2018-01-26

Dios no quiere destruirnos

4º Domingo Ordinario - B

Deuteronomio 18, 15-20
Salmo 94
1 Corintios 7, 32-35
Marcos 1, 21-28

Descarga aquí la homilía en pdf.

Las lecturas de hoy son aparentemente muy distintas, controvertidas y difíciles de explicar. Pero la liturgia no las ha unido porque sí. En la superficie parecen diferentes, pero en su fondo convergen, porque tratan de un mismo tema, un tema mucho más actual de lo que creemos.

Los antiguos hebreos quieren un profeta, y Moisés lo pide a Dios. Sus palabras son terribles: «No quiero volver a escuchar la voz del Señor, mi Dios, ni quiero ver más ese terrible incendio; no quiero morir». ¿Es que Dios desea su muerte? No. Lo que está expresando Moisés es que la presencia de Dios es tan grande, tan abrumadora, tan inmensa, que se siente aplastado ante él. La luz de Dios es tan potente que deslumbra y ciega. No podemos asumir su grandeza, necesitamos una mediación. El profeta será el que, poquito a poco, en pequeñas dosis, irá transmitiendo el mensaje de Dios. El profeta será la pantalla para esa lámpara de luz cegadora que es Dios. Será como la cuidadora que va dando de comer al bebé, papillas trituradas para que pueda asimilar el alimento. No podemos digerir la inmensidad de Dios de una vez, ni completamente. Ni siquiera su amor. Por eso necesitamos ir paso a paso. De ahí la importancia de los profetas, los pastores, los hombres y mujeres que, como buenos traductores, nos van transmitiendo fielmente la verdad.

El endemoniado de Cafarnaúm es otro hombre abrumado ante Dios. Su demonio reconoce en Jesús la presencia divina, por eso grita ante él. Y ¿qué dice? Algo parecido a lo que exclamó Moisés: «¿Qué quieres de nosotros? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres, ¡el Santo de Dios!». Este demonio es la primera persona del evangelio que proclama públicamente quién es Jesús. Pero no lo hace con alegría, sino con espanto y terror, porque la grandeza de Dios también le aplasta y le oprime, no puede soportar su luz, ni siquiera su amor. Decía un teólogo que la gran rabia del demonio es tener que admitir que existe gracias a Dios y, por tanto, debe agradecerle su vida. Eso es lo último que quiere hacer porque no está contento y quisiera ser autosuficiente para no tener que depender de Dios.

Miedo ante Dios. Rabia ante Dios. Deseos de ser autónomo sin Dios. ¿No suenan muy modernas estas actitudes? El hombre moderno, que quisiera ser él mismo un dios, el hombre que se hace a sí mismo y puede modificar a su voluntad su vida y el mundo que le rodea, quiere barrer a Dios del universo. Y quiere hacerlo porque le molesta el misterio, le da miedo no saberlo todo, no controlarlo todo, no dominarlo todo. Dios asusta o sobra. Por tanto, hay que negarlo, o matarlo, o bien decir que es malo, y que cuanto más lejos esté, mejor.

Estas ideas se han venido difundiendo junto con la convicción de que no necesitamos a nadie más que a nosotros mismos y nuestro enorme potencial para ser felices, para llegar a la plenitud y hacer de este mundo un lugar mejor. ¡Qué equivocados estamos! La realidad nos hace ver que esta pretensión es una mentira, bellamente disfrazada, pero falsa.

Porque Dios resulta que existe, y es bueno, y no quiere destruirnos ni avasallarnos con su grandeza. Al revés, existimos gracias a él. En el Antiguo Testamento, Dios habló mediante profetas, humanos, frágiles y capaces de conmoverse y emocionar a otros seres humanos. Con Jesús, Dios habla en persona, hecho niño, hecho hombre de carne y hueso. Un hombre acogedor, cálido, humanitario, que cura y atiende a los más pobres y despreciados por la sociedad. Jesús nos muestra la cara del Dios pequeño, del Dios tierno y compasivo, el Dios amigo y cercano. La cara más auténtica.

