2017-03-30

Quien cree en mí vivirá para siempre

5º Domingo de Cuaresma - A

Ezequiel, 37, 12-14
Salmo 129
Romanos 8, 8-11
Juan 11, 3-45


Las lecturas de hoy nos hablan de la vida y de la resurrección. Ambas están íntimamente ligadas. Hay una vida terrena, limitada, y hay otra vida eterna a la que el hombre siempre ha aspirado. Pero entre una y otra se levanta un abismo que para muchos es infranqueable: la muerte.

La idea de la resurrección va más allá de creer en una vida de ultratumba o en la inmortalidad del alma. Resucitar significa que el cuerpo vuelve a la vida. El alma, de hecho, no muere, pero la novedad del judaísmo y del cristianismo no es afirmar que el espíritu vive, sino que el cuerpo también regresa a la vida. Entre los fariseos y muchos judíos devotos creían que, un día futuro, todos los fallecidos resucitarían de sus tumbas por el poder de Dios, tal como anticipaban los profetas: «Cuando abra vuestros sepulcros, os infundiré mi espíritu y viviréis». Pero Jesús hace algo más que anunciar una profecía.

Jesús, como hombre, era afectuoso y sensible. Muere su amigo Lázaro y llora, con el mismo desconsuelo con que todos lloramos a nuestros seres queridos. ¡No es de piedra, aunque crea en la resurrección! Se entristece por la pérdida y se emociona ante las lágrimas de las dos hermanas, Marta y María. Su poder divino no le quita ni un ápice de su humanidad. ¿Podemos imaginar al mismo Dios haciendo duelo por sus criaturas? ¡Dios no quiere que nadie se pierda! Este es Jesús: imagen viva de la ternura de Dios. Pero no se limita a llorar y a conmoverse. Se dirige a la tumba y ordena abrirla. ¿Por qué lo hace?

Esta resurrección de Lázaro no fue como la de Jesús. Lázaro volvió a la vida terrenal y, seguramente al cabo de un tiempo, envejecería y moriría como todos. Pero con este milagro Jesús quiso enseñar algo diferente, tanto a sus amigos como a quienes lo presenciaron.

Sólo Dios es dador de vida. Sólo su espíritu puede infundir vida al barro y al cadáver. Resucitando a Lázaro, Jesús muestra quién es él. Las antiguas profecías se cumplen: él abre la tumba y el difunto revive. Si Jesús puede dar la vida, queda clara su unidad con el Padre del cielo. El profeta de Galilea es un hombre, pero a la vez es Dios. Además, con la resurrección de Lázaro, Jesús está escribiendo un prólogo de la que será su propia resurrección, aunque la suya será definitiva. La fe y la esperanza de Marta quedan confirmadas con el milagro. Ni ella ni los que creen en la resurrección de la carne esperan en vano. Jesús, que puede dar la vida, lo hará posible.

Por eso muchos creyeron en él. Pero otros, que también contemplaron el milagro, se alarmaron y resolvieron matarlo. Porque en ese preciso instante comprendieron que Jesús no era un profeta cualquiera. Creyeron que realmente podía venir de Dios, y justamente por eso quisieron acabar con él. ¡El Dios de la vida molesta a quienes se sostienen en el poder de la muerte! Hay una fe luminosa, que cree y se abre a Dios, pero hay otra fe oscura que reconoce a Dios, sí, pero rechaza la luz. Ante la grandeza del amor se repliega y quiere destruirla. Con la resurrección de Lázaro Jesús anticipa su Pascua, pero también da un paso más hacia la muerte que le espera en la cruz.

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2017-03-24

Despierta y Cristo será tu luz

4º Domingo Cuaresma - A

1 Samuel 16, 1-13
Salmo 22
Efesios 5, 8-14
Juan 9, 1-38


Esta semana las lecturas nos hablan de la luz. Jesús se presenta a sí mismo como luz del mundo. Su presencia ilumina la vida de quienes se cruzan en su camino. La luz da brillo, color, permite ver con claridad... pero también pone en evidencia las sombras y los defectos. Una luz poderosa resalta lo bueno y lo malo. Solemos decir que cuando las cosas ocultas se destapan, todo sale a la luz. Pero muchas veces nos gustaría que ciertas cosas permanecieran escondidas, y la luz nos molesta. La luz se asocia con la verdad, y la verdad, tal como es, a veces nos estorba, nos asusta o nos incomoda, y queremos rechazarla.

