2009-03-29

La libertad de Jesús, decir sí a Dios

5º domingo de Cuaresma – ciclo B –
…si el grano de trigo no cae en tierra y no muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará.
Jn 12, 20-33


Los que buscan a Jesús

Con motivo de la Pascua judía, mucha gente sube a Jerusalén. Entre ellos, unos griegos se dirigen a Felipe y le piden ver al Señor. También hoy, cuánta gente está buscando a Dios. Lo buscan y tal vez no lo hallan, pero en su corazón hay un deseo sincero de encontrarle.

Felipe y Andrés acercan a estos griegos a Jesús. Vemos qué importante es la mediación de la Iglesia. Los cristianos hemos de ayudar, acompañar a otros, para que puedan ver y conocer a Jesús. Esta es nuestra gran misión: acercar a la gente a la Iglesia, al corazón de Dios.

El grano de trigo

Jesús les habla en términos simbólicos de sí mismo: si el grano de trigo no cae en tierra y no muere, no será fecundo. Está haciendo una alusión a su propia muerte. La muerte de Jesús será ese grano fértil que hará posible que nazca la espiga de la Iglesia.

Esto nos lleva a hablar de la fecundidad del cristiano. Decir que sí a Dios para Jesús supone una total entrega a sus planes, aunque esto pase por asumir la muerte con entera libertad. Hemos de ser esos granos fecundos en medio de la sociedad, que hagan surgir la Iglesia de Cristo en el mundo.

Quien se ama más a sí mismo

Pero, cuánto nos cuesta renunciar al propio endiosamiento, al orgullo, al ensimismamiento. Esto nos hace infecundos y nos aleja de Dios y de los demás. Entonces, las banalidades del mundo nos vencen y nos estiran con mayor fuerza que el amor y la bondad. Cuando ponemos el amor en el centro estamos dando pleno sentido a nuestra vida.

La luz molesta a quienes viven en la sombra de sus egoísmos y falsedades. Cuanto más se vive en la oscuridad, la luz y el aire fresco dañan el yo refugiado en sus tinieblas.

Seguir a Cristo

Jesús es el gran paradigma del amor. Vivir con autenticidad el evangelio supone asumir la radicalidad de su mensaje. Ser cristiano no es sólo ver a Cristo, conocerlo, incluso celebrar la fe. Ser cristiano es adherirse totalmente a Jesús, con lo que esto implica de dolor y rechazo. Cada cristiano, por su condición de bautizado, ha de ir dejando emerger en sí mismo a ese Jesús de Nazaret. Como él, hemos de estar dispuestos a darlo todo, hasta la renuncia de uno mismo por amor a los demás. Seguir a Jesús es entrar en una dinámica de exigencia y madurez espiritual. Sólo así seremos granos fecundos que acrecentarán la Iglesia.

La inquietud del alma y el deseo de Dios

“Ahora mi alma está agitada. Padre, líbrame de esta hora”. El autor sagrado nos revela un momento de la vida de Jesús en que se pone de relieve su fragilidad, su vulnerabilidad como ser humano. Pero ante ese momento psicológico de tristeza y angustia, Jesús confía totalmente en Dios. Ha tomado plena conciencia de que ha venido para glorificar el nombre de su Padre con la entrega de su vida. No desea otra cosa que salvar al ser humano. Su vida es expresión del deseo de Dios, de redención para todos.

“Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”, continúa Jesús. ¿Cómo lo hará? Con la fuerza de su amor. El amor siempre vece al maligno y nos conduce a Dios. Pero, para dejarse atraer, uno debe desearlo. Si estamos cerrados en nosotros mismos, difícilmente podremos darnos cuenta de que él nos ama y nos llama a su lado. No escucharemos su voz ni seremos conscientes de que el único deseo de Dios es salvar a su criatura y estar con ella.

2009-03-22

Somos de la luz

4º domingo de Cuaresma – ciclo B –
…la luz vino al mundo y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.
Jn 3, 14-21

Jesús, fuente de salvación

El evangelista Juan establece un paralelismo entre la imagen bíblica de la serpiente del éxodo y la cruz donde es clavado Jesús. La serpiente en las culturas antiguas era símbolo de salud y fuerza vital. Jesús, entregado y crucificado, se convierte en fuente de salud espiritual y de una vida renovada.

