida por los apóstoles, que todos estamos llamados a revivir. El Espíritu Santo, que Jesús envió sobre los suyos también sopla sobre nosotros. Si lo acogemos en nuestro interior, nos hará renovar esa experiencia, capaz de transformar nuestras vidas. Dos mil años después, los cristianos formamos parte de la misma familia espiritual que los apóstoles. También estamos llamados a cumplir los preceptos de Jesús y a ser uno, con él y con el Padre.

2008-04-20

Yo soy el camino, la verdad y la vida

5º Domingo de Pascua –A–
Jn 14, 1-12
“Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, también conoceréis al Padre”


No temáis
Esta lectura del evangelio debemos situarla en el contexto de la última cena de Jesús con sus discípulos, antes de su pasión. Forma parte del llamado discurso del adiós y, con estas palabras, Jesús se está despidiendo de los suyos y dejándoles su legado espiritual.

“No tiemble vuestro corazón”, comienza diciendo. En los momentos más difíciles, Jesús nos pide que seamos fieles y nos mantengamos firmes. Él es la roca en la que se asientan nuestras convicciones. Nos pide tener valor en medio de las adversidades.

Creed en mí

Y no sólo esto, sino que también nos pide que creamos: “Creed en Dios, y creed también en mí”. Es en los momentos de dolor, de sacrificio y de prueba, cuando más podemos profundizar en nuestra fe. Es entonces cuando hemos de creer con más fuerza, y no porque Dios nos vaya a rescatar del sufrimiento o del miedo, sino porque nos ama y siempre está a nuestro lado. Sólo desde la fe podremos dar un sentido a todo cuanto nos sucede.

“Creed en mí”, dice Jesús. Nos está hablando de su figura y nos pide fidelidad total a su persona, como imagen viva del rostro de Dios. Nuestra vida como cristianos pasa por esa adhesión a Cristo, vivida en el seno de la Iglesia. Nuestra fe no es una fe desencarnada en un Dios abstracto y puramente espíritu: creer en él significa poner en Cristo nuestra esperanza, creer en sus palabras, en su anuncio y en todo cuanto hizo. Pues “El Padre, que permanece en mí, él mismo hace sus obras”. Jesús y el Padre son uno.

Dios nos reserva un lugar

“En casa de mi padre hay muchas estancias”, sigue Jesús. Su deseo es llevarnos a todos hacia el Padre. Es el puente, el hermano mayor que nos lleva de la mano. Y el Padre nos tiene ya reservado un lugar en su corazón, junto a él. Pero, antes de llegar al cielo definitivo, los cristianos ya tenemos un lugar: la Iglesia. Nuestro hogar es la comunidad, la familia de Dios. Él desea ardientemente acogernos y la Iglesia en la tierra son sus brazos, que se tienden a todos.

Buscando el camino

Tomás, el apóstol, duda y pregunta a Jesús. “Señor, ¿cómo podemos saber el camino?”. Jesús le responde: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.

Muchos cristianos, como Tomás, siguen buscando el camino. Han nacido en una cultura cristiana, han vivido formando parte de la Iglesia, pero no encuentran el camino. Como Felipe, han estado con él y aún no lo ven. Jesús insiste: “Quien me ve a mí ve al Padre”. Pero, a veces, nos cuesta abrir los ojos.

Los cristianos de hoy tenemos el deber de autoevangelizarnos y recuperar nuestro norte. Si perdemos a Cristo como referencia y centro de nuestra fe, hemos perdido el camino. La Iglesia nos lo señala continuamente, pero a menudo nos perdemos en el laberinto del propio yo, en discusiones y enfrentamientos inútiles.

Reflejar el rostro de Dios

Ver a Jesús es ver a Dios. Hoy, ver a la Iglesia es ver a Dios. Por eso los cristianos hemos de reflejar ese rostro amoroso del Padre. Hemos de ayudarnos y ayudar a otros a encontrar el camino. Tenemos un enorme potencial, el don del Espíritu Santo, que nos capacita para recrear la vida de la fe.

“Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Jesús no es sólo un guía: es el mismo camino, el único que nos lleva a Dios. Sus palabras, su testimonio, su vida, nos conducen directamente al Padre. Observemos que Jesús no dice que es “un” camino, sino “el” camino. Tampoco es una verdad, ni nos dice que hay muchas verdades, sino “la” verdad, la única que ilumina nuestra existencia y nos lleva a la felicidad auténtica. Y la vida de Jesús, que hemos de reproducir los cristianos, es la vida que realmente vale la pena. Cada cristiano es fuente de esa vida de Dios.

La reflexión que ha de despertar en nosotros el evangelio de hoy es ésta. Como Jesús, todos estamos llamados a ser camino que lleve a Dios, verdad que ayude a discernir y vida para los demás. De aquí, caminaremos hacia el cielo, convirtiendo una parcela de este mundo en pequeño Reino de Dios.

