2019-02-21

Hombres y mujeres de cielo

7º Domingo Ordinario - C

Lecturas:

Samuel 26, 2-23
Salmo 102
1 Corintios 15, 45-49
Lucas 6, 27-38

Homilía:

Las lecturas de hoy son impactantes, pues nos muestran hasta qué cimas puede llegar la nobleza humana. En la primera encontramos a David, que está proscrito en los montes. Una noche llega hasta el campamento del rey Saúl, que lo está persiguiendo. Todos duermen, el rey está a su alcance, dormido e indefenso, podría matarlo. Pero no lo hace y respeta su vida. ¿Qué hombre perseguido perdería la oportunidad de deshacerse de su enemigo?

En el evangelio, Jesús nos habla de un amor que parece imposible: amor al enemigo, piedad con los que nos quieren mal, generosidad con los que abusan de nosotros, perdón a los que nos maltratan… Porque si amamos a los que nos aman, si somos amables con los que nos caen bien, ¿qué hay de especial en nosotros? ¡Cualquiera lo haría!

Es curioso. Solemos decir que fallar, equivocarse, pecar y ser mezquinos, a fin de cuentas, ¡es humano! Incluso parece que se elogia y se valora la mediocridad y la pequeñez de alma. ¡Es tan común! En cambio, un amor incondicional, generoso, que perdona todo; un gesto como el de David o la magnanimidad de Jesús perdonando a sus verdugos, nos parecen sobrehumanos. O más bien “inhumanos”. Pensamos que son actitudes heroicas, pero que no van con nuestra naturaleza. Algunos, más cínicos, lo consideran una locura o una especie de desequilibrio mental.

Pero ¿es realmente así? ¿Acaso no es el amor heroico lo que justamente nos hace más humanos? ¿No es la superación de nuestras tendencias e instintos lo que nos distingue de los animales y nos hace más personas? ¿No está inscrito en nuestra naturaleza un deseo innato de crecer y superar nuestros límites? ¿Acaso no es humano aspirar a la verdad, a la belleza, a un bien mayor?

Claro que lo es. Jesús no nos pide nada inhumano ni imposible, porque conoce nuestra naturaleza. San Pablo lo explica con palabras muy bellas. Somos seres físicos, animales, por supuesto. Pero en nosotros también hay una parte espiritual que aspira a trascender. Somos seres espirituales, “hombres de cielo”. Somos terrenales y celestiales a la vez.

Por nacimiento hemos recibido toda nuestra herencia genética, familiar, histórica… Nuestra parte terrenal incluye nuestra biología y nuestra psicología, lo que nos configura como quienes somos. Pero Jesús nos invita a un renacimiento: entrar en la vida celestial, en el reino de su Padre. Y en este renacimiento podemos dar un paso más allá y empezar de nuevo, sin lastres ni ataduras. Podemos llegar a esa meta a la que todos aspiramos. Es una meta alta, porque Dios ha insuflado el deseo de cielo en nosotros. Jesús nos enseña el camino. Es un sendero cuesta arriba, pero abierto a paisajes bellísimos. Sólo quien lo recorre lo sabe: es difícil amar al enemigo, perdonar a quien te ha traicionado, ser generoso con el que te pide y delicado con quien te ofende cada día… Tampoco se trata de exponernos inútilmente, por supuesto, sino de no abrigar odio ni resentimiento en el corazón. ¡La venganza también es una esclavitud! En cambio ¡cuán libre y cuán dichosa se siente el alma, cuando elegimos amar como Jesús nos propone! Ser semejantes a Dios, en esto, no nos quitará humanidad, sino al contrario: nos hará vivir una vida totalmente humana, profunda e intensa, como nunca hayamos podido imaginar. Nos hará vivir una vida que ya es un poco divina: la vida que Jesús posee, la vida que nos ofrece a todos.

2019-02-15

Como un árbol plantado junto al agua

6º Domingo Ordinario - C

Lecturas:

Jeremías 17, 5-8
Salmo 1
1 Corintios 15, 12-20
Lucas 6, 17-26

Homilía:

Las lecturas de hoy culminan con el evangelio, que nos presenta las bienaventuranzas. Jesús se dirige a sus discípulos, no a toda la multitud. Es de ellos de quien está hablando ahora, de quienes quieren seguir su camino. Por un lado, los avisa: sufrirán pobreza, exclusión, hambre de justicia… Llorarán y experimentarán qué es sufrir soledad y rechazo. El seguidor no será menos que el maestro. Como él, se toparán con la incomprensión del mundo y hasta con la persecución. Pero después Jesús los anima. Todo esto no debe desalentarlos, porque tendrán una recompensa más grande. Y no será solo en la otra vida, sino ya en esta, como dirá en otro momento. El reino de Dios ya se está forjando aquí en la tierra, y es aquí donde los discípulos comenzarán a vivir esa alegría enorme de saber que forman parte del proyecto de Dios. Aquí recibirán ayuda, consuelo, fortaleza. Aquí tendrán madre, padre y hermanos, mucho más allá de la familia de sangre. Aquí serán saciados de un pan que no se agota, y de una justicia que rebasa toda ley humana. Dios no abandona a sus fieles.