Necesitamos a Dios, y él se nos ofrece. De mil maneras, para que podamos acogerle sin hacernos daño. Y aquí es donde llegamos a san Pablo y su difícil texto de hoy. Fijémonos en su última frase: «Os digo todo esto para vuestro bien, no para poneros una trampa, sino para induciros a una cosa noble y al trato con el Señor sin preocupaciones». Pablo nos dice que no quiere angustias ni temores. El miedo no es de Dios. No quiere engañarnos ni tendernos trampas: nos dice las cosas como son. Y nos ofrece algo noble, algo que nos hace crecer como personas: el trato con el Señor. Pero, para ello, tenemos que ordenar nuestras relaciones con nosotros mismos, con los demás y con el mundo.

La vida buena que Pablo nos propone es la que tiene en su eje, como centro, a Dios. A partir de ahí todo se coloca en su sitio. Para los solteros (o célibes) puede ser más fácil, porque se ocupan directamente de los asuntos de Dios. Pero ¿y los casados? Es cierto que se deben a su cónyuge y a su familia, pero también pueden ocuparse de los asuntos de Dios si lo ponen en el centro. Es más, Dios les ayudará a tener una relación mucho más sana y armoniosa en su matrimonio y en su familia. Desde Dios podéis amar como nunca a vuestra pareja, a vuestros hijos y familiares. Será entonces un amor limpio, entregado y desprovisto de egoísmos e intereses, como suele suceder en tantas familias.

Dios no quiere destruirnos. No quiere aplastarnos con su poder, sino darnos vida con su amor. Ha venido a traernos vida abundante y eterna. Y su mejor portavoz es Jesús, su humanidad y su presencia misteriosa y cercana en el sagrario, en el pan que comulgamos cada domingo. Este es el mensaje que podemos extraer, y meditar con calma, de las lecturas de hoy.

2018-01-19

Conversión y desapego

3r domingo ordinario - B

Jonás 3, 1-10
Salmo 24
1 Corintios 7, 29-31
Marcos 1, 14-20

Descarga aquí la homilía en pdf.

Las tres lecturas de hoy hablan de un mismo tema, pero con matices distintos. El núcleo de todas ellas es la conversión. El mundo está en crisis, nuestra vida se tambalea y muchos valores parecen a punto de perderse… pero no todo está perdido. ¡Hay esperanza! Si cambiamos, veremos la luz.

La primera lectura nos relata la misión de Jonás en Nínive, una ciudad opulenta y corrupta que vive de espaldas a Dios. Jonás va de mala gana a ese antro de pecado, predica y… ¡la gente se convierte! Tanto, que Dios perdona la ciudad y la salva. Hasta el más pecador puede cambiar y enderezar su vida.

Jesús, en cambio, no predica la desgracia y la destrucción, como Jonás. Él no amenaza. Su argumento no es el miedo —cambiad o seréis condenados—. Él anuncia una buena noticia: ¡el reino de Dios está aquí! Pero para acoger esta noticia también es necesario convertirse. No por temor, sino para poder disfrutar de esa vida nueva que Jesús anuncia. Hay que abrir el corazón.

San Pablo recoge el apremio de Jesús. El apóstol habla a una comunidad que vive en un mundo no tan diferente del nuestro de hoy: un gran imperio, el romano, que impone su dominio; una época de expansión económica, comunicación intensa y encuentro intercultural. Al mismo tiempo, es una época de crisis de los viejos valores y de búsqueda espiritual por parte de muchos. Para los primeros cristianos no siempre era fácil vivir en un entorno que podía ser hostil, como hoy. Pablo nos invita a vivir con desapego, sin aferrarse a las cosas y tampoco a las ideas.

Es bastante frecuente que, en momentos de inseguridad, nos apeguemos a lo que consideramos nuestros baluartes: ya sea el dinero, la familia, las instituciones o las ideas y valores que siempre hemos defendido. Pero todo esto, dice Pablo, está cayendo. «La representación de este mundo se termina». Todo es incierto y puede derrumbarse. Por tanto, de nada sirve refugiarse en los bienes materiales, en el ocio o en el trabajo, en las estructuras sociales o en las viejas instituciones. En medio de la crisis, la única seguridad es Cristo, el amor de Dios y de los hermanos. Nada más.

Este desapego de las cosas es lo que Pablo expresa con frases contundentes que nos pueden sorprender: los casados, que vivan como si fueran solteros; los ricos empresarios, como si no tuvieran nada; los alegres, como si no tuvieran motivo y los tristes, sin dejarse vencer por la desolación. Es lo que los santos llaman ecuanimidad: serenidad en las penas, moderación en las alegrías, desapego en la riqueza, confianza en la pobreza.

