2022-03-25

4º Domingo de Cuaresma - C

«Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado.»

Lucas 15, 1-3. 11-32


Con la parábola del hijo pródigo Jesús traza el retrato más vivo y profundo de quién es Dios Padre. ¡Un Dios cuya justicia es asombrosa!

No basta creer en Dios o creer que existe. ¿Qué imagen tenemos de Dios? ¿Cómo es nuestra relación con él? ¿Nos sentimos juzgados, vigilados, censurados, controlados? Si decimos que Dios es amor, ¿nos sentimos realmente amados por él? ¿Confiamos en su amor? ¿Cómo experimentamos su perdón? ¿Nos sentimos justos e irreprochables, como el hijo mayor del relato, merecedores de un premio y con el derecho a juzgar a los demás? ¿O nos sentimos tan miserables, como el hijo menor, que no nos atrevemos a ser hijos, sino solo siervos?

Jesús nos presenta a un Padre Dios de bondad insólita y sin límites. En primer lugar, nos da total libertad. Deja que el hijo menor se vaya sin detenerlo, aunque se equivoque. En segundo lugar, es generoso. Le da su parte de la herencia al joven, aunque no sea el momento y aunque sepa que la va a dilapidar. Así es Dios con nosotros: nos da la vida, nos lo da todo y no pide explicaciones ni nos impide seguir nuestro camino. Nos deja libres aunque sea para alejarnos de él y causarnos daño, a nosotros mismos y a los demás. ¡Qué misterio tan grande!

Pero ¿qué hace cuando el hijo regresa? Lo acoge. No solo le abre las puertas de su casa, ¡corre afuera para abrazarlo! Sale, se avanza, “primerea”, como dice el Papa Francisco. Dios siempre se anticipa porque quien ama mucho no puede esperar más, ¡corre! Después, perdona, y más aún: olvida. No le pide cuentas, no le echa nada en cara, no le recuerda sus faltas y su error. Cuando el hijo empieza a hablar lo interrumpe. Nada de excusas ni humillaciones. Lo viste como un príncipe y le ofrece un banquete. El cielo está de fiesta, dice Jesús, cuando un pecador se arrepiente y regresa a los brazos del Padre.

¡Qué Padre tan bueno! ¡Qué Dios tan derrochador de amor, de perdón, de acogida, de ternura! A los ojos racionales del hijo mayor, que se cree perfecto, eso es injusto. Su visión es clara, pero carente de amor y de compasión. Es la postura de quien cree ganar el cielo con sus méritos y esfuerzos. Jesús nos enseña que el cielo no se gana, lo ofrece Dios a todos, gratis, y basta solo ser humilde y tener el corazón abierto para dejarse invitar y acoger, sobre todo cuando hemos caído y nos hemos arrastrado por el barro del desamparo, la soledad y la pobreza más honda, que es el vacío interior, la falta de sentido y de amor en la vida. Dios es así: generoso, respetuoso de nuestra libertad, acogedor y festivo. Como dice San Pablo, nos llama a todos a reconciliarnos con él. No nos pide cuentas de nada. Nos abraza y con su amor nos renueva: lo antiguo ha pasado. Lo nuevo ha comenzado.

2022-03-18

3r Domingo de Cuaresma - C

«Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré... a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar.»

Lucas 13, 1-9


Las lecturas de este domingo afrontan una realidad dura y difícil de entender. ¿Por qué se da el mal en el mundo? ¿Por qué hay tantas injusticias? ¿Por qué tantos inocentes mueren víctimas de catástrofes naturales o provocadas por el hombre? Hoy el drama de la guerra, los refugiados, el terrorismo y las migraciones provocadas por el cambio climático nos hacen pensar. ¿Qué han hecho las víctimas para merecer tantos males? ¿Dónde está Dios, en medio de estas desgracias?

Tanto Jesús como Pablo nos avisan. No caigamos en la tentación de juzgar y creer que las víctimas son castigadas porque de algún modo se lo merecían o «se lo buscaban». Si no os convertís, dice Jesús, tampoco vosotros os salvaréis. El que se crea seguro, ¡cuidado!, que no caiga, avisa Pablo. Nadie está libre de peligro, ni siquiera los creyentes. Todos corremos el riesgo de caer en el orgullo que endurece el corazón y esteriliza el alma: el orgullo que nos hace morir en vida porque mata la vida espiritual y el amor.

Pero hay otra tentación, que es la de creer que Dios, o no existe, o es impotente, o es cruel, porque permite que haya tanto dolor y violencia en el mundo. Son muchos quienes piensan que Dios está de brazos cruzados ante el sufrimiento y la injusticia. ¿Es realmente así?

La lectura del Éxodo responde. Yahvé es un Dios cercano a su pueblo: ve su esclavitud, oye su clamor, se compadece y actúa. ¿Cómo? Enviará a su siervo Moisés para que libere al pueblo. El mensaje es claro: Dios está cerca y nos quiere libres. Dios se apiada de nuestras esclavitudes, físicas y morales, y quiere que vivamos en libertad y plenitud. Y actúa a través de sus enviados: profetas, misioneros, sacerdotes, personas solidarias con una vocación que nos ayudan y acompañan.

También el evangelio responde con una parábola de Jesús. El amo de la viña, decepcionado porque no da frutos, quiere cortarla pero el viñador le suplica que le dé una oportunidad. Él cavará, abonará y la cuidará a ver si el próximo año da buenas uvas. También Dios tendría motivos para enfadarse con sus criaturas humanas: les ha dado poder e inteligencia, y se han dedicado a destrozar el mundo y a pelearse entre sí. ¿Quién intercede y le pide un tiempo? El mismo Jesús, que baja a la tierra para cuidar y mimar esta viña herida y poco fértil. La regará con su propia sangre y la abonará con su cuerpo entregado por amor. Todos nosotros somos esas vides… ¿Sabremos dar fruto?