En el fondo, las bienaventuranzas están hablando de las mismas personas que habla el profeta Jeremías, en la primera lectura, y el salmo 1, que escuchamos hoy. Son esas personas que dejan a un lado su ego, su orgullo y sus certezas, y se apoyan sólo en Dios. Dejan a un lado sus construcciones humanas, sus ideas y prejuicios, y deciden arraigar no en sí mismos, sino en la fuente de todo ser, que es Dios. Son humildes, reconocen su pequeñez y sus contradicciones, sus límites. Pero no hacen de eso un problema, porque se saben amados y sostenidos por un amor más grande que todo esto. Son como ese árbol que echa raíces junto al río, y crece frondoso, y da frutos. Así somos nosotros si, en vez de empeñarnos en crecer por nuestros propios medios, arraigamos en Dios. Él nos hará crecer y, sin que tengamos que forzar las cosas, hará que nuestra vida sea fecunda.

En los últimos años se ha esparcido mucho la idea de autorrealización, de autoafirmación de uno mismo, de empoderamiento personal. Es verdad que el ser humano tiene capacidades maravillosas y todos estamos llamados a hacerlas florecer: son los talentos que Dios nos ha dado. Pero esta mentalidad tiene un riesgo, que es olvidar que nosotros no somos los autores y dadores de la vida. No somos los dueños de nada, ni siquiera de nuestro propio cuerpo. Somos cuidadores, administradores, artesanos en cuyas manos se confía nuestra vida, la de otras personas y la del planeta. Si actuamos como dueños, es fácil que acabemos siendo tiranos y explotadores, de nosotros mismos, de los demás y de la naturaleza. Pero si actuamos con la humildad de un jardinero amoroso, sin creernos amos de nada, todo cuanto hagamos florecerá.

 Esta es la pobreza de espíritu de la que hablan las escrituras. El pobre de Dios es el que no se deifica a sí mismo ni la obra de sus manos. Es dócil, es pacífico porque no tiene enemigos con quien luchar ni posesiones que defender, tiene el corazón tierno porque se sabe amado y sabe que todos necesitamos compasión y comprensión. Es libre, porque no se ata a los afanes de poder, fama y dinero que mueven el mundo. Tampoco se ata a sus propios ideales y juicios. Y esa libertad le abre a otra dimensión de la vida: la que explica san Pablo en su carta, la resurrección. Resucitar es nacer a una vida nueva que ya no muere. Jesús es la prueba viviente de esta promesa que nos espera a todos.  Pero la resurrección se puede empezar a vivir ya en esta vida cuando uno ama, cuando está trascendido y abierto a Dios.

2019-02-07

La llamada nos sana

5º Domingo Ordinario - C

Lecturas:

Isaías 6, 1-8
Salmo 137
1 Corintios 15, 1-11
Lucas 5, 1-11

Homilía

Hoy leemos, en las tres lecturas, tres historias de tres llamadas. Y vemos que la llamada de Dios no sólo es un encargo y una misión. Previamente hay un don. Ser llamado es una experiencia mística y transformadora, que nos cambia para siempre.

En la primera lectura, Isaías está rezando en el templo. Tiene una visión y contempla a Dios en su gloria. Ante tanta grandeza, es agudamente consciente de su pequeñez y su pecado. Se siente indigno, manchado, y teme morir. Pero Dios no destruye a sus criaturas ni las aplasta con su poder. Al contrario: el profeta recibe una brasa ardiente que, al tocarlo, lo purifica. Entonces Dios pide a alguien que sea su voz en el mundo. ¿A quién enviará? Isaías responde: Aquí estoy, ¡envíame! Esa brasa que lo ha tocado es el amor infinito de Dios. Quien se siente realmente amado, queda marcado para siempre y está dispuesto a todo. Comunicar a Dios se convertirá en el centro de su vida.

San Pablo explica su conversión y el enorme regalo de ser el último de los apóstoles. Se siente lleno de la gracia de Dios, un amor inmerecido que lo empuja a llevar su mensaje, incansable, por todo el mundo. La pasión evangelizadora de Pablo no se puede explicar sin comprender el amor que arde dentro de él, encendido por Cristo.