El deseo genuino de Dios es la salvación de su criatura. De la misma manera que Moisés elevó la serpiente en el desierto para que su pueblo sanara, Dios, por amor inmenso a la humanidad, tendrá que sacrificar a su Hijo, elevándolo en una cruz, para la redención del hombre.

Dios entrega a su propio hijo

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”. Dios no desea que nadie se aparte de él. Los que crean en él accederán a una vida eterna en abundancia. Su amor nos limpia de todo pecado y culpa.

Jesús asume con entera libertad esa entrega, por fidelidad al Padre. Aceptará su muerte para el rescate de la humanidad.

Dios renuncia a juzgar

Sigue diciendo el evangelista que Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgarlo, sino para que éste se salve. Cuántas veces juzgamos sin piedad a los demás. Señalamos como juez severo las faltas del otro. Dios ha dejado de juzgar, se ha apeado del poder de dominio sobre la gente. La crítica, tan extendida en nuestra sociedad, es un veneno que va matando la confianza y la relación con los demás. El que critica se siente superior y por encima del otro, es decir, acaba creyéndose un semidiós con la capacidad de juzgar de manera demoledora. Cuando nos dejamos llevar por la crítica, en vez de acercar la gente a Dios, la estamos alejando.

En esto tenemos que imitar a Dios, que siendo todopoderoso, renuncia a juzgar. A través de la historia de la salvación, en personajes como Abel, Noé, Abraham, Jacob, Moisés y los profetas vemos que Dios, lejos de obligar e imponer, va seduciendo al hombre, acercándose a él y buscando su amistad, para salvarlo y ofrecerle una felicidad duradera.

Vivir en la luz

El hombre bueno, misericordioso, es un ser que vive en la luz. Jesús es la luz de Dios. Cuando nos apartamos de él vivimos en las tinieblas. Los que aman de verdad son de la luz porque creen y sus obras son un reflejo de esta fe.

¿Quiénes permanecen en tinieblas? Aquellos que no aman, que se encierran en sí mismos y no se abren a Dios. A éstos, la luz les molesta porque pone en evidencia sus propias miserias y no son capaces de aceptarlas con serenidad. Hemos de aprender a reconocer nuestros límites y acercarnos poco a poco a la luz de Cristo, fuente inspiradora de nuestra vida.

2009-03-15

Los mercaderes del templo

3 domingo de Cuaresma – ciclo B –
Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y hciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes, y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas, y a los que vendían palomas les dijo: “Quitad esto de aquí, no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”.
Jn 2, 13-25

No convirtáis el templo en un mercado

San Juan señala un hecho insólito de Jesús de Nazaret: la fuerte indignación contra los mercaderes del templo. Ningún otro evangelista señala esta radical contundencia de Jesús. ¿Por qué reacciona así? Porque para Jesús el templo es un espacio sagrado, es casa de su Padre y, como bien recordarán los apóstoles más tarde, el celo de su casa lo devora.

En este evangelio vemos a un Jesús enérgico, exigente. No puede permitir que se mercadee en el templo, un lugar que ha de ser de oración, de encuentro de Dios con el hombre. La actitud de Jesús puede tacharse de exagerada cuando toma el látigo y comienza a derribar los tenderetes de los cambistas y mercaderes. Incluso nos puede parecer reaccionaria y violenta. Sólo se explica sabiendo que para él, aquellas gentes estaban prostituyendo un recinto sagrado.

La enseñanza que se desprende de este relato es que no puede utilizarse un espacio santo para intereses económicos que se alejan del crecimiento espiritual y el ahondar en la palabra de Dios. Jesús es consecuente con lo que cree y vive y no puede permitir esa utilización del templo. Tiene que detener esa frivolidad. Su rotundidad responde a su coherencia. Le han tocado algo muy suyo, muy de adentro, que para él es fundamental: su íntima relación con Dios. El templo no puede ser pisoteado por gente que no busque el encuentro con Dios.