Dios está empeñado en liberarnos. Él es el primero que nos quiere libres, felices, realizados. La conversión, quizás, no es tanto hacer muchas cosas que nos podrían envanecer sino dejarse amar y salvar por él: abrirnos para dejar que su amor nos transforme.

2022-03-11

2º Domingo de Cuaresma - C

La transfiguración de Jesús en el monte Tabor

«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas...»

Lucas 9, 28-36


La lectura del Antiguo Testamento nos muestra a Abraham ofreciendo un sacrificio a Dios en lo alto de un monte. Dios acepta su sacrificio, pasando como fuego entre los animales, y le hace una promesa: será padre de un gran pueblo. Abraham cree sin dudar y el autor bíblico añade: «se le contó en su haber». Creer en las promesas divinas nos abre a la maravilla de lo inesperado, que sobrepasa todas nuestras expectativas. Abraham quería tener un hijo… ¡y fue padre de una multitud! 

El evangelio de hoy nos lleva a otro monte, el Tabor, donde Jesús se transfigura ante sus discípulos más amados: Pedro, Santiago y Juan. El monte, lugar de oración, es un lugar de transformación. No es Dios quien cambia cuando rezamos, sino nosotros: somos transformados y vemos las cosas de otra manera. Allí, en el Tabor, los discípulos vieron a Jesús como quien realmente era, en su gloria. Hombre y a la vez Dios. La voz que escuchan no es la de ningún profeta ni su propia imaginación: es el mismo Padre quien los exhorta a escuchar a Jesús. Esto cambiará sus vidas radicalmente.

San Pablo escribe a una comunidad muy querida: la de Filipos. Apenado porque muchos cristianos se dejan llevar por el materialismo del mundo y por seguir la voz de su propio egoísmo y complacencia, exhorta a los filipenses a seguir fieles a Jesucristo y a llevar una vida honesta. Utiliza una expresión hermosa: ¡somos ciudadanos del cielo! Vivimos en este mundo pero ya no pertenecemos a él. Somos de Dios, somos del cielo, y llegará un momento en que, al igual que Cristo, todos nosotros seremos transfigurados y pasaremos a vivir una existencia gloriosa, sin muerte y sin corrupción. Pablo alude a una realidad misteriosa que solo podía conocer por su encuentro con Jesús, al igual que la conocieron Pedro, Santiago y Juan: la certeza de que, más allá de la vida terrenal, nos espera una vida resucitada, gloriosa, eterna y plena, como no llegamos a imaginar. Esta certeza nos da valor, esperanza y alegría para vivir, ya aquí, como si viviéramos en el cielo. No hay lugar para el miedo ni la tristeza. Las lecturas de hoy nos hablan de vivir con gozo y confianza, amando y haciendo el bien. ¡Somos de Dios! Somos ciudadanos de su reino.

2022-03-04

1r Domingo de Cuaresma - Las tentaciones de Jesús

Está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios.

Lucas 4, 1-13



El primer domingo de Cuaresma leemos el evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto. El lugar de oración se convierte en un campo de batalla donde dos fuerzas libran su combate por ganar el alma humana. Tampoco Jesús, como hombre, se libró de esta pugna.

¿Qué significan el pan, el poder sobre todos los reinos del mundo, la protección angélica ante un acto temerario? Jesús podía caer en estas tres tentaciones que nos acechan a todos los cristianos y a toda persona llamada a una misión de servicio. ¿Reducimos todo a la economía y al sustento? ¿Nos basta con procurar el bienestar material? ¿Creemos que el poder es necesario? ¿Se puede conseguir un fin bueno con cualquier medio? ¿Cultivamos una fe milagrera, que necesita prodigios y signos para creer en Dios? Jesús responde con firmeza. No solo de pan vive el hombre. ¡No podemos endiosar la economía ni el dinero! Tampoco podemos adorar a nadie más que a Dios. Adorarnos a nosotros mismos, a nuestra obra, nuestro esfuerzo y logros, nos convierte en tiranos o en esclavos, por mucho que queramos hacer el bien. Y finalmente, como diría San Juan de la Cruz, lo más importante para crecer espiritualmente no son los milagros ni las experiencias sobrenaturales, sino la fe pura, desnuda, que se entrega sin condiciones aún sin tener pruebas de nada: esto es amor.

En el fondo de las tentaciones hay una base común: la adoración de uno mismo, inducida por el diablo que nos quiere alejar de Dios y romper nuestra relación con él. Creernos dioses, en realidad, nos destruye. La primera lectura del Éxodo recuerda la historia de Israel y su deber de gratitud hacia Dios, que le ha dado la tierra prometida. Quien se cree autosuficiente, ¿a quién tiene que agradecer nada? San Pablo en la segunda lectura nos habla de la palabra que salva: la que se aloja en el corazón y aflora en los labios. La fe del corazón nos redime: es allí, donde se alberga el amor, donde nacen la confianza y la gratitud que nos hacen adorar a Dios y verlo como el que es. Cuando reconocemos a Dios como fuente de nuestro ser y nuestra vida, podemos experimentar su ternura y sentirnos profundamente agradecidos. La gratitud nos hace humildes y adoradores. Nos hace conocernos. Y nos salva.