Cuando la luz nos molesta somos capaces de cerrar los ojos y negar incluso las evidencias. Así actúan los fariseos: ante el milagro de Jesús devolviendo la vista al ciego no ven un acto de misericordia, sino la infracción de una ley. No ven la mano de Dios, sino una acción maligna. El ciego curado, que no es un letrado ni versado en la religión, ve mucho más claro que ellos, no sólo con los ojos, sino con el corazón.

Los cristianos de hoy podemos pensar que estamos muy lejos de los fariseos. Pero ¿cuántas veces hemos cerrado los ojos ante la luz de Dios? ¿Cuántas veces nos ha preocupado disimular y ocultar nuestros fallos y miserias? ¿Cuánto nos cuesta mostrarnos tal como somos, con el alma desnuda y humilde, sin querer fingir ni aparentar perfección o bondad? Y cuando una persona honesta nos toca la moral, nos irritamos y la atacamos. O la despreciamos, tachándola de simple, radical o idealista. Cuando nuestra mediocridad y nuestra cobardía quedan en evidencia, ¡cómo nos gusta manchar la autenticidad y la valentía! Preferimos refugiarnos en nuestras tinieblas, tan confortables… Y poco a poco resbalamos hacia una muerte en vida.

¿Cómo hacer para que la luz de Cristo no nos moleste? Dejándola entrar dentro de nosotros. Es una luz que nos transforma, nos limpia y nos hace crecer. De este modo, ya no tendremos miedo de su amor y de su gracia y podremos, un día, ser también reflejos y transmisores de esa luz a los demás. San Pablo nos anima: «Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz». Tengamos el valor de despertar, de levantarnos de nuestro sueño cómodo. Abramos las ventanas del alma a la luz de Cristo. Y viviremos con plenitud.

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2017-03-16

Nunca más tendrás sed

3r Domingo Cuaresma - A

Éxodo 17, 3-7
Salmo 94
Romanos 5, 1-8
Juan 4, 6-42

Fe y testimonio


Las tres lecturas de hoy nos hablan de la fe. Se suele pensar que la fe es creer a ciegas algo de lo que no tenemos certeza, pero no es esta la fe de la Biblia, ni la del evangelio. Fe es confiar en alguien, y esta confianza no se fundamenta en el aire, en una idea o en un deseo futuro. Confiamos en alguien porque sabemos que es digno de confianza, porque nos ha dado muestras de su amor, de su sinceridad, de su bondad con nosotros. A partir de esta confianza, podemos esperar que lo que nos dice o promete es cierto y se cumplirá.

La fe en Dios no se limita a creer que Dios existe. Fe en Dios es creer que está con nosotros, que está por nosotros y que nos ama. Fe en Dios es confiar que nunca nos abandona y que, por su amor, nos llama a una vida eterna. ¿Queremos pruebas? En el desierto, el pueblo de Israel se amotinaba y protestaba porque pasaba hambre y sed. Moisés, golpeando la roca con la vara, les mostró que Dios se preocupaba por ellos y los proveía de agua. Dios no nos abandona en nuestra necesidad.

En su carta a los romanos, san Pablo nos recuerda que Cristo murió por nosotros, no porque lo mereciéramos, sino por puro amor, porque quiso. Basta esa prueba de amor para saber que Dios nos llama a una vida resucitada y eterna, como la del mismo Jesús. ¿Qué sentido tendría, si no, la vida de Jesús? Con su resurrección, nos abre las puertas del cielo.

Dialogando con la samaritana, una mujer de inquietudes profundas, Jesús rompe con los prejuicios judíos contra las mujeres y se abre camino entre los samaritanos gracias a ella. ¿Por qué la mujer cree en él? Por sus palabras que rezuman vida, sabiduría, una llamada a la unión con Dios por encima de templos y leyes. Jesús ve más allá de lo visible y descubre el corazón de las personas, sus anhelos, su sed de trascendencia, de eternidad. ¿Por qué creen en Jesús los vecinos del pueblo? Por el testimonio entusiasta de la mujer, primero, y por las mismas palabras de Jesús, cuando lo escuchan. Aprendamos de esta mujer su actitud abierta, receptiva, y su pronta disposición a anunciar una buena nueva. ¡Qué testimonio de apostolado nos da, una sencilla mujer de pueblo, posiblemente de no muy buena fama! Nada la frenó a la hora de anunciar al Mesías. Aprendamos también de los samaritanos de Sicar, que escucharon y acogieron a Jesús como fuente de agua viva.