Celo cristiano

Los cristianos también hemos de ser enérgicos y defender aquello que es vital para nuestra fe. Cuántas veces hemos caído en la apatía y en la desconfianza y nos hemos convertido en meros seguidores de una doctrina y unas prácticas religiosas. La rutina, poco a poco, va adormeciendo nuestra fe porque no ponemos nuestra vida y nuestro corazón en aquello que creemos y somos. No se trata de imponer nuestras creencias a nadie, por supuesto, pero sí de defender con firmeza nuestros valores frente a cualquier agresión, cultural, ideológica y política. El celo apostólico es una virtud que se asocia a la figura de San Pablo. Si tuviéramos ese celo, esa fuerza, esa convicción, seríamos mucho más coherentes y auténticos.

Jesús, camino y puente hacia Dios

Sorprende a los judíos la reacción tan severa de Jesús, ya que él no era un jerarca con responsabilidad en el templo. “¿Qué signo nos das para actuar así?”, le reclaman. Él responde con una frase enigmática: “Destruid el templo y lo levantaré en tres días”. Para los judíos el templo era intocable, y llevaba cuarenta y seis años construyéndose: la respuesta de Jesús era una provocación incomprensible y, más tarde, utilizaron este argumento, entre otros, para condenar a Jesús.

Pero él se refería a su cuerpo y a su muerte inminente. Para Jesús el templo como edificio no era tan importante: él mismo se convierte en santuario. Él es la entrada, la puerta hacia el cielo. Su corazón es el puente tendido entre Dios y el hombre; en él adoramos al Padre.

En la medida en que estamos abiertos, también nosotros nos convertimos en templos, como apunta san Pablo: “Somos templo del Espíritu Santo”. Por tanto, cada persona es sagrada. Y Jesús y la Iglesia son la mediación que nos llevan a Dios Padre.

¿Qué hay en nuestros corazones?

El evangelista sigue contando que, durante los días de la Pascua, Jesús hizo muchos signos en Jerusalén, y muchos creyeron en él. Pero también señala la reserva de Jesús, que no se fiaba de las gentes, porque conocía lo que había en su interior.

No hay que seguir a Jesús por los signos y prodigios, sino por lo que es. Seguirle es adherirse a su persona. Los que nos llamamos cristianos, ¿lo seguimos de corazón? ¿Somos capaces de hacer que nuestra vida gire a su alrededor? ¿Nos ha transformado verdaderamente? Muchas veces también caemos en ese regateo interior, en ese instrumentalizar la fe: yo te pido, tú me das. No podemos reducir nuestra fe a un mercadeo. De entrada, Dios nos lo da todo, porque es generoso y gratuito. Deberíamos pasar de la oración de petición a la oración de alabanza y de acción de gracias. No nos permitamos caer en una espiritualidad de puro interés, para resolver nuestros problemas particulares. Nuestra fe no es una terapia ni una serie de preceptos a cumplir. Ser cristiano es mucho más. Es ser consciente de lo que Dios nos da. La Iglesia estaría más viva y sería mucho más auténtica y testimonial si los creyentes tuviéramos una relación apasionada con Cristo, como él la tiene con el Padre.

Jesús sabe qué hay en nuestros corazones y, como recientemente apuntaba el Papa, la misa sola no basta para salvarnos. Lo que nos redime es el amor, la caridad y la valentía de testimoniar nuestra fe ante un mundo contrario a la verdad.

La gente que no cree o está alejada de la Iglesia ha de ver en nosotros esa sinceridad que se traduce en las obras cotidianas y en nuestra acción evangelizadora.

2009-03-08

La transfiguración

2 domingo de Cuaresma – ciclo B –
En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador… Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas…”
Mc 9, 2-10

Caminamos hacia la Pascua en este tercer domingo de Cuaresma y la liturgia nos propone unos profundos y bellos textos que nos ayudan a meditar sobre la figura de Jesús vinculada a Dios Padre.