Finalmente, el evangelio explica la conversión de Pedro, el pescador. Tras una noche de faenar en el mar, sin fruto, Jesús le pide que vuelva a remar mar adentro. Pedro, desanimado, obedece. Y la obediencia obra el milagro. Cuando regresa con las barcas, cargadas de peces, Pedro sabe leer en el acontecimiento algo más que una pesca milagrosa. Entiende que Jesús lo llama, y se siente indigno. Es la consciencia de ser pecador, que tantos santos consideran el primer paso para la conversión. Comprender la propia pequeñez y miseria es el inicio de una nueva vida. Los límites y defectos, incluso los pecados, no son obstáculo para la llamada. Dios elige a quien quiere, y no por sus méritos, sino por su capacidad de recibir amor.  Quien más amor recibe, más podrá transmitirlo, sin orgullo, pues se conoce, y con inmensa gratitud. Esa humildad de no creerse grande y brillante, de no pensar que todo lo que hacemos es obra nuestra, sino de Dios, es la que nos hace libres y ligeros para volar esparciendo la buena noticia, sin miedo y sin preocuparnos por el qué dirán. Cuando trabajamos por Dios y haciendo su voluntad, dejando a un lado nuestras ideas y prejuicios, nuestros afanes de vanidad y de reconocimiento, los frutos pueden ser asombrosos.

Dios nos ama y nos llama a ser sus colaboradores. ¡Qué alegría inmensa! En el momento en que escuchamos su llamada, todo pecado, toda herida, toda debilidad, queda sanado. Seguimos siendo nosotros, con todos nuestros defectos y limitaciones… pero ahora volamos en alas de alguien que es más grande. Él nos sostiene y nos lleva. Nos da todo lo que necesitamos —la gracia, como recuerda san Pablo—. Deberíamos entender la gracia de Dios como el regalo de su amor, ofrecido incondicionalmente, que nos da fuerzas para afrontar lo que sea. Basta que queramos recibirla.

2019-02-01

El camino mejor


4º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Jeremías 1, 4-19
Salmo 70
1 Corintios 12, 31 - 13, 13
Lucas 4, 21-30

Homilía

Este domingo leemos un fragmento precioso de la carta de san Pablo a los corintios: el himno al amor.

Se ha dicho y escrito mucho sobre este elogio del amor. Es una lectura frecuente en misas de bodas y en aniversarios de matrimonios. Suele citarse para hablar del auténtico amor. Sus palabras son hermosas pero, si las leemos despacio, veremos que son más que palabras: nos están hablando de la realidad humana diaria, plagada de dificultades, que todos conocemos y hemos de afrontar. Y nos dice, también, que el amor es capaz de superar todos los obstáculos.

San Pablo se dirige a una comunidad muy viva y llena de talentos. Los cristianos de Corinto sobresalían en diversos dones o carismas. Había quienes tenían facilidad de palabra, quienes poseían intuición profética, o prudencia para aconsejar, o una inteligencia para dilucidar la verdad, o una fe incombustible… Todo esto son dones valiosos, y Pablo los aprecia. Pero son cualidades que pueden llevar fácilmente al orgullo y a la vanidad.  Unos pueden sentirse superiores a otros por tener más fe, por ser más devotos o más místicos, por ser más fieles, por tener mayor capacidad de oratoria, o más inteligencia o formación. Si los carismas se acaban usando para el engrandecimiento personal, terminan siendo puro ruido y vaciedad: “metal que resuena o platillos que aturden”. Es lo que sentimos cuando vemos a alguien muy brillante que “se escucha a sí mismo”. Atrae, pero acaba cansando y no nos inspira verdadera confianza, porque todo gira en torno a su genialidad o grandeza.

Pablo avisa a los corintios contra esta tentación. Por eso les propone un “camino mejor”: el carisma que los supera a todos, de lejos. Y es un don que no es personal o propio sólo de unos, sino que todos podemos cultivarlo, sin excepción. Es el camino del amor.

Sin amor, dice Pablo, de nada sirven todos los demás talentos. Ni siquiera la fe, la generosidad extrema, el sacrificio y la devoción tienen valor alguno. “No sirven de nada”, insiste el apóstol, si no están movidos por el amor. Podemos ser grandes predicadores, podemos ser mecenas de la Iglesia o incluso obrar milagros. Si no tenemos amor en nuestro interior, todo eso es nada. ¡Qué cura de humildad tan grande!

Pero ¿qué es el amor? Pablo no da una definición filosófica ni metafísica del amor. Tampoco cae en el sentimentalismo romántico. El amor no son ideas, el amor no es una pasión ni una emoción. El amor es algo distinto, y muy real. El amor se traduce en acción, y en unas actitudes muy concretas ante las personas y la vida. El amor es paciencia, es aceptación, es ternura y amabilidad. El amor suaviza la dureza, cura las heridas, pone paz y alegría donde falta. El amor perdona, disculpa, comprende. El amor no se cansa, no rompe relaciones, no descarta nada ni a nadie. El amor abraza, integra, acoge. El amor no acepta la injusticia ni la mentira. Tampoco la violencia. Finalmente, el amor es fiel: “No pasa nunca”.

¿Es difícil vivirlo? Sí, pero todos podemos hacerlo real en nuestra vida. Porque todos tenemos alma, y Dios nos da todo cuanto necesitamos. Si nos llenamos de su amor, nunca nos faltará amor para dar y vivirlo cada día. Si dejamos que él actúe en nosotros… amar no sólo será posible, sino gozoso.