La sed


Las tres lecturas de hoy nos hablan también de diferentes tipos de sed. La primera, en el Éxodo, es la sed más básica. Es la sed física, de supervivencia, la que debemos saciar pues de lo contrario moriríamos. Nadie puede vivir más de unos pocos días sin beber agua.

El evangelio nos habla de la sed de Dios. Sed de unión con el Creador, sed de adoración. La mujer samaritana expresa este deseo. Cuando Jesús le habla del agua viva ella comprende de inmediato que no se refiere al agua del pozo, sino a otra agua que sacia los anhelos más hondos del corazón humano: el deseo de intimidad, de unión amorosa, de plenitud. Este deseo queda colmado con Dios.
Y san Pablo alude a otro deseo muy antiguo en el ser humano: el ansia de vida eterna. Desde los inicios de la humanidad el hombre ha intuido que su alma no puede perecer, como la materia, que tiene que haber alguna forma de vida más allá de la muerte. Muriendo y resucitando, Jesús desvela este misterio y nos revela esta otra vida que ya se está gestando en la tierra: la vida del grano de trigo que muere y estalla en otra vida, inmensa e inimaginable.

Dios Padre nos ha formado. Él nos conoce y nos ama. Conoce los tres tipos de sed que nos aquejan y nos envía a su Hijo para saciarlas todas.

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2017-03-10

Levantaos, no temáis

2º Domingo de Cuaresma - A

Génesis 12, 1-4
Salmo 32
Timoteo 1, 8-10
Mateo 17, 1-9


Si tuviéramos que tomar tres frases que Dios nos dirige en las lecturas de este domingo, podríamos señalar tres verbos. Sal de tu casa, dice Dios a Abraham, y te bendeciré y te haré padre de un gran pueblo.  Salir de casa va más allá de dejar el pueblo natal: significa salir de uno mismo, atreverse a responder a la llamada de Dios, entregarse y confiar en sus promesas. Tomad parte en las tareas del evangelio, dice Pablo, cada cual según sus fuerzas. Es decir, no os limitéis a escuchar la buena noticia de que Dios os ama. No seáis cristianos pasivos. Convertíos en colaboradores de Cristo y comenzaréis a vivir de otra manera: estrenaréis una vida nueva, intensa, profunda y eterna. Finalmente, el evangelio de la transfiguración de Jesús nos deja oír la voz de Dios Padre: escuchad a mi hijo amado. Y después, Jesús a sus amigos: levantaos, no temáis. Tras la visión celestial, que los deja deslumbrados y un poco desconcertados, Jesús les da paz y los invita a moverse, a regresar al mundo, al quehacer diario, a la convivencia con los demás.

Son tres verbos: salir, participar, levantarse, que expresan acción. Pero previamente ha habido otro acto: la escucha. Abraham ha escuchado a Dios. Los cristianos han escuchado la predicación de Pablo o los apóstoles. Pedro, Santiago y Juan han oído la voz de Dios: escuchad.

Dejemos que estas lecturas resuenen en nuestra alma hoy. Escuchemos, en oración. Salgamos de nuestras comodidades y esquemas, de nuestro encierro confortable, de nuestros miedos y perezas. ¿Hacia dónde? Dios no nos llama a una aventura incierta o temeraria, sino a la vida con mayúscula. Jesús nos llama a vivir como él: dándolo todo, sin miedo, con generosidad y confiando que el Padre, siempre está con nosotros y nos bendice. No podemos imaginarnos hasta qué punto nos ama y quiere darnos su vida y su gracia. San Pablo era muy consciente de esto y subraya que no merecemos tanto don. Pero nuestra fe no sigue una lógica de merecimiento, sino de regalo. Dios nos ama y nos da una vida inmensa porque sí, porque quiere y porque no puede dejar de hacerlo.