Hay que entender estos consejos. Pablo no nos llama a ser personas insensibles, carentes de pasión, ¡él mismo fue una persona apasionada!  Tampoco nos llama a ser masoquistas y a negarnos la alegría de vivir. Lo que nos está diciendo es que renunciemos a la posesividad, al apego, que en el fondo es una forma de esclavitud. Cuando nos creemos dueños y propietarios de nuestro dinero, nuestro esposo, nuestros hijos, nuestras actividades…, acabamos comportándonos como si fuéramos dioses, y disponiendo y utilizando a las personas y las cosas para nuestro beneficio. Esto nos puede dar una falsa sensación de poder y seguridad, pero el día que algo falle o nos falte, ¿qué haremos? ¿Vamos a hundirnos? ¿Nos enfadaremos contra el cielo? ¿Nos vamos a desesperar? El apego se sostiene en nuestro miedo a perder, no en nuestro amor.

Pablo nos está diciendo que pongamos a Cristo en el centro de nuestras vidas. El que confía en Dios jamás naufraga. Puede ser sacudido por el oleaje de la vida, pero saldrá a flote siempre porque tiene una tabla salvadora que nunca se hunde: la cruz de Cristo, el amor de Dios. Y este amor le da la fuerza para vivir intensamente todo, sin agarrarse a nada, sin poseer nada, sin querer dominar nada. Esta es la libertad de los hijos de Dios.

2018-01-13

Él nos ama y nos llama

2º Domingo Ordinario - B

1 Samuel 3, 3-19
Salmo 39
Corintios 6, 13-20
Juan 1, 35-42


Descarga aquí la homilía en pdf.

Las lecturas de hoy giran en torno a un tema crucial: la vocación. Todo cristiano esta bautizado. Pero a menudo hemos sido integrados en la Iglesia como parte de nuestra educación y nuestra cultura. Muchos seguimos fieles por tradición y fidelidad familiar, pero ¿cuántos nos hemos sentido llamados, tocados, interpelados por Jesús? ¿Cuántos somos cristianos, no porque seguimos algo que se nos ha impuesto, sino como respuesta a una llamada? ¿Cuántos somos cristianos por enamoramiento, con pasión?

La primera lectura nos habla de la vocación de Samuel. Samuel recibe por tres veces una llamada de Dios, que lo llama dos veces por su nombre: ¡Samuel, Samuel! Explican los rabinos que llamar dos veces a una persona es un acto especial. La llamada apela al cuerpo ―la vida terrestre― y a alma ―la parte de la persona que no muere, y que está conectada de modo invisible a Dios, al cielo―. Por tanto, la vocación implica cuerpo y alma, implica vida física, material, y vida espiritual. La vocación abarca todos los aspectos de la persona: lo natural y lo sobrenatural. Por eso una persona llamada no puede serlo a medias. Tampoco los cristianos podemos serlo a medio gas, no podemos ser cristianos de domingo, en misa, entre las cuatro paredes de la parroquia, y cuando salimos a la calle ya dejamos nuestra “devoción” para ser como todo el mundo. Eso no es vocación. Somos cristianos, es decir, amigos de Cristo, que queremos vivir su vida en nosotros, hasta las últimas consecuencias: en casa, en el trabajo, en nuestro ocio; comiendo, descansando, hablando, divirtiéndonos, sufriendo y amando. Todo cuanto hacemos debería impregnarse del estilo de Cristo.

Esto es lo que san Pablo quiere decirnos en su exhortación de la segunda lectura, cuando habla del cuerpo. Quisiera resaltar tres cosas. Primero, nos dice que nuestro cuerpo es para Dios. El cuerpo en la cultura hebrea significa toda la vida, todas nuestras fuerzas físicas y mentales. Entregar a Dios nuestro cuerpo significa consagrar a él toda nuestra vida. Pero Dios no nos arrebata nada, ¿quién sino él nos dio el cuerpo y la vida? Y más aún, Dios se nos da a nosotros. Pablo añade que «el Señor es para nuestro cuerpo». Casi siempre olvidamos esta parte: nos debemos a Dios, ¡pero él se nos ha entregado antes! Nos da a su Hijo, su Hijo se nos da como pan, como alimento no sólo espiritual, sino material. Con la eucaristía, toda la materia del mundo queda santificada. ¡Ni el cuerpo ni la materia son malos! Son creación y son instrumento de santidad, siempre que los ofrezcamos con amor. Dios no sólo nos da una vida terrena, finita y mortal, sino una vida eterna, porque lo que hizo con Jesús lo hará con nosotros: resucitará nuestro cuerpo mortal para invitarnos a una vida que no podemos imaginar.