Jesús culmina una historia de esperanza

El pasaje de hoy nos narra la subida de Jesús, Pedro, Juan y Santiago al monte Tabor. Allí, en aquella montaña alta, se les transfigura, manifestándoles su íntima comunión con Dios. Para los discípulos es un momento de plenitud. Descubren la auténtica identidad de su maestro en su rostro iluminado y glorioso. Jesús les abre el corazón en la montaña y les revela que su camino lo llevará hacia la pasión y la muerte. Les anticipa que su vida pasará por un doloroso camino antes de culminar en la resurrección. Ellos tres son testigos privilegiados de la experiencia transformadora de Jesús.

En la escena del Tabor podemos ver, además, dos figuras bíblicas junto a Jesús. Moisés representa la ley y Elías el profetismo, dos pilares de la tradición y la cultura judía. En medio, Jesús sintetiza y culmina la historia de la salvación. Para Jesús, la verdadera ley es el amor. Y, como único y definitivo profeta, su llegada colma las expectativas mesiánicas del pueblo.

Subir a la montaña

Hoy, podríamos decir que cada eucaristía es un momento en que se manifiesta la presencia de Dios en Jesús, a través del pan y del vino. Subir a la montaña también tiene un significado muy profundo. Desde la cima, podemos ver con mayor perspectiva y claridad las cosas. Hemos de aprender a mirar desde lo alto, desde la trascendencia, desde la luz iluminadora de Cristo. Sólo así veremos en su justa proporción el sentido de lo que estamos haciendo. Vivir a ras de suelo tiene el riesgo constante de subjetivizar la realidad desde nuestra pequeña visión particular. Subir a la montaña aporta claridad, objetividad y, sobre todo, una sintonía con la trascendencia.

Esta experiencia iluminadora deslumbra a los discípulos, que desean eternizar aquellos momentos de intensa plenitud. Pedro le dirá a Jesús, hagamos tres chozas, una para Moisés, otra para Elías y otra para él. Cuando vivimos algo intenso y hermoso, no queremos que acabe nunca, nos sentimos a gusto y queremos alargar ese momento. Cuando entramos en plena sintonía con Dios, paladeando ya aquí el cielo, nos gustaría que jamás acabaran esos momentos de íntima comunión. ¡Qué bien estamos con Dios! No querríamos salir nunca de la órbita de su corazón.

Descender al mundo

Pero después de esta vivencia, han de bajar. Jesús les anuncia que ha de morir y resucitar, y esta es la otra cara de la experiencia del Tabor. Anuncia a sus amigos que ha de padecer y morir y les pide que sean prudentes y no comenten lo que han visto y oído. Seguir a Jesús significa seguirlo por el camino del dolor, quererlo no nos exime de la identificación con el Cristo de la cruz. Descender del monte no es otra cosa que interiorizar todo cuanto se ha vivido pero, a la vez, avanzando poco a poco, transformando nuestro corazón para unirnos más a Cristo.

En la eucaristía, los cristianos nos alimentamos para poder comunicar nuestras experiencias de pequeños tabores al mundo. Después de vivir la presencia cercana de Cristo en nosotros, estamos llamados a salir afuera y comunicar su proximidad en nuestras vidas. Sólo de esta manera conseguiremos construir el cielo a nuestro alrededor.

2009-03-01

Las tentaciones de Jesús

1 domingo de Cuaresma – ciclo B –
En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el evangelio de Dios. Decía: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el evangelio”.
Mc 1, 12-15

Cuaresma, tiempo de conversión

El miércoles de ceniza iniciamos la Cuaresma. La Iglesia nos vuelve a recordar la enorme importancia que tiene para los cristianos la oración. La Cuaresma es tiempo especial para entrar con más profundidad en la órbita del corazón de Dios. Es un tiempo para sentarse junto al Padre y revisar nuestra vida, para ver en qué podemos mejorar.

También es un tiempo fuerte y largo, no para caminar sin más, sino para detenernos, quedarnos quietos y meditar ante el Santísimo. Este nuevo tiempo litúrgico nos ha de servir para reflexionar sobre la conversión.