En el monte Tabor los discípulos atisban unos instantes de esta vida gloriosa que un día alcanzaremos. Y Pedro, con su propuesta, quiere atrapar el momento. Hagamos tres tiendas. Las tiendas, en la cultura hebrea, son lugares de culto. Evocan la tienda del Éxodo, el tabernáculo del Señor. Pedro, con buena intención, pretende encerrar a Jesús, a Moisés y a Elías en tres capillas. Para adorarlos y venerarlos, sí, para darles gloria… Pero no es eso lo que Dios quiere. El nuestro es un Dios itinerante que no quiere ser encerrado en templos, ni en estructuras rígidas. No quiere un culto distante, ceremonioso y espectacular. Quiere que escuchemos a su Hijo amado. Y escucharlo significa tomar la cruz y seguirlo por los caminos de la vida, tan poco solemnes y a menudo llenos de barro. Escucharlo significa levantarse, sin miedo, y colaborar en su tarea, con espíritu de servicio y humildad. ¡Qué sencillas y hermosas resuenan sus palabras después de la visión!  Nos devuelven a la cotidianidad, a las pequeñeces del día a día, al trabajo constante que no hace ruido. La semilla del reino crece en secreto y en silencio hasta que estalle, como una flor que se abre, en la resurrección.

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2017-03-02

No tentarás a tu Dios

1 Domingo Cuaresma - A

Génesis 2, 7-9; 3, 1-7
Salmo 50
Romanos 5, 12-19
Mateo 4, 1-11


«No nos dejes caer en la tentación», rezamos en el Padrenuestro. Cuando Jesús nos enseñó esta oración sabía muy bien que necesitamos ayuda, porque vencer las tentaciones no es fácil. Sin la fuerza y la lucidez que nos da la oración ante Dios, nos costará mucho no caer. ¿Por qué?

Porque el tentador es inteligente. Nunca nos tienta con cosas malas. Como decía santa Teresa, se disfraza de ángel de luz y sus ofertas parecen ser de lo más beneficiosas, oportunas y solidarias. ¿Con qué tienta el diablo a Jesús? Con lo mismo que nos tienta a todos nosotros. Se vale de nuestras necesidades y buenas intenciones y promete satisfacerlas todas. El demonio se nos presenta como el gran humanitario que viene a resolver nuestros problemas… siempre que lo adoremos a él. ¿Sufrimos carencia económica, pan, alimento? Él nos da fórmulas para ser ricos. Es la primera tentación: priorizar el bienestar material por encima de todo. ¿Nos falta salud? Con la segunda tentación el diablo abre las puertas a lo milagroso, a lo mágico, a lo sobrenatural. Nos ofrece manipular los poderes celestiales a nuestro favor… siempre que le escuchemos. ¿Queremos que en el mundo reinen la paz y el amor? Con poder personal haremos lo que nos propongamos: él nos lo dará… si le adoramos. El demonio, en fin, nos ofrece pan, fama, poder, salud, dinero y amor. Nos dice que su camino es humano, próspero, de éxito. ¡Basta seguirlo! Pero Jesús lo rechaza con energía y decisión.

El diablo engaña. No quiere alimentarnos, ni vernos sanos y felices, sino destruirnos. Ofrece cosas buenas, pero con medios malos: los medios de la manipulación emocional, la violencia del poder, la trampa de la seducción. La Iglesia también debe estar alerta ante estas sutiles tentaciones. Para construir el reino de Dios no vale cualquier medio. Sí, hemos de luchar contra el hambre y la injusticia, hemos de ayudar a la gente y buscar la salud de cuerpo y alma. Pero no podemos usar los medios del mundo, que van contra la libertad de la persona y su integridad. No podemos reducir el reino de Dios a la prosperidad material y al éxito, tampoco podemos implantarlo a la fuerza. No podemos usar la coacción ni el deslumbramiento místico. Los medios de Jesús son muy humildes y sencillos. Su arma fue la palabra, su alimento, su mismo cuerpo. Su corona y su trono, la cruz. Ejerció su reinado haciéndose servidor de todos y entregándose hasta las últimas consecuencias: dar su vida por amor.

Claro que el camino de Jesús parece menos brillante y, sobre todo, más sacrificado y difícil que el fácil camino del tentador. Por eso necesitamos su ayuda para superar la prueba. ¡Pero la tenemos! La primera lectura del Génesis nos muestra a Adán y Eva, que caen en la tentación de la serpiente, tan atractiva. ¡Seréis sabios como Dios! ¿Quién puede resistirse a esta promesa? Pero san Pablo en su carta nos recuerda que la salvación de Jesús es mucho mayor, más poderosa y de más alcance que el fallo de Adán y Eva. Si el primer pecado acarreó la muerte, la obediencia amorosa de Jesús trae una vida desbordante y eterna a todos, sin excepción. Con su ayuda podemos vencer todas las tentaciones que nos ofrecen una imagen distorsionada del reino de Dios. Con él, ya formamos parte de este reino que se está construyendo, aquí y ahora.

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