2008-04-13

El buen pastor

4º Domingo de Pascua –A–
Jn 10, 1-10
“Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el guarda, y las ovejas atienden a su voy, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando las ha sacado todas camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz…”


La comparación de Jesús con el buen pastor recoge una tradición del profetismo y el Antiguo Testamento: el buen pastor es la imagen del líder para su pueblo. Pero en Israel también hubo falsos profetas que alejaban el rebaño de Dios y lo confundían. Aludiendo a ellos, Jesús hace una crítica a los líderes del pueblo –los fariseos, los sacerdotes– que se aprovechan de las gentes sencillas y las oprimen: “haced lo que ellos dicen, pero no hagáis lo que ellos hacen”, dice en una ocasión.

El evangelista hace un retrato de lo que tiene que ser un buen pastor, que vemos culminado en la persona de Jesús.

La puerta de la libertad

Jesús reúne todas las características para liderar y dirigir a su pueblo. Pero no hay en él un afán de poder ni de dominación de las masas. Jesús siempre respeta la libertad.

El buen pastor entra por la puerta, no salta por la ventana como lo haría un ladrón. Jesús tiene muy claro que ha de entrar por la puerta de la libertad de cada persona para ofrecerle la buena noticia de Dios. No fuerza ni violenta a nadie. La libertad es fundamental en su apostolado.

Las ovejas conocen su voz

Las ovejas conocen su voz. Es una voz que transmite calidez, cuidado, solicitud. Reconocen su voz porque saben que él quiere lo mejor para ellas. Jesús no es un extraño, sino alguien cercano que las saca del aprisco para alimentarlas. Así, los cristianos sabemos que Jesús llama con suavidad a nuestras puertas para ofrecernos el alimento que ansía nuestro corazón.

Reconocer la voz es más que conocer el sonido: significa identificarse con él. Los cristianos hemos de saber identificar la voz de Cristo en la Iglesia y en aquellos que hablan en su nombre. Muchas voces son manipuladoras, ambiguas y engañosas. Prometen falsos cielos, pero están cargadas de ambición y orgullo. El cristiano ha de tener capacidad de discernimiento para saber lo que viene de Dios.

Las llama por su nombre

La lectura sigue: el pastor saca afuera a las ovejas, las llama por su nombre y se pone delante de ellas para guiarlas hacia los verdes pastos.

Para Jesús, tan importante como la libertad es personalizar la relación. El rebaño no es una masa anónima; cada persona tiene su nombre, su vida, su historia. Sólo conociéndola a fondo se puede establecer una relación de confianza, de guía y dirección. Llamar a las ovejas por su nombre es saber realmente cómo es cada una. Por esto la Iglesia ha de ser experta en antropología y en humanidad, ha de conocer lo que se juega en el corazón humano y saber cómo responder a sus anhelos más profundos.

Las conduce a buenos pastos

El pastor se sitúa delante de las ovejas para que no se pierdan. No lo hace para mandar y someterlas, sino para conducirlas y orientarlas, como un guía. Y las lleva a los pastos para alimentarlas. Sólo Cristo nos puede dar el alimento de Dios. Para los cristianos, ese alimento es el pan de la eucaristía.

“Yo soy la puerta”, insiste Jesús. Él es nuestra entrada en ese recorrido hacia Dios, es el puente tendido entre nosotros y Dios. La entrada quizás sea estrecha e implique un proceso de exigencia, depuración interior y sacrificio. Pero, una vez pasemos al otro lado, podremos contemplar la belleza de otro paisaje: el del cielo, un mundo transformado por el amor. Para los cristianos, nuestra entrada a la Iglesia, pueblo de Dios, es el bautismo, que nos ha de llevar a la conversión y a vivir el ágape eucarístico.

Jesús ya no sólo será la puerta, sino el mismo alimento. El buen pastor acaba siendo cordero, es llevado al matadero y dará su vida por las ovejas.

Los cristianos, llamados a ser buenos pastores

Dios quiere que vivamos en plenitud: “He venido para que tengan vida, y vida en abundancia”, dice Jesús. Esto ocurre cuando abrimos nuestras puertas para que él entre y cuando también sabemos abrirnos a los demás. Vivir en abundancia es vivir generosamente, entregando nuestro amor a los demás.

Nosotros, como cristianos, también hemos de ser pequeñas puertas para que otros puedan entrar a la vida de la fe. Nos hemos de convertir en buenos pastores que ayuden a la gente a discernir sobre sus vidas para que se acerquen a Dios. Esto, siguiendo fielmente el criterio de Jesús y las enseñanzas de la Iglesia, sin dejarnos contaminar por ideologías y sin pretender llevar a la gente a nuestra propia causa, para servir a nuestros intereses o nuestra vanidad.

Nuestra misión es llevar a la gente a la Iglesia y a Dios, no a nosotros mismos. Trabajamos con y para el único pastor y la única causa: Jesús de Nazaret.

Cuánta gente en el mundo busca un consejo adecuado, un sentido a su vida, consuelo y apoyo. Cuánta gente busca a Dios, y corre el riesgo de perderse ante mil puertas que se abren, incitantes: las puertas de la frivolidad, el egoísmo, falsos paraísos… y tantas otras. La única puerta que nos hará felices es Jesús, que nos lleva al corazón de Dios.