En la celebración del miércoles se nos impone la ceniza mientras el sacerdote pronuncia la siguiente fórmula: Conviértete y cree en el evangelio. La Iglesia nos vuelve a dar la oportunidad para reflexionar sobre el sentido que tiene para nosotros pertenecer a la comunidad cristiana y sobre nuestra adhesión sincera a Jesús. Quizá pensemos que estamos totalmente convertidos y no necesitamos creer más en el evangelio. Pero la oración nos hará más conscientes de nuestra realidad como creyentes y nos hará ver la necesidad de hacer desierto, es decir, de intensificar nuestra plegaria. Será desde aquí, desde la experiencia íntima con Dios, donde descubriremos con la máxima claridad en qué tenemos que ir cambiando para conformar nuestra vida con la vida de Cristo.

La prueba en el desierto

La narración de las tentaciones recoge el momento de prueba de Jesús. El texto dice que el Espíritu, el mismo que en el Jordán apareció sobre él, lo lleva al desierto. Allí, Jesús librará una gran batalla. Por un lado, ahondará en su propia misión y en su fidelidad a Dios. Por otro, se dejará tentar por el diablo. Quiere medir sus fuerzas luchando contra la seducción del poder y de la fama. Rechaza caer en la autocomplacencia de un liderazgo que le aporte reconocimiento social. A través del ayuno, de la soledad, en el desierto y abandonado en Dios, llega a una profunda sintonía con el Padre y va superando todas las pruebas.

Jesús sale fortalecido del desierto. Ha vivenciado con Dios su proyecto y tiene clara su misión: anunciar la proximidad del reino de los cielos. Será un camino que va hacia Jerusalén. Él sabe que tiene que morir para glorificar al Padre, pero está dispuesto a dar la vida por amor. Si en el Jordán Dios Padre lo reconoció como Hijo, en el desierto se da su respuesta, un sí completo al plan de Dios. Y acepta pasar por un largo camino que lo llevará a la muerte pero que culminará en la resurrección.

Jesús tiene conciencia plena de su amor íntimo con Dios Padre. Valiente, sin miedo, se lanza a hacer real la voluntad de su Padre, convirtiendo su vida en una auténtica donación.

El primer mensaje de Jesús

Una vez abandona el desierto, Jesús se entera de la noticia de la muerte de Juan y comienza su predicación con estas palabras: “El reino de Dios está cerca: convertíos y creed en el evangelio”.

Para abrirnos a la novedad de Jesús él nos pedirá que nos convirtamos. Nos invita con urgencia, llamándonos a creer en él. Ya ha llegado el momento. Él tiene la respuesta para el pueblo judío. Él es la esperanza. El reino de los cielos prometido empieza con él.

Los cristianos solemos creer que ya estamos totalmente convertidos y que tenemos la suficiente fe. No viviremos la felicidad auténtica del amor si no nos planteamos que hemos de abrir más nuestro corazón a Dios. Convertirse significa un cambio, un giro radical respecto a todo aquello que nos aleja de Dios y de los demás, incluso de ciertas formas de actuar que nos separan de él. Es una actitud de humildad que nos hace reconocer que todavía nos queda mucho para sintonizar profundamente con Dios.

Creer no es simplemente cumplir preceptos; creer no es seguir una rutina y ciertas prácticas. Creer es adherirse plenamente a la vida de Jesús. Quizá la conversión más profunda sea reconocer que Jesús no ha entrado totalmente en nuestro corazón. La fe implica también sumarse a su proyecto de trabajo y anuncio del evangelio, con él.

El reino de los cielos, cerca de nosotros

El reino de los cielos está cerca. En su persona se concreta este reino, que no es un lugar físico ni un poder territorial, sino una actitud. Dejar que Dios entre en nuestra vida implica rechazar todo cuanto nos impide amar. El reino es la experiencia de sentirse salvado, redimido, amado por Dios. La eucaristía es un momento culminante de este reino, un atisbo en la tierra de lo que será el cielo.

La práctica de los sacramentos, especialmente la eucaristía y la reconciliación, nos ayudará a tener la suficiente fuerza para enfocar nuestra vida según el deseo de Dios.

La conversión, finalmente, es transformar nuestra vida en una donación permanente al Padre, como lo hizo Jesús.