«Vuestros cuerpos son miembros de Cristo»: quiere decir que estamos unidos a él, como las ramas al árbol. Recordemos la imagen de la vid y los sarmientos. Sentirnos parte de Cristo cambia nuestra vida: no estamos solos, somos parte de algo mucho mayor, un cuerpo inmenso y resucitado, que vive y ama para siempre. ¡Estamos llamados a algo muy alto!

La consecuencia de esto es que no podemos vivir de cualquier manera. Si somos parte de Dios, miembro de su cuerpo, toda nuestra vida es sagrada, y también nuestro cuerpo físico. No podemos tratarlo de cualquier manera. Pablo habla de la fornicación como ofensa al cuerpo, porque es un uso del cuerpo para algo que no es amor, sino lo contrario. Pero podemos extender su exhortación a muchos aspectos de nuestra vida. Si nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, ¿cómo debemos cuidarlo?

¿Cómo cuidar un templo, un santuario, una casa? Lo mantenemos limpio, hermoso, bien decorado. Evitamos que se acumule la suciedad, procuramos comportarnos con respeto y delicadeza. Lo mantenemos y hacemos las reparaciones necesarias. No lo acumulamos trastos ni basura… Pues lo mismo con nuestro cuerpo. Hay que evitar llenarnos de malos pensamientos, pero también de toxinas, de mala comida que nos ensucia la sangre y deteriora nuestras funciones vitales. ¿Cómo vamos a dar gloria a Dios si estamos enfermos, cansados, adormecidos y con brumas mentales? Cuidar el cuerpo con descanso, alimento bueno y ejercicio es también dar gloria a Dios. Pero este cuidado no es porque sí, por pura vanidad o egoísmo, sino porque estando bien, estando sanos, podemos amar y servir mejor a Dios y a los demás. Hay que estar en forma para ser buenos cristianos, buenos apóstoles, evangelizadores con el ejemplo de una vida sana, alegre, santa. Y, sobre todo, no perder el tiempo ni usar nuestro cuerpo y nuestras energías para nada que no sea amar.


Una nota sobre la lectura del evangelio, que es tan hermosa. Juan, el apóstol, describe su primer encuentro con Jesús. Apenas cuenta qué pasó, sólo recalca dos cosas. Una, que lo conoció porque otro se lo indicó. La buena noticia, la vocación, a menudo viene de mano de otras personas que señalan u orientan, como Juan Bautista: «Ahí tenéis al Cordero de Dios». Y los dos discípulos van a él. Estos dos avisan a sus hermanos. Cuando un encuentro te cambia la vida, ¡no puedes dejar de comunicarlo! Quieres compartir esa alegría. Así, Juan y Andrés llaman a Pedro y Santiago. ¡Venid! Pero… ¿qué les dijo Jesús a estos primeros? ¿De qué hablaron? El evangelista no lo revela, pero da un detalle: eran las cuatro de la tarde. Los momentos inolvidables de la vida se recuerdan así. No se nos olvida jamás ni el día ni la hora. Andrés y Juan andaban buscando, y Jesús tan sólo se limita a invitarles al lugar donde vive: «Venid y lo veréis». En este primer encuentro no los llama, ni los convence, ni quiere persuadirlos de nada. Simplemente les muestra su casa… les muestra un atisbo de su corazón. ¡Cómo debieron ser aquellas horas, para que Andrés corriera a buscar a su hermano Pedro y dijera: «hemos encontrado al Mesías»! Y cómo debió comunicarlo, para que el tozudo Pedro fuera de inmediato a verlo. En realidad, Andrés «Lo llevó», dice el evangelio. Esta lectura debería hacernos pensar… ¿Hemos tenido una experiencia de Cristo inolvidable, como la de Juan y Andrés? ¿Una vivencia de la que recordamos el día y la hora? Quien ha sido llamado, como Samuel, como Pablo, como Juan y Pedro, lo recuerda siempre… ¿Y lo comunicamos? ¿Explicamos a las personas que nos importan lo que verdaderamente nos importa y nos cambia la vida? ¿Las llevamos a Cristo?