2008-04-06

Jesús, compañero de camino

3 Domingo de Pascua. Ciclo A.
Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron
Lc 24, 13-35

Jesús sale a nuestro encuentro

Las secuencias de las apariciones de Jesús resucitado van sucediéndose en aquel día primero de la semana. Esta vez son dos los testigos, discípulos que caminaban hacia un pueblo llamado Emaús. Por el camino van conversando, abatidos y desencantados, y discuten, tratando de comprender lo que ha ocurrido con su Maestro. Es entonces cuando un desconocido interviene en su conversación.

Jesús siempre sale a nuestro encuentro. Cuando estamos tristes y consternados, va en busca de nosotros. Cuando dudamos y nos sentimos desamparados, busca la manera de hacerse el encontradizo en nuestras vidas.

Los dos discípulos comentan con el forastero lo sucedido en Jerusalén. Hablan de Jesús, a quien llaman profeta, crucificado y muerto. Y mientras conversan, el caminante va iluminando su corazón, explicándoles las Sagradas Escrituras desde Moisés hasta los profetas, indicando todos los lugares que se refieren a él.

Jesús instruye

En el camino hacia Emaús, Jesús hace de catequista con aquellos dos discípulos desorientados. Paciente, camina a su lado, mientras les va explicando. Este camino es paralelo al catecumenado que una persona recorre hasta convertirse. De la oscuridad de la duda, se llega poco a poco a la claridad. Las Sagradas Escrituras son fundamentales para entender el misterio de la revelación cristiana. Jesús recoge la tradición de la ley judía y de la Torah, parte de sus raíces. Pero ya no se presenta como otro más entre los profetas. Jesús es mucho más que ellos, más que Moisés y David. En él se culminan las profecías del Antiguo Testamento. Los profetas anunciaban una promesa: él es el cumplimiento de esa promesa de Dios.

Cuando llegan a Emaús, los dos hombres invitan al desconocido a quedarse con ellos. Y le insisten: “Quédate con nosotros”. En esa petición, ya se atisba un latido de esperanza. Los discípulos comienzan a despertar.

Qué importante es acoger tanto las instrucciones como al propio instructor. Para que se dé una sintonía entre Dios y nosotros ha de haber ese deseo ardiente, esa petición: quédate con nosotros. Los cristianos hemos de dejar que Dios nos acompañe, que la Iglesia nos instruya, y abrir las puertas de nuestro corazón a Jesús. Sólo de esta manera pasaremos a otra fase espiritual, a un nivel más elevado: nuestra participación en el ágape de la eucaristía.

Compartir y anunciar

El momento de reconocimiento pleno llega cuando los tres participan en la fracción del pan. Entonces sus ojos se abren y reconocen la presencia real de Jesús. Él desaparece, pero esta experiencia íntima con el resucitado les basta.

Compartir el pan con Jesús los convierte en apóstoles. Del catecumenado, la instrucción, pasan a la eucaristía y de ahí llegan a ser anunciadores de la buena nueva. Ya están preparados para recorrer el camino al revés. Deshacen el camino de la desesperanza para iniciar el camino de la fe y el amor. Vuelven, corriendo, entusiasmados, a Jerusalén. Allí comunican a sus compañeros que realmente el Señor ha resucitado y se les ha aparecido. Explican lo que les ha sucedido y recuerdan: “¿No ardía nuestro corazón cuando nos explicaba el sentido de las escrituras?”
Ahora, sus vidas son llamas vivas, que los empujarán a comunicar este acontecimiento salvífico.

El camino de Emaús, hoy

Hoy día, los cristianos podemos encontrarnos a menudo en situaciones semejantes a los discípulos de Emaús. Tal vez los problemas y las injusticias amenazan con hundirnos en el desencanto y la decepción. Dios parece ausente de un mundo convulso y herido por las luchas y el afán de poder. Y quizás la tendencia más inmediata sea ésta: retirarnos, huir de los problemas, refugiarnos en nuestro Emaús particular, para discutir, intentando razonar, el por qué de tanto mal.

Pero, al igual que les sucedió a los discípulos de Emaús, Jesús no deja de venir en nuestra busca. Lo hace de mil maneras, a través de personas, lecturas, plegarias; a través de los mensajes de la Iglesia y de los acontecimientos… Como aquellos discípulos, si queremos oír su voz hemos de prestar atención y abrir el corazón. Hemos de saber escuchar e invitar. Dejemos que Dios se aloje en nosotros porque, sin duda, vendrá. Lo descubriremos en aquellos momentos de diálogo sereno, de oración, o de comunión. Tal vez cuando sepamos olvidar nuestros problemas y dejar a un lado el egoísmo, se encenderá la luz dentro de nosotros y descubriremos que allí donde dos o más se aman, se ayudan y comparten lo que tienen, allí está Dios.

Para los creyentes, ese momento de revelación e íntima comunión se da cada domingo en la eucaristía. Tal vez el resto de la semana sea un camino arduo, cargado de problemas, donde nos asaltan las dudas y el miedo. Pero nuestra vida tiene un sentido y la fracción del pan de Cristo nos ayuda a renovarla y nos infunde fuerzas y entusiasmo para seguir proclamando que Dios nos ama y nos busca.